domingo, julio 01, 2018

Domingo XIII Tiempo ordinario - 1 de Julio


Sabiduría 1,13-15; 2,23-24; 2 Corintios 8,7.9.13-15; Marcos 5,21-43

«La mujer se acercó asustada y temblorosa se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: - Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y con salud»



1 julio 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Sueño con una vida plena en la que todo mi interior mire al cielo. Amo la tierra amando el cielo. Amo mi vida sin dejar nada fuera. Amo todo lo que soy y tengo. Puedo dar más, ser más»

A menudo me doy cuenta de una cosa, no me basta con tener razón, necesito que me la den. Quiero que reconozcan que estoy en lo cierto, que estoy en posesión de la verdad. Quiero que sepan que he acertado en mi forma de ver las cosas. Que digan que mi punto de vista es el correcto. Que lo sepa yo está bien. Pero que otros lo sepan y lo reconozcan, marca la diferencia. Es mi orgullo. A menudo guardo rencor y vivo con rabia. Pienso que el mundo no me da la razón. Me la quita injustamente. Los demás, o alguien importante en mi vida, no ven las cosas como yo las veo. Quiero que lo digan en alto, que lo reconozcan públicamente. No me basta con ganar. Necesito los titulares de toda la prensa rendidos a mis pies. Cuando eso no sucede, cuando no aplauden mi forma de ver las cosas, me lleno  de rabia. Sé de dónde viene ese rencor guardado. Alguna vez me negaron esa razón que era mía. Yo grité con furia. Tenía razón. Pero el mundo guardó silencio. O le dio la razón a otro de forma inmerecida. Me quedé confuso, solo. Yo tenía la razón. Buscaba argumentos. Entre ellos el grito, o la fuerza. Producía el efecto contrario. Volvían el rostro. Me dejaban solo. Y entonces el odio comenzó a tomar fuerza en mi corazón herido. ¿Nace con tanta facilidad el odio? Es una palabra tan fea. Tiene tanta fuerza. No nace de golpe. Va incubando lentamente, guardando heridas y desprecios, alimentándose de los insultos y olvidos. Como un ave carroñera que sólo se alimenta de despojos muertos. Así mi odio crece al no sentir que otros me dan la razón que tengo. Y culpo a Dios de mi desdicha. Él podía cambiarlo todo. Podía haberlo hecho diferente. Me duele no tener un lugar, un camino, un final feliz. Podía haberse inventado algo que diera forma a mis sueños. Podía darme la razón de forma definitiva y hacer posible lo que yo deseo. Y si no lo hace es que no es mi Padre. O por lo menos es un padre que no quiere a su hijo. Dios, o el mundo, no me afirman. Aunque tenga muchos
«likes» en mis redes sociales, nunca es bastante. Alguien tendrá más. Y querré que muchos más me sigan a mí y me den la razón. Es tanta la vanidad, mezclada con el odio que he ido guardando y esa mirada llena de rabia que tengo. Tal vez, me parece, no necesito tener razón para ser feliz. Creo que puedo ser feliz teniendo razón o no teniéndola. No es tan importante. Puede que esté en lo cierto. Que el otro lo haya hecho mal y yo no. Pero eso no cambia nada. La vida es como es y no puedo cambiarla aun teniendo toda la razón del mundo. Aun siendo injusto todo lo que me pasa. Aun siendo yo el que debería tener una vida mejor de la que tengo. Pero no es así y tengo que querer mi vida como es. Con o sin razón. ¿Qué importa? Lo importante no es estar yo en lo cierto, cargar con la verdad a cuestas. Lo que importa de verdad es amar la vida y en ella al que Dios ha puesto en mi camino. Amar mi presente hoy y no los futuribles que deseo. Amar mi alma rota y todas las injusticias que padezco. Aunque quisiera borrarlas de un plumazo. Pero no puedo. Hoy escucho: «Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser». Dios quiere mi bien. Quiere que sepa que me mira, sostiene y sana. Quiere que sepa que está conmigo. Él siempre tiene la razón. Yo no siempre. Y aunque la tenga sólo desea que sea feliz y haga a otros la vida más fácil. Por eso desde hoy tomo una decisión: No importa que tenga la razón, no importa que esté yo en lo cierto, que lo mío sea lo justo y lo otro lo injusto. Puede que sea así, es cierto. Pero no voy a dejar en ningún caso que ese deseo de que me den la razón acabe quitándome la paz y la alegría. No voy a aceptar que mi deseo de recibir el reconocimiento me lleve al rencor y al odio. Voy a aceptar que mi vida no es justa. Y que si persigo la justicia

