Sabiduría 1,13-15; 2,23-24; 2 Corintios 8,7.9.13-15;
Marcos 5,21-43
«La mujer
se acercó asustada
y temblorosa se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo:
- Hija, tu fe te ha salvado.
Vete en paz y con salud»
1 julio 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Sueño con una vida plena en la que todo mi interior
mire al cielo.
Amo la tierra amando el cielo. Amo mi
vida sin dejar
nada fuera. Amo todo lo que soy y tengo. Puedo dar más, ser más»
A menudo me doy cuenta
de una cosa, no me basta con tener razón,
necesito que me la den. Quiero que
reconozcan que estoy en lo cierto, que estoy en posesión de la verdad. Quiero
que sepan que he acertado en mi forma de ver las cosas. Que digan que mi punto
de vista es el correcto. Que lo sepa yo está bien. Pero que otros lo sepan y lo
reconozcan, marca la diferencia. Es mi orgullo. A menudo guardo rencor y vivo
con rabia. Pienso que el mundo no me
da la razón. Me la quita injustamente. Los demás, o alguien importante en mi
vida, no ven las cosas como yo las veo. Quiero que lo digan en alto, que lo
reconozcan públicamente. No me basta con ganar. Necesito los titulares de toda
la prensa rendidos a mis pies. Cuando eso no sucede, cuando no aplauden mi
forma de ver las cosas, me lleno de rabia.
Sé de dónde viene ese rencor guardado. Alguna vez me negaron esa razón que era
mía. Yo grité con furia. Tenía razón. Pero el mundo guardó silencio. O le dio
la razón a otro de forma inmerecida. Me quedé confuso, solo. Yo tenía la razón.
Buscaba argumentos. Entre ellos el grito, o la fuerza. Producía el efecto
contrario. Volvían el rostro. Me dejaban solo. Y entonces el odio comenzó a
tomar fuerza en mi corazón herido. ¿Nace con tanta facilidad el odio? Es una
palabra tan fea. Tiene tanta fuerza. No nace de golpe. Va incubando lentamente,
guardando heridas y desprecios, alimentándose de los insultos y olvidos. Como
un ave carroñera que sólo se alimenta de despojos muertos. Así mi odio crece al
no sentir que otros me dan la razón que tengo. Y culpo a Dios de mi desdicha.
Él podía cambiarlo todo. Podía haberlo hecho diferente. Me duele no tener un
lugar, un camino, un final feliz. Podía haberse inventado algo que diera forma
a mis sueños. Podía darme la razón de forma definitiva y hacer posible lo que
yo deseo. Y si no lo hace es que no es mi Padre. O por lo menos es un padre que
no quiere a su hijo. Dios, o el mundo, no me afirman. Aunque tenga muchos
«likes» en mis redes sociales, nunca es bastante. Alguien
tendrá más. Y querré que muchos más me sigan a mí y me den la razón. Es tanta
la vanidad, mezclada con el odio que he ido guardando y esa mirada llena de
rabia que tengo. Tal vez, me parece, no necesito tener razón para ser feliz.
Creo que puedo ser feliz teniendo razón o no teniéndola. No es tan importante.
Puede que esté en lo cierto. Que el otro lo haya hecho mal y yo no. Pero eso no
cambia nada. La vida es como es y no puedo cambiarla aun teniendo toda la razón
del mundo. Aun siendo injusto todo lo que me pasa. Aun siendo yo el que debería
tener una vida mejor de la que tengo. Pero no es así y tengo que querer mi vida
como es. Con o sin razón. ¿Qué importa? Lo importante no es estar yo en lo
cierto, cargar con la verdad a cuestas. Lo que importa de verdad es amar la
vida y en ella al que Dios ha puesto en mi camino. Amar mi presente hoy y no
los futuribles que deseo. Amar mi
alma rota y todas las injusticias que padezco.
Aunque quisiera borrarlas de un plumazo. Pero no puedo. Hoy escucho: «Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo los
vivientes. Todo lo creó para
que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte,
ni el abismo impera en la tierra.
