domingo, julio 08, 2018

Domingo XIV Tiempo ordinario - 8 de julio


Ezequiel 2, 2-5; 2 Corintios 12, 7b-10; Marcos 6, 1-6

«¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y esto les resultaba escandaloso»



8 julio 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito una mirada confiada en la bondad del hombre. Aunque me tachen de inocente. Creo en una segunda oportunidad, después de haber fallado. En el perdón que sana las heridas»

El otro día volví a oír hablar de los «haters». Son personas que muestran sistemáticamente actitudes negativas u hostiles ante cualquier asunto. Se trata de aquella persona que odia o aborrece. También se puede referir al envidioso, al odioso o al aborrecedor. El término «hater» se ha popularizado para designar a aquellos que, para expresarse sobre cualquier tema, se valen de la burla, la ironía y el humor negro. Sobre todo en las redes sociales. Hoy en día se llama «hater» a aquel que por sistema denuncia, critica, ataca, condena. Se convierte en alguien cínico que critica todo lo que le rodea sin hacer distinciones. Los «haters» ven algo peligroso en el mundo. Y lo atacan. Son desconfiados y desdeñosos. Creen que siempre los demás son los que están equivocados y ellos nunca. A veces me da miedo convertirme en un «hater». Llenarme de odio y desconfianza. Juzgar el mundo y lo que hay en él. Erigirme en poseedor de una verdad eterna que entra en colisión con este mundo enfermo. Me da miedo ser alguien lleno de quejas y reproches hacia los demás. Quedarme siempre en el lado negativo de la vida. Convertirme en un juez que condena. En un mundo en el que todo vale, en un mundo cambiante, me da miedo querer ser yo el dique que contiene las aguas, la atalaya que  denuncia lo incorrecto, el juez que decide lo que está bien y lo que está mal. Jesús no fue un «hater». No vino a decir todo lo que está mal. Sí denunció muchas conductas erróneas. No se calló. Amó siempre. Nunca odió el mundo. Leía el otro día sobre las comidas de Jesús con publicanos y prostitutas: «En ellas, Jesús les ofrece su confianza y amistad, los libera de la vergüenza y la humillación, los rescata de la marginación, los acoge como amigos. Poco a poco se despierta en ellos el sentido de la propia dignidad: no son merecedores de ningún rechazo. Por vez primera se sienten acogidos por un hombre de Dios. En adelante, su vida puede ser diferente»1. La vida de Jesús no estuvo llena de rabia, sino de misericordia. No quiero convertirme en el que condena las vidas que me rodean cuando no veo reflejado en ellas el ideal que sueño. No quiero ser el que siempre pone la nota disonante. El que avisa del riesgo y alerta del peligro. Como un faro en medio de la tormenta. Tampoco quiero ser el que lo tolera todo. ¿Dónde está ese justo punto intermedio? ¿Cómo puedo soñar con la verdad de Jesús, con los ideales que me hacen mejor persona, sin caer en denunciar siempre lo que no está bien a mi alrededor? La persona está antes que su pecado. Mucho antes que las decisiones que no comparto. No quiero ser yo el sanedrín que condena continuamente actitudes. Sin ver detrás a la persona en su fragilidad. Los
«haters» odian, tienen rabia y están llenos de quejas. ¿Soy yo así? Me gusta el mundo que toco. Está lleno de peligros y maldad. Y también está lleno de amor y de verdad. De una presencia invisible de un Dios bondadoso que todo lo ama, que todo lo puede. No me lleno de quejas y juicios. No me vuelvo ácido y lleno de rencor. Me hace daño el odio. Me hace daño pensar mal de todos, de todo. Tal vez ser «odiador» me vuelve desconfiado. O es mi desconfianza la que me lleva a odiar y rechazar aquello con lo que no comulgo. Siento que si como con los pecadores estaré aprobando su pecado. Si saludo a un culpable algo de su culpa se me pegará en la piel. Y yo busco un mundo de justos, de perfectos, de inmaculados. Por eso me lleno de odio. Yo tengo la razón. El mundo no la tiene. Me convierto en alguien con quien no se puede hablar, ni discutir. Soy tal vez radical en exceso.
¿Simplemente por no pensar como el mundo? No. No es eso. Es mi odio el que me hace radical. Es mi odio el que me hace odiar al diferente. Temer al que no vive como yo deseo vivir. No quiero vivir



1 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

juzgando. Me enveneno. Y al llenarme de rabia hago que el ambiente que me rodea tenga una atmósfera de pantano en la que no se puede respirar. Me gustaría crear espacios de cielo en los que muchos se sientan acogidos en su debilidad, queridos en las situaciones difíciles que viven. No quiero ser un «hater», un hombre lleno de quejas, miedos y odios.

