domingo, junio 24, 2018

Domingo 24 de junio 2018


Natividad de S. Juan Bautista
Isaías 49,1-6; Hechos de los apóstoles 13,22-26; Lucas 1,57-66.80

«¿Qué va a ser este niño? La mano del Señor estaba con él. Iba creciendo; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel»


 

«Necesito aprender a confiar dando confianza a los que tengo más cerca. Dejándolos ser ellos mismos.

Sin querer que cambien todo lo que hay en ellos»

Cuando tomo una decisión siempre dejo algo de lado. Tengo que optar entre varias opciones. Algo pierdo. Algo gano. Aprendo a renunciar decidiendo. Me sacrifico en aras de un fin que persigo. Algo que me ilusiona. Pienso en una meta, un sueño, un gran deseo. Quiero aprender a tomar sabias decisiones en mi vida. Sin miedo a equivocarme. Quiero decidir con lucidez, juzgando la realidad, discerniendo siempre lo que me conviene, lo que Dios me pide. Leía el otro día: «Tomar una decisión significa renunciar a muchas otras cosas que podrían hacerse; por otra parte, es preciso decidirse, porque el bien es siempre concreto(Lonergan)»1. Opto por un bien concreto. O elijo entre varios bienes. O me desprendo de lo que me ata y esclaviza. Algo concreto, no abstracto. Necesito tener un corazón libre para poder elegir bien. Desprendido de apegos desordenados que me impiden pensar con claridad. Necesito reflexionar, pensar, aclararme. A veces deseo que aparezca alguien con autoridad que decida por mí. Así yo me libero. O hago lo que hacen todos. O busco una mayoría de opiniones para decidir. Y al final no educo mi conciencia. Tomo decisiones y espero que el mundo esté de acuerdo con mi forma de comportarme. Busco el aplauso, la comprensión. Me equivoco. No es necesaria la aprobación. Lo que sí necesito es tener una conciencia esclarecida. Saber lo que quiero, lo que es un bien para mí. Hoy parece que todo vale. Que da igual lo que haga. Que siempre está bien. Que el mundo es tolerante y lo acepta todo. Cómo me visto, qué digo, cómo me comporto. Lo que dejo y lo que comienzo. Todo es posible. Mi fidelidad y mi infidelidad. Vierto mis opiniones sin reflexionar previamente. Lo primero que me viene a la cabeza. Me expongo ante el mundo. Y parece que todo vale. Pero luego veo que no todo me hace pleno. No todo me acerca a Dios. No todo es un bien.
Quiero educar mi  conciencia. Formarme para  saber  pensar y  decidir.  ¿Qué dice  la Iglesia? ¿Qué me dice Dios? ¿Cuáles son las voces que sigo, escucho y acepto como válidas?  ¿Quién manda en mí? ¿Sé    dar razones de mi fe? Me encuentro con cristianos que no saben dar razones de lo que creen y viven. Esperan  que  otros  den esas  razones. Quiero aprender  a  profundizar.  A reflexionar  sobre lo  que pasa en mi sociedad, en mi familia. Analizar las críticas que se hacen a la Iglesia, a Dios. Me quiero acercar      a la verdad para decidir sabiamente. Comenta el P. Kentenich: «El primer elemento es la capacidad de decidirse con cierta independencia a favor o en contra de una cosa o determinación a pesar de presiones exteriores y de penurias interiores, a pesar del impulso del sentimiento y de la vida de los instintos, a pesar del miedo y de resentimientos personales y de predisposiciones negativas del subconsciente. Es la capacidad de liberarse de todo lo no divino o antidivino, para estar libre para Dios y para todo lo divino, para sus deseos y mandatos»2. Para decidir necesito liberarme de mis miedos, de mis esclavitudes, de mis desórdenes. Y saber que podré equivocarme, pero no importa si he buscado con fuerza el  querer  de  Dios,  con honestidad.  A veces busco un sacerdote que me apoye en mi postura, en mi opción de vida. No funciona. Comenta el P. Kentenich: «Debemos preocuparnos de que la decisión que tomemos signifique estar libre de algo, y estar libre para algo. Educarse para lograr una sana capacidad de decisión y una sana disposición para decidir de buena gana, cuando Dios así lo pide a través de las circunstancias»3. Hace falta aprender a discernir con autonomía. Quiero aprender a decidir con Dios. Valorar lo que elijo. Elegir lo que me toca vivir y no



1 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
2 J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
3 J. Kentenich, Hacia la cima

deseo. Lo elijo. Me decido por Dios. Por su deseo. Tomo conciencia de lo difícil que es saber lo me pide Dios. No todo lo que deseo es su voluntad.