Porque la justicia
es inmortal. Dios
creó al hombre
para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio
ser». Dios quiere mi bien. Quiere
que sepa que me mira, sostiene y sana. Quiere que sepa que está conmigo. Él siempre
tiene la razón. Yo no siempre. Y aunque la tenga sólo desea que sea feliz y
haga a otros la vida más fácil. Por eso desde hoy tomo una decisión: No importa
que tenga la razón, no importa que esté yo en lo cierto, que lo mío sea lo
justo y lo otro lo injusto. Puede que sea así, es cierto. Pero no voy a dejar
en ningún caso que ese deseo de que me den la razón acabe quitándome la paz y
la alegría. No voy a aceptar que mi deseo de recibir el reconocimiento me lleve al rencor
y al odio. Voy a aceptar que mi vida no es justa. Y que si persigo la justicia
continuamente, o la perfección, o la verdad. Haré
de mi mundo un infierno. Y haré que los demás sean objeto de mi rabia, de mi
ira, de mi odio. No lo quiero. Quiero aprender a amar. Sin buscar la razón.
Amar con el corazón a los que tengo en mi camino. Eso es más importante,
mucho más, que el hecho de que muchos me
den la razón y me digan que estoy en lo cierto.
Me parece
que me falta fuerza de voluntad para hacer las cosas. Tomo decisiones y rompo los compromisos adquiridos.
Me decido por algo que deseo pero pronto caigo en el desánimo. Es como si el
tiempo hubiera ido debilitando mi voluntad. Salen de mi boca frases que me
paralizan: «Cambié de opinión», «Ahora
sí que empiezo
definitivamente». Dudo de mí mismo.
No sé seguro si lo voy a hacer de verdad. Me acostumbro a relativizar
mis decisiones. No me tomo en serio en mis obligaciones. El entusiasmo primero
produce energía, es verdad. Empiezo con fuerza, entusiasmado. Esperando lograr
lo que tanto anhelo y mueve mi alma. Se despierta mi voluntad. Pero no es
suficiente. No basta para llegar a la meta. Necesito aprender a ser
consecuente, perseverante, aun cuando el entusiasmo disminuya. Ahí es donde comienza el ejercicio de la voluntad, del que en tantas ocasiones huyo.
Porque exige renuncia y sacrificio. Y no quiero sufrir. Comenta el
siquiatra Enrique Rojas: «Tener talento es importante, pero mucho más importante es tener una voluntad de hierro. La voluntad es la joya
de la conducta. La fortaleza consiste en soportar y resistir las
adversidades con firmeza, serenidad, con ganas
de superarla y vencerla
y darle la vuelta». Voluntad para vencer las adversidades. Para enfrentar la falta de pasión por lo que hago. No todo lo que
hago tengo que hacerlo emocionado, con ilusión, con pasión. Muchas veces la
fidelidad en lo pequeño será dura. Lo haré apretando los dientes. Suspirando.
Pero siguiendo adelante. La voluntad es como un músculo que tengo que
ejercitar. De nada me vale tener buenas ideas. De nada me sirve tener grandes talentos.
Si me falta la voluntad para decidirme y llevar a cabo lo decidido, no llegaré muy lejos. Leía el otro día lo importante que es el deseo en mi corazón:
«El deseo proporciona a la voluntad
calor, contenido, imaginación, juego, frescura y riqueza. La voluntad, por su
parte, proporciona al deseo la autodirección, la madurez. La voluntad tutela
al deseo, permitiéndole proseguir sin correr riesgos excesivos. Pero sin deseo la
voluntad pierde su savia, su vitalidad»1. Voluntad y deseo van unidos. Enamoramiento y fidelidad en lo pequeño.
Es el alimento que me permite seguir
luchando.
Una voluntad alimentada por el deseo. Esa fuerza
interior. Esa pasión que arde en el alma. Quiero aprender a llenar mi voluntad
de deseo, de sueño, de anhelo, de ideal, de amor. Y quiero aprender a encauzar
mi deseo con una voluntad que lo oriente. Quiero ser fiel a lo que decido. Y
por eso decido optar por Dios. Le pido a Él que alimente mi deseo. Que llene de
fuego mi alma para hacer su voluntad. Para abrazarlo en mi vida cotidiana. Allí
donde no suceden cosas extraordinarias. Y parece que no cambio el mundo como a
mí me gustaría. Todo parece tan pequeño. Pero es así. Esa es la entrega que da
fruto. Necesito fuerza de voluntad para entregar mi vida en las manos de Dios
cada día, cada hora. El P. Kentenich
habla de esa entrega de mi vida a Dios como la entrega de un poder en blanco a María:
«Quien hace el Poder
en Blanco como
corresponde, se entrega
por completo al requerimiento, a los
deseos y a la voluntad del Padre Eterno.
No quiere reservar
para sí nada
de su voluntad noble y libre. En lo
sucesivo forjará su vida y estará dispuesto a sufrir en ella con total
sumisión a la voluntad divina y en conformidad
con ella»2. Esa actitud confiada,
de niño, es la que me lleva
a poner mi vida en las manos
de María. Una actitud que cree y nunca deja de creer. Le doy mi sí a
María y le pido que sea Ella quien marque mi camino, mi rumbo. Le pido que me
dé la fuerza de voluntad que no tengo y necesito. Esa fuerza que me lleve a
repetir mi sí cada mañana. Con pasión o cansando. Esa fuerza que me saque de la mediocridad y me lleve a seguir aspirando
a las alturas, sin conformarme con una vida plana y mediocre. Sueño con ser
mejor, con vencer las barreras que hay en mi interior. Sueño con una vida plena
en la que todo mi interior mire al cielo. Amo la tierra amando el cielo. Amo mi
vida sin dejar nada fuera. Amo todo lo que soy y tengo. Mi propia fragilidad y
lo que Dios me ha prometido que puedo
llegar a ser. Puedo dar más, ser más. Y eso lo sé. Pongo mi fuerza de voluntad
al servicio del bien. Lo que Dios quiera hacer con mi vida. Se lo confío. Él
puede si yo le abro la puerta de mi alma y me dejo hacer por Él. No todo es
fuerza de voluntad. Lo sé, pero sin esa fuerza interior sé que no podré ir muy
lejos. No me atreveré a lo imposible. No
daré pasos ni buscaré con ahínco lo que deseo y veo como un bien para mi vida.
1 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
2 Rafael Fernández de Andraca, Sí, Padre: Nuestra entrega filial a Dios
Quiero aprender a ensalzar
a Dios como hoy he repetido en el salmo:
«Te ensalzaré, Señor, porque me has
librado y no has dejado
que mis enemigos
se rían de mí». Dios me ha librado.
Me ha liberado de mis enemigos, de sus risas, de su
escarnio. Pienso en todo lo que me importa que se rían de mí. Mi imagen, mi
fama, mi gloria. Busco que me aplaudan, no que se rían de mis debilidades y
carencias. Jesús me muestra el camino
que he de seguir: «Se hizo
pobre por vosotros
para enriqueceros con
su pobreza». Jesús se hace pobre. Se despoja de su poder. Se hace uno de tantos,
un hombre cualquiera. Y yo no quiero ser un hombre cualquiera. No me conformo
con una vida en la que pase desapercibido. Quiero tener seguidores. Me gusta el
reconocimiento en las redes sociales. Me gusta gustar. Quiero cambiar el mundo
y ser recordado por ello. Miro a Dios hoy en mi vida. Quiero ensalzarlo a Él y
no ser yo ensalzado. Confundo los términos con frecuencia. Busco el primer
lugar, el ser reconocido. Lo importante no es lo que recibo a cambio de mi
entrega. Lo importante es lo que doy. Una oración del P. Kentenich dice así: «Jesús, que dio todo
por nosotros, no se contenta con recibir la mitad de nuestra vida.
