Domingo XVII Tiempo ordinario
2 Reyes. 4, 42-44; Efesios. 4, 1-6; Juan. 6, 1-15
«Al levantar Jesús los ojos
y ver que venía mucha
gente, dice a Felipe: - ¿Dónde vamos
a comprar panes para que coman estos?»
29 julio 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero ser inmune
a la tristeza. Y para eso sólo tengo que buscar la mano que me sostiene
oculta en medio de los espinos.
Sólo tengo que disfrutar pequeñas
alegrías de mi vida, busco sus fuentes»
Hay preguntas que pueden marcarme para siempre. Depende todo de
la respuesta que doy. Hay momentos que me definen como persona. Hay situaciones
en las que veo de qué madera estoy hecho. Son ocasiones en las que se decide mi
vida. En las que compruebo cómo es mi sangre y veo de dónde vengo. Me da miedo
fallar en esos momentos y no estar a la altura esperada. Por miedo, por
torpeza, por debilidad. Me da miedo ser cobarde, ser blando, ser voluble, ser
frágil. Temo que salga de mí lo peor que tengo en situaciones de mucha tensión
en las que se decide todo. Me asusta
no poder dar lo mejor que sé que he guardado. Temo ser de una madera poco
noble, poco fiable. Me asusta mi fragilidad escrita en la sangre. En una
película se le plantea al protagonista una situación difícil en un tren. Tiene
que elegir, decidir. Y de su decisión dependen otras vidas. Escucha entonces
una de esas preguntas decisivas: «Quiero saber
qué tipo de persona eres».
¿Qué tipo de persona soy de verdad?
Lo veré en esos momentos en los que mis seguros ya no valgan. Sabré el
temple de mi alma. La altura de mis sueños. La pureza de mi intención. La
hondura de mi amor. Tengo muy claro qué tipo de
personas son aquellas a las que admiro. Aquellas que en momentos
decisivos sacan lo mejor que hay en su interior. Se visten de una nobleza que
me sorprende. Tienen una mirada pura cuando sufren la injusticia. Deciden lo
correcto. No claudican, no engañan. No sale odio de sus entrañas cuando son
odiadas. Son capaces de dar más de lo que se les pide. Perdonan cuando han sido
ofendidas aunque no sea lo más justo.
Este tipo de personas es el que me gusta. No se llenan de orgullo ante el
trabajo bien hecho. Hablan siempre con humildad y mansedumbre. No se irritan,
no se crispan, no se llenan de ira. En los momentos decisivos eligen siempre lo
más adecuado. ¿Cómo lo consiguen? Miran en el fondo de su alma y sacan el agua
más pura. Me parece increíble. En momentos de máxima tensión optan por el bien.
No se dejan llevar por la tentación de tener más, de ser más. No mienten, no se
corrompen, no tienen nada que ocultar. El pecado que hoy más escandaliza es la
corrupción. La de aquel que se queda con lo que no le pertenece. La del que
miente por sistema. La del que lleva una vida engañosa buscando beneficio. El
hombre corrupto que ante una propuesta poco limpia elige el lado oscuro. Le
tientan y miente. Comenta Isabel Serrano-Rosa: « ¿Por qué mentimos? Es la mentira preferida de los hombres para parecer
más poderosos o inteligentes. Los seres humanos somos capaces de engañarnos a nosotros mismos,
narrarnos la realidad de manera que se ajuste
a nuestro esquema. Elegimos el mundo que queremos ver». Quiero ser distinto a lo que soy. Tener más de lo
que tengo. Ser más admirado de lo que soy. Por eso miento. Me engaño. Me
corrompo dejándome llevar por la vida donde los más altos ideales desaparecen.
Me da miedo caer en el momento decisivo. Ante la pregunta más acuciante, acabar
eligiendo el camino equivocado. ¿Qué tipo de persona soy? No lo sé muy bien.
Creo que soy de una manera. Pero me da miedo dejar de ser quien soy. Renunciar
a lo más sagrado que hay en mi alma. Negarme a mí mismo en mi esencia. Me atrae
lo verdadero. Lo que me da paz y me hace libre.
