Natividad de S. Juan Bautista
Isaías 49,1-6; Hechos de los apóstoles 13,22-26; Lucas
1,57-66.80
«¿Qué va a ser
este niño? La mano del
Señor estaba con él. Iba creciendo;
vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel»
«Necesito aprender a confiar dando confianza a los que tengo más cerca. Dejándolos ser ellos mismos.
Sin querer que cambien todo lo que hay en ellos»
Cuando tomo una decisión siempre dejo algo de
lado. Tengo que optar entre varias opciones. Algo pierdo. Algo gano. Aprendo
a renunciar decidiendo. Me sacrifico en aras de un fin que persigo. Algo que me
ilusiona. Pienso en una meta, un sueño, un gran deseo. Quiero aprender a tomar
sabias decisiones en mi vida. Sin miedo a equivocarme. Quiero decidir con
lucidez, juzgando la realidad, discerniendo siempre lo que me conviene, lo que
Dios me pide. Leía el otro día: «Tomar
una decisión significa renunciar a muchas otras cosas que podrían hacerse;
por otra parte,
es preciso decidirse, porque ‘el
bien es siempre concreto’ (Lonergan)»1. Opto por un bien concreto. O elijo entre varios
bienes. O me desprendo de lo que me ata y esclaviza. Algo concreto, no
abstracto. Necesito tener un corazón libre para poder elegir bien. Desprendido de apegos desordenados que me impiden
pensar con claridad. Necesito reflexionar, pensar, aclararme. A veces deseo que
aparezca alguien con autoridad que decida por mí. Así yo me libero. O hago lo
que hacen todos. O busco una mayoría de opiniones para decidir. Y al final no
educo mi conciencia. Tomo decisiones y espero que el mundo esté de acuerdo con
mi forma de comportarme. Busco el aplauso, la comprensión. Me equivoco. No es
necesaria la aprobación. Lo que sí necesito es tener una conciencia
esclarecida. Saber lo que quiero, lo que es un bien para mí. Hoy parece que
todo vale. Que da igual lo que haga. Que siempre está bien. Que el mundo es
tolerante y lo acepta todo. Cómo me visto, qué digo, cómo me comporto. Lo que
dejo y lo que comienzo. Todo es posible. Mi fidelidad y mi infidelidad. Vierto
mis opiniones sin reflexionar previamente. Lo primero que me viene a la cabeza.
Me expongo ante el mundo. Y parece que todo vale. Pero luego veo que no todo me hace pleno. No todo me acerca
a Dios. No todo es un bien.
Quiero educar mi conciencia.
Formarme para saber pensar y
decidir. ¿Qué dice la Iglesia? ¿Qué me dice Dios? ¿Cuáles son
las voces que sigo, escucho y acepto como válidas? ¿Quién manda en mí? ¿Sé dar razones de mi fe? Me encuentro con
cristianos que no saben dar razones de lo que creen y viven. Esperan
que otros den esas
razones. Quiero aprender a profundizar.
A reflexionar sobre lo que pasa en mi sociedad, en mi familia.
Analizar las críticas que se hacen a la Iglesia, a Dios. Me quiero acercar a la verdad para decidir sabiamente.
Comenta el P. Kentenich: «El primer
elemento es la capacidad de decidirse con cierta independencia a favor o en contra de una cosa o determinación a pesar de presiones exteriores y de penurias interiores, a pesar del impulso del sentimiento y de la vida de los instintos, a pesar del miedo y de
resentimientos personales y de predisposiciones negativas del subconsciente. Es la capacidad
de liberarse de todo
lo no divino
o antidivino, para
estar libre para
Dios y para
todo lo divino,
para sus deseos
y mandatos»2. Para decidir necesito liberarme de mis miedos, de mis esclavitudes, de
mis desórdenes. Y saber que podré equivocarme, pero no importa si he buscado
con fuerza el querer de
Dios, con honestidad. A veces busco un sacerdote que me apoye en mi
postura, en mi opción de vida. No funciona. Comenta el P. Kentenich: «Debemos preocuparnos de que la decisión que tomemos signifique estar libre de algo, y estar libre para algo. Educarse para
lograr una sana
capacidad de decisión y una sana
disposición para decidir
de buena gana, cuando Dios
así lo pide a través de las circunstancias»3. Hace falta aprender a discernir con autonomía. Quiero aprender a decidir con Dios. Valorar lo que elijo. Elegir lo que me toca vivir y no
1 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
2 J. Kentenich, Un
paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
3 J. Kentenich, Hacia
la cima
deseo. Lo elijo.