Hay personas fiables. Puedo descansar en ellas. Son como una roca en el mar, siempre firme en medio de mis tormentas. No tengo que saberlo todo de ellas. Simplemente me dan confianza, me fío de su criterio. La sospecha no se introduce como una mancha en mi ánimo. Miro sus actitudes, palabras y silencios con un respeto infinito. Confío ciegamente y deposito en ellas mi total confianza. Tal vez es porque no me han fallado nunca. O quizás más bien porque Dios les ha dado un alma pura  e inocente que me lleva a confiar sin ninguna duda, sin reproches. Tienen a Dios dentro, muy hondo y me fío entonces de lo que viven, piensan y hacen. Podrán equivocarse, eso no lo dudo, no les pido lo imposible. Pero confío en ellas, en su forma de vivir la vida y mirar a Dios. Me gustaría ser así. Dar confianza a los que se me confían. No resultar sospechoso. ¿Confían en mí? ¿Qué rompe la confianza que me tienen? Tal vez mis errores o incoherencias. No lo sé. Lo cierto es que yo temo defraudar a otros. Me asusta fallar y no estar a la altura de las expectativas que he despertado. No siempre consigo ser el que esperan o el que yo pretendí ser en algún momento. Tal vez fue culpa mía. Pensé que era más fuerte, más capaz, más fiel, más verdadero. Me pasa a mí, que predico mucho, que no suelo cumplir todo lo que digo. Hablo con vehemencia, exhorto y animo. Pero temo que me ocurra lo que decía S. Antonio: «El gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree». La incoherencia acaba con la confianza que han depositado en mí. Tengo mucho de incoherente en mi vida. Hablo de vivir el presente para tener más paz y no vivir con angustias. Y siento en el estómago los miedos ante lo que no controlo mirando al futuro. Digo que hay que ser feliz dando en lugar de esperar siempre que piensen en mí y me lo den todo. Y mientras tanto soy yo la persona que más me importa. No logro renunciar cuando hablo maravillas del valor de la renuncia y del sacrificio. Digo que la paciencia es un bien que permite crecer en hondura y me gusta que todo suceda con rapidez, a mi tiempo y no al tiempo de Dios. Lo quiero todo ahora mismo. Digo que la vida es corta y que la vida verdadera es la que nos hará eternos y pongo todo mi interés en lo que pasa ahora, en mi mundo tangible, en mi entorno. Soy incoherente. No logro estar a la altura de lo que sueño. Ni hacer realidad una parte mínima de lo que practico, de lo que creo. Digo creer en tantas cosas. Pero no vivo lo que creo. Creo en el poder del bien en mi vida. Y así no me turba tanto el mal que veo. Debería confiar más en Dios y en las personas, y no vivir limitado por mis sospechas. Soy desconfiado. Me dicen que es bueno confiar, pero yo controlo. Quieren que deje hacer a los demás, dándoles espacio y yo no lo hago. Hago las cosas como creo que deben ser hechas. Desconfío de las capacidades de los demás. No les doy su lugar, me da miedo. No les doy la oportunidad de equivocarse. Lo controlo todo para que salga bien, eso me digo. La verdad es que no confío en ellos.
Creo que sólo yo tengo la verdad, sólo yo hago bien las cosas. Y me engaño. Quiero ser una persona íntegra y equilibrada. Porque sólo así seré digno de confianza. Leía el otro día: «Por el contrario, quien ha desarrollado un sentido íntegro y equilibrado del propio yo es capaz de dar confianza, de emprender relaciones afectivas estables y profundas; es capaz, sobre todo, de salir de mismo y ocuparse de los problemas y las dificultades de los demás»4. Pero cuanto más me conozco más veo que es una tarea casi imposible llegar a ser equilibrado e íntegro. Es un sueño que mueve mi alma. Un anhelo tan profundo. Sé que cuando aprenda a confiar en mis fuerzas, en lo que hay en mí, me volveré más confiado con los demás y con Dios. Pero me pesa mi inseguridad. El miedo a hacerlo mal y a fallar. Si no confío en mismo, ¿cómo voy a confiar en los otros? Mis miedos hacen mella en el corazón. La confianza es un don que anhelo y pido. Cuesta tanto confiar. Es tan fácil perder la confianza. La incoherencia, la incapacidad de hacer lo que digo, lo que creo. Me vuelvo blando, inconsistente. Y veo que los demás desconfían de mí, no me abren su alma, no se acercan a mí, tienen miedo. Me cuesta creer en las personas. Desconfío de su mirada, de sus pensamientos, de sus creencias. Me da miedo ser así. Necesito aprender a confiar dando confianza a los que tengo más cerca. Dejándolos ser ellos mismos. Sin querer que cambien todo lo que hay en ellos. Confiar es un arte que tengo que practicar más. Aprender a delegar. A hacerme prescindible. Dejar que otros crezcan mientras yo me hago más pequeño. Es un arte que no controlo. Creer en la bondad escondida. Sacar lo mejor de las personas que se me confían. No halagarlas en exceso. No criticarlas continuamente. Un punto medio que no es tan sencillo alcanzar.



