domingo, julio 22, 2018

Domingo XVI Tiempo ordinario - 22 de julio 2018


Domingo XVI Tiempo ordinario
Jeremías. 23, 1-6.; Efesios. 2, 13-18; Marcos. 6, 30-34.
«Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco. Los que iban y venían eran muchos y no les quedaba tiempo ni para comer»
22 julio 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Jesús me espera al final del día para que descanse en su regazo. Estoy cansado y agobiado. Sonríe y me dice que me quiere. Que ha merecido la pena todo mi esfuerzo. Necesito descansar»
Con frecuencia me veo sin paz. Quiero ser paciente, pacífico, tranquilo, ecuánime, justo, moderado, prudente. Y me encuentro con otra versión de mí mismo. Algo diferente a lo esperado. Es como si dentro de mi alma naciera una duda profunda. Juzgo la realidad que me rodea sin encontrar la paz que busco. Determino lo que está bien y lo que está mal. O al menos es así como lo veo. Me gustaría no caer en la crítica sin misericordia. Me pregunto qué es lo que me quita más la paz. Si esa forma de vivir de otros, la cual no comparto. O las incongruencias de mi propia vida que no responde al ideal que persigo. No sé la respuesta. El otro día leía: «La persona madura no pierde la paz frente a la tensión y, por otra parte, es capaz de mantenerse en esa situación, mostrando así una libertad de fondo que no se extravía en medio de las dificultades y los posibles conflictos, como la falta de aprobación por parte de los demás o la crítica a raíz de un comportamiento coherente con la propia opción de vida»[1]. No tengo siempre razones que justifique todos mis actos. No tengo la madurez que envidio en otros. Cuando menos lo espero pierdo la paz y brota la ira. Me gustaría tener un corazón como el de Jesús. Calmado, lleno de fuego y luz, apacible. Un corazón algo más roto que el mío. Y algo más lleno de misericordia infinita. Me sorprendo a veces pensando mal de los que me rodean. No me reconozco en mis pensamientos oscuros. ¿Por qué no son de Dios? Mi corazón va por un lado mientras que mi cabeza busca razones que calmen mi deseo de verdad. Quisiera que estuvieran unidos en mí la voluntad, el corazón y la cabeza. Pero compruebo una y otra vez que siguen normas propias y se adentran por caminos diferentes. De vez en cuando siento una mano amiga que toca mi alma por dentro. Y calma muy lentamente los nervios que tengo, mis ansias, mis pasiones. Y siento de repente la fuerza del Espíritu de Dios que acalla todos mis miedos. Dejo de temer al que piensa diferente a mí, sin sorprenderme. Me acostumbro a tocar el cielo con las manos pobres que Dios me ha dado. Pero a veces quiero que el mundo al que amo esté en un orden perfecto. O deseo al menos que algunos tengan esa perfección en sus vidas que yo no poseo. Me detengo mirando al sol y pensando en todo aquello que me quita la paz. Un nudo en el estómago. Un nervio profundo. Busco raíces ocultas en el fondo del alma. Percibo miedos inconfesables, inseguridades reconocibles, tentaciones insuperables. Y al final siempre de nuevo veo mi pecado. En medio de esa maraña que descubro en mí, ese mundo de emociones que no controlo, escucho una voz callada que me dice: «Mi gracia te basta». Y yo me lo creo. Pero a veces me confundo y me creo que no basta para salir adelante. Que no es suficiente su gracia para vencer mi torpeza. Sueño con esa armonía que mi alma desea. Es un don que pido cada día para seguir adelante. Sólo deseo esa gracia que tal vez Dios me conceda. Mientras tanto, en medio de mis debilidades y pecados, camino confiado. No creo que todo lo que haga esté mal hecho. Y tampoco creo que todo lo que haga sea perfecto. Esa certeza de la imperfección me acompañará siempre. No para quebrar mi voluntad en medio de los miedos, ni mi ánimo. Sino para sujetar mis brazos en medio de la lucha. Quiero hollar caminos que no conozco y recorrer sendas que nunca he pisado. Sé que temblaré a veces cuando la tormenta arrecie. Pero no por ello me desanimo ni dejo de caminar un día más, una jornada más, una montaña más. No importa. Quiero cambiar el mundo con mis manos tan pobres. Y llenar el vacío que siente mi alma enferma. No de cosas, ni de bienes, sino de un amor más hondo que lo llene todo. Quiero levantar al caído para que no se rompa. Sostener al que tiembla cuando nadie responda. Pero sé también que mi yo a veces es demasiado fuerte. Lo llamo orgullo. Y prefiere el egoísmo como camino de vida. En esa lucha eterna se debate mi alma. Esperando ese día sin retorno en el que tocaré a Dios con mis propias manos y dejaré mis miedos, mi cansancio y mis dolores en sus manos llagadas. Y sonreiré al fin como los niños después de tanta lucha. Abrazado en su regazo. Soñando días eternos para siempre.