Me decido por Dios. Por su deseo. Tomo conciencia de lo difícil
que es saber lo me pide
Dios. No todo lo que deseo es su voluntad.
Hay
personas fiables. Puedo descansar
en ellas. Son como una roca en el mar, siempre firme en medio de mis tormentas.
No tengo que saberlo todo de ellas. Simplemente me dan confianza, me fío de su
criterio. La sospecha no se introduce como una mancha en mi ánimo. Miro sus actitudes,
palabras y silencios con un respeto infinito. Confío ciegamente y deposito en
ellas mi total confianza. Tal vez es porque no me han fallado nunca. O quizás
más bien porque Dios les ha dado un alma pura
e inocente que me lleva a confiar sin ninguna duda, sin reproches.
Tienen a Dios dentro, muy hondo y me fío entonces de lo que viven, piensan y
hacen. Podrán equivocarse, eso no lo dudo, no les pido lo imposible. Pero
confío en ellas, en su forma de vivir la vida y mirar a Dios. Me gustaría ser
así. Dar confianza a los que se me confían. No resultar sospechoso. ¿Confían en
mí? ¿Qué rompe la confianza que me tienen? Tal vez mis errores o incoherencias.
No lo sé. Lo cierto es que yo temo defraudar a otros. Me asusta fallar y no
estar a la altura de las expectativas que he despertado. No siempre consigo ser
el que esperan o el que yo pretendí ser en algún momento. Tal vez fue culpa
mía. Pensé que era más fuerte, más capaz, más fiel, más verdadero. Me pasa a
mí, que predico mucho, que no suelo cumplir todo lo que digo. Hablo con
vehemencia, exhorto y animo. Pero temo que me ocurra lo que decía S. Antonio: «El gran
peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo
que se cree». La
incoherencia acaba con la confianza que han depositado en mí. Tengo mucho de
incoherente en mi vida. Hablo de vivir el presente para tener más paz y no
vivir con angustias. Y siento en el estómago los miedos ante lo que no controlo
mirando al futuro. Digo que hay que ser feliz dando en lugar de esperar siempre
que piensen en mí y me lo den todo. Y mientras tanto soy yo la persona que más
me importa. No logro renunciar cuando hablo maravillas del valor de la renuncia
y del sacrificio. Digo que la paciencia es un bien que permite crecer en hondura
y me gusta que todo suceda con rapidez, a mi tiempo y no al tiempo de Dios. Lo
quiero todo ahora mismo. Digo que la vida es corta y que la vida verdadera es
la que nos hará eternos y pongo todo mi interés en lo que pasa ahora, en mi
mundo tangible, en mi entorno. Soy incoherente. No logro estar a la altura de
lo que sueño. Ni hacer realidad una parte mínima de lo que practico, de lo que
creo. Digo creer en tantas cosas. Pero no vivo lo que creo. Creo en el poder
del bien en mi vida. Y así no me turba tanto el mal que veo. Debería confiar
más en Dios y en las personas, y no vivir limitado por mis sospechas. Soy
desconfiado. Me dicen que es bueno confiar, pero yo controlo. Quieren que deje
hacer a los demás, dándoles espacio y yo no lo hago. Hago las cosas como creo
que deben ser hechas. Desconfío de las capacidades de los demás. No les doy su
lugar, me da miedo. No les doy la oportunidad de equivocarse. Lo controlo todo para que salga bien, eso me digo. La verdad es que no confío en ellos.