4 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

Me gustan las perfectas imperfecciones de aquellos a los que amo. O al menos creo que así debería ser. que «el amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado»5. Mantengo esta afirmación en el alma como un ideal, como un sueño. Quiero aprender a amar las imperfecciones de los que me rodean, y las propias. Sé muy bien que mi corazón busca lo perfecto, lo que no tiene mancha ni defecto. Me subyuga lo sublime y caigo enamorado ante lo eterno reflejado en las cosas y en las personas. Un paisaje maravilloso. Una vida íntegra que mueve mi alma a ser más generosa. Me cuestan por lo general los defectos ajenos. Creo que tiene que ver más con mis expectativas. Exijo más de lo que pueden darme. Yo los llamo defectos. Pero tal vez son sólo expresión de los límites de la carne, de mi mortalidad. Descubro que quiero cambiar continuamente lo que los demás hacen mal. Descubro defectos en su amor, en su entrega, en su vida. Me cuesta mucho aceptarlos con un corazón generoso. Comenta el Papa Francisco: «Es más sano aceptar con realismo los límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión, pase lo que pase»6. Aceptar los defectos propios y los ajenos es el verdadero reto de esta vida. Aprender a convivir con la imperfección sin desesperarme. La imperfección en mí y en el que está a mi lado puede llegar a ser muy molesta. Me cuesta mirar así la vida, con paz en el alma, sin exigir lo imposible. Es importante aprender a mirar los defectos como una ayuda para crecer en el amor, en la entrega. Para crecer en la paciencia y en la generosidad. Leía el otro día: «Excusemos los defectos de los demás. También a nosotros muchas más personas de las que pensamos nos excusan nuestros defectos. Es una realidad aunque en temporadas podamos dudarlo. Pensemos en lo bueno a nuestro alrededor»7. Los defectos propios los tolero con dolor. Me gustaría hacerlo todo bien, ser perfecto. Aceptarme limitado es el gran desafío. Además los defectos ajenos me impacientan y los rechazo. Quiero cambiar a todo el mundo. Pero sé que no es el camino. Los defectos son sólo una parte de mi persona y una parte de aquellos a los que amo. Lo que pasa es que con el tiempo puedo cansarme y quedarme sólo con sus fallos, sus carencias, sus límites. Dice el Papa Francisco: «Si un día pudimos soportar los defectos que hoy no soportamos, es simplemente porque algo ha cambiado en nosotros, que nos hace peores amantes. Que los defectos de alguien a quien amamos se conviertan en un serio problema, depende más de nuestra capacidad de sobrellevarlos y darles un sentido nuevo que de los defectos en sí. La balanza donde sopesamos la importancia de sus defectos y nuestro aguante, depende sólo de nosotros: es nuestra»8. Los defectos me confrontan con mis límites. Siempre quiero más y siempre espero más. El hecho de no ser capaz de tolerar los defectos ajenos habla de mis propios límites. No lo aguanto todo, no lo tolero todo, no lo acepto todo. Veo con más claridad que es una carencia mía, un defecto. No soy capaz de ver más allá de lo que me molesta  e incomoda. Son mis expectativas y exigencias las que me limitan. Me detengo en lo que no me gusta y de ahí no salgo. Me frustra porque siempre anhelo la perfección. Mi impaciencia habla mal de mí. Tal vez es que no me quiero tanto y no acabo de querer mis defectos, mis límites, mis torpezas. Mi autoestima no depende de hacerlo todo bien. Ni de ser querido siempre y por todos. Eso no es real. Se trata más bien de sentirme profundamente amado en mi vida por algunos, no por todos, cuando no lo hago todo bien. Esa experiencia de un amor inmerecido es la que me salva. Sé muy bien que cuando no merezca ser amado, será cuando más lo necesite. Mi autoestima me la da Dios. Es la mirada de Jesús la que permite que me quiera como soy, la que me acepta siempre, me enaltece siempre y me admira siempre. La podré encontrar en la oración, al sentir su abrazo en lo más profundo del alma. La podré tocar en la mirada de los hombres cuando me aceptan como soy y me quieren en mis límites.
No lamentan continuamente mis errores y no critican continuamente mis incapacidades. No me tratan
de acuerdo a mis límites. Sino que ven en mí todo lo que puedo llegar a ser si soy dócil y me dejo hacer por Dios. Esa experiencia me sostiene. Quiero aprender a besar las imperfecciones que me incomodan. En mí, en los otros. Aprender a amar los defectos en aquellos que no me aman como a mí me gustaría. Tolerar, cargar, aceptar, soportar, llevar. Todos los verbos me hablan de un cierto esfuerzo de mi alma por aceptar la vida como es, imperfecta. Siempre me va a costar aceptar lo que no me gusta. No importa. Sé que me duele. Sigo luchando por ser mejor. Quisiera tener un corazón más libre, más grande, más de niño. Para tolerarlo todo con una sonrisa.