continuamente, o la perfección, o la verdad. Haré de mi mundo un infierno. Y haré que los demás sean objeto de mi rabia, de mi ira, de mi odio. No lo quiero. Quiero aprender a amar. Sin buscar la razón.
Amar con el corazón a los que tengo en mi camino. Eso es más importante, mucho más, que el hecho de que muchos me den la razón y me digan que estoy en lo cierto.

Me parece que me falta fuerza de voluntad para hacer las cosas. Tomo decisiones y rompo los compromisos adquiridos. Me decido por algo que deseo pero pronto caigo en el desánimo. Es como si el tiempo hubiera ido debilitando mi voluntad. Salen de mi boca frases que me paralizan: «Cambié de opinión», «Ahora que empiezo definitivamente». Dudo de mismo. No seguro si lo voy a hacer de verdad. Me acostumbro a relativizar mis decisiones. No me tomo en serio en mis obligaciones. El entusiasmo primero produce energía, es verdad. Empiezo con fuerza, entusiasmado. Esperando lograr lo que tanto anhelo y mueve mi alma. Se despierta mi voluntad. Pero no es suficiente. No basta para llegar a la meta. Necesito aprender a ser consecuente, perseverante, aun cuando el entusiasmo disminuya. Ahí es donde comienza el ejercicio de la voluntad, del que en tantas ocasiones huyo.
Porque exige renuncia y sacrificio. Y no quiero sufrir. Comenta el siquiatra Enrique Rojas: «Tener talento es importante, pero mucho más importante es tener una voluntad de hierro. La voluntad es la joya de la conducta. La fortaleza consiste en soportar y resistir las adversidades con firmeza, serenidad, con ganas de superarla y vencerla y darle la vuelta». Voluntad para vencer las adversidades. Para enfrentar la falta de pasión por lo que hago. No todo lo que hago tengo que hacerlo emocionado, con ilusión, con pasión. Muchas veces la fidelidad en lo pequeño será dura. Lo haré apretando los dientes. Suspirando. Pero siguiendo adelante. La voluntad es como un músculo que tengo que ejercitar. De nada me vale tener buenas ideas. De nada me sirve tener grandes talentos. Si me falta la voluntad para decidirme y llevar a cabo lo decidido, no llegaré muy lejos. Leía el otro día lo importante que es el deseo en mi corazón:
«El deseo proporciona a la voluntad calor, contenido, imaginación, juego, frescura y riqueza. La voluntad, por su parte, proporciona al deseo la autodirección, la madurez. La voluntad tutela al deseo, permitiéndole proseguir sin correr riesgos excesivos. Pero sin deseo la voluntad pierde su savia, su vitalidad»1. Voluntad y deseo van unidos. Enamoramiento y fidelidad en lo pequeño. Es el alimento que me permite seguir luchando.
Una voluntad alimentada por el deseo. Esa fuerza interior. Esa pasión que arde en el alma. Quiero aprender a llenar mi voluntad de deseo, de sueño, de anhelo, de ideal, de amor. Y quiero aprender a encauzar mi deseo con una voluntad que lo oriente. Quiero ser fiel a lo que decido. Y por eso decido optar por Dios. Le pido a Él que alimente mi deseo. Que llene de fuego mi alma para hacer su voluntad. Para abrazarlo en mi vida cotidiana. Allí donde no suceden cosas extraordinarias. Y parece que no cambio el mundo como a mí me gustaría. Todo parece tan pequeño. Pero es así. Esa es la entrega que da fruto. Necesito fuerza de voluntad para entregar mi vida en las manos de Dios cada   día, cada hora. El P. Kentenich habla de esa entrega de mi vida a Dios como la entrega de un poder en blanco a María: «Quien hace el Poder en Blanco como corresponde, se entrega por completo al requerimiento, a los deseos y a la voluntad del Padre Eterno. No quiere reservar para nada de su voluntad noble y libre. En lo sucesivo forjará su vida y estará dispuesto a sufrir en ella con total sumisión a la voluntad divina y en conformidad con ella»2. Esa actitud confiada, de niño, es la que me lleva a poner mi vida en las manos de María. Una actitud que cree y nunca deja de creer. Le doy mi sí a María y le pido que sea Ella quien marque mi camino, mi rumbo. Le pido que me dé la fuerza de voluntad que no tengo y necesito. Esa fuerza que me lleve a repetir mi sí cada mañana. Con pasión o cansando. Esa fuerza que me saque de  la mediocridad y me lleve a seguir aspirando a las alturas, sin conformarme con una vida plana y mediocre. Sueño con ser mejor, con vencer las barreras que hay en mi interior. Sueño con una vida plena en la que todo mi interior mire al cielo. Amo la tierra amando el cielo. Amo mi vida sin dejar nada fuera. Amo todo lo que soy y tengo. Mi propia fragilidad y lo que Dios me ha prometido que puedo llegar a ser. Puedo dar más, ser más. Y eso lo sé. Pongo mi fuerza de voluntad al servicio del bien. Lo que Dios quiera hacer con mi vida. Se lo confío. Él puede si yo le abro la puerta de mi alma y me dejo hacer por Él. No todo es fuerza de voluntad. Lo sé, pero sin esa fuerza interior sé que no podré ir muy lejos. No me atreveré a lo imposible. No daré pasos ni buscaré con ahínco lo que deseo y veo como un bien para mi vida.