Creo que sólo yo tengo la verdad, sólo yo hago bien
las cosas. Y me engaño. Quiero ser una persona íntegra y equilibrada. Porque
sólo así seré digno de confianza. Leía el otro día: «Por el contrario, quien ha desarrollado un sentido íntegro
y equilibrado del propio yo es capaz de dar confianza, de emprender relaciones afectivas estables y profundas; es capaz, sobre
todo, de salir
de sí mismo y ocuparse de los problemas y las dificultades de los demás»4. Pero cuanto más me conozco
más veo que es una tarea casi imposible llegar a ser equilibrado e íntegro. Es un
sueño que mueve mi alma. Un anhelo tan profundo. Sé que cuando aprenda a
confiar en mis fuerzas, en lo que hay en mí, me volveré más confiado con los
demás y con Dios. Pero me pesa mi inseguridad. El miedo a hacerlo mal y a fallar. Si no confío en mí mismo, ¿cómo voy
a confiar en los otros?
Mis miedos hacen mella en el corazón.
La confianza es un don que anhelo y
pido. Cuesta tanto confiar. Es tan fácil perder la confianza. La incoherencia,
la incapacidad de hacer lo que digo, lo que creo. Me vuelvo blando,
inconsistente. Y veo que los demás desconfían de mí, no me abren su alma, no se
acercan a mí, tienen miedo. Me cuesta creer en las personas. Desconfío de su
mirada, de sus pensamientos, de sus creencias. Me da miedo ser así. Necesito
aprender a confiar dando confianza a los que tengo más cerca. Dejándolos ser
ellos mismos. Sin querer que cambien todo lo que hay en ellos. Confiar es un
arte que tengo que practicar más. Aprender a delegar. A hacerme prescindible.
Dejar que otros crezcan mientras yo me hago más pequeño. Es un arte que no
controlo. Creer en la bondad escondida. Sacar lo mejor de las personas que se me
confían. No halagarlas en exceso. No criticarlas continuamente. Un punto medio que no es tan sencillo alcanzar.
4 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
Me gustan las perfectas
imperfecciones de aquellos a los que amo. O al menos
creo que así debería ser. Sé que «el amor convive
con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar
silencio ante los límites del ser
amado»5. Mantengo esta afirmación en el alma como un ideal, como un sueño.
Quiero aprender a amar
las imperfecciones de los que me rodean, y las propias. Sé muy bien que mi
corazón busca lo perfecto, lo que no tiene mancha ni defecto. Me subyuga lo
sublime y caigo enamorado ante lo eterno reflejado en las cosas y en las
personas. Un paisaje maravilloso. Una vida íntegra que mueve mi alma a ser más
generosa. Me cuestan por lo general los defectos ajenos. Creo que tiene que ver
más con mis expectativas. Exijo más de lo que pueden
darme. Yo los llamo defectos. Pero tal vez son sólo expresión
de los límites de la carne, de mi mortalidad. Descubro que quiero cambiar
continuamente lo que los demás hacen mal. Descubro defectos en su amor, en su
entrega, en su vida. Me cuesta mucho aceptarlos con un corazón
generoso. Comenta el Papa Francisco: «Es más sano aceptar
con realismo los límites, los desafíos
o la imperfección, y escuchar el llamado a crecer juntos,
a madurar el amor y a cultivar
la solidez de la unión, pase lo que pase»6. Aceptar los defectos
propios y los ajenos es el verdadero
reto de esta vida. Aprender a
convivir con la imperfección sin desesperarme. La imperfección en mí y en el
que está a mi lado puede llegar a ser muy molesta. Me cuesta mirar así la vida,
con paz en el alma, sin exigir lo imposible. Es importante aprender a mirar los
defectos como una ayuda para crecer en el amor, en la entrega. Para crecer en
la paciencia y en la generosidad. Leía el otro día: «Excusemos los defectos de los demás. También
a nosotros muchas
más personas de las que pensamos nos excusan nuestros defectos. Es una realidad aunque
en temporadas podamos
dudarlo. Pensemos en lo bueno
a nuestro alrededor»7. Los defectos propios los tolero
con dolor. Me gustaría hacerlo todo bien, ser perfecto. Aceptarme limitado es
el gran desafío. Además los defectos ajenos me impacientan y los rechazo.
