Domingo XV Tiempo ordinario
Amós 7, 12-15; Efesios 1,3-14; Marcos 6, 7-13
«Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían
con aceite a muchos enfermos y los curaban»
15 julio 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Creo en
ese Dios que ha tejido conmigo mi historia. Creo en ese Dios que me ama con
locura. Creo en ese Dios que ha actuado en mi vida, aunque no lo haya visto tan
a menudo»
Tienen algo las pantallas que atrapan. Las pantallas de los móviles, de los ordenadores, de las Tablets. Me sacan
de mi mundo real y me llevan fuera, muy lejos, a otro lugar. Con frecuencia son
una ayuda que me pone en contacto con mucha gente. No quiero descalificarlas.
Como leía el otro día, son sólo herramientas: «Este mundo de la información nos ofrece herramientas. Y las
herramientas en sí no son ni un problema ni una bendición, sino una
oportunidad. Lo que tenemos que hacer es aprender a utilizarlas, y también
detectar las dinámicas tramposas en las que nos pueden sumir»[1]. Creo que las pantallas ejercen sobre mí un poder seductor. Me encanta su
luz, su movimiento. Me abren a un espacio que parece infinito. Un bosque del
que sólo percibo los primeros árboles. Vuelo al futuro, regreso al pasado. Y
como soy curioso me adentro buscando. Y súbitamente me encuentro fuera de la
realidad que toco. Dejo de escuchar preguntas, de mirar a los ojos, de caminar
mirando a la gente. Y la pantalla me atrae y seduce con una fuerza
irresistible. Las pantallas tienen una luz especial. Parece en ellas todo
mágico. Puedo decir lo que pienso sin tanto miedo al rechazo. Y puedo ocultar
lo que pienso sin miedo a ser descubierto. Tienen algo las pantallas que me
sacan de mi tristeza y melancolía. En los juegos me siento poderoso. Y en las comunicaciones
me veo más exitoso que en la vida real. De lejos tal vez parezco tener mejor
aspecto. La pantalla me cautiva y me dejo llevar por su invitación constante a
cambiarme de lugar. Desaparezco de la vista de los presentes. Me ausento siendo
aún visible. No logro desaparecer del todo. Son más bien los demás los que
desaparecen. Tienen las pantallas algo mágico. Me hacen pensar que tengo
poderes especiales. Y me hacen creer que tengo más amplitud de mente para hacer
varias cosas a la vez sin dispersarme. Vana ilusión. Tienen las pantallas un
toque casi divino. Traigo a mi mundo al que está lejos. Y alejo de mi cercanía
al que está cerca. Digo lo que quiero impunemente. Nadie me puede hacer daño si
decido apagar la pantalla. Es la puerta de entrada y de salida. Tienen las
pantallas el poder de cambiar mi ánimo. Una noticia buena o mala. Un mensaje
que me hace daño o me alegra. He descubierto de golpe que soy un niño en edad
de aprender a comunicarme. Antes sabía, sí, eso creía yo, antes de las pantallas.
Pero luego, cuando aparecieron, desaprendí lo aprendido. Olvidé lo recordado.
Ya no recuerdo un solo número de teléfono. Me he vuelto más perezoso. Y creo
que Google es ese Dios que lo sabe todo. Y yo, solo por un momento, también necesito
saberlo. Intento cuidar más a los que tengo cerca. Pero se interponen entre
ellos y yo una pantalla mágica. No logro verlos como antes. Porque tienen
prioridad los mil avisos que me dicen que alguien, lejano o cercano, me pide
algo. Y yo, no sé si por curiosidad, por generosidad o por un afán no
reconocido de ser necesario, voy raudo a dar respuesta. Porque es inmediato lo
que el otro espera. Porque para eso fue inventada esta pantalla invasiva que
altera mis conductas, mis hábitos y mis tiempos. Tengo que aprender ahora, como
los niños, a comunicarme de verdad. Más que con palabras con los gestos, con el
corazón. Lo he olvidado y los emoticonos que envío no pueden reemplazar mis
abrazos de antes o mis besos. Mis palabras entrecortadas que se deslizan por la
pantalla no logran llenar los vacíos que antes llenaban de vida mis
conversaciones profundas, tal vez más verdaderas. Seguro que más humanas.