Leía al otro día: «Abrir los ojos es lo único
necesario. El corazón
miente y la mente engaña, pero
los ojos ven.
Mira con los ojos. Escucha
con los oídos.
Saborea con la boca. Huele
con la nariz. Siente con la
piel.
Y no pienses hasta después, y así sabrás
la verdad». No me quiero apartar de la verdad.
Necesito saber qué es lo que
Dios me pide. Cuál es la decisión correcta, la mejor, la más noble. Quiero
optar por lo más grande aunque pierda algo. Siempre perderé algo. No importa.
Optar por lo bueno, por lo noble, por lo verdadero, me definirá como persona.
Perderé algo de prestigio, de fama, de nombre. Perderé algo de mi vida, de mi
poder, de mis riquezas. No importa. Me tomo en serio mi vida. Me preparo
para ese momento en el que tenga que decidir lo
correcto. A lo mejor es una decisión pequeña la que me define como persona. A
lo mejor son mis formas, mis palabras, las que hablan de cómo soy.
¿Quién soy yo en realidad? Quiero aprender a ser
verdadero. Fiel a mí mismo, a mi verdad. Dios me ha dado tanto. Y yo me vuelvo
egoísta. Retengo, juzgo intenciones, quiero ver la verdad oculta tras la
mentira. ¿Qué tipo de persona soy? Quiero ser honesto, verdadero, noble, puro,
generoso, sencillo, humilde. Apasionado por la vida. Entregado sin fisuras. La
verdad de mi vida se ve en esas decisiones que me marcan para siempre. Confío y espero que Dios prepare mi alma
para la entrega desde lo más auténtico que hay en mí.
Me gusta agradecer. Mirar mi vida con gratitud. Me hace bien no pensar sólo en lo que me va
mal. Me quiero olvidar de la mala suerte. No me detengo en mis derrotas.
Mi convicción está
firme, puedo volver a vencer,
puedo seguir luchando, llegar más lejos. Por eso tengo que ser más agradecido.
Siento que en ocasiones me fijo sólo en lo malo de mi vida. Y veo en las caídas y en las pérdidas un
motivo claro para ponerme triste. No me
hace bien la tristeza. Envenena mi alma.
Me lleno de nostalgias infinitas
y de rencores hacia un mundo que no me ha dado todo lo
que merezco. Sufro
con y sin sentido. Lloro. Y entonces soy incapaz de
ver en esos momentos la luz oculta en las sombras del dolor. En la oscuridad del odio. En medio
de la ira que despierta mi orgullo. Y
dejo de agradecer por todo lo que
tengo. ¿Qué sentido tiene dar gracias cuando he
perdido lo más
valioso? Es una
pregunta que surge a veces. ¿Cómo
se puede agradecer llorando? Asocio la gratitud con las risas, con la felicidad
momentánea o eterna, con la plenitud de una vida confiada y sencilla, con el
éxito y la buena suerte. El otro día leía: «Narcisistas serían
en la práctica todos los
que no saben
integrar su pasado
ni leerlo con gratitud
y que, de hecho, nunca han sentido la necesidad de dar las gracias a nadie,
siempre encuentran algo que recriminar con respecto a su vivencia y a las
personas que han tenido al lado, han perdido la capacidad de asombrarse de lo gratuito
y de darse cuenta de que tal
es su existir; y al actuar y exigir de este modo,
entran en la lógica masoquista de la necesidad»1. Narcisista es el que no agradece. Porque
siente que tiene derecho a todo lo que disfruta. Y siempre encuentra alguna
queja dibujada en su ánimo. Algo falta. Algo no es todavía pleno. Ha perdido la
capacidad del asombro. Es un don de los niños. La capacidad para mirar con ojos grandes la vida. Y descubrir tesoros
escondidos en medio de las
flores, de las rocas, de la noche. El asombro ante un paisaje, ante
una visita inesperada,
ante una sorpresa
con la que no
contaba. El asombro que me lleva a agradecer y logra que deje de mirar mi vida
con egoísmo. Cuando agradezco vivo más volcado hacia el que está fuera. Hacia
el hermano, hacia el que sufre. Quiero
aprender a agradecer al final de este curso. Como cada año. Como cada
vez que acaricio el verano. Y descubrir fuentes de alegría en los meses
pasados. Comenta el P. Kentenich: «
¿Acaso no debemos decir, haciendo una consideración serena, que son