Quiero cambiar a todo el mundo. Pero sé que no es el camino. Los defectos son
sólo una parte de mi persona y una parte de aquellos a los que amo. Lo que pasa
es que con el tiempo puedo cansarme y quedarme sólo con sus fallos, sus
carencias, sus límites.
Dice el Papa
Francisco: «Si un día
pudimos soportar los defectos
que hoy no soportamos, es simplemente porque
algo ha cambiado
en nosotros, que nos hace
peores amantes. Que los
defectos de alguien
a quien amamos
se conviertan en un serio
problema, depende más
de nuestra capacidad de sobrellevarlos y darles
un sentido nuevo
que de los defectos en sí. La balanza donde
sopesamos la importancia de sus defectos y nuestro aguante, depende sólo de nosotros: es nuestra»8. Los defectos me confrontan con
mis límites. Siempre quiero más y siempre espero más. El hecho de no ser
capaz de tolerar los defectos ajenos habla de mis propios límites. No lo
aguanto todo, no lo tolero todo, no lo acepto todo. Veo con más claridad que es
una carencia mía, un defecto. No soy capaz de ver más allá de lo que me
molesta e incomoda. Son mis expectativas y exigencias las que me limitan. Me detengo en lo que no me gusta y de ahí no salgo. Me frustra porque
siempre anhelo la perfección. Mi impaciencia habla mal de mí. Tal vez es que no
me quiero tanto y no acabo de querer mis defectos, mis límites, mis torpezas.
Mi autoestima no depende de hacerlo todo bien. Ni de ser querido siempre y por
todos. Eso no es real. Se trata más bien de sentirme profundamente amado en mi
vida por algunos, no por todos, cuando no lo hago todo bien. Esa experiencia de
un amor inmerecido es la que me salva. Sé muy bien que cuando no merezca ser
amado, será cuando más lo necesite. Mi autoestima me la da Dios. Es la mirada
de Jesús la que permite que me quiera como soy, la que me acepta siempre, me
enaltece siempre y me admira siempre. La podré encontrar en la oración, al
sentir su abrazo en lo más profundo del alma. La podré tocar en la mirada de
los hombres cuando me aceptan como soy y me quieren en mis límites.
No lamentan continuamente mis
errores y no critican continuamente mis incapacidades. No me tratan
de acuerdo a mis límites. Sino que ven en mí todo
lo que puedo llegar a ser si soy dócil y me dejo hacer por Dios. Esa
experiencia me sostiene. Quiero aprender a besar las imperfecciones que me
incomodan. En mí, en los otros. Aprender a amar los defectos en aquellos que no
me aman como a mí me gustaría. Tolerar, cargar, aceptar, soportar, llevar.
Todos los verbos me hablan de un cierto esfuerzo de mi alma por aceptar la vida
como es, imperfecta. Siempre me va a costar aceptar lo que no me gusta. No
importa. Sé que me duele. Sigo luchando por ser mejor. Quisiera tener un
corazón más libre, más grande, más de niño. Para tolerarlo todo con una sonrisa.
5 Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
6 Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
7 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
8 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
Me gusta la fiesta de Juan el
Bautista. Dios lo eligió desde el seno materno. Lo
llamó, lo amó. En el salmo medito esa predilección de Dios. Me ha creado a mí
también portentosamente: «Te doy gracias,
porque me has escogido portentosamente. Señor, Tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando
me siento o me
levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi
descanso, todas mis sendas te son familiares.
Tú has creado mis entrañas, me has tejido
en el seno materno. Conocías
hasta el fondo
de mi alma. No desconocías mis huesos, cuando,
en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra».