Quiero tocar la pantalla. Como un niño que descubre en su brillo, en su magia,
algo nuevo. Pero decido al mismo tiempo que tengo que aprender a utilizarla.
Para no ser un esclavo atado con cadenas. Con un peso en los pies que no me
deja moverme. Quiero luchar por ahondar en los vínculos que tengo. Quiero vivir
en presente y no dejar pasar el tiempo. Quiero ser yo mismo para los demás y no
esconderme detrás de mil caretas. Respondo desde el alma y no quiero sólo dar
rápidas respuestas. Es lo que quiero. Es
lo que sueño ante estas mágicas pantallas que atrapan mi mirada.
No creo que Dios sea un Dios de piedra que no actúa. No quiero pensar en un Dios que sólo
me mira desde lejos y no hace nada al verme tropezar. No me gusta pensar en
un Dios que no tira de mí y no me lleva en sus brazos. Sé, tengo esa certeza: Dios
actúa en mi vida. No permanece ausente y lejano viéndome tropezar. Es mi Dios
un Dios que me llama por mi nombre. Resuena su voz en mis entrañas. Y me dice
que me ama. Tengo claro que las decisiones que tomo en mi vida siempre tienen
consecuencias. A veces me gustaría que no fuera así. Actuar a mi manera sin
sufrir nada negativo. No es así. Decido, actúo y no siempre sale todo como yo
quiero. En mi vida siempre ha sido así. He tomado algunos caminos, he dejado
otros. He acertado, me he confundido. Pero siempre mi Dios ha estado a mi lado.
Nunca se ha desentendido. Mi Dios no es un Dios mudo. Me habla, me insinúa
posibles soluciones, o respuestas y me muestra cuáles son sus deseos, ese plan
que me va a hacer más pleno y feliz. Pero me deja libre. No presiona, no
fuerza, espera, respeta, insinúa, seduce. Esa forma de actuar no es la mía. Yo
no tengo tanta paciencia. No dejo actuar con tanta libertad. Quiero que se
hagan las cosas como yo deseo. No me gusta sufrir. No quiero el dolor ni la
prueba. Pero olvido algo importante: «La
prueba, el obstáculo y la dificultad constituyen un momento de verdad de los
deseos. Mientras que, por el contrario, la ausencia de dificultades y una vida
demasiado cómoda y tranquila no ayudan a hacer realidad el deseo, sino que,
paradójicamente, hacen que se extingan las ganas de vivir»[2]. Me hace más fuerte el camino que sigo. Creo más en sus planes que en los
míos. A veces creo saber lo que les conviene a aquellos a los que amo. Tal vez
porque pienso que no saben lo que les conviene. Creo que no son capaces de
decidir bien y quisiera yo decidir por ellos. Marcarles el camino, evitar sus
posibles caídas. Siempre recuerdo una película de ciencia ficción, «Minority Report». En ella algunas
personas nacían con una sensibilidad especial para ver el futuro. Sabían lo que
iba a suceder. Se llamaban «Precogs».
Con ese conocimiento la policía podía evitar muchos crímenes. Se podría así
vivir en una sociedad sin mal. Todo se podía evitar mucho antes de que fuera a
ocurrir. A veces pienso que me gustaría tener ese conocimiento previo de la
realidad. Así evitaría traspiés, y no caería en las redes de la tentación. No
tomaría decisiones equivocadas. ¿Acertaría siempre? Hay tanto miedo hoy a no
acertar con la decisión. Hay personas que pretenden evitar el crimen mucho
antes de que ocurra. No se fían, ponen demasiados límites y actúan impidiendo
actuar. Hay muchos padres que sufren con las decisiones inciertas de sus hijos.