1 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
2 Rafael Fernández de Andraca, Sí, Padre: Nuestra entrega filial a Dios

Quiero aprender a ensalzar a Dios como hoy he repetido en el salmo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí». Dios me ha librado. Me ha liberado de mis enemigos, de sus risas, de su escarnio. Pienso en todo lo que me importa que se rían de mí. Mi imagen, mi fama, mi gloria. Busco que me aplaudan, no que se rían de mis debilidades y carencias. Jesús me muestra el camino que he de seguir: «Se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza». Jesús se hace pobre. Se despoja de su poder. Se hace uno de tantos, un hombre cualquiera. Y yo no quiero ser un hombre cualquiera. No me conformo con una vida en la que pase desapercibido. Quiero tener seguidores. Me gusta el reconocimiento en las redes sociales. Me gusta gustar. Quiero cambiar el mundo y ser recordado por ello. Miro a Dios hoy en mi vida. Quiero ensalzarlo a Él y no ser yo ensalzado. Confundo los términos con frecuencia. Busco el primer lugar, el ser reconocido. Lo importante no es lo que recibo a cambio de mi entrega. Lo importante es lo que doy. Una oración del P. Kentenich dice así: «Jesús, que dio todo por nosotros, no se contenta con recibir la mitad de nuestra vida.
Quiere enteros alma y corazón. No le basta le resplandor pálido de una mediocre entrega». No quiero que mi entrega sea mediocre. Quiero ser más generoso con lo que he recibido gratis. Lo doy todo gratis. Todo lo que tengo dentro. Todo lo que soy. Pero siempre con humildad. Sin buscar el reconocimiento. Con la sencillez del que hace las cosas por amor. Sin esperar el aplauso y la admiración. Quiero una santidad de andar por casa. Una santidad que es obra de Dios en mí. Yo lo doy todo, lo entrego todo, confío siempre y Dios hace el resto. Comenta el Papa Francisco: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por Él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: - Señor, yo soy un pobrecillo, pero puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor»3. No me desanimo al ver lo poco que hago, lo poco que soy. Santo no es el que lo hace todo bien, sino el que hace lo que Dios le pide. Comete errores, pero no se desanima. No quiero que mi vida sea ejemplar en todo. Simplemente quiero que Dios haga milagros conmigo. Milagros de misericordia. No para brillar yo, sino para que Dios brille en los que Él ama. Que Él sea ensalzado y no yo. Es la mirada que deseo. Una mirada de los pequeños. De los que se han vaciado de todo. Me gusta esta actitud ante la vida. Deseo crecer en humildad para que Dios sea ensalzado. Vivo empeñado en hacerlo yo todo bien. En estar siempre a la altura y no cometer errores. Es tan grande el daño que puedo hacer. Es tanto el bien que Dios puede lograr a través de mi vida. Tomo conciencia de mi limitación. Asumo que no todo puede depender de mí. Y confío. No quiero ser mediocre, no quiero aburguesarme. Quiero vivir  la generosidad del que nada retiene para sí. Parece tan sencillo. Pero luego la vida es exigente. No me quejo. No caigo en las excusas. Quiero vivir mi vida con un corazón agradecido. Dejo que la gracia de Dios obre en mí. Me abro, me dejo hacer. Es tanto lo que Dios puede hacer en mí. Son tantos los milagros que puedo llegar a ver. ¿Dónde he puesto mi corazón? Sufro por lo que no merece la pena.
Me afano por lo que no es un bien para mi vida. Tengo tesoros escondidos en campos ajenos. Y no descanso totalmente en las manos de Dios. Esa confianza de los niños me parece un ideal inalcanzable. Quiero llegar a tocar las alturas. Parece sencillo pero no lo es. Santo entre los santos. Una iglesia de santos. Así era la primera Iglesia. A veces me desanimo al ver el pecado de los hombres y también mi propio pecado. Y pienso que es imposible. Puedo caer en la actitud escéptica del que no cree en el poder de Dios en los hombres. Es tan grande el pecado. Hace tanto daño la debilidad. Pero todo es porque he puesto la mirada en lo que puede hacer el hombre. Me he fijado solo en sus capacidades humanas, en sus dones, en lo razonable. No acabo de creer en el poder infinito de la gracia en mí. Me cuesta pensar que Dios lo puede hacer todo nuevo en mi alma enferma. Me abajo para que Dios brille en mí. No me importa que se rían de mí, de mi pequeñez, de mi pobreza. No tengo nada de lo que enorgullecerme. Me siento como esa mujer enferma que avanza entre muchos para tocar a Jesús. Sabe que no tiene nada que ofrecer a cambio de la salvación. Nada que dar a cambio de todo lo que recibe. No por eso se acobarda. Lo entrega todo, se arriesga al ridículo, al rechazo. Quiere tocar su manto oculta. Así me siento yo frente a Jesús. Quiero tocar su poder en medio de mi impotencia. Quiero la santidad que me hará feliz y me dará su paz. Sueño con esa luz que ilumine mi corazón y acabe con la oscuridad. Dios lo puede hacer en mí. Pongo mi vida en sus manos. Mi corazón herido en el suyo. Él es mi tesoro verdadero. A veces no me lo creo.