Pienso que Dios me ha pensado así, desde siempre. Desde lo oculto ha
entretejido mis huesos, mi historia sagrada, mi forma de ser y de darme. Mi
familia, mi misión. Hoy el profeta exclama: «Estaba
yo en el vientre, y el Señor
me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo
de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra
de su mano; me hizo
flecha bruñida, me guardó en su aljaba
y me dijo: - Tú eres mi siervo, de quien estoy
orgulloso». Me ha llamado, me ha formado, ha pensado
en mí, está orgulloso de mí. La verdad es que me sorprende. Lo escucho, lo
repito con mis labios, lo pienso, lo intento
creer. ¿Elegido por Dios? ¿Dios
orgulloso de mí? No sé, tiemblo. Toco mi fragilidad y constato tantas
veces que no llego a la altura soñada. No mido ni peso lo que debería. Mis
obras no son obras de Dios. Ni mis gestos sus gestos. Y mi amor es tan frágil.
¿Me querrá Dios siempre? Dios desde el seno materno me eligió. Así como un día
eligió a S. Juan Bautista y lo puso como precursor de los pasos de Jesús. E hizo de él su siervo. Yo no logro
levantar un palmo
del suelo. Me siento tan pequeño
y desvalido. Dios me conoce por dentro. Lo sabe todo y pese a ello me elige.
Sabe que no soy tan fiable. Dios me ha creado
de carne. Sabe que nazco
con la ruptura en el alma propia
del pecado.
Conoce mis fragilidades y mis pasiones desordenadas. Y me llama. Quiere
que lo siga.
Que cumpla la misión que para mí ha soñado.
Reconozco que me cuesta dejar
lo que conozco, lo que controlo, lo que
domino, para emprender la misión
que Dios me pide. Dejar mis seguridades para aventurarme en la
misión que ha soñado para mí. Me sé tan débil. Él pronuncia mi nombre y sabe que yo valgo
para lo que Él sueña. No valgo para todo. Pero sí para mi parcela,
mi lago, mi barca. Sabe dónde puedo
dar vida, dónde ser fecundo. Es verdad que conoce mis infidelidades. Pero
me sigue llamando
y buscando entre los arbustos
donde me escondo tantas veces confuso en mis huidas. He buscado como Juan
Bautista desiertos en los que descubrir lo que espera de mí. Como Juan tendré
que creer, confiar, esperar en medio del claroscuro de mi vida. En medio de mis
miedos e inseguridades. Decía el P. Kentenich: «En ningún
otro lugar estamos
tan asegurados y amparados como
en la oscuridad de la fe y de la confianza. ¡Qué hermoso será
cuando más tarde
veamos, con mayor
claridad, los caminos
por los cuales
la sabiduría de Dios
nos ha ido llevando durante
este tiempo! Así pues utilicemos los escollos para
crecer más hondamente en el mundo de la filialidad»9. Los caminos que Dios ha soñado para mí. Porque
me ha mirado en el seno materno y ya sabe de lo que soy capaz. Conoce
mis pecados casi antes de que los cometa. Y no se desespera. No se asombra.
No me rechaza por el mal que sale de mis manos.
Sigue confiando y creyendo. Me cuesta entender
tanta fe, tanto
amor, tanta fidelidad. Me ha amado
desde el principio. Sabe lo que puedo llegar
a dar. Por eso quiere
que deje de lado todo lo que me oprime,
lo que me inmoviliza, lo que me esclaviza. Me llama a dejar de vivir
encerrado por miedo al mal, al pecado, al mundo.
¿Por qué tengo
miedo? Me da miedo lo desconocido, lo nuevo. Me asusta el desafío
de vivir la misión para
la que Dios me quiere.
Yo no quiero vivir angustiado en medio de tantas cosas que no controlo. Pero Jesús me
llama desde el seno de mi madre y va conmigo. Esa certeza me da alegría porque
algo del miedo
de mi alma se desvanece. Con su voz pierdo el miedo. Jesús
va conmigo en cada paso que
doy. No se queda en la orilla que yo abandono. No quiero vivir encerrado con
miedo. A menudo me doy cuenta de mi fragilidad. Me asusta que muchos conozcan
mis pecados y mis límites. Quiero disimular. Me pongo
una careta. Una máscara que oculte mis deficiencias. Me angustia que me traten
de acuerdo a mi incapacidad. Que me humillen y rechacen. Desde el seno materno
fui escogido portentosamente. Esa certeza me da alegría. Yo, como Juan
Bautista, soy precursor de Jesús.