Temen por sus caídas. Les gustaría evitarles cualquier mal. Me gustaría ser un
poco así. Un poco como Dios. Con poder para intervenir y lograr siempre el
objetivo marcado. Un Dios que actúa, que no se mantiene ausente. Un Dios capaz
de hacer el bien, no un Dios impotente. Esa imagen de Dios pasivo atormenta a
tantas personas. No evita el mal, no salva a un ser querido, no hace posible lo
que sueño y deseo. ¿No decía que me amaba? Un Dios así puede cansarme o lograr
que no lo ame. ¿Cómo se puede amar a alguien al que no le intereso? ¿Dónde está
ese Dios que me lleva de la mano, o me sujeta en la palma de su mano? Es un
Dios sin capacidad para intervenir. No logra parar el mal. Esta imagen de Dios
me quita la paz. No es mi Dios. El mío me habla muchas veces con palabras, con
silencios, a través de personas, a través de sucesos. Creo en ese Dios que
incendió mi corazón con una pregunta vocacional que yo antes no tenía. Me hizo
decir sí en una tarde de lágrimas. Creo en ese Dios que camina a mi lado,
corre, se detiene, abrazándome cuando dudo. Creo en ese Dios al que no
decepciono nunca. Porque no espera que lo haga todo perfecto. Sabe cómo soy y
ha puesto en mi camino personas y lugares donde reposar mi alma. Creo en ese
Dios que me quiere como soy, sin quitar de mí nada de lo que a mí me estorba.
No ha evitado mis crímenes. No ha sujetado mis pies antes de la caída, ni mi
mano antes del golpe. No ha apagado mis gritos que han herido. Ni ha calmado
mis ansias en decisiones irresponsables. Me hubiera gustado una mano
deteniéndome a la puerta del pecado, del abismo. O un Dios fuerte sujetando mis
arranques llenos de ira. Pero se mantuvo quieto a mi lado, esperando.
Respetando mi libertad más sagrada. Y así creo que ha sido mejor. No ha evitado
los crímenes que pudo prever porque lo sabía ya todo. No me ha soltado cuando
la cruz ha herido mi piel tan frágil. He notado su aliento cerca de mí cuando
intenté alejarme. Me ha dado la esperanza como alimento diario. Una risa fácil
para no ponerme tan serio, ni tan denso, ni tan crispado. Me ha despertado de
mis sueños de vanidad cuando mi ego ha crecido demasiado. Ha tejido en mi alma
un lugar de luz en el que vivir tranquilo en medio de mis luchas. Un lugar
lleno de fuego y calma al mismo tiempo. Miro mi historia sagrada y doy gracias.
Dios ha estado conmigo. Como dice S. Francisco de Sales: «Si todos los ángeles, todos los genios del mundo, hubiesen estudiado
qué sería más útil en tal o cual situación, o de qué serviría este sacrificio o
aquel sufrimiento, esta tentación o aquella pérdida dolorosa, no habrían podido
encontrar nada más conveniente para ti que lo que te ocurrió»[3]. Creo en ese Dios que ha tejido conmigo mi historia. Ese Dios que me ha
hablado y lo sigue haciendo. No siempre lo entiendo. Creo en ese Dios que me
ama con locura. No siempre lo siento. Creo
en ese Dios que ha actuado en mi vida. No siempre lo he visto.
Creo en ese Dios que construye conmigo, porque necesita
mis fuerzas, mis talentos, también mis discapacidades. Necesita, mucho más que mis dones y fuerzas, mi sí pobre, vacío de
egoísmo, alegre y sencillo. Necesita mi incapacidad de hacer las cosas bien. Mi
discapacidad en el amor. El director de la película Campeones, Javier Fresser,
decía: «No me interesa ya trabajar con
personas con capacidades. Las personas con discapacidad te lo agradecen todo.
La mayor discapacidad que conozco es el ego». A Dios le interesa también mi
discapacidad que me hace más humilde, más pobre y menesteroso. Mucho más que
mis capacidades que acrecientan mi ego. Sólo necesita la pobreza de mi pecado. Es
entonces cuando clamo ante Él porque lo necesito. Sabe Dios que soy un discapacitado
para el amor. No sé amar bien, y es lo que más me importa en esta vida. Viene a
mí cada día para intentar cambiar mi corazón y hacerme más niño. De los niños
es el reino de los cielos. Y yo soy un adulto endurecido que pretende hacerlo
todo a mi manera. Mi ego es muy fuerte. Es cierto que no me siento capaz de
cambiar el mundo. Y eso que me gustaría. A veces me desanimo por ello. No me
veo capaz para hacerlo todo bien y lograr amar a los hombres como Dios me ama a
mí. Mis discapacidades son demasiadas. Tal vez es eso lo que me salva. No es mi
ego el que importa, ni mis logros, ni mis éxitos. He tocado mi debilidad con
manos temblorosas. He vuelto humillado a Dios suplicando misericordia. Dios ha
reconocido mi pobreza, la ha amado y me ha invitado de nuevo a seguir sus
pasos. No soy capaz de amar bien. Pero me da miedo caer en lo que decía el Papa
Francisco: «Hay personas que se sienten
capaces de un gran amor sólo porque tienen una gran necesidad de afecto, pero
no saben luchar por la felicidad de los demás y viven encerrados en sus propios
deseos»[4]. Mi herida de amor me hace frágil. Endeble. Necesitado. Busco un amor
infinito que calme mi alma sedienta. Pero me doy cuenta de algo importante. No
quiero ser un mendigo que vaya por la vida demandando afecto. Quiero aprender a
amar sin buscarme. Sin ponerme en el centro y dejando que los demás sean el
centro de mi vida. Así es más fácil vivir. Pero a veces veo que me da miedo la
vida. Me turbo y me da miedo actuar. ¿Tiene realmente Dios un plan para mí? ¿Quiere
algo de mí, me necesita? ¿Qué espera de mi entrega? Me da miedo fallarle y no
estar a la altura. Hacer que desconfíe de mí a causa de mis fallos. No quiero
ser sospechoso para Él, para los hombres. Me dan miedo mis pecados y mis errores
que me paralizan. No quiero desconfiar de su amor infinito que me levanta cada
día. A veces desconfío. Me gustaría saber siempre lo que me conviene hacer.
Tener clara la decisión correcta. El plan perfecto para llegar a la meta. Estar
seguro de todo y no dudar de mis pasos. Hay personas así, ¡parecen tan seguras!
Saben lo que conviene en cada caso. Tienen los principios claros. No se debaten
en una lucha eterna por descubrir la verdad. La han descubierto ya, eso me
parece. No les tiembla el pulso. Siempre encuentran la palabra exacta. Lo
definen todo correctamente. Saben con precisión dónde se encuentran ellos.
Tienen bien definidas todas las teorías. Me sorprende siempre. No me veo así.
El otro día leía: «La mayoría va
conquistando una fe que es don, pero también es batalla. Y en momentos de
incertidumbre, de cansancio o de rutina, puede brotar en el corazón del
creyente la pregunta: ¿Dónde estás, Dios? ¿Por qué no nos lo pones más claro?
¿También Tú, Dios nuestro, nos has abandonado? No me paree que sea peor la
situación de estar en una minoría con preguntas que la de pertenecer a una
mayoría acomodada»[5]. Vivo en una tierra de preguntas y respuestas. De búsquedas y hallazgos.
Creo más en esa fe que es camino. Una persona me escribía hace poco desde su
experiencia: «No queremos más sacerdotes
que hablen desde el púlpito, inmaculados. Necesitamos pastores humanos que
tratan de imitar a Jesús y que les cuesta igual o más que a cualquiera». Me impresiona pensar que no tengo todas
las respuestas que el mundo me pide. Me gustaría discernir con claridad siempre
todos sus deseos. Responder lo correcto. No lo logro. Quisiera saber lo que es
mejor para mí, para los que me rodean. Para este mundo enfermo de raíz. No
tengo todas las respuestas. Y me falta paciencia para esperar los frutos. Quisiera
saberlo todo ya. Saber si voy bien o estoy equivocado. Saber si acierto o me
confundo. Busco que otros me den respuestas más seguras para no tener yo que ahondar
en mi alma. Pero las que tienen no me calman, no me dan la paz que busco. Y
sigo caminando en el claroscuro de la vida. Con una certeza sola: Jesús no me
suelta la mano, va conmigo, me sostiene. Y
me recuerda que me quiere mucho más de lo que yo alguna vez haya deseado.
No es fácil aceptar lo que Dios me pide. Coger la vida en mis manos y ponerme en camino. Y de golpe acabar siendo
profeta. Por eso me gustan las palabras de Amós: «No soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos.
El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: - Ve y profetiza a mi pueblo de
Israel». El Señor lo fue a buscar. No fue él quien se ofreció. Escucha la
llamada de Dios. Toma en su corazón sus deseos y se pone en camino. Tiene que
profetizar cuando sólo es un pastor y un cultivador de higos. En la pobreza de
su vida escucha a Dios y se dispone a realizar algo para lo que no está
capacitado. Me gusta su mirada, su humildad, su actitud de vida. Así miro yo a
Dios en mi camino. Igual que Amós, no me veo capacitado cuando Jesús me llama a
seguir sus pasos. Me pide que lo deje todo. Que deje mis higos, mis campos y me
ponga en camino a hacer lo que no sé hacer. La vocación de profeta tiene sus
peligros. El profeta anuncia y denuncia. Anuncia un mundo nuevo, una esperanza
desconocida. Denuncia lo que no está bien, lo que no corresponde con el amor de
Dios. Esa misión es compleja. Faltan las fuerzas y el corazón se cansa de sembrar
semillas de eternidad. El profeta no es el centro del mensaje. El centro sigue
siendo Jesús, eso me libera. Como escribe el poeta Óscar Romero: «Es posible que no veamos los resultados
finales. Pero ahí está la diferencia entre el maestro de obras y el albañil. Somos
albañiles, no maestros de obra, ministros, pero no el Mesías. Somos los profetas
de un futuro que no es el nuestro». Esa vocación de profeta despierta mi
anhelo. Me siento muy lejos de ser un profeta. De ser como Jesús. De hablar con
mi vida de Jesús. El otro día leía: «Lo
que se respira junto a Jesús es inusitado, algo verdaderamente único. Su
presencia lo llena todo. Él es el centro. Lo decisivo es su persona, su vida
entera, el misterio del profeta que vive curando, acogiendo, perdonando,
liberando del mal, amando apasionadamente a las personas por encima de toda ley,
y sugiriendo a todos que el Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas es así:
amor insondable y sólo amor»[6]. Jesús me enseña una forma nueva de ser profeta. Estoy llamado a anunciar
su misión siendo yo Él mismo que viene a llenar los corazones de los hombres.
Decía el P. Kentenich en 1949: «Se trata
de un cambio de forma de la Iglesia y de la sociedad. Eso hace que aumente la
inseguridad. No basta con refugiarse en un lugar seguro y esperar que pase la
tormenta, con la esperanza de encontrar todo como estaba antes». Y añadía: «La misión de profeta trae suerte de
profeta». Y la suerte del profeta es muchas veces la muerte. El profeta no
predice el futuro. Simplemente habla desde la verdad revelada por Dios en su
corazón. No puede callar. No puede transar. No puede amoldarse a lo que todos
piensan para no experimentar el desprecio y el rechazo. Esa actitud supone una
gran renuncia. El profeta tiene que renunciar incluso a lo que ama para ponerse
en camino hacia donde Dios lo llama. El sacrificio del amor por ser fiel a una llamada
que exige dar la vida. Me da miedo perder el alma de profeta. Conformarme con
el mundo en el que vivo. Adaptarme a la realidad que me enamora. Dejar de
mostrar con mi vida el rostro de un Dios enamorado. De un Dios que se pone en
camino en mis manos, en mis pies, en mis voces, en mis gestos. Un Dios que me
necesita para que profetice y le prepare el camino. El profeta anuncia. Muestra
el amor de Dios. Muestra la misericordia de un Dios que ha dado la vida por el
hombre. Me da miedo acomodarme. Perder la mirada de profeta que ve más allá de
lo que toca. Esa mirada profunda que sueña con una Iglesia libre, pobre,
profunda. Con un Schoenstatt descalzo, no acomodado. Con un cristianismo lleno
de novedad y no de lo de siempre. Una forma de mirar la vida más audaz, más
valiente. Me gusta esa forma de mirar del profeta, que ve lo que es mejorable y
lo denuncia. Habla de lo que el hombre puede llegar a hacer si se deja hacer
por Dios en primer lugar. El profeta no elige ser profeta. Lo llaman para
serlo. Sé que desde mi bautismo soy profeta del Señor. No quiero olvidarlo
porque luego la vida pasa rápido y lo urgente tiene prioridad sobre lo
importante. Necesito romper los esquemas que me atrapan. Dejar mis higos que me
hablan de comodidad. Dejar mis campos donde estoy atrincherado. Y ponerme en camino. Aunque duela dar la
vida.
La misión a la que Jesús me envía es muy amplia: «En aquel tiempo,
llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad
sobre los espíritus inmundos. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os
vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos
sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa. Ellos salieron a predicar
la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y
los curaban». Jesús llama a cada uno por su nombre. No envía a un
grupo, sino que llama a cada uno, y después los envía de dos en dos. Los envía
a hacer lo mismo que Él. ¿Y qué es eso? Lo que cada día ven mientras viven con
Jesús. Les pide hablar del reino de Dios, de un Dios con rostro de
misericordia. Los anima a curar a los enfermos y oprimidos. Jesús acaba de
curar en Cafarnaúm a la hija de Jairo y a la hemorroísa. Les enseña a curar con
misericordia, con ternura, tocando, dejándose tocar. Y ahora les dice: «Haced vosotros lo mismo». Les manda a
hacer lo mismo que Él, de la misma forma. Estar con Jesús tiene que ver con una
forma de vivir. Con un estilo de vida completo. Una manera de caminar, de amar,
de pensar, de hablar de Dios. Jesús modela el corazón de los suyos según su
propio corazón. Hoy los envía a caminar. Jesús es peregrino, es un hombre
abierto y libre para acoger lo que el Padre cada día le regala. Tiene el cielo
y los campos como hogar. Los manda a los caminos, sin planes, como Él. Abiertos
a cada persona que se encuentren. Por esa persona merecerá la pena detener el
paso. Quedarse, hacer morada. Los manda a caminar como Él lo hacía. Aceptando
la hospitalidad de quien los invite. Regalando la palabra de Dios y el poder de
sanar el cuerpo y el alma. Echan demonios, predican la conversión y curan con
aceite. Lo hacen en nombre de Jesús. Con su poder, con su amor. Tendrían miedo.
Sin Jesús nada es igual. Él los manda por delante. Confía en ellos. ¿Sabrán
hacerlo? ¿Podrán sin Él a su lado? Eso mismo pienso yo cada día. Sin Él en mí
no puedo hacer nada. Jesús, en su delicadeza, les manda de dos en dos. Nunca ha
habido en torno a Jesús una Iglesia que no sea comunidad. De dos en dos. Para
animarse, protegerse, para contarse las cosas, para ayudar a confiar cuando uno
falle. Cuando los conoció junto al lago, Jesús los llamó de dos en dos. Ahora
también los envía de dos en dos. Solo es muy difícil. ¿Con quién voy yo por el
camino? ¿Quién es mi compañero peregrino? Quiero dar gracias a Dios por todas
las personas que han recorrido tramos del camino conmigo. Cuando yo no veía.
Cuando yo dudaba. Cuando tenía miedo. Cuando tenía nostalgia. Cuando mi fuego
interior ardía. Cuando estaba apagado. Pienso en los que han tirado de mí. En los
que me han seguido en mis aventuras. En los que han ido junto a mí y han sido
mi descanso. Me gusta pensar en que Jesús es mi caminante silencioso. Mi
compañero fiel. A veces le veo. Otras, me envía junto a otro, me da su aliento,
me espera. Aguarda a que vuelva rezando por mí. Así estaría Jesús cada día de
esa pequeña misión de los Doce. Les echaría de menos. Tendría nostalgia de sus
amigos. Nunca antes se habían separado. Reza por ellos. Y los espera. Los
apóstoles se llenarían de asombro al ver que ellos también pueden curar en su
nombre. Hasta ahora, ellos vivían con Jesús y miraban cómo curaba y cómo
hablaba. Ahora les toca a ellos. Jesús confía en ellos. Su corazón se asombra,
como los niños, al ver lo que logran hacer con la fuerza de Jesús. Querrán volver
a Jesús y contarle. Me gusta pensar que en mi misión siempre está Jesús. Él me
envía y me aguarda. Él va conmigo. Mi misión es la misma que la suya: hablar de
Dios con mis obras, con mi vida, con mis manos. A veces no sé cuál es mi
misión. Me lo pregunto, dudo. A veces no quiero salir, quiero quedarme
protegido en mi campo. A veces me creo que la misión es mía y yo decido qué
hacer. Quiero pedirle a Jesús que me llame, que me envíe a vivir como Él,
caminando, abierto, aceptando lo que viene, poniendo mi corazón como prenda. Con
su mismo estilo personal. Con ternura y misericordia. Con su misma forma de
tocar el corazón de los más heridos. Viviendo cada etapa del camino con
hondura, en presente, con alegría. Cuidando a los que van conmigo. Deseando volver
al atardecer a Jesús para contarle, para cenar con Él, para descansar en su
pecho. Para sentirme en casa. Esos días de misión mientras Jesús vivía quizás
les ayudó a creer. Jesús se separa muy pocas veces de ellos en el evangelio. Saber
que Él los envía y los espera les da fuerzas. ¡Qué torpes eran! Y Jesús confía
en ellos. Eso me consuela. También confía en mí. Quiero seguirlo toda mi vida.
Quiero vivir con Él y como Él. Hoy le entrego mi misión. Pongo en sus manos mi
forma de darme a los demás. Para que la llene de su presencia. Le doy gracias
porque me espera, porque reza por mí, porque me envía cada mañana. Doy gracias
por los que creen en mí como Jesús lo hace. Por los que me abren su corazón y
su hogar como a los apóstoles. En ellos
descanso y veo la luz de Dios en sus vidas.
Jesús envía a los suyos a la misión sin nada que les dé
seguridad: «Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan,
ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una
túnica de repuesto». Les dice que vayan sin
muchas cosas, como Él. Sin túnica de repuesto, sin demasiadas previsiones.
Abiertos a recibir, vacíos para llenarse de lo que otros les den. Pobres.
Libres. Alegres. Como Jesús. Me gusta pensar que Jesús me manda a la misión sin
nada. Sólo con la fuerza de su Espíritu. Al mismo tiempo me sobrecoge. Me
cuesta ir sin seguros, sin medios humanos que me den protección. A menudo me
veo tan desprovisto de capacidades en medio de este mundo tan competitivo. Me
veo frágil, indefenso, inculto, inmaduro. Y pienso que me faltan tantas cosas
para poder cambiar el mundo. Ese mundo que sé que puede ser mucho mejor. ¿Qué
puedo hacer yo para cambiar algo? Al escuchar estas palabras de Jesús algo de
paz llega a mi alma. Jesús sólo quiere que vaya donde Él me pide. No me exige
llevar dos capas, ni dinero, ni medios humanos. A menudo creo que el poder de
la Iglesia es material. Son sus obras y posesiones las que cuentan. Son las
capacidades intelectuales de los que defienden la fe las que tienen peso. Su
fuerza y su entrega. El dinero y la influencia. Se me olvida que la Iglesia
nace en lo alto de un madero. Pende entre el cielo y la tierra de una cruz
bendita. No nace en el éxito de una batalla ni en la conquista de una meta
inalcanzable. Nace del costado abierto de Jesús, de la sangre y del agua. Nace
de un Jesús pobre, desprovisto de todo, vacío, impotente. Me conmueve pensar
que Jesús manda a los discípulos por los caminos sin nada. Para que aprendan a
confiar en Él. Para que no corran el peligro de refugiarse en su poder. Para
que no tengan tentaciones muy humanas. Sé que el mayor peligro de la Iglesia es
siempre su poder. Y mi mayor peligro es creer que tengo derecho a algo. Es
pensar que soy yo con mis dones y talentos el que consigue que el reino de
Cristo se haga presente en la tierra. Es caer en la tentación del prestigio y
el reconocimiento. Me da miedo esa tentación mía de querer buscar las
seguridades humanas. Pero sé al mismo tiempo que me da mucho miedo ir sin nada
por la vida. Sin seguros, sin posesiones. Esa forma de vivir supone confiar
plenamente en el poder de Dios. Y no está hecho mi corazón para la confianza.
Desconfío de ese Dios que aparentemente se esconde debajo de la rutina. Que
parece no estar allí donde aparentemente no hay nada. Pero está de verdad
esperándome. Siento que Jesús me pide que rompa hoy las amarras y confíe. Que
me deje llevar lejos de mis seguridades por sus manos llagadas. Esa confianza
es la que me capacita para la misión. Aunque no tenga nada sobre lo que
apoyarme. Salvo el entusiasmo por haber sido enviado. Dice el P. Kentenich: «Lo que dice san Pablo sobre su misión de
apóstol deberíamos poder decirlo también de nuestra misión de cristianos y sacerdotes.
Los primeros cristianos estaban tan entusiasmados por su misión y convencidos
de ella que, a pesar de su escaso número, se animaban a decir: - Somos el alma
del mundo. Lamentablemente la cristiandad actual ha perdido en gran medida esta
victoriosa fe en la misión. De ahí que haya tanto cansancio, tristeza,
parálisis»[7]. ¿Soy yo el alma del mundo? ¿Estoy cambiando el mundo? No se cambia el
mundo a base de decretos. De golpes de efecto. El poder que da el mundo no
puede cambiar el mundo. Es imposible. El que tiene el poder quiere retenerlo. Y
necesita que el mundo no cambie. El que ha llegado a la cima del reconocimiento
sólo puede empezar a caer. Para evitarlo tendrá que sujetarse con todas sus
fuerzas para no perder la vida. Tendrá incluso que renunciar a sus principios,
transar, llegar a acuerdos y alianzas para no perder. En ese momento ya no le
importará tanto cambiar el mundo. Justificará la defensa de su poder para estar
tranquilo en su conciencia. Dará más valor al mundo y no querrá cambiar el
lugar en el que se encuentra y le da seguridad. Me gusta la invitación que me
hace Jesús a dejarlo todo. No quiero cambiar el mundo con mis medios humanos.
Jesús quiere que me ponga en sus manos. Que lo deje todo a un lado para seguir
sus pasos. Y confiar. Sin seguros. Sin poder. Comenta el siquiatra Enrique
Rojas: «La felicidad en el mundo actual,
para muchos queda reducida a bienestar, seguridad, nivel de vida o posición
económica. La felicidad consiste en hacer algo que merezca la pena con la
propia vida». La felicidad no consiste en retener una posición de poder
desde la que cambiar a los demás. Ese lugar no me da la felicidad. Quiero hacer
algo que merezca la pena con mi vida. Cambiar el mundo cambiando yo como paso
previo. Es el camino de la felicidad a través del despojo. Porque me haré libre y no tendré nada que defender.
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