Llega un momento en el que el alma se cansa. Aunque siempre resuena en mi interior lo que decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa». Quiero andar en amor, pero me canso. ¿De dónde me viene el cansancio? Hay un cansancio físico, sano, que me hace pensar que lo he dado todo. Como si corriera durante horas tratando de golpear una pelota para que pase la red. Es el cansancio sano que construye mi vida. Me gusta cansarme por haberlo dado todo. Es un cansancio útil, me parece a mí. Quemo las energías, pero también quemo mi aburrimiento, mi pesadez, mi acedía, me desidia. Lo quemo todo en la carrera de la vida. Corro persiguiendo sueños, anhelando metas inalcanzables. Subo montes imposibles y me adentro por caminos inacabables. No se ve el horizonte perdido entre las montañas. Me gusta ese cansancio útil, fecundo, que me hace más libre como los pájaros. Más de Dios y más pleno. Ese cansancio sano es el que tengo. Quiero descansar. Pero a veces otro cansancio no tan sano se me pega a la piel. Comenta el Papa Francisco: «El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar el mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo el Señor tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor para estas situaciones de cansancio es: - No teman, Yo he vencido al mundo (Jn 16,33). Y esta palabra nos dará fuerza». Es el cansancio que viene del miedo a perder, al no ver los frutos. El cansancio provocado por el dolor de la soledad. Surge el desánimo y puedo cansarme de luchar, de esperar, de anhelar. Por eso me gustan estas palabras de S. Claudio de la Colombiere: «Dios mío, he resuelto vivir en adelante sin cuidado alguno, descargando sobre ti todas mis inquietudes. Mas yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú has asegurado mi esperanza. Yo mismo puedo perder vuestra gracia por el pecado; pero no perderé mi esperanza». No quiero que el desánimo me vuelva perezoso. No quiero que la desidia y la pena turben mi ánimo y borren mi esperanza. Ese cansancio malo es el que más me pesa. No lo quiero. ¿Cómo me libero de él? Se lo quiero entregar a Dios al final de estos meses de trabajos, de luchas, de esfuerzos. Meses de fracasos y pequeños éxitos. De luces y sombras. La vida misma. ¿Qué hago para recobrar la paz? Me abandono en las manos de Dios. ¿Sé descansar de verdad? Comenta el Papa Francisco: «¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da el pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco descansos más refinados, no los de los pobres sino los que ofrece el mundo del consumo?». A veces veo que no sé descansar. Busco la paz en el mundo lleno de prisas. En el consumo que satisface mis ansias. En las redes sociales, en el mundo de las noticias, en las evasiones y compensaciones. Sé que el descanso verdadero no consiste en no hacer nada. Me recuerda el P. Kentenich: «Piensen además en sus vacaciones. ¿Qué hacen en ese tiempo? Naturalmente, queremos descansar. Si no hacen nada serán muchas las fuerzas que se pierdan»[2]. No hacer nada no es descansar. El descanso verdadero es hacer otras cosas diferentes a las habituales. Consiste en cambiar lo que miro. En recorrer otros caminos. En dejar a un lado de mi camino ese cansancio malo guardado como un peso. Descansar es hacer aquello que llena el alma de vida, de esperanza. Es renovar mi mirada. Leer lo que me da paz y esperanza. Estar con las personas que me llenan el corazón. Sólo estar. No hacer mucho. Y que pueda decir lo que decía S. Francisco en un relato biográfico de la época: «Una vez, Francisco, cansado, llegó a una fuente de aguas cristalinas y se inclinó a mirar durante largos instantes esas aguas claras. Después, volvió en sí y dijo alegremente a su íntimo amigo fray León: Fray León, ovejita de Dios, ¿qué crees que vi en las aguas claras de la fuente? La luna, que se refleja ahí dentro, respondió fray León. No, hermano, no