Anuncio sus palabras. Hablo de su presencia. Animo,
doy esperanza. Quiero
ser un testigo creíble.
¿Quién me hará
creíble, digno de confianza? Yo no me veo capaz.
Ha tejido mis huesos. Pero ha dejado
intactas las imperfecciones de mi vida.
Por más que le pido que elimine
mis defectos, Jesús me sigue diciendo que me basta su gracia. Pero no es
así. Me lo sé en la teoría. Me cuesta creerlo en el corazón.
Me ha llamado a mí, pero no me parece
que tenga mucha
sabiduría. ¿Me
9 Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
conoce de verdad? Sí, hoy me lo repite. Él me conoce y me llama por mi
nombre. Me conmueve. Tanta predilección
me deja sin palabras.
Juan nace en la noche más corta
del año. Es llamado, soñado y nombrado desde el
seno de Isabel: «A Isabel
se le cumplió el tiempo
del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus
vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban». Dentro de seis meses es nochebuena y nacerá Jesús.
María está encinta. «Feliz la que ha creído». Sabe que «ya está
de seis meses
la que llamaban estéril». Seis meses antes del nacimiento de
Jesús, cada año, celebramos que nace Juan Bautista. Generalmente se celebra el día en el que los santos
mueren y se configuran con Cristo. Pero de Juan celebramos también el día de su nacimiento. Desde que
nace Juan hasta que nace Jesús trascurren los seis meses que vivió María
embarazada. Es la espera de la Iglesia. La vigilia. La esperanza. Mi vida tiene
mucho de alegría de hoy y de espera de mañana. Desde Juan hasta Jesús mi tierra
anhela que llegue el salvador y la cambie por dentro. Es bonito esperar
sabiendo que Jesús viene para tocarme a mí. Y no lo hace de repente. Lo
anuncia. Lo sabe María. Lo sabe Juan ya en el seno de Isabel. Dios cuenta el
secreto sólo a algunos. Viven en intimidad ese misterio de vigilia, de sueños,
de confianza. Juan, José, Zacarías, Isabel, María. Viven en seis meses la
alegría del nacimiento de Juan y la espera de Aquel que me salva y me muestra
el camino de vuelta a casa. ¿Qué espero yo? ¿Qué sueño? Pienso en todo lo que
soñarían ellos en este tiempo. Juan nace hoy. Dios lo consagra dentro de su
madre. María visita a Isabel y él salta lleno de gozo al reconocer al Salvador
que lleva dentro. La primera alegría de su vida. María está presente en el
nacimiento, ayudando a Isabel. También ella está embarazada de tres meses, pero
está sirviendo. Isabel es mayor y María es más joven, más fuerte. Me conmueve
pensar en ese desinterés, en esa forma de descentrarse que tiene. Va a ayudar y
a soñar junto a su prima. Antes de conocer a su hijo toma en brazos a Juan. Con
ternura, pensando en que dentro de poco Ella también abrazará a su hijo. Juan nace y todos se preguntan qué sería de ese niño.
«Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: - ¿Qué
va a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba
con él. El niño iba creciendo, y su carácter
se afianzaba; vivió
en el desierto hasta que se
presentó a Israel». Nace después
de haber sido bendecido en el seno de su madre por la presencia de Jesús. Nace
y todos se cuestionan. Dudas, sospechas. ¿Será el mismo Mesías? Hay preguntas
que no encuentran respuestas. Sus padres no saben explicarlo. Isabel y Zacarías
viven de la sorpresa. No comprenden demasiado. Sólo saben que tienen que cuidar
el fruto de sus entrañas. Sólo saben que tienen que confiar y dejar el futuro
en las manos de Dios. A mí me gusta planificar mi vida. Quiero saber qué va a
pasar mañana y pasado mañana. Como si por saber todo de antemano me fuera más
fácil tomar decisiones y actuar. De nada sirve. El otro día leía: «El Dios Vivo nos pide que seamos como un recipiente vacío.