5  Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
6  Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
7  Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
8  Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

Me gusta la fiesta de Juan el Bautista. Dios lo eligió desde el seno materno. Lo llamó, lo amó. En el salmo medito esa predilección de Dios. Me ha creado a mí también portentosamente: «Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente. Señor, me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Conocías hasta el fondo de mi alma. No desconocías mis huesos, cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra».
Pienso que Dios me ha pensado así, desde siempre. Desde lo oculto ha entretejido mis huesos, mi historia sagrada, mi forma de ser y de darme. Mi familia, mi misión. Hoy el profeta exclama: «Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: - Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso». Me ha llamado, me ha formado, ha pensado en mí, está orgulloso de mí. La verdad es que me sorprende. Lo escucho, lo repito con mis labios, lo pienso, lo intento creer. ¿Elegido por Dios? ¿Dios orgulloso de mí? No sé, tiemblo. Toco mi fragilidad y constato tantas veces que no llego a la altura soñada. No mido ni peso lo que debería. Mis obras no son obras de Dios. Ni mis gestos sus gestos. Y mi amor es tan frágil. ¿Me querrá Dios siempre? Dios desde el seno materno me eligió. Así como un día eligió a S. Juan Bautista y lo puso como precursor de los pasos de Jesús. E hizo de él su siervo. Yo no logro levantar un palmo del suelo. Me siento tan pequeño y desvalido. Dios me conoce por dentro. Lo sabe todo y pese a ello me elige. Sabe que no soy tan fiable. Dios me ha creado de carne. Sabe que nazco con la ruptura en el alma propia del pecado.
Conoce mis fragilidades y mis pasiones desordenadas. Y me llama. Quiere que lo siga. Que cumpla la misión que para ha soñado. Reconozco que me cuesta dejar lo que conozco, lo que controlo, lo que domino, para emprender la misión que Dios me pide. Dejar mis seguridades para aventurarme en la misión que ha soñado para mí. Me tan débil. Él pronuncia mi nombre y sabe que yo valgo para lo que Él sueña. No valgo para todo. Pero para mi parcela, mi lago, mi barca. Sabe dónde puedo dar vida, dónde ser fecundo. Es verdad que conoce mis infidelidades. Pero me sigue llamando y buscando entre los arbustos donde me escondo tantas veces confuso en mis huidas. He buscado como Juan Bautista desiertos en los que descubrir lo que espera de mí. Como Juan tendré que creer, confiar, esperar en medio del claroscuro de mi vida. En medio de mis miedos e inseguridades. Decía el P. Kentenich: «En ningún otro lugar estamos tan asegurados y amparados como en la oscuridad de la fe y de la confianza. ¡Qué hermoso será cuando más tarde veamos, con mayor claridad, los caminos por los cuales la sabiduría de Dios nos ha ido llevando durante este tiempo! Así pues utilicemos los escollos para crecer más hondamente en el mundo de la filialidad»9. Los caminos que Dios ha soñado para mí. Porque me ha mirado en el seno materno y ya sabe de lo que soy capaz. Conoce mis pecados casi antes de que los cometa. Y no se desespera. No se asombra. No me rechaza por el mal que sale de mis manos. Sigue confiando y creyendo. Me cuesta entender tanta fe, tanto amor, tanta fidelidad. Me ha amado desde el principio. Sabe lo que puedo llegar a dar. Por eso quiere que deje de lado todo lo que me oprime, lo que me inmoviliza, lo que me esclaviza. Me llama a dejar de vivir encerrado por miedo al mal, al pecado, al mundo. ¿Por qué tengo miedo? Me da miedo lo desconocido, lo nuevo. Me asusta el desafío de vivir la misión para la que Dios me quiere. Yo no quiero vivir angustiado en medio de tantas cosas que no controlo. Pero Jesús me llama desde el seno de mi madre y va conmigo. Esa certeza me da alegría porque algo del miedo de mi alma se desvanece. Con su voz pierdo el miedo. Jesús va conmigo en cada paso que doy. No se queda en la orilla que yo abandono. No quiero vivir encerrado con miedo. A menudo me doy cuenta de mi fragilidad. Me asusta que muchos conozcan mis pecados y mis límites. Quiero disimular. Me pongo una careta. Una máscara que oculte mis deficiencias. Me angustia que me traten de acuerdo a mi incapacidad. Que me humillen y rechacen. Desde el seno materno fui escogido portentosamente. Esa certeza me da alegría. Yo, como Juan Bautista, soy precursor de Jesús. Anuncio sus palabras. Hablo de su presencia. Animo, doy esperanza. Quiero ser un testigo creíble. ¿Quién me hará creíble, digno de confianza? Yo no me veo capaz. Ha tejido mis huesos. Pero ha dejado intactas las imperfecciones de mi vida. Por más que le pido que elimine mis defectos, Jesús me sigue diciendo que me basta su gracia. Pero no es así. Me lo sé en la teoría. Me cuesta creerlo en el corazón. Me ha llamado a mí, pero no me parece que tenga mucha sabiduría. ¿Me




9 Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

conoce de verdad? Sí, hoy me lo repite. Él me conoce y me llama por mi nombre. Me conmueve. Tanta predilección me deja sin palabras.