3 Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate

Hoy Jesús hace dos milagros.  Cura a la hija del jefe de la sinagoga y a una mujer enferma. Al poderoso    y al pobre. Al hombre y a la mujer. Jesús se adapta al corazón de cada uno. Según cada uno. Eso es lo      que hizo en vida y lo que hace conmigo. Con todos. Recorre mi alma según mis caminos. Según mi sed      y mi necesidad. Hoy un hombre ruega públicamente a Jesús y  le  pide  algo  que  me  conmueve:  «Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: - Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba». Le pide a Jesús que se acerque. Y Jesús se pone en camino inmediatamente, sin dudarlo. Alguien necesita su compasión, su misericordia y Jesús no lo piensa. Me conmueve. Yo suelo poner excusas antes de ponerme en  camino.  Busco  que alguien actúe  en mi lugar. Me resulta difícil salir de mí, actuar, curar, sanar. Salir de mí para acercarme a otros.  Alguien necesita      la ayuda de Jesús y Él no duda. S. Pablo me habla hoy de la generosidad: «Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad. Nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad. Es lo que dice la Escritura: - Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba». Me gustaría ser más generoso. No pensar tanto en mí. Yo soy mi centro, la persona más importante de mi vida. Me gustaría ser como Jesús que se  empobrece para  darme vida. Se niega  a sí mismo para afirmarme a mí. Yo me detengo al pensar en el dolor  que me  causa  ser  generoso. No me gusta empobrecerme para enriquecer a otros. Me da miedo esa generosidad que se pone en camino.
Busco mi bien. Pienso  sólo en mí. Más que  en ninguna  persona  enferma.  Me cuesta ver  que  ellas son las personas más importantes de mi agenda. La niña es sólo una niña desconocida y Jesús se pone en camino por ella. Yo pongo pegas, soy reticente, evito al desconocido. No quiero que vengan a comer en   mi mesa los que son distintos, los que no piensan como yo. Soy generoso sólo con los míos. No con los extraños. Esa generosidad que me pide  Jesús me parece excesiva.  Me pide dar de  lo  mío para igualar, para que otros, que no tienen nada, tengan. Y yo vivo  con  miedo,  molesto,  inquieto.  Me  da  miedo perder lo  que tengo,  vivir con menos, más expuesto, más exigido, al límite.  Me da miedo la pobreza      que aprieta el alma. Me da miedo no tener  para  que otros tengan.  Ese  acto  de Jesús  empobreciéndose por amor me parece hasta excesivo. Leía el otro  día que  la iglesia  puede perder  la generosidad  y la pasión por dar la vida por Cristo: «Se reduce la capacidad de acogida del corazón; se debilitan la afectividad y la voluntad, lo cual se traduce en falta de pasión por el bien. En la pérdida de ímpetu para la entrega a Dios total y sin reservas, y en la incapacidad de ´perderse´ generosamente en el mundo y exigencias de la fe. La religiosidad es considerada como un seguro para el cielo; pierde más y más el carácter de audacia que impulsa y arrastra»4.