vi la luna, sino el rostro de nuestra hermana Clara, lleno de santa alegría, de suerte que todas mis tristezas desaparecieron». Contemplar a los que amo, a los que forman parte de mi historia, me sana. Estar con ellos. La tristeza desaparece. El alma se calma. Quisiera en mi tiempo de descanso disfrutar de los que quiero. Valorar el tiempo a su lado. Sin hacer nada especial. O haciendo cosas distintas a las que hago durante el año. Es lo que necesito en el tiempo que tengo para descansar. No importa que sea poco. Lo importante es cómo lo aprovecho para que mi alma se llene. Luego el curso es muy largo. Quiero dejar todas mis tristezas y frustraciones en las manos de Dios. Quiero que desaparezcan y que el alma se llene de alegría. Jesús es quien conduce mis pasos. El que me espera al final del día para que descanse en su regazo. Porque estoy cansado y agobiado. En Él descanso. Veo su rostro alegre reflejado en el lago. Sonríe y me dice que me quiere. Que no tema. Que ha merecido la pena todo mi esfuerzo. Que la vida es larga y necesito descansar.
Dicen que la pereza es el peso que me tira por tierra en ese espacio en el que me muevo entre el deseo de hacer algo y su realización. Me detengo ante ese muro infranqueable que me impide vislumbrar hacia donde estoy caminando. Es la ceguera que no me permite ver la catedral que estoy construyendo cuando aparentemente sólo estoy cargando piedras. Es la pereza una fuerza irresistible que me lleva a caer muy bajo en una pobre inactividad. Es como una parálisis que arruina todos mis deseos de seguir luchando. Dicen que hay un momento en la carrera de larga duración en el que todo tiembla. Las fuerzas flaquean, dudo y no me creo capaz de llegar a la meta. Son esos momentos en los que creo que el partido está perdido, aunque yo vaya ganando. Es el desánimo que me hace tirar la toalla antes de tiempo, o dejar de correr creyendo que ya he perdido, aunque aún quede tiempo para luchar por la victoria. No sé si es un gen, o un don natural, o una gracia divina, lo que me permite seguir luchando a pesar del desánimo, en medio de la noche, al borde del precipicio. Venciendo la pereza y la acedía que podrían acabar con todos mis sueños y echar por tierra mis ilusiones. Comentaba un entrenador de fútbol: «No ganan siempre los buenos, ganan los que luchan. Como en las grandes batallas, a veces no gana el mejor, sino el que está más convencido». Pero a veces me levanto y siento que me puedo comer el mundo sin apenas esfuerzo. Otras veces es tan pesada la roca que tengo que mover que prefiero quedarme quieto sin hacer nada. Entre el comienzo del deseo y la satisfacción de haber llegado a la meta existe un largo camino que a veces me cuesta recorrer. Comienza con un trote ligero cuando parezco dispuesto a llegar lo más lejos posible. Pero a menudo me encuentro caminando despacio a mitad de la carrera. No sé cómo se hace para no perder nunca de vista la meta que deseo, la cima de la montaña, el sueño que he cuidado en el alma. No sé cómo no distraerme viendo otros paisajes atractivos junto a mi camino. Lugares de descanso, espacios de paraíso, mares, ríos y verdes valles. Mientras que el esfuerzo y el sacrificio van socavando mi ánimo. Me gustaría tener el premio sin haber tenido que jugar, lograr llegar a la meta sin haber corrido en exceso. Obtener la flor que nace más alta sin haber tenido que trepar las alturas. Es un deseo insano e inmaduro que a veces me lleva a la pereza. Temo que se haya convertido en hábito. No quiero esa desidia transformada en forma de vida. No quiero ser así, me lo repito. Decido levantarme cada mañana con una ilusión nueva, haciendo lo de siempre, de una manera diferente. Tal vez puedo inventarme planes nuevos, dejar de hacer algunas cosas de las que hacía siempre, sólo por cambiar algo. Podría inventarme nuevos retos casi inalcanzables pensando que sería capaz de tocarlos algún día si me dejara llevar por la fuerza del viento. Tal vez podría incluso modificar en algo las metas que sueño, los finales que imagino. Ese ideal que sembró Dios un día en lo más profundo de mi alma. Veo que me visita a veces el demonio del mediodía, como así lo llaman algunos, seduciéndome para caer en la pereza y el desánimo. Suele llegar a esa edad en la que la vida ya no es sólo futuro sino un presente inmediato cargado de pasado. Y al mirar hacia delante, surge la ansiedad. Puedo pensar que he realizado mucho más de lo que soñaba cuando era joven. O puedo pensar que me pesa demasiado lo que vivo y me agobia por no haber conseguido todo lo que esperaba. En cualquier caso me muevo en la eterna duda: puedo cambiar las cosas y hacerlas de forma diferente, o puedo dejarlas como están y seguir caminando. Puedo mejorar algunas, o puedo romper con otras porque no todo tiene que ser siempre igual. Puedo dejar el camino que sigo y empezar otro, demasiado drástico. Haga lo que haga creo que lo importante es que deje que Dios entre en mi vida, entre los muros de mi alma. Que Dios barra el polvo de mi pereza y ponga en orden lo que no está en orden y comience en mí una obra nueva. Él sí que puede hacer que cambien las cosas en mí. Lo tengo claro, yo solo no puedo cambiarlas. Comenta el P. Kentenich: «La prueba de la autenticidad del amor ha de consistir en una seria santificación de sí mismo, en una enérgica educación de sí mismo al servicio de la Santísima Virgen y del apostolado: - Les pido esa santificación. Es la coraza que han de ponerse, la espada con la cual luchar por sus deseos»[3]. Sólo me queda por reconocer que la mayor parte de las cosas que tengo y que hago no van a cambiar nunca. Soy el que soy y miro con nostalgia la imagen que sueño de mí mismo. Conozco ese peso de mi alma cuando cae en la pereza. Tengo que aceptar que tal vez me acompañe siempre como parte de la cruz sagrada el peso de mi vida. Eso lo entiendo, lo acepto y lo quiero. Pero no tiro la toalla y sigo recorriendo los caminos que tengo ante mis ojos. «Es erróneo que un luchador de Dios aquí en la tierra se deje abatir por las dificultades. Las dificultades deben ser para nosotros una tarea»[4]. No me desanimo. No dejo de luchar y de aspirar a ser santo, a ser de Dios, a ser más niño. Sigo luchando por mis deseos.
Hoy las lecturas me hablan de los pastores que descuidan a su rebaño: «¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! Pues así dice Yahveh, el Dios de Israel, tocante a los pastores que apacientan a mi pueblo: - Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las atendisteis». Me hablan de las ovejas descarriadas que no tienen pastor. De las ovejas perdidas que tienen sed y hambre. Me dice Jesús: «Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas». Jesús se compadece de las ovejas perdidas y descarriadas. Teme por ellas, por su vida. Se compadece. Ese sentimiento de Jesús me impresiona. Siente compasión por mí. Me cuesta que me compadezcan. Que lamenten mi suerte y sientan pena por mí. El otro día una persona me preguntaba: «¿No te doy pena?». Pensé en ese momento que no me daba pena. Claro que me dolía su pérdida y su dolor. Y me conmovía profundamente su sufrimiento. Eso sí. Pero en ese momento sentir pena me pareció que no ayudaba. Tal vez me proyecté yo mismo. A lo mejor soy yo el que no quiere que sientan pena por mí. Cuando me va mal. Cuando fracaso. Cuando pierdo a un ser querido. Quizás tengo algo contra ese sentimiento de la pena. No sé si me parece humillante. Como si de repente esa pena fuera hiriente, dolorosa. A veces escucho esa expresión: «Me das pena». Pero no es la pena de la compasión. Es la pena que siento ante actitudes o forma de comportarse de personas a las que quiero. Me da pena su egoísmo, su rabia, su mirada enferma, su odio, su desprecio, su inmadurez. Me da pena que pierda la vida, que se enrede en pensamientos negativos, que deje de mirar con esperanza. Me da pena que se angustie y no viva con el corazón grande y confiado. Me dan pena los que no luchan y han perdido las ganas de seguir caminando. Pero ante esa pregunta de la pena le dije que no. Porque no sentía pena. Sí sentía compasión. La compasión tiene que ver más con la mirada de Jesús. Claro que me compadecía, como Jesús esa tarde al ver a muchos como ovejas perdidas y agobiadas. La compasión es un amor que desciende, que se abaja. Se detiene ante al hombre malherido al borde del camino. Se vuelve conmovido al ser tocado en el manto. La compasión es el sentimiento de Jesús que yo más anhelo. No lo sé, lo veo distinto de la pena. La pena me desanima. La compasión me mueve al abrazo, al cuidado, a la cercanía. A las lágrimas compartidas. La pena despierta en mí desasosiego. Siento pena de un mundo lleno de odio. Siento compasión ante el que sufre la injusticia y lucha con desgarro en el camino de la vida. La compasión es un sentimiento cristiano, de Jesús. La pena es un sentimiento que no me acerca, no me lleva a abajarme. Por eso prefiero siempre sentir compasión por el que sufre. Como Jesús hoy. Hay tanta gente perdida como ovejas que no tienen pastor. Tantas personas desorientadas que no saben hacia dónde caminar. Me gustaría ser pastor. Ayudarlos a caminar. Me da pena cuando no logro hacerlo. O cuando evitan ellas encontrar pastores que les den un sentido a su camino. Me doy pena yo mismo cuando no soy un buen pastor. Miro a Jesús: «El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Nada temo porque Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Esta forma de ser pastor está tan lejos de la mía. Me veo cobarde, perezoso y desarraigado. Descuido a los que digo amar. Dejo de lado a los que pretendo cuidar como hijos. Y se me olvidan las cosas importantes de su vida. Soy un pastor despistado y torpe. Comentaba el Papa Francisco: «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia». Un pastor revestido de misericordia. De ternura. De sentimientos de compasión. Hoy Jesús mira mi corazón perdido. Se acerca a mí. Hace falta humildad para aceptar que me miren con compasión. Hace falta mucha verdad para reconocer mi fragilidad y estar dispuesto a que me traten de acuerdo a la misma. Soy débil. Estoy enfermo. Soy oveja perdida sin pastor. La compasión es una forma de amor que me sostiene cuando cruzo herido el desierto de la vida. Necesito ese abrazo. O tocar el manto sin que se den cuenta. Pasar desapercibido recibiendo misericordia. Me siento como esa oveja sin pastor. Perdido en mis deseos de ser amado, reconocido y admirado. Perdido en mi pecado que me ata y envenena. Perdido cuando no logro mirar la vida con esperanza y alegría. Me siento pastor y rebaño. Pastor que descuida. Oveja que no tiene pastor. Miro a Jesús y quiero descansar en Él.
Hoy Jesús llama a sus discípulos para estar con Él. Han obedecido el mandato. Han pasado el día llevando la Palabra de Dios, sanando a los enfermos, liberando a los endemoniados: «Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado». Es bonita su actitud. Salen en obediencia. Recorren los poblados llevando la esperanza. Y al regresar por la noche lo cuentan todo. Cuentan lo bueno y lo malo. Las victorias y las derrotas. Sus miedos y sus actos de valor. Cuentan su debilidad y se alegran al ver frutos que no imaginaban. Hablan con honestidad. Cuentan todo lo que han vivido. Me gusta esa mirada tan sincera. A veces me gusta contar sólo lo bueno. Aquello en lo que me ha ido bien. Hablo de las victorias, no de las derrotas. De mis éxitos, no de mis fracasos. Oculto la cara fea de mi día, de mi vida. Como si pudiera tapar la fealdad para que sólo se viera la belleza. En ocasiones no cuento mucho. Siento que callo y oculto parte de mi vida. No lo necesito, me digo. Hay tanta soledad en el mundo