Desarrollemos en nosotros
la conciencia de ser pobres
pecadores. La desgracia más grande es la pérdida del sentido filial
ante Dios. Y una tremenda desgracia de la época actual
es la pérdida del sentido filial ante la Santísima
Virgen»10. No quiero dejar
de ser niño, no quiero
desconfiar de Dios.
Me gusta controlar lo que va a venir. Decidir si me gusta o no antes de
que ocurra. Quiero asegurar mis pasos. Me asusta el futuro incierto. Así es con
mi vida y con la vida de los otros. Hay personas a las que les gusta planear mi
futuro. Deciden por mí y dicen que es Dios el que lo desea. Saben lo que me
conviene. Eso dicen. A mí me da miedo atribuir mis deseos a Dios. Y poner en
sus pensamientos mi voluntad. Me da miedo revestirme de una autoridad que no
tengo. Decidir por otros. Hacer que otros opten por lo que yo decido. Organizar
la vida de otras personas. Decidir por ellos para que no se equivoquen. No vaya
a ser que se confundan y fallen. Quiero evitar el fracaso a los que se me han
confiado. Quiero que sigan los pasos que yo les marco. Como si yo supiera lo que a ellos les conviene.
«¿Qué va a ser este niño?». Me
pregunto. Como si fuera tan importante que yo lo sepa. Quiero tenerlo
todo claro, para mi vida, para
la de los otros. Quiero aprender a
confiar.
Juan nace y recibe su nombre, su misión: «A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo
llamaban Zacarías, como a su padre.
La madre intervino diciendo: - ¡No! Se va a llamar
Juan. Le replicaron: -Ninguno de tus
parientes se llama así. Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que
se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: - Juan es su nombre. Todos se
quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios». El
nombre representa su misión. Desde el seno materno
10
Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
fue llamado por Dios. Desde el principio Él
pronunció su nombre. Desde las entrañas de su madre. La circuncisión en los
judíos es el momento en que se da el nombre al hijo. El nombre de Juan lo
eligió Dios, y sus padres se fiaron. Dios lo llamó desde siempre.
Lo consagró en el seno materno y le entregó una misión. ¿Cuál es mi nombre?
¿Cuál es mi misión? He sido soñado por Dios. ¿He descubierto lo más propio, lo
que me hace único y diferente? ¿Sé cuál es mi aporte original? En Schoenstatt
se llama ideal personal. Es la impronta que Dios ha dejado en mí. Es su huella
más profunda. Implica una tarea, una
forma de amar la vida. Quiero aprender a vivir desde dentro, desde lo que soy.
Eso es lo importante. A veces me invento misiones que no son mías. Me esfuerzo,
lucho, pero no tienen nada que ver conmigo,
con mi estado, con mi forma de ser. ¡Qué importante es conectar con mi interior, con las olas que se mueven dentro de mí! Necesito tocar las
corrientes que hay en mi alma. Desde ahí, desde lo que soy, desde mi nombre
pronunciado con inmenso amor por Dios, descubro mi misión.
¿Cuál es la luz que yo tengo y que nadie más tiene?