Hay personas que aman con condiciones. Siempre esperan una respuesta, un signo, una señal. Esperan que no les fallen. Tal vez dudan de la fidelidad y de la sinceridad de la entrega. Su amor es condicionado, no es incondicional. Esas personas algún día encontrarán que les fallan. Les dolerá. Lloverá sobre mojado. Lamentarán su mala suerte. O la injusticia de este mundo injusto. Dirán que lo demás no estuvieron a la altura esperada. Que no superaron la nota exigida. Que no supieron quererlas como ellas necesitaban. Esas personas siempre encontrarán un pero al amor recibido.
Rastrearán el error en la entrega. Puedo caer yo en la tentación de vivir la vida así. Esperando, exigiendo, aguardando el fallo de los que fallan. Puedo ser yo un amante condicionado. Mi amor depende de lo que recibo. No lo aguanta todo, no lo soporta todo, no lo tolera todo. Me da miedo ser así. Y sé que puedo llegar a serlo si no cambio la mirada. También sé que a mí, como a otros, me puede pasar que viva intentando satisfacer siempre todas las exigencias del amor condicionado.
Sabiendo en el fondo del alma que algún día fallaré. Entonces podrán decir con razón que no he estado a la altura. No me da miedo fallar, más bien me preocupa esa actitud de alma que es más común de la que creo. El que así ama, lo creo sinceramente, nunca va a ser feliz. Nunca encontrará a alguien que lo ame de forma perfecta. Descubrirá carencias, límites y torpezas en el que le ama. Se enervará y dejará de amar ante el más mínimo fallo. Creyéndose justificado en su desamor, porque le han fallado. Me preocupa más al pensar en ellos, porque no van a ser plenos. Tal vez van a conseguir lo contrario de lo que buscan. Que nadie sepa quererlos. Me da miedo ser yo así a veces y exigir a los demás que me den lo que espero, lo que creo merecerme. Ni más ni menos. Bueno, si es más a lo mejor no me quejo. Me da miedo ser yo un medidor, un controlador, un exigente. Siempre con la vara de medir en la mano tratando de ver si los demás dan la talla esperada. No quiero vivir pendiente de  lo que el otro da en lugar de ser yo el que da sin reservas. Más aún en el amor conyugal en el que no funciona nada al cincuenta por ciento. El amor que me salva es el que no espera nada de mí y recibe agradecido todo lo que le entrego. Ese amor incondicional, que siempre espera, siempre cree, y siempre admira, es el que me salva de mis medidas mezquinas. Creo que puedo ser yo tan exigente como ellos. Y sin decirlo espero un amor incondicional cuando el mío está condicionado. Mido, exijo, cálculo, pido, espero y digo que soy generoso pero voy llevando cuentas del bien y del mal, en la libreta del alma. Al fin y al cabo lo que lo cambia todo es la actitud ante la vida. El otro día leí la distinción que el sicólogo Adam Grant hace entre varios tipos de personas en sus relaciones personales. Diferencia entre los llamados «takers», «givers» y «matcher». En la vida tengo tres opciones. Los «givers» «son una rara especie. Prefieren dar antes que recibir», comenta Adam Grant. El dador vive focalizado en lo que el otro necesita, no en lo que él quiere obtener. Las personas más valoradas en el campo laboral son las que ven así la vida. Yo puedo ser alguien que da sin esperar recibir nada a cambio. Me parece difícil, un sueño, un anhelo. Miro mi corazón y veo intenciones mezcladas. Veo que tengo mucho de los «takers» que dan de forma estratégica. Porque les beneficia. A los «takers» «les gusta más recibir que dar. Ponen sus intereses antes que los de los otros». No quiero ser así, pero me encuentro actuando así en la vida. Mi ego, mi interés, mi sueño, por encima del resto. A veces veo que prefiero recibir sin tener que dar. La tercera forma de actuar es la de los «matcher». Ellos luchan por conseguir un equilibrio perfecto entre dar y recibir. Buscan la reciprocidad en la entrega. Sus relaciones se basan en un intercambio justo de favores. Ni más ni menos. Esa forma de mirar la vida me vuelve egoísta y autorreferente. Tengo claro que los que triunfan, aquellos a los que les va bien en el amor, los que logran cuidar relaciones más sanas y profundas, son los que dan sin esperar nada.
Son los dadores. Los que aman de forma incondicional. Son una rara especie, es verdad. Pero es el ideal que persigo. Jesús era así y me ha señalado el camino. Y los santos a los que admiro han sido así. No llevan cuenta del mal que reciben, ni del bien que dejan de percibir. No hablan de injusticias y no se quejan. No se sienten heridos ante el más mínimo desprecio. Han puesto su mirada en la necesidad del que está a su lado. Y eso los salva, los sana y hace que sean felices. Quiero ser así. Quiero que Dios me haga dador. Que aumente mi generosidad. Que cambie mi mirada. No es tan sencillo pero es lo que desea mi alma herida. Un milagro que me cambie por dentro. Una forma de amar que se afiance

en mi corazón. Una entrega que no mida. Una generosidad que no busque siempre recibir a cambio. Es verdad lo que comenta el Papa Francisco: «El hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»2. Necesito ser amado para amar bien. Haber recibido antes para poder dar. Sé también que nunca tendré intenciones puras. Habrá una mezcla de intenciones. Algunas buenas. Otras no tanto, más egoístas. Lo importante no es lograr esa pureza santa que tenían sólo Jesús y María. Yo tengo pecado original. Y en mi confusión de intenciones quiero que predominen en mí las que hablan de generosidad y entrega, sin esperar nada como contrapartida.

Tiene mi alma un gusto profundo por lo lúdico. Por la risa y lo liviano. Por competir y luchar hasta el último segundo. Y es lo lúdico lo que despierta en mí todas las pasiones del alma. Lloro y río. Me alegro y me entristezco. Todo se mueve en un plano profundo. En el de las emociones guardadas en  el alma. Se despiertan mis pasiones desordenadas, inconfesables. Me gusta pensar en conjunto, en equipo. Cuando pierdo, todos perdemos. Cuando gano, todos ganamos. Así de sencillo. Así de complicado. Me gusta el deporte que saca lo mejor de mí. No lo malo. Me hace más solidario. Me hace pensar que no soy yo la estrella, sino todos, un conjunto. El deporte tendría que hacerme mejor persona, no peor. Despertar en mí el juego limpio, la solidaridad. Que nunca se impongan en mí la violencia y la mentira. El teatro para que castiguen a otro. Me gusta el sacrificio que precede al éxito, que no siempre llega, no necesariamente. Y cuando no tengo éxito, no busco culpables, ni le echo la culpa al cielo. No me excuso, asumo la responsabilidad, no rehúyo la culpa propia. Así es el trabajo en equipo. La vida tiene una parte lúdica que no descuido. Me la tomo en serio. Sufro cuando hay que sufrir. Y me río y alegro cuando toca. Pero no quiero dramatizar ni hacer un mundo de lo que sólo es un juego. La vida es más que eso, pero lo incluye. Me gusta aprender de ese deporte colectivo en el que las figuras son secundarias. Y lo que importa es el sacrificio por todos. El trabajo que no se ve. Es fácil criticar a otros. Ver la paja en el ojo ajeno. Denunciar a los demás y tratar de salvar mi propia imagen. Yo antes que todos. Mi vida antes que la de los demás. Quiero que lo lúdico sea eso, nada más. Una parte alegre de mi vida en la que me distiendo. Y saco todo lo que hay en mi interior. Por una pasión. Por un premio fugaz. Así de simple. Me gustan en general las pasiones que surgen en mi alma. Leía el otro día: «Experimentar una emoción no es algo moralmente bueno ni malo en mismo.
Comenzar a sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni reprochable. Lo que es bueno o malo es el acto que uno realice movido o acompañado por una pasión»3. Quiero que mis actos sean buenos. Enaltezcan. Me lleven a juzgar bien a los que me rodean. Que lo lúdico saque lo mejor de mí y no lo peor. Que no llegue a odiar. No siempre lo consigo. Lo lúdico es esa parte de mí que me hace reír. Es allí donde me vuelvo  más niño, más inocente, más alegre. Necesito no perder nunca esa parte escondida en mi alma.
Cuidarla como algo sagrado. Que se despierten mis pasiones y no me escandalice. Que sepa que la pasión es un deseo que tengo que encauzar. Una fuerza profunda que me lleva a la acción y saca de mí lo mejor, lo más noble. No la reprimo. Le pido a Dios que entre en mi alma para purificarla. Para hacerla más suya. Para que reine Él en mi interior, en mi subconsciente. Quiero aprender a ser más solidario, más justo en mi forma de comportarme. Que el llamado «fair play», el juego limpio, sea lo que caracterice mis actos. Que sepa enaltecer siempre al contrario. Hablar bien del que siente pasión por otros colores. Que no descalifique, que no condene. Que sepa unir y aprender de los demás. Que deje que prime el conjunto y no las individualidades. Que no me importe ser uno más, y pasar desapercibido. Que siempre sea uno que sume, no que reste. Quiero ser un apasionado de la vida.
Quiero que mis pasiones no destruyan, ni a mí, ni a los que tengo cerca. Que sean fuente de vida, de alegría, de esperanza. Dios entra en mi alma de niño apasionado. No sofoca los incendios. Pero cuida bien para que no abrase lo que no tengo que quemar. Es Él quien conduce mis afectos. Y enaltece mi alma enferma. Me gusta reír con ganas. Y sufrir en momentos de tensión. Hacerlo todo con el corazón sabiendo que a veces podré equivocarme. Aceptar mis errores. Reconocer mis fallos. Aplaudir al que gana. Sufrir con el que ha perdido. Luchar hasta el final sin perder la esperanza. No darlo todo enseguida por perdido. No fingir nunca. Reconocer la verdad de lo ocurrido. No volverme agresivo  ni rencoroso. Parece fácil pero no lo es. Lo lúdico saca lo mejor de mí. Despierta mis pasiones. Quiero