innumerables las fuentes
de alegría, los cálices de flores en nuestro
camino de vida? Son en su mayoría
alegrías pequeñas las que nos salen aquí al encuentro. Podrán ser alegrías
de la naturaleza, alegrías que residen en la gratitud. ¡Qué importante
es que, como artistas de la alegría, aprendamos y enseñemos el arte de descubrir esas
pequeñas fuentes de alegría y de disfrutar de ellas! En un
tiempo tan pobre en alegrías, esta debería ser nuestra tarea
esencial: disfrutar de las gotas
de miel de la alegría
en todas las ocasiones en que Dios quiera ofrecérnoslas. Ese es el arte de alegrarse, el arte de educar a otros a la
alegría. El arte de hacerse
inmune a la tristeza tiene
que ser por
cierto un arte
sumamente difícil»2. Quiero ser inmune a la
tristeza. Y para eso sólo tengo que buscar la mano que me sostiene oculta en
medio de los espinos. Sólo tengo que
disfrutar pequeñas alegrías de mi vida, busco sus fuentes. Me detengo a contemplar las sutiles alegrías que a veces
no percibo. Una mano amiga. Una
sonrisa. Una palabra amable dicha al pasar. Una mirada que
ríe. Un atardecer que lo llena todo. Una canción profunda que toca el alma. Una lectura que me sana.
Un rato de silencio que pasa rápido dejándome la paz. Una película que me lleva a soñar con lugares
desconocidos. Un rato de descanso mirando el agua de una fuente y escuchando su voz. El ruido de
las aguas del río. La paz del bosque. La inmensidad del mar volcado en el infinito. Una llamada
inesperada. Unas palabras de agradecimiento. Un te quiero.
Un hasta siempre. Son gotas de miel que endulzan las tristezas que
soporta el alma. Quiero ser más
agradecido. Percibir en mi día esa mirada de Dios sobre mí, conmovida.
Quiero aprender a
agradecer por todo. No tengo derecho
a que resulten bien todos mis planes. No me debe nada nadie. Tampoco
1 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
2 J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
Dios me lo debe. En lugar de rencores guardo
sonrisas. Agradezco como un niño. Entre lágrimas caídas en el camino. Con dolor
sonrío. Con la pena de haber perdido. Me asombro de nuevo al ver flores que
antes no conocía. No son las que esperaba encontrar cuando sembré semillas. Son
esas flores que sembró, eso seguro, una mano amiga. Miro hacia atrás los días
que son pasado. Pasa tan rápido el tiempo por mi vida. Me detengo asombrado.
Sobrecogido como un niño. Espero encontrar a Dios siempre en mi camino.
Descubrir su sonrisa, su paz en el alma. Estoy seguro de que la paz es suya. Y
la luz que tengo cuando me dejo habitar. La paz y el consuelo. La esperanza que
brota en mi pecho. Cojo un papel y un lápiz. Me quedo callado pensando.
Comienzo a escribir todas las gratitudes que encuentro, todas las luces que
veo. La miel que me salva. Veo a Dios oculto. Acariciando mi alma herida,
cansada y triste. Sosteniendo mi sonrisa
ancha y mis ojos grandes. Asombrados.
No quiero
que pierda fuerza en mí la palabra
dignidad. Tiene que ver con reconocimiento del propio valor. Me
habla de una coherencia de vida. Quiero mantener la dignidad en todas las
circunstancias de mi vida. No todas
serán dignas, pero en ellas mantendré yo la dignidad. Tiene que ver con mi
conciencia de hijo de Dios. Soy amado por Él. Me quiere con locura y me da una
dignidad que no tengo yo de nacimiento. Una persona puede perder la dignidad de
muchas maneras. Puede perderla cuando se rebaja para conseguir algo. Cuando
pierde su honor y su nombre por dejarse llevar por los demás, por lo que la
gente espera de él. Hoy me dice S. Pablo que lleve una vida digna: «Os exhorto, pues, yo, preso por
el Señor, a que viváis
de una manera digna de la vocación
con que habéis
sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor,
poniendo empeño en conservar la unidad de Espíritu con el vínculo
de la paz». He sido llamado
por Dios. Soy su hijo.