que hoy toco. Tantas personas que viven solas. No tienen a nadie a quien contarle su día cuando llegan cansadas a casa. No pueden compartir sus alegrías. Ni hacer sus tristezas más llevaderas. Yo también necesito contar lo que me ha pasado. Pero no siempre alguien me escucha. No encuentro un corazón atento. Una mirada cómplice. Y entonces, en lugar de contar, callo. Y me digo que no pasa nada. Que es normal. Puedo estar solo rodeado de muchas personas. Eso no importa. Mi soledad la llevo dentro. Necesito comunicarme. Necesito aprender a escuchar al que se comunica. Al que quiere romper la barrera de su aislamiento. Así es Jesús, Él escucha. Así estoy llamado a ser yo. Comenta el P. Kentenich: «Ausculta atentamente el tiempo, escucha los lamentos de tanta gente que se debate en la soledad y el aislamiento; tanta gente que a pesar del bienestar material, a pesar de compartir una mesa, nunca alcanza la paz interior, no logra la comunión con el prójimo, no logra elevarse junto con su prójimo a Dios»[5]. Hay tanta gente sola a mi alrededor. Yo mismo estoy solo. Necesito comunicarme. Contar lo que me sucede. Los discípulos lo harían entre ellos en primer lugar. Luego, al atardecer, le cuentan a Jesús. ¿Le cuento yo a alguien mi vida, lo que me sucede? ¿Se lo cuento también a Dios? El empobrecimiento de mi vida de oración me ahoga. No soy capaz de contarle a Dios lo que me sucede. No le abro mi alma para que entre. Me guardo todo con pudor, con miedo. En mi vida tengo fracasos. Muchas veces son pequeñas torpezas. Caídas y derrotas. Quise llegar a las alturas y me quedé caminando por el valle. Quise vencer todas las tentaciones y me dejé seducir por ellas. No me gusta mirar mucho tiempo lo que he hecho mal. En parte lo hago para sobrevivir, o para vivir con más entusiasmo. No me hace bien quedarme llorando eternamente ante la leche derramada. Decido seguir adelante y paso la página. Es bueno. Pero también es necesario llorar por la pérdida. Aceptar la derrota. Mirar cara a cara aquello que me ha salido mal. Quiero ser capaz de aprender de lo que he perdido. Comenta Enrique Rojas: «La derrota es lo que te hace crecer como persona, si sabes aprender las lecciones que te da. La derrota enseña lo que el éxito oculta. Es la lucidez del perdedor, la nitidez de captar lo que la vida nos da cuando pasa delante de nosotros». Así quiero mirar mi día, mis caídas y tentaciones. Así quiero hacer frente a lo que no controlo. Miro agradecido lo que he logrado y aquello en lo que he fracasado. No importa. Me sirve para mirar hacia delante. Para seguir luchando. Salí enviado a la misión por Jesús. Regreso agradecido por haber sido fiel en la lucha. No vuelvo para gloriarme de mis victorias, porque es Jesús el que hace los milagros. Vuelvo feliz porque he podido ser fiel a su envío. Y Jesús me espera sonriendo al final del día. Soy un servidor fiel, sólo eso. No importa lo que haya hecho bien. No es tan relevante lo que no me ha resultado. Mis precipitaciones, mis perezas y egoísmos, mis miedos y bloqueos. No importa. Jesús va conmigo en medio de esa lucha diaria. Me envía para que cambie el mundo. Y a cambio me da un corazón nuevo. Un corazón limpio para no desesperarme. Para no dejar de luchar cuando vea que nada me va tan bien. Me dice que puedo hacerlo, que confíe. Y yo le creo. En mis horas de juventud pensé que era un sueño imposible, pero real. Hoy sigo pensando que es imposible, pero he visto cómo cambia la vida a su paso. La mía, la de otros. Cuando Jesús las toca. He visto su poder actuando en mi carne. Su bendición abrirse paso por mis labios. He visto su verdad escondida en mi debilidad. Me he enamorado de la vida que Jesús ha abierto ante mis ojos. Un ancho mar. Una mirada profunda. He acariciado la victoria final tantas veces. El sueño de Dios dibujado en mi mirada. He soñado. Me he enamorado. Y he dejado a Jesús venir conmigo.
Cae la tarde. Los discípulos regresan a casa. Necesitan descansar. Jesús les dice: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. Y se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. Pero los vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta; y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos». Jesús quiere que descansen. Pero la gente, que está perdida y busca un pastor que les dé seguridad, siguen sus huellas sobre las aguas. Llegan a la otra orilla. Los encuentran. Jesús quiere que descansen, pero fracasa. Ya es tarde, están cansados. Pero no es solitario el lugar al que llegan. Demasiada gente, no pueden descansar. Me impresiona siempre la perseverancia de la gente. No hay horarios, no hay límites. No pueden descansar aunque lo intentan. A veces me pasa lo mismo en vacaciones. Quiero descansar pero no lo consigo. Idealizo las vacaciones, igual que idealizo el fin de semana. Es como si todas mis fuerzas las concentrara en la oportunidad de descansar que se me brinda. Pienso que lo voy a lograr. Creo que va a ser un tiempo maravilloso. Planeo mis vacaciones soñadas. Pero luego nada es tan ideal como pensaba. O me creo con derecho al descanso, como los discípulos después de un día de misión. Me rebelo contra la injustica. Tengo derecho al descanso. Tengo derecho a tener unas vacaciones dignas, maravillosas, plenas. No sucede. Tengo que cambiar los planes. O se reduce el tiempo de mi descanso. O no tengo suficiente dinero para hacer lo que me gustaría. O tengo que cargar con personas con las que no contaba. O con personas a las que amo pero que a veces me cuestan. ¿Hay un lugar de descanso ideal en mis sueños infantiles? ¿Tengo en el corazón una imagen de cómo deberían ser mis vacaciones? He soñado con un tiempo de solaz, con un tiempo sin tensiones, sin peleas, sin crisis. Y a veces mis vacaciones están llenas de momentos de tensión. Creía que todo iba a estar controlado y no lo está. O no descanso tanto como quisiera porque tengo que cuidar de los míos. O me veo forzado a renunciar a mis planes por aceptar de buena gana los de otros. No sé cómo hacer para que mis vacaciones sean las mejores. Me frustro al no lograr lo que deseo. Huyo por mar. Me encuentran por tierra. Busco la soledad. Y no puedo estar solo. Tengo que aprender a vivir mejor mi vida. Comenta el P. Kentenich: «Un santo de la vida diaria da una forma santa a la cotidianidad, vive santamente a lo largo de toda la semana y le imprime el sello de la santidad a todo lo que hace: a sus alegrías y cuitas, a sus trabajos y descanso, a su oración, a su conversación, a su caminar. Todo lo hace, por amor, extraordinariamente bien, santamente»[6]. Quiero vivir con alegría el trabajo y el descanso. Sacando lo mejor de la rutina. Descansando en medio de un trabajo exigente y duro. Si no aprendo a disfrutar de la vida los días de diario. Es difícil que disfrute los días de fiesta. Un sello de santidad impreso en todo lo que hago. Con la mirada puesta en el cielo. Con los pies atados a la tierra. Todo el día bendiciendo, predicando, sanando. Y al buscar el descanso encontrar que también ahí me habla Dios. Aunque no descanse tanto como quisiera. No importa. Lo que de verdad merece la pena es descansar cada día. Mi rutina es descanso. Y mi descanso es entrega. En vacaciones no aspiro a vivir un tiempo idílico, de ensueño. Un tiempo en el que nada me preocupe y nadie me moleste. A lo mejor ni siquiera podré hacer vacaciones. Por eso es tan importante que descanse en mi día normal. Que sepa vivir lo ordinario como un tiempo santo con el Señor en el que cargo el corazón de su presencia. Sólo estar con Él ya me descansa. Buscar momentos lúdicos, de desconexión en medio de la fatiga. Disfrutar la vida como un niño tanto en un día normal como cuando pueda escaparme a algún lugar a desconectar de lo cotidiano. Jesús quiere que descanse. Me lleva al lugar solitario de mi corazón para que me apoye en Él. Sólo quiere eso. Yo no quiero que me pase lo que decía el P. Kentenich: «Cuando alguien se contenta con una determinada forma como lugar donde instalarse y descansar, eso quiere decir que el espíritu ha desaparecido»[7]. No quiero que el lugar de mi descanso me evada de mi misión. Me saque de la entrega. Apague la llama del Espíritu en mi vida. Quiero mantener encendido el celo por Jesús allí donde me encuentre. Descanse o trabaje.


[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[5] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[7] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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