Quiere enteros alma y corazón. No le basta
le resplandor pálido
de una mediocre entrega». No quiero
que mi entrega sea mediocre. Quiero ser más generoso con lo que he recibido
gratis. Lo doy todo gratis. Todo lo que tengo dentro. Todo lo que soy. Pero siempre con humildad. Sin buscar el reconocimiento. Con la
sencillez del que hace las cosas por amor. Sin esperar el aplauso y la
admiración. Quiero una santidad de andar por casa. Una santidad que es obra de
Dios en mí. Yo lo doy todo, lo entrego todo, confío siempre y Dios hace
el resto. Comenta
el Papa Francisco: «Deja que la gracia
de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja
que todo esté
abierto a Dios
y para ello
opta por Él, elige a Dios una y otra
vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del
Espíritu Santo para
que sea posible,
y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando
sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: - Señor, yo soy un pobrecillo, pero
Tú puedes realizar
el milagro de hacerme un poco
mejor»3. No me desanimo
al ver lo poco que hago, lo poco que soy. Santo
no es el que lo hace todo bien,
sino el que hace lo que Dios le pide. Comete errores, pero no se desanima. No
quiero que mi vida sea ejemplar en todo. Simplemente quiero que Dios haga
milagros conmigo. Milagros de misericordia. No para brillar yo, sino para que
Dios brille en los que Él ama. Que Él sea ensalzado y no yo. Es la mirada que
deseo. Una mirada de los pequeños. De los que se han vaciado de todo. Me gusta
esta actitud ante la vida. Deseo crecer en humildad para que Dios sea
ensalzado. Vivo empeñado en hacerlo yo todo bien. En estar siempre a la altura
y no cometer errores. Es tan grande el daño que puedo hacer. Es tanto el bien
que Dios puede lograr a través de mi vida. Tomo conciencia de mi limitación.
Asumo que no todo puede depender de mí. Y confío. No quiero ser mediocre, no
quiero aburguesarme. Quiero vivir la
generosidad del que nada retiene para sí. Parece tan sencillo. Pero luego la
vida es exigente. No me quejo. No caigo en las excusas. Quiero vivir mi vida
con un corazón agradecido. Dejo que la gracia de Dios obre en mí. Me abro, me
dejo hacer. Es tanto lo que Dios puede hacer en mí. Son tantos los milagros que puedo llegar
a ver. ¿Dónde he puesto mi corazón? Sufro por lo que no merece la pena.
Me afano por lo que no es un bien para mi vida.
Tengo tesoros escondidos en campos ajenos. Y no descanso totalmente en las
manos de Dios. Esa confianza de los niños me parece un ideal inalcanzable.
Quiero llegar a tocar las alturas. Parece sencillo pero no lo es. Santo entre
los santos. Una iglesia de santos. Así era la primera Iglesia. A veces me
desanimo al ver el pecado de los hombres y también mi propio pecado. Y pienso
que es imposible. Puedo caer en la actitud escéptica del que no cree en el
poder de Dios en los hombres. Es tan grande el pecado. Hace tanto daño la
debilidad. Pero todo es porque he puesto la mirada en lo que puede hacer el
hombre. Me he fijado solo en sus capacidades humanas, en sus dones, en lo
razonable. No acabo de creer en el poder infinito de la gracia en mí. Me cuesta
pensar que Dios lo puede hacer todo nuevo en mi alma enferma. Me abajo para que
Dios brille en mí. No me importa que se rían de mí, de mi pequeñez, de mi
pobreza. No tengo nada de lo que enorgullecerme. Me siento como esa mujer
enferma que avanza entre muchos para tocar a Jesús. Sabe que no tiene nada que
ofrecer a cambio de la salvación. Nada que dar a cambio de todo lo que recibe.
No por eso se acobarda. Lo entrega todo, se arriesga al ridículo, al rechazo.
Quiere tocar su manto oculta. Así me siento yo frente a Jesús. Quiero tocar su
poder en medio de mi impotencia. Quiero la santidad que me hará feliz y me dará
su paz. Sueño con esa luz que ilumine mi corazón y acabe con la oscuridad. Dios
lo puede hacer en mí. Pongo mi vida en sus manos. Mi corazón herido en el suyo.
Él es mi tesoro verdadero. A veces no me
lo creo.
3 Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate
Hoy Jesús hace dos milagros. Cura a la hija
del jefe de la sinagoga y a una mujer enferma. Al poderoso y al pobre. Al hombre y a la mujer. Jesús
se adapta al corazón de cada uno. Según cada uno. Eso es lo que hizo en vida y lo que hace conmigo.
Con todos. Recorre mi alma según mis caminos. Según mi sed y mi necesidad. Hoy un hombre ruega
públicamente a Jesús y le pide
algo que me
conmueve: «Se acercó un jefe
de la sinagoga, que se llamaba Jairo,
y al verlo se echó
a sus pies, rogándole con insistencia: - Mi
niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre
ella, para que se cure y viva.
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba». Le
pide a Jesús que se acerque. Y Jesús se pone en camino inmediatamente, sin
dudarlo. Alguien necesita su compasión, su misericordia y Jesús no lo piensa.
Me conmueve. Yo suelo poner excusas antes de ponerme en camino.
Busco que alguien actúe en mi lugar. Me resulta difícil salir de mí,
actuar, curar, sanar. Salir de mí para acercarme a otros. Alguien necesita la ayuda de Jesús y Él no duda. S.
Pablo me habla hoy de la generosidad: «Ya
que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño
y en el cariño que
nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad. Nuestro Señor
Jesucristo: siendo rico,
se hizo pobre
por vosotros para
enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando
vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia
la falta que ellos tienen;
y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá
igualdad. Es lo que dice
la Escritura: - Al que recogía mucho
no le sobraba; y al que recogía
poco no le faltaba». Me gustaría ser más generoso. No pensar tanto
en mí. Yo soy mi centro, la persona más importante de mi vida. Me gustaría ser
como Jesús que se empobrece para darme vida. Se niega a sí mismo para afirmarme a mí. Yo me detengo
al pensar en el dolor que me causa
ser generoso. No me gusta empobrecerme para enriquecer a otros. Me da miedo esa generosidad que se pone en camino.
Busco mi bien. Pienso sólo en mí.
Más que en ninguna persona
enferma. Me cuesta ver que
ellas son las personas más importantes de mi agenda. La niña es sólo una
niña desconocida y Jesús se pone en camino por ella. Yo pongo pegas, soy
reticente, evito al desconocido. No quiero que vengan a comer en mi mesa los que son distintos, los que
no piensan como yo. Soy generoso sólo con los míos. No con los extraños. Esa
generosidad que me pide Jesús me parece
excesiva. Me pide dar de lo mío
para igualar, para que otros, que no tienen nada, tengan. Y yo vivo con
miedo, molesto, inquieto.
Me da miedo perder lo que tengo,
vivir con menos, más expuesto, más exigido, al límite. Me da miedo la pobreza que aprieta el alma. Me da miedo no
tener para que otros tengan. Ese
acto de Jesús empobreciéndose por amor me parece hasta
excesivo. Leía el otro día que la iglesia
puede perder la generosidad y la pasión
por dar la vida por Cristo: «Se reduce
la capacidad de acogida del corazón; se debilitan la afectividad y la voluntad, lo cual se traduce en falta de pasión por el bien.
En la pérdida de ímpetu
para la entrega
a Dios total y sin reservas, y en la incapacidad de ´perderse´ generosamente en el mundo
y exigencias de la fe. La religiosidad es considerada como un seguro para
el cielo; pierde
más y más el carácter
de audacia que impulsa y arrastra»4.
Cuando eso ocurre mi fe se debilita. Pierdo la
pasión y las ganas de dar la vida, de darlo todo. Me vuelvo mezquino y
avaricioso. Pienso sólo en mí, en los míos, en los cercanos. Y me alejo de los
diferentes, de los distintos. Construyo muros en lugar de puentes. No creo en
la solidaridad porque he perdido la confianza. No encuentro a personas fiables
que me hagan pensar que mi dinero, mis bienes, van a traer la igualdad a otros.
Tiendo a dividir, a distanciarme de los que no son como yo y sólo pueden crearme
problemas. No quiero que me molesten. Me aíslo de los invasivos. Cierro la
puerta de mi alma, de mi vida y me alejo de los molestos. Esa actitud ante la vida me resulta perjudicial. Acentúo tanto lo propio, lo mío, lo original que no tolero a
los distintos. Tengo tanto miedo de no tener para mí que no quiero compartir
nada de lo que tengo. Y hoy Jesús me invita a ser generoso. Me pide que cambie
mis planes por atender al que necesita mi ayuda. Primero con una hija de un
hombre a la que no conozco. Después con una mujer oculta en la muchedumbre que
simplemente se atreve a tocar mi manto. Detiene mis pasos. Rompe mis planes,
mis horarios. De camino, Jesús se detiene ante cualquiera. ¡Cuánto me cuesta a
mí perder mi tiempo cuando voy a hacer algo que me parece importante,
prioritario! Jesús me enseña tanto. Me gusta esa mirada de Jesús que va
buscando por la vida quién necesita su ayuda. No tiene miedo de perder el
tiempo. Siempre está abierto a la novedad, a la necesidad. Su generosidad es
inmensa. Esa entrega total por amor es la que yo deseo. Romper mis planes para
socorrer al que me necesita. Partir mi capa con el que nada tiene. Ir al
encuentro del desvalido que no ha tenido mis ventajas a la hora de nacer. Y yo
me creo mejor sólo porque he tenido más suerte. Me da mucho miedo aislarme y
convertirme en alguien inaccesible. Alguien al que nadie
4 Christian Feldmann, Rebelde de Dios
puede tocar. Me gusta mostrarme débil, accesible,
vulnerable. Necesito el amor y el cariño de las personas. Necesito su ayuda.
Cuando dejo ver mi desvalimiento me acerco al que más sufre. Me dejo ayudar
mientras ayudo al que necesita ayuda. Es lo que más enaltece. Saber que puedo
ser útil en el camino. Yo puedo sanar la necesidad del que va conmigo. Jesús en
su reacción me enseña un camino muy concreto de dar la vida. Siempre decir sí.
No sé si siempre estoy disponible para ponerme en camino. Me gustaría tener el
sí siempre en mi boca, en mi corazón. Me
gustaría vivir siempre desinstalado, libre.
Una mujer enferma rompe las barreras que han
construido los hombres: «Había una
mujer que padecía flujos de sangre
desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido
a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda, su fortuna;
pero en vez de mejorar,
se había puesto
peor. Oyó hablar
de Jesús y, acercándose
por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el
vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado».
Se acerca atravesando la multitud.
Jesús deja que la gente se acerque.
Que lo invadan. Me gusta ver así a Jesús.
Tan cercano. Tan accesible.
Hoy descubro su corazón que se acerca, que se deja apretujar, que se deja
tocar, que toca. Que escucha a cada uno. Que se detiene ante cada uno. La mujer
se acerca y se expone al rechazo. Quiere tocar el manto de Jesús. Cree en su
poder. Ha oído hablar de sus milagros. No pide nada. Se acerca por detrás y lo toca, pensando que con sólo tocar su
manto se curará. No quiere que nadie lo sepa. Vence sus barreras, sus miedos,
sus reparos. Se vuelve osada por necesidad. Es verdad que la desesperación puede despertar mi valor. Es lo que sucede en
esta mujer. Se vuelve valiente porque necesita salvar su vida. Me gusta su
osadía. Hace falta valor para perseguir los sueños, para vencer los temores,
para romper las barreras. Hace falta valor para salir de la rutina y ponerse en
camino. Arriesgar la vida, estar
dispuesto a todo. Hace falta tener poco que perder para ser valiente y jugarse
la fama, la propia vida. Cuando tengo mucho que conservar me vuelvo miedoso y
cobarde. Comenta el P. Kentenich:
«Hoy el cristianismo tiene otro enemigo:
el apego a lo mundano,
la tiranía del materialismo, la masificación… Si quiere obrar milagros
hoy, ha de formar personas
y comunidades ancladas
en lo sobrenatural, de acendrada
ética, valientes y santas»5. Cuando me apego a
la vida, al
mundo, al poder,
al dinero, a
la fama, pierdo libertad. Me doy
cuenta de todo
lo que puedo perder
si me acerco demasiado a Jesús,
si toco su manto y me ven hacerlo. Me expongo a la crítica
y a la
condena. Sólo si
la necesidad de
mi alma es muy
grande o la enfermedad que me oprime muy lacerante, podré hacerlo. Si no es así
no me moveré de mi comodidad, de mi
lugar seguro. Permaneceré
quieto, protegido, en
paz, seguro. Hoy
entrego mis miedos, mis cobardías. Quiero ir al encuentro
de Jesús. Quiero tocar
su manto. Necesito
que me sane porque
estoy enfermo. Necesito
su fuerza para
vivir. Por ello
estoy dispuesto a
perder mi fama y
honor. No importa. Lo quiero a Él.
Jesús siente el poder que sale de sus entrañas y quiere saber
quién ha sido:
«Jesús, notando
que, había salido fuerza de él,
se volvió en seguida, en medio de la gente,
preguntando: - ¿Quién
me ha tocado el manto?
Los discípulos le contestaron: - Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: - ¿quién me ha tocado?
Él seguía mirando alrededor, para ver quién
había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó
a los pies y le confesó todo.
Él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda
curada de tu enfermedad». Jesús se da cuenta, la descubre y se conmueve.
Le tocan especialmente su fe y su valor. Lo
ha arriesgado todo por tocar su manto. Ahora está curada. Ha sido su fe. No Él
mismo que no ha sido consciente. Esa mujer tenía miedo, estaba escondida, no se
siente digna. Su fe la hace atreverse a tocar a Jesús. Tiembla cuando
Jesús pregunta quién
lo ha tocado. Se echa a los pies de Jesús. Él se conmueve. Ella creía que no era nadie,
que no era importante. Y Jesús ensalza
su fe. Su coraje. La mira en su valor. Y se sana su herida externa y su
herida del corazón. Jesús sacia su sed de amor, su sentimiento de indignidad,
de impureza. La alaba en público y queda libre. Ella se acercó a Jesús, lo
buscó entre la gente, y Jesús reconoció su belleza en medio de la multitud. La
llama Hija. ¡Cuánta ternura! Ha
salvado el alma porque se ha sentido amada, elegida, mirada en lo que es. Ha
sido levantada. Se puede ir sin juicio, sin condena, sin miedo. Ya no tiembla.
Jesús la ensalza, la admira. Es un tesoro que guardará siempre. Su herida que
sangraba se curó. Su herida de amor, se sanó. Jesús mira mi herida de amor, mi
fuente de dolor. Mira aquello por lo que me escondo y avergüenzo. Él me mira
más allá de esa herida. De mi pecado.
De mi dolor. De mi sangre. De mi miedo. Me ama en mi pecado. Me ama incluso
por mi
5 Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
debilidad. La mujer se acerca a Jesús por su
herida. En la época de Jesús la sangre de una mujer era signo de impureza.
Jesús la admira públicamente igual que públicamente es mirada como impura.
Calma su miedo. La llena
de paz. Jesús mira mi corazón y lo acaricia.
Esa es mi experiencia con Él. Él mira
mi corazón. Tal como es. Calma mi miedo. Me toca. Me mira y me ensalza.
Me regala la paz que
tanto deseo. Me llama hijo.
Jesús resucita hoy a la hija del
jefe de la sinagoga. Pero antes calma su miedo: «Todavía
estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga
para decirle: - Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro? Jesús
alcanzó a oír
lo que hablaban
y le dijo al jefe
de la sinagoga: - No temas; basta
que tengas fe». Cuando llega a sus oídos que su hija ha muerto, Jesús le dice a Jairo que
no tema. Le dice que Él está a su
lado y eso basta. Y Jairo cree. Se acaba de enterar de que su hija ha muerto.
No importa. Él confía. Hace falta mucha fe para creer que Jesús va a resucitar a una hija muerta. Jairo cree en Jesús.
Cree en su poder. Ya está muerta, ¿para qué seguir molestando al
maestro? ¿Tienen razón
los que hablan con Jairo? Ya no puede hacer nada Jesús. Pero él sigue
creyendo. Si Jesús lo dice. Basta con un
poco de fe para seguir confiando. ¡Cuánta fe tenía! Yo a veces pierdo la
fe. En mí, en los demás. Dejo de confiar, me vuelvo negativo, lo veo todo
negro, pierdo la esperanza. Jesús no quiere que me desespere. Quiere que crea
hasta el final. Que no dude de su poder. Le pido más fe. Jesús llega entonces a
la casa. A la habitación. A la niña:
«Llegaron a casa del
jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se
lamentaban a gritos.
Entró y les dijo: - ¿Qué estrépito y qué lloros
son éstos? La niña no está muerta,
está dormida. Se reían
de Él. Pero Él los echó fuera
a todos, y con el padre y la madre
de la niña y sus acompañantes
entró donde estaba la niña,
la cogió de la mano
y le dijo: - Talitha
qumi (contigo hablo,
niña, levántate). La niña
se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–.
Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que
dieran de comer a la niña». Jesús lo hace
según pide Jairo. Según la manera de este hombre que le pide que vaya. Va a su
casa. Se conmueve ante el dolor y ante la fe. Yo también quiero que Jesús venga a mí e imponga sus manos
sobre mí. Quiero que me salve, que me
levante. La niña está muerta, pero sólo parece dormida.
Para Jesús está viva. Jesús vence la muerte.
Jesús no cura en la multitud. Es personal. Y sus
curaciones son actos de amor compasivo. Gestos de ternura. No es un médico
eficaz. Él conoce la herida del corazón de cada uno y la acaricia, la consuela.
La toma de la mano. Esa es su forma de curar, tocando, acercándose, desde
dentro, no de lejos.
«Contigo
hablo, niña, levántate». Jesús desde el principio se había puesto en camino
por ella. No la conoce pero ya la ama. Me gusta esa mirada personal de Jesús.
Si no se hubiera detenido en el camino tal vez hubiera llegado a tiempo, no
habría muerto. Pero Jesús se detuvo y llegó demasiado tarde. Jesús se acerca y
la llama niña. Con la misma ternura con la que antes llamó hija a la
hemorroísa. La levanta. La toma de la mano. Jesús me dice lo mismo a mí. Me
dice que me levante, que camine, que no me duerma. No quiere que me quede
aletargado en el camino. Jesús viene si se lo pido. Jesús llega a mi casa y me
levanta. Pienso en tantos momentos en los que Jesús se ha acercado a mí. Quizás
alguien como ese padre rogó por mí. Jesús siempre es personal. Y la vida merece
la pena en el encuentro con Él. Quiero tocarlo y dejar que me toque. Quiero
pedirle que me levante. Que toque mi herida más profunda, la que peor huele.
Quiero que me de la paz que no tengo. Que me quite el miedo que me paraliza. A
veces soy yo el que tengo que salir a buscarlo como esa mujer que sangraba. Y
otras veces viene Él a mi lugar, la mayoría de las veces. Jesús pasa haciendo
el bien, liberando, sanando, mirando, tocando, curando. Y eso es lo que hace en
medio de mi vida. Camina a mi lado. Y yo, lo busco en la orilla, en mi día a
día. Tengo claro que sin Él mi herida se cierra, mi miedo me bloquea, mi
corazón se endurece. Necesito su voz que me diga:
«Hijo, niño, ve en paz, tu fe te ha curado, levántate, contigo hablo».
Y yo, hoy, le muestro mis miedos, mi herida de amor, mi enfermedad. Le hablo de
los lugares del alma que están muertos. Le cuento mis temores, mis injusticias,
mis pecados. Y Él me mira, me admira y, por encima de todo, creen en mí. Y yo entonces, creo en Él, creo que si pone sus manos sobre mi herida
viviré. Viviré de verdad, desde lo más profundo y verdadero de mi alma. Y
caminaré seguro, ya sin miedos. Quiero
creer en su mirada, en su poder sanador. Él viene a mí y me toca con ternura.
Me salva siempre.
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