Soy hijo de Rey. Y entonces me dice que mi dignidad está
unida a la humildad, a la mansedumbre y a la paciencia. Y solo así podré
soportar a otros con amor, mantener la paz y construir la unidad. La verdad es
que mi vida quiere ser digna. Pero en ocasiones veo a otros más dignos que yo.
Yo me siento indigno. Me veo pequeño y pecador a los pies de un Dios
todopoderoso que me mira con cierta impaciencia. Dios me devuelve siempre la
dignidad perdida. Me hace sentir que valgo, que mi vida merece la pena. He sido
llamado a una vocación muy especial. Dios me quiere como soy. Ama mi pobreza y
se alegra al verme llegar hasta él. Él me hace digno cuando yo no me siento
digno. Y entonces, en esa dignidad, estoy llamado a vivir con humildad,
paciencia y mansedumbre. Siempre me admiro al pensar en esas actitudes de vida.
Me impresionan las personas mansas que nunca estallan en arranques de ira.
Saben contener sus emociones. Reaccionan con mansedumbre ante peticiones
exageradas. No se violentan.
Mantienen la paz. Son pacientes y humildes. Miro
esas actitudes como un ideal que no tengo. Me gustan las personas que son así.
Pero yo mismo me veo tan lejos. Mi orgullo me puede en muchas ocasiones y no mantengo
la paz. Mi rabia, mis celos, mis envidias, mis odios, son caldo de cultivo para mis reacciones airadas. ¿Cómo podría
mantener la paz? Miro esas actitudes y veo que no son las que hoy predica el
mundo. Para triunfar en la vida no basta con ser manso y humilde. Hace falta
quizás orgullo, fuerza, pasión por la vida. El mundo me vende otros valores
distintos a los que hoy me pide
S. Pablo. Me gusta más lo de S. Pablo. Sé que con esos valores seré más
feliz. Arthur Ashe, el legendario Jugador de Wimbledon, se estaba muriendo
de Sida. Comentaba: «Si la riqueza es el secreto de la felicidad, los ricos deberían
estar bailando por las calles.
Pero sólo los niños pobres
hacen eso. Si el poder garantiza la seguridad, los VIPs deberían caminar sin
guardaespaldas. Pero sólo aquellos que viven humildemente, sueñan tranquilos. Si la belleza
y la fama atraen las relaciones ideales,
las celebridades deberían tener los mejores
matrimonios». No soy más pleno siendo
rico y poderoso. Tendré miedo
a perder mis seguridades y posesiones. Hoy me pide
S. Pablo que renuncie a todo lo que me pueda quitar la paz. Para ser yo un
constructor de paz. Así de sencillo. Podré unir desde la mansedumbre y la
humildad. Con un corazón sencillo sin pretensiones. No sé bien cómo educarme en
el mansedumbre. La violencia es algo que brota en mí con rapidez. Estalla en un
segundo y no controlo su furia. Súbitamente toma posesión de mi voluntad. Y
dejo de ser dueño de mí mismo. Pensar en ser manso me parece como un deseo
elevado que requiere volver a nacer. Cuando me ofenden. O soy víctima de una
injusticia. Cuando hablan mal de mí, con o sin razón. O me exigen más de lo que
puedo dar. Cuando se burlan de mí y me ofenden. ¿Cómo puedo parar la violencia
que brota dentro de mí como la lava de un volcán? No lo sé. Quisiera ser manso
de corazón y así evitar reacciones que no deseo. Luego tendré que pedir perdón.