2  Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
3  Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

vivirlas con paz. Y no guardar rencores. Quiero ser más niño, más puro. Más de Dios y más enamorado de la vida. Capaz de tomarme las cosas en serio. Capaz de reír con los juegos que me hacen vibrar. Así es la vida.

Con mucha frecuencia vuelvo a leer las palabras de S. Pablo. Para no caer en la soberbia: «Para que  no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne. Un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: - Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en la fuerza de Cristo. Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte». Lo leo y me lo aprendo de memoria. No logro que la letra se haga carne. Acaricio mi debilidad cada día. Toco mis límites cada mañana. Me confronto con mi incapacidad para  hacer  el bien  que deseo.  Acabo  siendo  atrapado  por ese mal del que huyo. No sé muy bien cómo hacer para romper esta tendencia.  Paso  de  mi deseo de virtud a mi dolor  por el pecado. Mi debilidad es la espina que atraviesa mi carne débil. Y me repito en    el corazón: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte». No me lo creo. Quiero ser fuerte. Detesto mi debilidad. Y la que veo en los demás. La  incapacidad  para  hacer  frente a  situaciones difíciles. La torpeza que me hace ver lo frágiles que  son mis sueños. La debilidad me escandaliza. La que veo en      los otros me produce rechazo. De forma  especial  cuando  pienso que lo  débil  en  aquel  al  que  amo tiene más fuerza que sus capacidades. Dice el Papa Francisco: «Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación»4. Quiero ser capaz de pasar por alto las debilidades de los demás. No quedarme atrapado en ellas. No hacer de ellas un todo. Quiero aprender a  convivir  con  mis  debilidades.  Con  la viga  en mi ojo. Saber que soy débil, no fuerte.  Aceptarme frágil y saber que  solo no puedo avanzar. Le pido a   María que me ayude, que me sane, que me mire bien más allá de mis fragilidades. Así le reza el P. Kentenich a María en el Santuario: «Te pedimos que elijas este lugar como tu morada donde seas de manera especial nuestra educadora y guía. Solos no podemos educarnos. Somos débiles e incapaces de alcanzar esa meta. Establécete entre nosotros, edúcanos y haznos instrumentos en tu mano para la renovación del mundo»5. María es la educadora de mi debilidad. No  hace que  desaparezca.  Sólo  cambia mi mirada.  Para  que acepte con humildad que soy frágil. Para que no me excuse en mis carencias y deje de luchar. Para que no justifique lo que hago alegando que no soy capaz. La debilidad no me exime de intentarlo. No quedo liberado de luchar. Soy débil y necesito  la  fuerza de Dios.  Su poder. La acción del Espíritu.  Necesito que me socorra el Señor en medio de mis caídas y me levante. La espina de mi carne no desaparece. Y  me recuerda quién soy, de dónde vengo y adónde voy. Dios tiene que hacer una obra de arte en mí.
Tiene que darle vida al hombre nuevo. Dice el P. Kentenich: «Para tener una visión justa de la acción de Dios en la obra de la redención hay que estar convencido de esa tremenda y profunda debilidad de nuestra naturaleza. No basta con que Dios pula las aristas de nuestra naturaleza humana mediante las virtudes infusas. Es necesario que su mano de artífice talle ya en el hombre algo de su propia divinidad. La acción divina es la principal en la obra de la redención. No podemos sanar nuestra naturaleza valiéndonos sólo de nuestras fuerzas»6. No puedo hacerlo todo con mis fuerzas.  Con frecuencia lo pretendo. Quiero  ser yo  el  que hace las cosas y a Dios le dejo un espacio  reducido en  mi  vida.  Cuando yo  ya no  puedo.  Cuando no me dan las fuerzas. Entonces recurro a Dios y le digo que le dejo un espacio. Que todo depende de Él. Pero no suelto las riendas de mi vida. Lo tengo  todo  bien  atado  en  medio  de  mi  debilidad  no asumida. No soy capaz de aceptar que soy débil. No soy capaz de reconocer mis flaquezas. Hoy S.     Pablo me ayuda a mirarme débil. ¿Cuáles son mis debilidades?  ¿Cuál es ese aspecto de mi vida que      no controlo, esa herida que me lleva siempre al mismo pecado, a la misma compensación, al mismo escape? Miro la fragilidad que no quiero reconocer. No puedo mirar con alegría mis debilidades.
Quiero hacerlo. Dios con su poder se hace fuerte en mi carne herida. Así de sencillo. Así de fácil. Parece un milagro que le pido a Dios. Miro lo que hago mal. Miro lo que me duele. Se lo entrego. Cuando soy débil soy fuerte. Cuando dejo que Dios haga morada en mi alma enferma. Cuando entrego todo en manos de María para que Ella eduque mi alma enferma. Sólo así es posible ser cristiano y soñar con ser santo.



4 Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
5 Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
6 J. Kentenich, Envía tu Espíritu

Hoy escucho cómo Jesús va a Nazaret con sus discípulos. Pero allí los suyos no lo aceptan cómo es:
«En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: -¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas: ¿no viven con nosotros aquí? Y esto les resultaba escandaloso». Les resulta escandaloso que Jesús haga milagros, predique, se deje llamar maestro. Que lo sigan multitudes que esperan escuchar su voz y  ser sanados. Es escandaloso porque para ellos Jesús es sólo el hijo del carpintero. Es uno de ellos. Jesús pasó desapercibido. Lo habían conocido de niño. Habían jugado con Él. Habían conocido a sus padres. Habían comido en su mesa.     Se habían reído juntos. Quizás Jesús y José habían hecho algún trabajo en su taller para alguno.
Habían conocido a María, y sus ojos, y su manera de ser que es hogar. Jesús en Nazaret era uno más. Con sus sueños, su vida sencilla, sus preguntas en el alma. Jesús oculto. Sus manos de niño se hicieron de hombre trabajador en el taller de su padre, abrazando a su madre. Su vida cotidiana, llena de detalles pequeños de ternura, con las luchas normales. A esos hombres de Nazaret les cuesta ver a Dios en lo cotidiano. En lo humano. Es imposible que ese hombre, Jesús, sea Dios. Imposible creer que sea un profeta. En su alma habita el mundo entero pero nadie lo ve. Nadie lo cree. Es normal. No brilla. El misterio más increíble de Dios es estar entre los hombres. Haberse encarnado. Jesús creció como yo. Con sueños, con ilusión por abrirse al mundo, con preguntas sobre sí mismo y su misión.
Con el amor incondicional de sus padres. Dudan de él porque es uno más. La cercanía hace que deje de ver más allá de la carne conocida. A menudo le digo a los esposos que en el otro cada uno ha de ver a Jesús. Tocar en sus manos la piel de Dios. Y escuchar en sus palabras susurros del cielo. Pero luego es tan difícil traspasar ese límite humano que tan bien conozco. Resulta complicado trascender  a quien amamos y ver detrás de su rostro el de Jesús oculto. A veces busco las huellas de Dios en lo extraordinario. En experiencias fuertes que toquen el corazón. Que demuestren que Dios me ama, que Dios existe. ¿Cómo tolerar el límite que me duele en aquel al que amo y ver detrás a Dios omnipotente? ¿Cómo ver en el amor condicionado que me tienen los otros una huella de un amor incondicional y eterno? Hace falta una mirada que yo mismo no tengo. Si me hablan de la santidad de una persona lejana, asiento y me conmuevo. Pero si con la misma emoción me hablan de la santidad de alguien conocido, me rebelo. Yo sé bien cómo es. Lo he probado en mi carne. Conozco sus límites y sus torpezas. He vivido sus incongruencias y he tocado sus caídas. Sé muy bien de qué color es la piel de su alma. No me sorprende su debilidad. Pero no acepto que otros pretendan enaltecer al que  yo humillo con mis críticas y desprecios. No tolero una santidad de andar por casa. Una santidad cercana, demasiado humana, demasiado frágil. Me creo que lo santo, lo sagrado, está totalmente despegado de la carne mortal. Busco al Dios lejano, muy distante de mi vida. Decía el P. Kentenich:
«Este es el problema de la actualidad. Buscar a Dios, hallar a Dios, amar a Dios… en todas las cosas. Detengámonos pues en la creación; no ascendemos directa sino indirectamente a Dios. Se trata siempre de la mediatez de Dios. No como si no se buscase también la inmediatez de Dios. La definición de la santidad de la vida diaria nos ofrece una respuesta en este sentido»7. Necesito encontrarme a Dios en lo más humano y pobre de mi vida. Allí me está hablando. Dios me ama tanto que se hace parte de mi camino y de mi historia. Se mete hasta el fondo. Está escondido en mi corazón, en la Eucaristía. Se acerca a mis     caminos cada día, a mis esquinas y encrucijadas. En mi historia pequeña, en mi orilla cotidiana, en mi mar. Dios viene siempre. Esa  es  la  verdad de mi vida.  El  camino  de santidad  que  me propone pasa por ahí. Por pertenecer a Dios  en medio de mi mundo.  Por  ser perfecto  siendo  imperfecto. Por amar con su amor amando con mi amor limitado. Es la única forma de llevar una vida según Dios. No es la santidad perfecta la que de verdad quiero. Quiero ver a Dios actuando en los límites de aquel a quien amo. Ver a Dios abriéndose paso por su carne.  No me  escandalizan  sus límites. Ni  saber de dónde viene, cómo vive y lo que hace. Un sacerdote recién ordenado comentaba: «Después de la ordenación siento que sigo siendo el mismo. Algo ha cambiado en lo más profundo, eso lo sé, pero sigo teniendo mi misma carne enferma. No he dejado de ir al baño, de comer y otras necesidades tan básicas. No vivo en el espíritu, anclado en una nube. Mis pasiones siguen estando ahí. Mis fuerzas interiores. Sigo soñando y deseando lo eterno. Y me sigue turbando mi pecado. Pero algo ha cambiado. Noto a Jesús abriéndose paso por mi carne».
Consagrarme a Dios significa entregar mi debilidad en sus manos sagradas. Saber que mi torpeza me




7 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

acompañará cada día. He desarrollado una mirada más profunda para ver más allá de esa apariencia real que me escandaliza. Toco el pecado de mi Iglesia. En la carne visible. Me duele. Veo también la santidad sobre débiles hombros. Me asombra. Veo la luz y la oscuridad abriéndose paso por la misma piel. Y no dejo de dar gracias al cielo. No quiero escandalizarme como esos hombres que se alejan de Dios hecho carne. Quieren matarlo. Dudan de sus palabras. Desprecian su vida en Nazaret. Quiero  ser capaz de ver la bondad detrás del pecado. Ver la luz detrás de la noche. Una mirada confiada en  la bondad del hombre es lo que necesito. Aunque me tachen de inocente. Creo en una segunda oportunidad, después de haber fallado. En el perdón que sana las heridas y entierra para siempre el rencor guardado. Creo en lo que Dios puede hacer conmigo si le dejo hacer milagros. Le digo que sí conociendo mis límites y viendo que lo que me pide es infinito. Soy mediocre sin llegar a acariciar los ideales que predico. No me desespero. Dios tiene sus tiempos y yo pongo mi vida en sus manos pidiendo paciencia. Descubro a Dios brillando en lo oculto. Acepto lo humano como es y veo allí un destello divino que lo cambia todo. Esa forma de mirar es la que quiero. La inocencia de los niños la que suplico. Para no sospechar de todo lo que no conozco. Y aceptar la verdad oculta en la piel humana.

Hoy me impresiona que Jesús no haga milagros. Se aleja porque les falta fe: «Jesús les decía: - No desprecian a un profeta mas que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando». Jesús se asombra de su poca fe. En Nazaret no creen en Él. Es normal. Lo conocen. Saben de dónde viene. No se dejan sorprender. No se abren a lo nuevo. Cada persona es en realidad una sorpresa. Nadie está sometido a mi prejuicio sobre él. Cada persona es mucho más.  Es infinita porque es hijo de Dios. Es más que lo que conozco. Más que mi forma de verlo. Más, infinitamente más, que mi pequeña medida. Más que mi idea sobre él. Esto me pasa a mí. Y me impide descubrir el mundo escondido en su alma. Dejo de ver sus opciones de cambio, su nueva  vida. También me pasa con Dios. Él es más que mi idea sobre Él, es más que lo que hasta ahora he vivido con Él. Más que mi propia experiencia y mi forma de mirarlo. Siempre tengo miedo de encasillar a Dios en mi forma, en mi estilo. Jesús siempre me sorprende y me desborda. Con cosas sencillas, en medio de mi historia. En lo que me sucede, en lo que yo mismo vivo en mi corazón. En mis caminos nuevos y viejos. Quiero tener el alma limpia para mirar de nuevo, para empezar de nuevo, para aprender algo nuevo de los demás. No me gusta esta frase tan repetida, a veces yo  mismo la pienso: «Esto siempre se ha hecho así». Mata la vida. Es lo que les pasa a los hombres de Nazaret. No ven que Jesús sea el Mesías esperado. Dudan de Él porque es uno de los suyos. No creen en la sorpresa. ¿Puede salir algo bueno de Nazaret? Sospechan. Dudan. No ven que sus palabras tengan vida eterna. Creen que conocen a Jesús, que nada nuevo les puede aportar. Ya tienen además su forma de ver a Dios. Tienen su sinagoga, su fe. No miran su necesidad interior, su temblor, sus miedos y deseos. No miran su sed porque creen saberlo todo de Dios, de Jesús, ese hombre que creció entre ellos. Dudan de Él los que lo conocen. Sería para Jesús un gran dolor. Después de descubrir quién es, cuál es su misión, los suyos no le creen, ni confían en Él. Dudan. Hace unos días escuchaba el evangelio del centurión romano que tenía un criado enfermo. Quería que Jesús lo curase y le bastaba con que dijera una palabra desde lejos. Jesús se asombra en esa ocasión de la fe del centurión:
«Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande». Cree en su poder. Ve a Dios oculto en su carne. Él no espera el reino de Dios. No es judío, es romano. Pero tiene una fe inmensa. Esa misma fe que le falta a los suyos. A los que han crecido en ese ambiente de fe esperando la llegada del Mesías. Jesús es enviado a los que no creen. Jesús necesita que yo cambie y crea. Me gustaría pedirle a María el milagro de asombrarme de la vida, de abrir cada día el alma con sorpresa ante la novedad.
Una mirada limpia para descubrir en los demás la huella de Dios. Una mirada profunda para descubrir a Dios en mi vida cotidiana. En medio de mi trabajo y mi familia, de mi soledad y mi enfermedad, de mis vacaciones y mis deseos. Él viene cada día. Hoy vuelvo a creer en el Dios escondido que camina conmigo. El Dios de mi historia que nunca me deja. Que me lleva en sus brazos cuando estoy cansado. Que me habla de mil cosas al oído. Que pasea por mis corrientes del alma, por mi jardín interior. En el día a día de mi vida. Ahí está Él esperándome, siguiéndome, abrazándome, acompañándome. Y yo creo en Él.

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