Juan fue amado profundamente. Deseado. Pero tiene que hacer un discernimiento
para encontrar su misión y hacerla suya. Va al desierto y desaparece en el silencio para escudriñar el
querer de Dios. Escribe Lucas que cuando creció «vivía en lugares desiertos hasta
los días de su manifestación a Israel». Igual
que Jesús, Juan
también busca su lugar,
su ideal personal, su camino. No sería fácil encontrar su camino. Tan diferente
a todos los caminos. No hace lo que
esperan de él. No se adapta a la ley, a lo que todos desean. Se llama Juan
porque así lo ha llamado Dios, y lo ha elegido. Juan
podrá decir de sí mismo:
«Yo no soy quien
pensáis; viene uno detrás de mí
a quien no merezco desatarle las sandalias». Juan
es sólo un preparador de caminos. Es la luz de Jesús. Anuncia la conversión del
corazón. Prepara el terreno a Jesús. Es el más importante entre los más
pequeños. Allana las sendas y señala al cordero oculto entre los hombres. A
veces me parece que quiero saberlo todo ya, ahora. De Juan aprendo que tiene un
valor la espera, el preparar el alma, el roturar la tierra. Cuando descubrió su
camino, mirando su corazón, le dio su sí. Antes escuchó seguramente a sus
padres. Se retiró a rezar en el desierto, ante la inmensidad del cielo. Aceptó
su misión. Obedeció. Es su camino de felicidad. Juan no es un medio para Jesús.
Juan descubrió en su corazón anhelante que compartir la espera y preparar el
camino de su alma, era su manera de ser feliz. De ser pleno. Y se supo amado y
elegido. Tuvo su vida oculta, como Jesús. Necesitó el desierto para encontrar
en allí al Dios de su vida. Amó la tierra infinita y el horizonte amplio. Y fue
creciendo su anhelo. El mismo anhelo de María. El deseo de que un día llegara
Jesús para calmar su sed y resolver sus dudas. Para sanar sus heridas y
levantar su impotencia. Para ser mirado a los ojos y amado como nunca. Para
sentirse reconocido en lo que era. Me gusta mirar a Juan. Él no tiene
pretensiones. Es tan humano tener pretensiones. Los puestos, los cargos, el
prestigio, el dinero. Tengo pretensiones en esta vida en la que todo es tan
vano. Quiero medrar. Y no disminuir. Crecer y no hacerme más pequeño.
Guardo expectativas inconfesables dentro de mi
alma. Anhelo el prestigio, el reconocimiento, la aprobación. Deseo subir lo más
alto posible. Que los demás me admiren. La palabra servicio pasa a un segundo
plano en mi vida. Mejor ser servido que servir. Los primeros puestos antes que
los últimos. La misión más destacada. El lugar más prestigioso. Es como si lo
importante ocurriera en este mundo que piso. Lo eterno parece menos
significativo. ¡Qué pobre es mi mirada! Deseo lo que todos desean. Busco lo que
todos buscan. La mirada de Jesús no acabo de comprenderla. Subir al madero de
la cruz no me parece el mejor escenario. Mejor eso para los que quieren ser
mártires. Yo me adapto a la dinámica del mundo. Que me sigan, que me admiren,
que me busquen, que me consulten. Y que
nadie destaque más que yo, y no sea más querido que yo. Vivo quitándome
rivales de mis luchas. Los descalifico. Resalto sus puntos débiles. Cuento sus
caídas, sus historias inconfesables. Me gusta saber lo escabroso que cada uno
oculta. Como si el conocerlo todo me diera un poder invencible. Esa mirada tan
sucia no me gusta, la detesto. Hablo de seguir a Jesús pero sigo a los hombres.
Busco tener un corazón como el suyo y mi corazón
sigue siendo tan pobre. Sigue estando tan vacío. Hoy escucho:
«Encontré a David, hijo
de Jesé, hombre
conforme a mi corazón, que
cumplirá todos mis preceptos». Esa mirada de Jesús sobre mi propia vida
debería bastarme. Pero no es así. Quiero más. Me cuesta conformarme con esa
mirada de Dios sobre mí. Busco crecer yo y no menguar nunca. Necesito aprender
de Juan, de su humildad, de su mirada confiada. Él descubre a Jesús oculto en
una fila de hombres. Lo señala mientras él disminuye. Está en paz porque al
llegar Jesús, todo encaja en su vida. Jesús supera su espera y expectativas.
Eso es lo grande de Dios. Supera mis sueños, pero cuenta con ellos. Juan supo ponerse a la sombra
de Jesús. Vivir en su luz. Eso es lo que yo quiero.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario