Domingo XVI Tiempo ordinario
Jeremías. 23, 1-6.; Efesios. 2, 13-18; Marcos. 6, 30-34.
«Venid
también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco. Los que
iban y venían eran muchos y no les quedaba tiempo ni para comer»
22 julio 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Jesús
me espera al final del día para que descanse en su regazo. Estoy cansado y
agobiado. Sonríe y me dice que me quiere. Que ha merecido la pena todo mi
esfuerzo. Necesito descansar»
Con frecuencia me veo sin paz. Quiero ser paciente, pacífico, tranquilo, ecuánime, justo, moderado,
prudente. Y me encuentro con otra versión de mí mismo. Algo diferente a lo esperado.
Es como si dentro de mi alma naciera una duda profunda. Juzgo la realidad que
me rodea sin encontrar la paz que busco. Determino lo que está bien y lo que
está mal. O al menos es así como lo veo. Me gustaría no caer en la crítica sin
misericordia. Me pregunto qué es lo que me quita más la paz. Si esa forma de
vivir de otros, la cual no comparto. O las incongruencias de mi propia vida que
no responde al ideal que persigo. No sé la respuesta. El otro día leía: «La persona madura no pierde la paz frente a
la tensión y, por otra parte, es capaz de mantenerse en esa situación,
mostrando así una libertad de fondo que no se extravía en medio de las
dificultades y los posibles conflictos, como la falta de aprobación por parte
de los demás o la crítica a raíz de un comportamiento coherente con la propia
opción de vida»[1]. No tengo siempre razones que justifique todos mis actos. No tengo la
madurez que envidio en otros. Cuando menos lo espero pierdo la paz y brota la
ira. Me gustaría tener un corazón como el de Jesús. Calmado, lleno de fuego y
luz, apacible. Un corazón algo más roto que el mío. Y algo más lleno de misericordia
infinita. Me sorprendo a veces pensando mal de los que me rodean. No me
reconozco en mis pensamientos oscuros. ¿Por qué no son de Dios? Mi corazón va
por un lado mientras que mi cabeza busca razones que calmen mi deseo de verdad.
Quisiera que estuvieran unidos en mí la voluntad, el corazón y la cabeza. Pero compruebo
una y otra vez que siguen normas propias y se adentran por caminos diferentes.
De vez en cuando siento una mano amiga que toca mi alma por dentro. Y calma muy
lentamente los nervios que tengo, mis ansias, mis pasiones. Y siento de repente
la fuerza del Espíritu de Dios que acalla todos mis miedos. Dejo de temer al
que piensa diferente a mí, sin sorprenderme. Me acostumbro a tocar el cielo con
las manos pobres que Dios me ha dado. Pero a veces quiero que el mundo al que
amo esté en un orden perfecto. O deseo al menos que algunos tengan esa
perfección en sus vidas que yo no poseo. Me detengo mirando al sol y pensando
en todo aquello que me quita la paz. Un nudo en el estómago. Un nervio
profundo. Busco raíces ocultas en el fondo del alma. Percibo miedos
inconfesables, inseguridades reconocibles, tentaciones insuperables. Y al final
siempre de nuevo veo mi pecado. En medio de esa maraña que descubro en mí, ese
mundo de emociones que no controlo, escucho una voz callada que me dice: «Mi gracia te basta». Y yo me lo creo.
Pero a veces me confundo y me creo que no basta para salir adelante. Que no es
suficiente su gracia para vencer mi torpeza. Sueño con esa armonía que mi alma
desea. Es un don que pido cada día para seguir adelante. Sólo deseo esa gracia
que tal vez Dios me conceda. Mientras tanto, en medio de mis debilidades y
pecados, camino confiado. No creo que todo lo que haga esté mal hecho. Y tampoco
creo que todo lo que haga sea perfecto. Esa certeza de la imperfección me
acompañará siempre. No para quebrar mi voluntad en medio de los miedos, ni mi
ánimo. Sino para sujetar mis brazos en medio de la lucha. Quiero hollar caminos
que no conozco y recorrer sendas que nunca he pisado. Sé que temblaré a veces
cuando la tormenta arrecie. Pero no por ello me desanimo ni dejo de caminar un
día más, una jornada más, una montaña más. No importa. Quiero cambiar el mundo
con mis manos tan pobres. Y llenar el vacío que siente mi alma enferma. No de
cosas, ni de bienes, sino de un amor más hondo que lo llene todo. Quiero
levantar al caído para que no se rompa. Sostener al que tiembla cuando nadie
responda. Pero sé también que mi yo a veces es demasiado fuerte. Lo llamo
orgullo. Y prefiere el egoísmo como camino de vida. En esa lucha eterna se
debate mi alma. Esperando ese día sin retorno en el que tocaré a Dios con mis
propias manos y dejaré mis miedos, mi cansancio y mis dolores en sus manos
llagadas. Y sonreiré al fin como los niños después de tanta lucha. Abrazado en su regazo. Soñando días eternos
para siempre.
Llega un momento en el que el alma se cansa. Aunque siempre resuena en mi interior lo que decía S. Juan de la Cruz: «El alma que anda en amor, ni cansa ni se
cansa». Quiero andar en amor, pero me canso. ¿De dónde me viene el
cansancio? Hay un cansancio físico, sano, que me hace pensar que lo he dado
todo. Como si corriera durante horas tratando de golpear una pelota para que
pase la red. Es el cansancio sano que construye mi vida. Me gusta cansarme por
haberlo dado todo. Es un cansancio útil, me parece a mí. Quemo las energías,
pero también quemo mi aburrimiento, mi pesadez, mi acedía, me desidia. Lo quemo
todo en la carrera de la vida. Corro persiguiendo sueños, anhelando metas
inalcanzables. Subo montes imposibles y me adentro por caminos inacabables. No
se ve el horizonte perdido entre las montañas. Me gusta ese cansancio útil,
fecundo, que me hace más libre como los pájaros. Más de Dios y más pleno. Ese
cansancio sano es el que tengo. Quiero descansar. Pero a veces otro cansancio
no tan sano se me pega a la piel. Comenta el Papa Francisco: «El maligno es más astuto que nosotros y es
capaz de tirar abajo en un momento lo que construimos con paciencia durante
largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar el
mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo
el Señor tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la
espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor
para estas situaciones de cansancio es: - No teman, Yo he vencido al mundo (Jn
16,33). Y esta palabra nos dará fuerza». Es el cansancio que viene del
miedo a perder, al no ver los frutos. El cansancio provocado por el dolor de la
soledad. Surge el desánimo y puedo cansarme de luchar, de esperar, de anhelar.
Por eso me gustan estas palabras de S. Claudio de la
Colombiere: «Dios mío, he resuelto vivir
en adelante sin cuidado alguno, descargando sobre ti todas mis inquietudes. Mas
yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú has asegurado mi esperanza. Yo mismo
puedo perder vuestra gracia por el pecado; pero no perderé mi esperanza». No
quiero que el desánimo me vuelva perezoso. No quiero que la desidia y la pena
turben mi ánimo y borren mi esperanza. Ese cansancio malo es el que más me
pesa. No lo quiero. ¿Cómo me libero de él? Se lo quiero entregar a Dios al
final de estos meses de trabajos, de luchas, de esfuerzos. Meses de fracasos y
pequeños éxitos. De luces y sombras. La vida misma. ¿Qué hago para recobrar la
paz? Me abandono en las manos de Dios. ¿Sé descansar de verdad? Comenta el Papa
Francisco: «¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud
y todo el cariño que me da el pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo
pastoral, ¿busco descansos más refinados, no los de los pobres sino los que
ofrece el mundo del consumo?». A veces veo que no sé
descansar. Busco la paz en el mundo lleno de prisas. En el consumo que
satisface mis ansias. En las redes sociales, en el mundo de las noticias, en
las evasiones y compensaciones. Sé que el descanso verdadero no consiste en no
hacer nada. Me recuerda el P. Kentenich: «Piensen además en sus vacaciones. ¿Qué hacen en ese
tiempo? Naturalmente, queremos descansar. Si no hacen nada serán muchas las
fuerzas que se pierdan»[2]. No hacer nada no es descansar. El descanso verdadero es hacer otras cosas
diferentes a las habituales. Consiste en cambiar lo que miro. En recorrer otros
caminos. En dejar a un lado de mi camino ese cansancio malo guardado como un
peso. Descansar es hacer aquello que llena el alma de vida, de esperanza. Es
renovar mi mirada. Leer lo que me da paz y esperanza. Estar con las personas
que me llenan el corazón. Sólo estar. No hacer mucho. Y que pueda decir lo que decía
S. Francisco en un relato biográfico de la época: «Una vez, Francisco, cansado, llegó a una fuente de aguas cristalinas y
se inclinó a mirar durante largos instantes esas aguas claras. Después, volvió
en sí y dijo alegremente a su íntimo amigo fray León: Fray León, ovejita de
Dios, ¿qué crees que vi en las aguas claras de la fuente? La luna, que se
refleja ahí dentro, respondió fray León. No, hermano, no vi la luna, sino el
rostro de nuestra hermana Clara, lleno de santa alegría, de suerte que todas
mis tristezas desaparecieron». Contemplar a los que amo, a los que forman
parte de mi historia, me sana. Estar con ellos. La tristeza desaparece. El alma
se calma. Quisiera en mi tiempo de descanso disfrutar de los que quiero.
Valorar el tiempo a su lado. Sin hacer nada especial. O haciendo cosas
distintas a las que hago durante el año. Es lo que necesito en el tiempo que
tengo para descansar. No importa que sea poco. Lo importante es cómo lo
aprovecho para que mi alma se llene. Luego el curso es muy largo. Quiero dejar
todas mis tristezas y frustraciones en las manos de Dios. Quiero que
desaparezcan y que el alma se llene de alegría. Jesús es quien conduce mis
pasos. El que me espera al final del día para que descanse en su regazo. Porque
estoy cansado y agobiado. En Él descanso. Veo su rostro alegre reflejado en el
lago. Sonríe y me dice que me quiere. Que no tema. Que ha merecido la pena todo mi esfuerzo. Que la vida es larga y
necesito descansar.
Dicen
que la pereza es el peso que me tira por tierra en ese espacio en el que me
muevo entre el deseo de hacer algo y su realización. Me
detengo ante ese muro infranqueable que me impide vislumbrar hacia donde estoy
caminando. Es la ceguera que no me permite ver la catedral que estoy
construyendo cuando aparentemente sólo estoy cargando piedras. Es la pereza una
fuerza irresistible que me lleva a caer muy bajo en una pobre inactividad. Es
como una parálisis que arruina todos mis deseos de seguir luchando. Dicen que
hay un momento en la carrera de larga duración en el que todo tiembla. Las
fuerzas flaquean, dudo y no me creo capaz de llegar a la meta. Son esos
momentos en los que creo que el partido está perdido, aunque yo vaya ganando.
Es el desánimo que me hace tirar la toalla antes de tiempo, o dejar de correr
creyendo que ya he perdido, aunque aún quede tiempo para luchar por la victoria.
No sé si es un gen, o un don natural, o una gracia divina, lo que me permite
seguir luchando a pesar del desánimo, en medio de la noche, al borde del
precipicio. Venciendo la pereza y la acedía que podrían acabar con todos mis
sueños y echar por tierra mis ilusiones. Comentaba un entrenador de fútbol: «No ganan siempre los
buenos, ganan los que luchan. Como en las grandes batallas, a veces no gana el
mejor, sino el que está más convencido». Pero a veces me
levanto y siento que me puedo comer el mundo sin apenas esfuerzo. Otras veces
es tan pesada la roca que tengo que mover que prefiero quedarme quieto sin
hacer nada. Entre el comienzo del deseo y la satisfacción de haber llegado a la
meta existe un largo camino que a veces me cuesta recorrer. Comienza con un
trote ligero cuando parezco dispuesto a llegar lo más lejos posible. Pero a
menudo me encuentro caminando despacio a mitad de la carrera. No sé cómo se
hace para no perder nunca de vista la meta que deseo, la cima de la montaña, el
sueño que he cuidado en el alma. No sé cómo no distraerme viendo otros paisajes
atractivos junto a mi camino. Lugares de descanso, espacios de paraíso, mares,
ríos y verdes valles. Mientras que el esfuerzo y el sacrificio van socavando mi
ánimo. Me gustaría tener el premio sin haber tenido que jugar, lograr llegar a
la meta sin haber corrido en exceso. Obtener la flor que nace más alta sin
haber tenido que trepar las alturas. Es un deseo insano e inmaduro que a veces
me lleva a la pereza. Temo que se haya convertido en hábito. No quiero esa
desidia transformada en forma de vida. No quiero ser así, me lo repito. Decido
levantarme cada mañana con una ilusión nueva, haciendo lo de siempre, de una
manera diferente. Tal vez puedo inventarme planes nuevos, dejar de hacer
algunas cosas de las que hacía siempre, sólo por cambiar algo. Podría
inventarme nuevos retos casi inalcanzables pensando que sería capaz de tocarlos
algún día si me dejara llevar por la fuerza del viento. Tal vez podría incluso
modificar en algo las metas que sueño, los finales que imagino. Ese ideal que
sembró Dios un día en lo más profundo de mi alma. Veo que me visita a veces el
demonio del mediodía, como así lo llaman algunos, seduciéndome para caer en la
pereza y el desánimo. Suele llegar a esa edad en la que la vida ya no es sólo
futuro sino un presente inmediato cargado de pasado. Y al mirar hacia delante,
surge la ansiedad. Puedo pensar que he realizado mucho más de lo que soñaba
cuando era joven. O puedo pensar que me pesa demasiado lo que vivo y me agobia
por no haber conseguido todo lo que esperaba. En cualquier caso me muevo en la
eterna duda: puedo cambiar las cosas y hacerlas de forma diferente, o puedo
dejarlas como están y seguir caminando. Puedo mejorar algunas, o puedo romper
con otras porque no todo tiene que ser siempre igual. Puedo dejar el camino que
sigo y empezar otro, demasiado drástico. Haga lo que haga creo que lo importante
es que deje que Dios entre en mi vida, entre los muros de mi alma. Que Dios barra
el polvo de mi pereza y ponga en orden lo que no está en orden y comience en mí
una obra nueva. Él sí que puede hacer que cambien las cosas en mí. Lo tengo
claro, yo solo no puedo cambiarlas. Comenta el P. Kentenich: «La prueba de la
autenticidad del amor ha de consistir en una seria santificación de sí mismo,
en una enérgica educación de sí mismo al servicio de la Santísima Virgen y del
apostolado: - Les pido esa santificación. Es la coraza que han de ponerse, la
espada con la cual luchar por sus deseos»[3]. Sólo me
queda por reconocer que la mayor parte de las cosas que tengo y que hago no van
a cambiar nunca. Soy el que soy y miro con nostalgia la imagen que sueño de mí
mismo. Conozco ese peso de mi alma cuando cae en la pereza. Tengo que aceptar
que tal vez me acompañe siempre como parte de la cruz sagrada el peso de mi
vida. Eso lo entiendo, lo acepto y lo quiero. Pero no tiro la toalla y sigo
recorriendo los caminos que tengo ante mis ojos. «Es erróneo que un luchador de Dios aquí en la tierra se
deje abatir por las dificultades. Las dificultades deben ser para nosotros una
tarea»[4]. No me
desanimo. No dejo de luchar y de aspirar a ser santo, a ser de Dios, a ser más
niño. Sigo luchando por mis deseos.
Hoy las lecturas me hablan de los pastores que descuidan
a su rebaño:
«¡Ay de los
pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! Pues así
dice Yahveh, el Dios de Israel, tocante a los pastores que apacientan a mi
pueblo: - Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las
atendisteis». Me hablan de las ovejas descarriadas que no tienen
pastor. De las ovejas perdidas que tienen sed y hambre. Me dice Jesús: «Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió
compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a
enseñarles muchas cosas». Jesús se compadece de las ovejas perdidas y
descarriadas. Teme por ellas, por su vida. Se compadece. Ese sentimiento de
Jesús me impresiona. Siente compasión por mí. Me cuesta que me compadezcan. Que
lamenten mi suerte y sientan pena por mí. El otro día una persona me
preguntaba: «¿No te doy pena?». Pensé
en ese momento que no me daba pena. Claro que me dolía su pérdida y su dolor. Y
me conmovía profundamente su sufrimiento. Eso sí. Pero en ese momento sentir
pena me pareció que no ayudaba. Tal vez me proyecté yo mismo. A lo mejor soy yo
el que no quiere que sientan pena por mí. Cuando me va mal. Cuando fracaso.
Cuando pierdo a un ser querido. Quizás tengo algo contra ese sentimiento de la
pena. No sé si me parece humillante. Como si de repente esa pena fuera
hiriente, dolorosa. A veces escucho esa expresión: «Me das pena». Pero no es la pena de la compasión. Es la pena que
siento ante actitudes o forma de comportarse de personas a las que quiero. Me
da pena su egoísmo, su rabia, su mirada enferma, su odio, su desprecio, su
inmadurez. Me da pena que pierda la vida, que se enrede en pensamientos
negativos, que deje de mirar con esperanza. Me da pena que se angustie y no
viva con el corazón grande y confiado. Me dan pena los que no luchan y han
perdido las ganas de seguir caminando. Pero ante esa pregunta de la pena le
dije que no. Porque no sentía pena. Sí sentía compasión. La compasión tiene que
ver más con la mirada de Jesús. Claro que me compadecía, como Jesús esa tarde
al ver a muchos como ovejas perdidas y agobiadas. La compasión es un amor que
desciende, que se abaja. Se detiene ante al hombre malherido al borde del
camino. Se vuelve conmovido al ser tocado en el manto. La compasión es el
sentimiento de Jesús que yo más anhelo. No lo sé, lo veo distinto de la pena.
La pena me desanima. La compasión me mueve al abrazo, al cuidado, a la
cercanía. A las lágrimas compartidas. La pena despierta en mí desasosiego.
Siento pena de un mundo lleno de odio. Siento compasión ante el que sufre la
injusticia y lucha con desgarro en el camino de la vida. La compasión es un
sentimiento cristiano, de Jesús. La pena es un sentimiento que no me acerca, no
me lleva a abajarme. Por eso prefiero siempre sentir compasión por el que
sufre. Como Jesús hoy. Hay tanta gente perdida como ovejas que no tienen
pastor. Tantas personas desorientadas que no saben hacia dónde caminar. Me
gustaría ser pastor. Ayudarlos a caminar. Me da pena cuando no logro hacerlo. O
cuando evitan ellas encontrar pastores que les den un sentido a su camino. Me doy
pena yo mismo cuando no soy un buen pastor. Miro a Jesús: «El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace
recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Nada temo
porque Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Tu bondad y tu
misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del
Señor por años sin término». Esta forma de ser pastor está tan lejos de la
mía. Me veo cobarde, perezoso y desarraigado. Descuido a los que digo amar.
Dejo de lado a los que pretendo cuidar como hijos. Y se me olvidan las cosas
importantes de su vida. Soy un pastor despistado y torpe. Comentaba el Papa
Francisco: «La misericordia es la viga
maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería
estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su
anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia».
Un pastor revestido de misericordia. De ternura. De sentimientos de compasión.
Hoy Jesús mira mi corazón perdido. Se acerca a mí. Hace falta humildad para
aceptar que me miren con compasión. Hace falta mucha verdad para reconocer mi
fragilidad y estar dispuesto a que me traten de acuerdo a la misma. Soy débil.
Estoy enfermo. Soy oveja perdida sin pastor. La compasión es una forma de amor
que me sostiene cuando cruzo herido el desierto de la vida. Necesito ese
abrazo. O tocar el manto sin que se den cuenta. Pasar desapercibido recibiendo
misericordia. Me siento como esa oveja sin pastor. Perdido en mis deseos de ser
amado, reconocido y admirado. Perdido en mi pecado que me ata y envenena.
Perdido cuando no logro mirar la vida con esperanza y alegría. Me siento pastor
y rebaño. Pastor que descuida. Oveja que
no tiene pastor. Miro a Jesús y quiero descansar en Él.
Hoy Jesús llama a sus discípulos para estar con Él. Han obedecido el mandato. Han pasado el día llevando la Palabra de Dios,
sanando a los enfermos, liberando a los endemoniados: «Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían
hecho y lo que habían enseñado». Es bonita su actitud. Salen en obediencia.
Recorren los poblados llevando la esperanza. Y al regresar por la noche lo
cuentan todo. Cuentan lo bueno y lo malo. Las victorias y las derrotas. Sus
miedos y sus actos de valor. Cuentan su debilidad y se alegran al ver frutos
que no imaginaban. Hablan con honestidad. Cuentan todo lo que han vivido. Me
gusta esa mirada tan sincera. A veces me gusta contar sólo lo bueno. Aquello en
lo que me ha ido bien. Hablo de las victorias, no de las derrotas. De mis
éxitos, no de mis fracasos. Oculto la cara fea de mi día, de mi vida. Como si
pudiera tapar la fealdad para que sólo se viera la belleza. En ocasiones no
cuento mucho. Siento que callo y oculto parte de mi vida. No lo necesito, me
digo. Hay tanta soledad en el mundo que hoy toco. Tantas personas que viven
solas. No tienen a nadie a quien contarle su día cuando llegan cansadas a casa.
No pueden compartir sus alegrías. Ni hacer sus tristezas más llevaderas. Yo
también necesito contar lo que me ha pasado. Pero no siempre alguien me
escucha. No encuentro un corazón atento. Una mirada cómplice. Y entonces, en
lugar de contar, callo. Y me digo que no pasa nada. Que es normal. Puedo estar
solo rodeado de muchas personas. Eso no importa. Mi soledad la llevo dentro.
Necesito comunicarme. Necesito aprender a escuchar al que se comunica. Al que
quiere romper la barrera de su aislamiento. Así es Jesús, Él escucha. Así estoy
llamado a ser yo. Comenta el P. Kentenich: «Ausculta
atentamente el tiempo, escucha los lamentos de tanta gente que se debate en la soledad
y el aislamiento; tanta gente que a pesar del bienestar material, a pesar de
compartir una mesa, nunca alcanza la paz interior, no logra la comunión con el
prójimo, no logra elevarse junto con su prójimo a Dios»[5]. Hay tanta gente sola a mi alrededor. Yo mismo estoy solo. Necesito
comunicarme. Contar lo que me sucede. Los discípulos lo harían entre ellos en
primer lugar. Luego, al atardecer, le cuentan a Jesús. ¿Le cuento yo a alguien
mi vida, lo que me sucede? ¿Se lo cuento también a Dios? El empobrecimiento de
mi vida de oración me ahoga. No soy capaz de contarle a Dios lo que me sucede.
No le abro mi alma para que entre. Me guardo todo con pudor, con miedo. En mi
vida tengo fracasos. Muchas veces son pequeñas torpezas. Caídas y derrotas.
Quise llegar a las alturas y me quedé caminando por el valle. Quise vencer
todas las tentaciones y me dejé seducir por ellas. No me gusta mirar mucho
tiempo lo que he hecho mal. En parte lo hago para sobrevivir, o para vivir con
más entusiasmo. No me hace bien quedarme llorando eternamente ante la leche
derramada. Decido seguir adelante y paso la página. Es bueno. Pero también es
necesario llorar por la pérdida. Aceptar la derrota. Mirar cara a cara aquello
que me ha salido mal. Quiero ser capaz de aprender de lo que he perdido.
Comenta Enrique Rojas: «La derrota es lo
que te hace crecer como persona, si sabes aprender las lecciones que te da. La
derrota enseña lo que el éxito oculta. Es la lucidez del perdedor, la nitidez
de captar lo que la vida nos da cuando pasa delante de nosotros». Así
quiero mirar mi día, mis caídas y tentaciones. Así quiero hacer frente a lo que
no controlo. Miro agradecido lo que he logrado y aquello en lo que he
fracasado. No importa. Me sirve para mirar hacia delante. Para seguir luchando.
Salí enviado a la misión por Jesús. Regreso agradecido por haber sido fiel en
la lucha. No vuelvo para gloriarme de mis victorias, porque es Jesús el que
hace los milagros. Vuelvo feliz porque he podido ser fiel a su envío. Y Jesús
me espera sonriendo al final del día. Soy un servidor fiel, sólo eso. No
importa lo que haya hecho bien. No es tan relevante lo que no me ha resultado.
Mis precipitaciones, mis perezas y egoísmos, mis miedos y bloqueos. No importa.
Jesús va conmigo en medio de esa lucha diaria. Me envía para que cambie el
mundo. Y a cambio me da un corazón nuevo. Un corazón limpio para no
desesperarme. Para no dejar de luchar cuando vea que nada me va tan bien. Me dice
que puedo hacerlo, que confíe. Y yo le creo. En mis horas de juventud pensé que
era un sueño imposible, pero real. Hoy sigo pensando que es imposible, pero he
visto cómo cambia la vida a su paso. La mía, la de otros. Cuando Jesús las
toca. He visto su poder actuando en mi carne. Su bendición abrirse paso por mis
labios. He visto su verdad escondida en mi debilidad. Me he enamorado de la
vida que Jesús ha abierto ante mis ojos. Un ancho mar. Una mirada profunda. He
acariciado la victoria final tantas veces. El sueño de Dios dibujado en mi
mirada. He soñado. Me he enamorado. Y he dejado a Jesús venir conmigo.
Cae la tarde. Los discípulos regresan a casa. Necesitan
descansar. Jesús les dice: «Venid
también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco. Pues los
que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. Y se
fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. Pero los vieron marcharse y
muchos cayeron en cuenta; y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades
y llegaron antes que ellos». Jesús quiere que descansen. Pero la gente, que
está perdida y busca un pastor que les dé seguridad, siguen sus huellas sobre
las aguas. Llegan a la otra orilla. Los encuentran. Jesús quiere que descansen,
pero fracasa. Ya es tarde, están cansados. Pero no es solitario el lugar al que
llegan. Demasiada gente, no pueden descansar. Me impresiona siempre la
perseverancia de la gente. No hay horarios, no hay límites. No pueden descansar
aunque lo intentan. A veces me pasa lo mismo en vacaciones. Quiero descansar
pero no lo consigo. Idealizo las vacaciones, igual que idealizo el fin de
semana. Es como si todas mis fuerzas las concentrara en la oportunidad de
descansar que se me brinda. Pienso que lo voy a lograr. Creo que va a ser un
tiempo maravilloso. Planeo mis vacaciones soñadas. Pero luego nada es tan ideal
como pensaba. O me creo con derecho al descanso, como los discípulos después de
un día de misión. Me rebelo contra la injustica. Tengo derecho al descanso.
Tengo derecho a tener unas vacaciones dignas, maravillosas, plenas. No sucede.
Tengo que cambiar los planes. O se reduce el tiempo de mi descanso. O no tengo
suficiente dinero para hacer lo que me gustaría. O tengo que cargar con
personas con las que no contaba. O con personas a las que amo pero que a veces
me cuestan. ¿Hay un lugar de descanso ideal en mis sueños infantiles? ¿Tengo en
el corazón una imagen de cómo deberían ser mis vacaciones? He soñado con un
tiempo de solaz, con un tiempo sin tensiones, sin peleas, sin crisis. Y a veces
mis vacaciones están llenas de momentos de tensión. Creía que todo iba a estar
controlado y no lo está. O no descanso tanto como quisiera porque tengo que
cuidar de los míos. O me veo forzado a renunciar a mis planes por aceptar de
buena gana los de otros. No sé cómo hacer para que mis vacaciones sean las
mejores. Me frustro al no lograr lo que deseo. Huyo por mar. Me encuentran por
tierra. Busco la soledad. Y no puedo estar solo. Tengo que aprender a vivir
mejor mi vida. Comenta el P. Kentenich: «Un
santo de la vida diaria da una forma santa a la cotidianidad, vive santamente a
lo largo de toda la semana y le imprime el sello de la santidad a todo lo que
hace: a sus alegrías y cuitas, a sus trabajos y descanso, a su oración, a su
conversación, a su caminar. Todo lo hace, por amor, extraordinariamente bien,
santamente»[6]. Quiero vivir con alegría el trabajo y el descanso. Sacando lo mejor de la
rutina. Descansando en medio de un trabajo exigente y duro. Si no aprendo a
disfrutar de la vida los días de diario. Es difícil que disfrute los días de
fiesta. Un sello de santidad impreso en todo lo que hago. Con la mirada puesta
en el cielo. Con los pies atados a la tierra. Todo el día bendiciendo, predicando,
sanando. Y al buscar el descanso encontrar que también ahí me habla Dios.
Aunque no descanse tanto como quisiera. No importa. Lo que de verdad merece la
pena es descansar cada día. Mi rutina es descanso. Y mi descanso es entrega. En
vacaciones no aspiro a vivir un tiempo idílico, de ensueño. Un tiempo en el que
nada me preocupe y nadie me moleste. A lo mejor ni siquiera podré hacer
vacaciones. Por eso es tan importante que descanse en mi día normal. Que sepa
vivir lo ordinario como un tiempo santo con el Señor en el que cargo el corazón
de su presencia. Sólo estar con Él ya me descansa. Buscar momentos lúdicos, de
desconexión en medio de la fatiga. Disfrutar la vida como un niño tanto en un
día normal como cuando pueda escaparme a algún lugar a desconectar de lo
cotidiano. Jesús quiere que descanse. Me lleva al lugar solitario de mi corazón
para que me apoye en Él. Sólo quiere eso. Yo no quiero que me pase lo que decía
el P. Kentenich: «Cuando alguien se
contenta con una determinada forma como lugar donde instalarse y descansar, eso
quiere decir que el espíritu ha desaparecido»[7]. No quiero que el lugar de mi descanso me evada de mi misión. Me saque de
la entrega. Apague la llama del Espíritu en mi vida. Quiero mantener encendido el celo por Jesús allí donde me encuentre.
Descanse o trabaje.
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