Cuando eso ocurre mi fe se debilita. Pierdo la pasión y las ganas de dar la vida, de darlo todo. Me vuelvo mezquino y avaricioso. Pienso sólo en mí, en los míos, en los cercanos. Y me alejo de los diferentes, de los distintos. Construyo muros en lugar de puentes. No creo en la solidaridad porque he perdido la confianza. No encuentro a personas fiables que me hagan pensar que mi dinero, mis bienes, van a traer la igualdad a otros. Tiendo a dividir, a distanciarme de los que no son como yo y sólo pueden crearme problemas. No quiero que me molesten. Me aíslo de los invasivos. Cierro la puerta de mi alma, de mi vida y me alejo de los molestos. Esa actitud ante la vida me resulta perjudicial. Acentúo tanto lo propio, lo mío, lo original que no tolero a los distintos. Tengo tanto miedo de no tener para mí que no quiero compartir nada de lo que tengo. Y hoy Jesús me invita a ser generoso. Me pide que cambie mis planes por atender al que necesita mi ayuda. Primero con una hija de un hombre a la que no conozco. Después con una mujer oculta en la muchedumbre que simplemente se atreve a tocar mi manto. Detiene mis pasos. Rompe mis planes, mis horarios. De camino, Jesús se detiene ante cualquiera. ¡Cuánto me cuesta a mí perder mi tiempo cuando voy a hacer algo que me parece importante, prioritario! Jesús me enseña tanto. Me gusta esa mirada de Jesús que va buscando por la vida quién necesita su ayuda. No tiene miedo de perder el tiempo. Siempre está abierto a la novedad, a la necesidad. Su generosidad es inmensa. Esa entrega total por amor es la que yo deseo. Romper mis planes para socorrer al que me necesita. Partir mi capa con el que nada tiene. Ir al encuentro del desvalido que no ha tenido mis ventajas a la hora de nacer. Y yo me creo mejor sólo porque he tenido más suerte. Me da mucho miedo aislarme y convertirme en alguien inaccesible. Alguien al que nadie




4 Christian Feldmann, Rebelde de Dios

puede tocar. Me gusta mostrarme débil, accesible, vulnerable. Necesito el amor y el cariño de las personas. Necesito su ayuda. Cuando dejo ver mi desvalimiento me acerco al que más sufre. Me dejo ayudar mientras ayudo al que necesita ayuda. Es lo que más enaltece. Saber que puedo ser útil en el camino. Yo puedo sanar la necesidad del que va conmigo. Jesús en su reacción me enseña un camino muy concreto de dar la vida. Siempre decir sí. No sé si siempre estoy disponible para ponerme en camino. Me gustaría tener el sí siempre en mi boca, en mi corazón. Me gustaría vivir siempre desinstalado, libre.

Una mujer enferma rompe las barreras que han construido los hombres: «Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado». Se acerca atravesando la multitud.
Jesús deja que la gente se acerque. Que lo invadan. Me gusta ver así a Jesús. Tan cercano. Tan accesible. Hoy descubro su corazón que se acerca, que se deja apretujar, que se deja tocar, que toca. Que escucha a cada uno. Que se detiene ante cada uno. La mujer se acerca y se expone al rechazo. Quiere tocar el manto de Jesús. Cree en su poder. Ha oído hablar de sus milagros. No pide nada. Se acerca por detrás  y lo toca, pensando que con sólo tocar su manto se curará. No quiere que nadie lo sepa. Vence sus barreras, sus miedos, sus reparos. Se vuelve osada por necesidad. Es verdad que la desesperación  puede despertar mi valor. Es lo que sucede en esta mujer. Se vuelve valiente porque necesita salvar su vida. Me gusta su osadía. Hace falta valor para perseguir los sueños, para vencer los temores, para romper las barreras. Hace falta valor para salir de la rutina y ponerse en camino. Arriesgar la vida,  estar dispuesto a todo. Hace falta tener poco que perder para ser valiente y jugarse la fama, la propia vida. Cuando tengo mucho que conservar me vuelvo miedoso y cobarde. Comenta el P. Kentenich:
«Hoy el cristianismo tiene otro enemigo: el apego a lo mundano, la tiranía del materialismo, la masificación… Si quiere obrar milagros hoy, ha de formar personas y comunidades ancladas en lo sobrenatural, de acendrada ética, valientes y santas»5. Cuando me  apego  a  la  vida,  al  mundo,  al  poder,  al  dinero,  a  la  fama,  pierdo libertad.  Me doy  cuenta  de  todo  lo  que puedo  perder  si  me  acerco demasiado a  Jesús,  si  toco  su  manto  y me ven hacerlo. Me expongo a la  crítica  y  a  la  condena.  Sólo  si  la  necesidad  de  mi  alma  es  muy grande o la enfermedad que me oprime muy lacerante, podré hacerlo. Si no es así no me moveré de mi comodidad,  de  mi  lugar  seguro.  Permaneceré  quieto,  protegido,  en  paz,  seguro.  Hoy  entrego  mis  miedos, mis cobardías. Quiero ir al encuentro de Jesús.  Quiero  tocar  su  manto.  Necesito  que  me  sane porque  estoy  enfermo.  Necesito  su  fuerza  para  vivir.  Por  ello  estoy  dispuesto  a  perder  mi  fama  y honor. No importa. Lo quiero a Él.

Jesús siente el poder que sale de sus entrañas y quiere saber quién ha sido: «Jesús, notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: - ¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos le contestaron: - Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: - ¿quién me ha tocado? Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad». Jesús se da cuenta, la descubre y se conmueve. Le tocan especialmente su fe y su valor. Lo ha arriesgado todo por tocar su manto. Ahora está curada. Ha sido su fe. No Él mismo que no ha sido consciente. Esa mujer tenía miedo, estaba escondida, no se siente digna. Su fe la hace atreverse a tocar a Jesús. Tiembla cuando Jesús pregunta quién lo ha tocado. Se echa a los pies de Jesús. Él se conmueve. Ella creía que no era nadie, que no era importante. Y Jesús ensalza su fe. Su coraje. La mira en su valor. Y se sana su herida externa y su herida del corazón. Jesús sacia su sed de amor, su sentimiento de indignidad, de impureza. La alaba en público y queda libre. Ella se acercó a Jesús, lo buscó entre la gente, y Jesús reconoció su belleza en medio de la multitud. La llama Hija. ¡Cuánta ternura! Ha salvado el alma porque se ha sentido amada, elegida, mirada en lo que es. Ha sido levantada. Se puede ir sin juicio, sin condena, sin miedo. Ya no tiembla. Jesús la ensalza, la admira. Es un tesoro que guardará siempre. Su herida que sangraba se curó. Su herida de amor, se sanó. Jesús mira mi herida de amor, mi fuente de dolor. Mira aquello por lo que me escondo y avergüenzo. Él me mira más allá de esa herida. De mi pecado. De mi dolor. De mi sangre. De mi miedo. Me ama en mi pecado. Me ama incluso por mi



5 Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

debilidad. La mujer se acerca a Jesús por su herida. En la época de Jesús la sangre de una mujer era signo de impureza. Jesús la admira públicamente igual que públicamente es mirada como impura. Calma su miedo. La llena de paz. Jesús mira mi corazón y lo acaricia. Esa es mi experiencia con Él. Él mira mi corazón. Tal como es. Calma mi miedo. Me toca. Me mira y me ensalza. Me regala la paz que tanto deseo. Me llama hijo.

Jesús resucita hoy a la hija del jefe de la sinagoga. Pero antes calma su miedo: «Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: - Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro? Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: - No temas; basta que tengas fe». Cuando llega a sus oídos que su hija ha muerto, Jesús le dice a Jairo que no tema. Le dice que Él     está a su lado y eso basta. Y Jairo cree. Se acaba de enterar de que su hija ha muerto. No importa. Él confía. Hace falta mucha fe para creer que Jesús va a resucitar a una hija muerta. Jairo cree en Jesús.
Cree en su poder. Ya está muerta, ¿para qué seguir molestando  al  maestro?  ¿Tienen  razón  los  que hablan con Jairo? Ya no puede hacer nada Jesús. Pero él sigue creyendo. Si Jesús lo dice. Basta con un  poco de fe para seguir confiando. ¡Cuánta fe tenía! Yo a veces pierdo la fe. En mí, en los demás. Dejo de confiar, me vuelvo negativo, lo veo todo negro, pierdo la esperanza. Jesús no quiere que me desespere. Quiere que crea hasta el final. Que no dude de su poder. Le pido más fe. Jesús llega entonces a la casa.      A la habitación. A la niña: «Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo: - ¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida. Se reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: - Talitha qumi (contigo hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña». Jesús lo hace según pide Jairo. Según la manera de este hombre que le pide que vaya. Va a su casa. Se conmueve ante el dolor y ante la fe. Yo también quiero  que Jesús venga a mí e imponga sus manos sobre mí. Quiero que me salve, que me   levante. La niña está muerta, pero sólo parece dormida. Para Jesús está viva. Jesús vence la muerte.
Jesús no cura en la multitud. Es personal. Y sus curaciones son actos de amor compasivo. Gestos de ternura. No es un médico eficaz. Él conoce la herida del corazón de cada uno y la acaricia, la consuela. La toma de la mano. Esa es su forma de curar, tocando, acercándose, desde dentro, no de lejos.
«Contigo hablo, niña, levántate». Jesús desde el principio se había puesto en camino por ella. No la conoce pero ya la ama. Me gusta esa mirada personal de Jesús. Si no se hubiera detenido en el camino tal vez hubiera llegado a tiempo, no habría muerto. Pero Jesús se detuvo y llegó demasiado tarde. Jesús se acerca y la llama niña. Con la misma ternura con la que antes llamó hija a la hemorroísa. La levanta. La toma de la mano. Jesús me dice lo mismo a mí. Me dice que me levante, que camine, que no me duerma. No quiere que me quede aletargado en el camino. Jesús viene si se lo pido. Jesús llega a mi casa y me levanta. Pienso en tantos momentos en los que Jesús se ha acercado a mí. Quizás alguien como ese padre rogó por mí. Jesús siempre es personal. Y la vida merece la pena en el encuentro con Él. Quiero tocarlo y dejar que me toque. Quiero pedirle que me levante. Que toque mi herida más profunda, la que peor huele. Quiero que me de la paz que no tengo. Que me quite el miedo que me paraliza. A veces soy yo el que tengo que salir a buscarlo como esa mujer que sangraba. Y otras veces viene Él a mi lugar, la mayoría de las veces. Jesús pasa haciendo el bien, liberando, sanando, mirando, tocando, curando. Y eso es lo que hace en medio de mi vida. Camina a mi lado. Y yo, lo busco en la orilla, en mi día a día. Tengo claro que sin Él mi herida se cierra, mi miedo me bloquea, mi corazón se endurece. Necesito su voz que me diga: «Hijo, niño, ve en paz, tu fe te ha curado, levántate, contigo hablo». Y yo, hoy, le muestro mis miedos, mi herida de amor, mi enfermedad. Le hablo de los lugares del alma que están muertos. Le cuento mis temores, mis injusticias, mis pecados. Y Él me mira, me admira y, por encima de todo, creen en mí. Y yo entonces, creo en Él, creo que si pone sus manos sobre mi herida viviré. Viviré de verdad, desde lo más profundo y verdadero de mi alma. Y caminaré seguro, ya sin miedos. Quiero creer en su mirada, en su poder sanador. Él viene a mí y me toca con ternura. Me salva siempre.

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