Sanar la herida causada. Recomponer los eslabones rotos. Volver a empezar. Y
todo porque no se detuvo antes de salir esa rabia contenida. ¿De dónde nace la
rabia que
tengo? Yo mismo
no me reconozco cuando estallo
y pierdo la paz. Acabo
diciendo cosas que no quiero decir. Hiero con mis palabras y
mis gestos. Puedo llegar a herir hasta con mis manos. ¡Qué fácil traspasar fronteras que rompen vínculos profundos! Es tan fácil herir
y tan difícil sanar. La violencia
anida en mi interior y se alimenta de sentimientos de frustración y de rabia.
He experimentado el rechazo, me han ofendido quitándome la dignidad. Han
socavado los cimientos de mi autoestima. He guardado muchos rencores que no logro
perdonar. Y súbitamente estalla la ira en mi interior. A veces
sin una razón justificada. Una ira que rompe la paz, la unidad, el amor. Una ira apegada
a mi orgullo que no quiere perder siempre. ¡Qué difícil ser manso,
humilde y pacífico! Se lo pido a Dios. Que limpie mi corazón de rencores y odios. Que acabe con mi rabia.
Que me dé su paz. Yo solo no puedo ser todo eso que me pide. Él me da la dignidad
y me hace manso y humilde.
Hay cuentos y frases que cuando
las digo yo tienen poca fuerza. Tal vez porque
esas frases tienen que ver con una realidad que no estoy viviendo. Es verdad
que comunican una enseñanza, me hablan de un valor, de una forma de entender la
vida. Pero cuando esa misma frase o ese cuento lo relata alguien que lo está
viviendo, de golpe su enseñanza tiene la fuerza de la carne y de la vida. La
fuerza de lo auténtico, de lo verdadero. El otro día leía la historia de una
persona enferma de cáncer. En su etapa terminal, para animar a su esposa y
darle esperanza, le cuenta un cuento que tiene mucho más peso por las circunstancias que están viviendo: «Imagínate que hay un incendio y estás con tu hijo
pequeño, Marcos. ¿Acaso crees
que él es el que tiene que decidir cuál es el mejor camino
para salir de la casa?
No puedes dejar que
él decida, porque
aunque se empeñe,
tú sabrás mejor
que él cómo
escapar y salvarlo. Comparados con
Dios nosotros somos
mucho más pequeños. Él sabe cuál es el mejor camino
para sacarnos del incendio»3.
Me quedo pensando en la fuerza de ese cuento
contado por aquel que no sabe cómo va a salir del incendio. Pienso en ese dolor
ante una muerte próxima. En ese momento sus palabras tienen una fuerza que las
mías no tienen. Ante la angustia de la muerte brota de sus palabras la
esperanza de una vida verdadera, para siempre. Una ventana abierta en medio de
la noche y la oscuridad. La confianza ciega en un Padre que me quiere más allá
de lo que creo. A menudo descubro que me cuesta confiar. Creo saber tantas
veces la mejor forma de hacer las cosas. Creo conocer el mejor camino para
salir del incendio. Sé lo que me conviene, lo que deseo.
Y me empeño en descifrar
los mejores senderos
que me lleven a los mejores
prados. Creo que lo tengo claro, más que Dios, lo que a mí me conviene: «Yo no podía aceptar que lo mejor
para nosotros era que él se fuera
de mi lado. Aunque Javi
siempre me repite
que Dios es tan padre tuyo
como mío y de nuestros hijos y por
tanto sólo quiere
lo mejor para
todos nosotros. Dios
me va a ir dando las fuerzas necesarias para afrontar cada etapa de la vida»4.
Me impresiona esa confianza en Dios
cuando todas las fuerzas flaquean y los miedos pesan tanto en el alma. Esa
confianza a prueba de fuego es la que me falta a mí tan a menudo. Quiero hacer
mis planes sin hacer caso a las insinuaciones de Dios. Quiero seguir mi rumbo y
marcar yo la dirección de mi vida. Me rebelo ante las contrariedades y
dificultades que se me imponen. Cuento sólo con mis fuerzas, aunque compruebe
una y otra vez que no son suficientes. Por eso surge la pregunta que hoy se
plantea Andrés ante Jesús:
«Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces;
pero, ¿qué es eso para tantos?». Veo lo
poco que tengo
en mis manos y me rebelo. Veo mi agua sucia, mi pobre carne herida,
mis pocos panes y peces. No puedo hacer frente a la
vida que me reclama la entrega total. No puedo superar todas las dificultades
que se me plantean. Hay demasiados hombres en mi vida a los que alimentar.
Tantos como aquel día escuchando las palabras de Jesús. Me parece imposible
el milagro que se me exige.
Desconfío entonces de ese Dios
que es mi Padre y yo su hijo para
el que quiere
lo mejor. Dudo
de sus fuerzas comprobando mis pocas fuerzas.
Tengo miedo de aceptar una voluntad que no es la mía y me da miedo que fracasen mis intentos
por lograr la victoria. Cinco panes y dos peces nunca son suficientes para
alimentar a miles.
No cuadra todo
según mis mezquinos cálculos humanos. Quisiera aprender a confiar más en ese
Dios que entra
en mi casa en llamas
para sacarme de allí. Yo le sugiero el camino. Le entrego
mis pocos panes
y peces. Le digo que sé un camino seguro
para llegar lejos.
Pero no escucho su voz que me pide
que no tema, que confíe,
que me abandone. Es necesario que me fíe más
de Dios. Pero
también tengo que
entregar mis fuerzas, mis panes, mis peces. Lo que soy y tengo. Lo que hago y deshago. Todo lo pongo
en sus manos para que haga milagros. Comenta el P.
3 Idoya Tato, El mejor camino para salir del incendio, 75
4 Idoya Tato, El mejor camino para salir del incendio, 75
Kentenich: «Pero, por otra,
tampoco nos subestimemos: - Lo que
hagamos no deja de carecer
de importancia. La historia de la salvación del mundo depende
también de la historia de mi propio
acontecer salvífico. […]
San Ignacio decía: - Confiar como si no existiese una voluntad propia,
pero también querer
con tanta fuerza
como si no existiese un Dios
que nos ayude»5. No dejo de luchar por salvar la vida. Lo hago sin angustias ni miedos porque mi vida está en las manos de
Dios. Quiere mi bien. Sabe el mejor camino. La mejor solución para saciar mi
hambre, mi sed, mi ansiedad. Y me toma de las manos como un niño. Para que crea y confíe. Para que no deje de luchar
hasta el final del
camino. Esa actitud de niño es
la que quiero mantener toda mi vida.
Jesús hoy en el Evangelio está con los suyos. «Después de esto, se fue a Jesús a la otra ribera
del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente
le seguía porque
veían las señales
que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus
discípulos». Parece que ya pueden descansar. Los
siguen por todas partes. Pero Jesús quiere estar con los suyos. Compartir
el trabajo y el descanso. La
noche y el día. Me gusta esa imagen del descanso con Jesús. Me gustaría descansar siempre
a su lado. Estar junto a Él y
disfrutar la vida en su presencia. Creo que todo es más llevadero si vivo con Jesús.
Si pienso que mi vida está en sus
manos. Me gusta tocar la vida a su lado. Porque en esos momentos me siento más lleno y vivo con más sentido.
Me enamora ese Jesús que quiere pasar el día conmigo.
Sentado a mi lado. Soñando
con mi vida. Jesús amplía
mi mirada. Tiendo
a ser algo estrecho en mi
forma de mirar. Veo lo que tengo
delante. Me falta esa mirada
más amplia que abarca a más gente, más problemas, más vidas.
Mi mirada es estrecha. Me hace pensar
sólo en lo que a mí me incumbe y preocupa. Nada más. Lo que brilla
ante mis ojos.
Lo que tengo
dentro es lo que veo.
Lo que amo
es lo que miro.
No abarco más.
Por eso me gusta vivir
con Jesús porque
Él hace más grande mi corazón. Me hace levantar los
ojos. Él mira
de esa forma: «Al levantar Jesús
los ojos y ver que venía mucha
gente, dice a Felipe: - ¿Dónde vamos a comprar
panes para que coman estos?».
Jesús está descansando con sus discípulos pero no deja de mirar más allá de lo inmediato. Mira al frente,
a lo lejos, y ve una masa inmensa de personas que buscan milagros, quieren ser saciados, esperan oír palabras
de vida eterna
de sus labios. Jesús es capaz
de abarcar más que yo, más que sus discípulos. Quiere dar de comer a todos los
que ve. Su mirada
incluye siempre, no excluye. Y yo tengo
un problema con eso de la exclusión. Sí, a veces excluyo a los que me molestan, a los que yo llamo
tóxicos porque me hacen daño,
a los que me cansan con sus peticiones y exigencias, a
los que no me importan. Hago un vacío a mi alrededor que me protege. Construyo
un muro que excluye a los que no incluyo.
Y surge en mi alma la duda de si todo
el bien que se puede
hacer tengo que hacerlo o no. La beata portuguesa María Clara decía
siempre:
«Donde haya un bien que se pueda hacer, que se haga».
Me parece a veces una exigencia excesiva. ¿Es
necesario hacer todo el bien que pueda? Hay demasiados momentos en los que
puedo hacer el bien. Demasiados bienes posibles. ¿Todos los quiere Dios? No
lo sé. Sí tengo claro cuáles son los
bienes que yo puedo hacer. Sé que el
bien siempre me hace mejor persona. Saca lo mejor de mí. Me hace más de Dios. Aunque a veces dejo de hacer el bien
que puedo. Leí el otro día: «Los
cristianos pensamos que el bien no puede ser excluido. No sabemos si Dios se enfada o no cuando
alguien deja de hacer un bien, pero sí
tenemos razones para pensar
que su desprecio del bien acarrea consecuencias para su ser persona entre las demás personas. En este nivel
sin duda algo se deteriora en mayor o menor medida.
Y por desgracias ese algo no sólo
me afecta a mí,
sino que puede
terminar repercutiendo en los demás.
Y algo se deteriora también
en la relación con Dios»6. El bien que yo hago es difusivo. Llega a
muchos. Hace bien a los que lo necesitan. Y el bien que no hago deja un vacío. Esa falta de bien hace
que sea peor persona. Es curioso. Necesito pedirle a Jesús que me ayude a levantar la mirada para ver
a muchos
hambrientos. Es verdad
que tengo baja
la mirada. Veo mi problema, mi preocupación, mi sed, mi hambre. Pienso
sólo en mí. No
miro a lo alto. No miro a lo lejos. Jesús me muestra el
bien que puedo hacer y me pregunta como a Felipe cómo alimentarlos. Y yo respondo
como lo hace él, con evasivas: «Doscientos denarios
de pan no bastan para que
cada uno tome un poco». Veo el problema, la desproporción y trato de ser
cuerdo, sensato. No puedo ayudar. Deseo que Jesús entre en razón. No es posible
ayudar, le digo. No es posible dar de
comer a tantos. No tengo todos
los medios para cambiar el mundo. No puedo
hacer el bien a tanta
gente. No tengo fuerzas. No llego tan lejos. Mejor no hacer nada. Estos discursos me los repito yo tantas veces.
No puedo, no tengo bastante, no valgo lo
suficiente. Y Jesús me mira conmovido. Como mira hoy a Felipe y luego a Andrés.
Ellos ven la incapacidad humana. Los límites de la carne. Como hago yo siempre.
Pongo los peros. Explico las dificultades. Le hago ver a Dios que si no resulta
bien no será por mi culpa. Sino por la incapacidad para llegar más lejos. No
logro saciar el hambre de todo el mundo. Es imposible. Veo todo el bien que se puede hacer. Pero yo no logro hacerlo.
Me parece que no llego a la meta marcada. Y mi
humanidad resulta un obstáculo para la gracia de Dios. No soy capaz de llegar tan lejos. No soy capaz de abarcar
todo lo que es posible
realizar. Poco dinero.
Pocos panes y peces. Poco poder.
No basta. Nada de lo mío basta para salvar el mundo.
Creo que es la desproporción lo que me acaba
salvando. Mi humanidad abandonada en las manos de
Dios da frutos que desconozco. Pongo en sus manos mis pocos panes y peces y veo
de repente la sobreabundancia: «Cuando se saciaron, dice
a sus discípulos: - Recoged
los trozos sobrantes para que nada se
pierda. Los recogieron, pues, y llenaron doce
canastos con los
trozos de los
cinco panes de cebada que
sobraron a los que habían comido».
Esa desproporción entre la gracia y la naturaleza me asombra siempre.
Entre mi pequeñez y lo que
Dios hace en mí. Entre mi egoísmo y la generosidad de Dios. Me asombran los
milagros de los que soy testigo. El pan que llega para todos cuando parecía tan
escaso y la mies era tan amplia. Veo que muchos quedan
saciados y sobra.
Leía el otro
día: «El hombre unido
a Dios es la potencia más fuerte, es el partido
más poderoso. Desde
el punto de vista de la instrumentalidad comprendemos también
las palabras
del Señor: - El que me envió
está conmigo y no me deja solo,
porque yo hago
siempre lo que
le agrada»7.
Me sorprende ese Dios que actúa en mí porque
nunca me deja solo. Y hace milagros. Me uno al asombro
de los que quieren coronar
rey a Jesús: «Al ver la gente la señal que había realizado, decía: - Este es verdaderamente el profeta que iba
a venir al mundo». Yo muchas veces creo más con los signos extraordinarios
de su amor. Cuando veo milagros en mi vida mi fe aumenta. Lo extraordinario
llena mi corazón y quizás por eso voy
buscando siempre lo que sorprende, lo milagroso, lo extraordinario. La
desproporción me ayuda a valorar mi pequeño aporte y saber que Dios hace
milagros con mi vida pequeña. Pero no quiero quedarme en esa búsqueda obsesiva
de lo extraordinario. Porque realmente Dios es cotidiano. Tan cotidiano como el
pan que llega para todos sin que yo pueda entenderlo. Me siento pequeño y me
siento instrumento en las manos de Dios, de María. Pero a menudo no soy tan
libre como comenta el P. Kentenich: «En virtud
de su carácter de instrumento ha de luchar
seriamente por un desasimiento total de sí mismo,
sobre todo de su enferma
voluntad propia. Porque
donde hay una voluntad
caprichosa, el instrumento cesa de estar
unido a Dios y ya no se deja guiar
por Él hacia todas las tareas y metas
para la cual Dios lo ha previsto y lo quiere
usar»8.
Necesito
desasirme de mi ego, de mis caprichos egoístas y así ser más libre en las manos de Dios. No quiero
ser caprichoso porque mi capricho con frecuencia me hace infecundo. A veces me
siento caprichoso. Quiero hacer mis planes, seguir mis deseos, luchar por lo
que me parece bueno. Pero no escucho y no veo a Dios en todas mis decisiones.
La voluntad del instrumento es la voluntad de quien dispone de él. Así quiero
ser yo. Un instrumento apto. Un instrumento libre. Me pongo en manos de Jesús
para que me use a su antojo. No me veo tan dócil. No me veo tan dispuesto. Creo
que tengo que romperme un poco más para que Dios pueda usarme. Y pueda
multiplicar mis panes y mis peces. Pueda disponer de mi voluntad esquiva. Pueda
hacerme de nuevo para sembrar su palabra entre los hombres. Me sigue costando
creer en el efecto multiplicador de mi vida. Puedo ser fecundo si dejo que Dios
actúe a través de mi vida. A veces veo la desproporción. Pero otras veces no
veo nada, simplemente mi entrega, y no veo frutos. Tal vez he perdido el
asombro. No quiero perder la capacidad de los niños para asombrarse ante la
vida. Quiero mirar mi vida y sentir que es muy pequeña. Quiero descubrir la
mano de Dios oculta guiando mis pasos. Descubrir su voz alentando mi ánimo. Y
ver frutos que no son proporcionados teniendo en cuenta la poca generosidad de
mi entrega. Dios siempre da más de lo que yo entrego. Siempre logra más en mí
de lo que yo creo que puedo lograr explotando mis talentos. Hace grandes
milagros con mi debilidad. Logra grandes metas
sirviéndose de mi flaqueza. Soy así de pequeño.
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