Juan nace en la noche más corta del año. Es llamado, soñado y nombrado desde el seno de Isabel: «A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban». Dentro de seis meses es nochebuena y nacerá Jesús.
María está encinta. «Feliz la que ha creído». Sabe que «ya está de seis meses la que llamaban estéril». Seis meses antes del nacimiento de Jesús, cada año, celebramos que nace Juan Bautista. Generalmente se celebra el día en el que los santos mueren y se configuran con Cristo. Pero de Juan celebramos también el día de su nacimiento. Desde que nace Juan hasta que nace Jesús trascurren los seis meses que vivió María embarazada. Es la espera de la Iglesia. La vigilia. La esperanza. Mi vida tiene mucho de alegría de hoy y de espera de mañana. Desde Juan hasta Jesús mi tierra anhela que llegue el salvador y la cambie por dentro. Es bonito esperar sabiendo que Jesús viene para tocarme a mí. Y no lo hace de repente. Lo anuncia. Lo sabe María. Lo sabe Juan ya en el seno de Isabel. Dios cuenta el secreto sólo a algunos. Viven en intimidad ese misterio de vigilia, de sueños, de confianza. Juan, José, Zacarías, Isabel, María. Viven en seis meses la alegría del nacimiento de Juan y la espera de Aquel que me salva y me muestra el camino de vuelta a casa. ¿Qué espero yo? ¿Qué sueño? Pienso en todo lo que soñarían ellos en este tiempo. Juan nace hoy. Dios lo consagra dentro de su madre. María visita a Isabel y él salta lleno de gozo al reconocer al Salvador que lleva dentro. La primera alegría de su vida. María está presente en el nacimiento, ayudando a Isabel. También ella está embarazada de tres meses, pero está sirviendo. Isabel es mayor y María es más joven, más fuerte. Me conmueve pensar en ese desinterés, en esa forma de descentrarse que tiene. Va a ayudar y a soñar junto a su prima. Antes de conocer a su hijo toma en brazos a Juan. Con ternura, pensando en que dentro de poco Ella también abrazará a su hijo. Juan nace y todos se preguntan qué sería de ese niño. «Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: - ¿Qué va a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel». Nace después de haber sido bendecido en el seno de su madre por la presencia de Jesús. Nace y todos se cuestionan. Dudas, sospechas. ¿Será el mismo Mesías? Hay preguntas que no encuentran respuestas. Sus padres no saben explicarlo. Isabel y Zacarías viven de la sorpresa. No comprenden demasiado. Sólo saben que tienen que cuidar el fruto de sus entrañas. Sólo saben que tienen que confiar y dejar el futuro en las manos de Dios. A mí me gusta planificar mi vida. Quiero saber qué va a pasar mañana y pasado mañana. Como si por saber todo de antemano me fuera más fácil tomar decisiones y actuar. De nada sirve. El otro día leía: «El Dios Vivo nos pide que seamos como un recipiente vacío. Desarrollemos en nosotros la conciencia de ser pobres pecadores. La desgracia más grande es la pérdida del sentido filial ante Dios. Y una tremenda desgracia de la época actual es la pérdida del sentido filial ante la Santísima Virgen»10. No quiero dejar de ser niño, no quiero desconfiar de Dios. Me gusta controlar lo que va a venir. Decidir si me gusta o no antes de que ocurra. Quiero asegurar mis pasos. Me asusta el futuro incierto. Así es con mi vida y con la vida de los otros. Hay personas a las que les gusta planear mi futuro. Deciden por mí y dicen que es Dios el que lo desea. Saben lo que me conviene. Eso dicen. A mí me da miedo atribuir mis deseos a Dios. Y poner en sus pensamientos mi voluntad. Me da miedo revestirme de una autoridad que no tengo. Decidir por otros. Hacer que otros opten por lo que yo decido. Organizar la vida de otras personas. Decidir por ellos para que no se equivoquen. No vaya a ser que se confundan y fallen. Quiero evitar el fracaso a los que se me han confiado. Quiero que sigan los pasos que yo les marco. Como si yo supiera lo que a ellos les conviene.
«¿Qué va a ser este niño?». Me pregunto. Como si fuera tan importante que yo lo sepa. Quiero tenerlo
todo claro, para mi vida, para la de los otros. Quiero aprender a confiar.

Juan nace y recibe su nombre, su misión: «A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: - ¡No! Se va a llamar Juan. Le replicaron: -Ninguno de tus parientes se llama así. Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: - Juan es su nombre. Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios». El nombre representa su misión. Desde el seno materno




10 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

fue llamado por Dios. Desde el principio Él pronunció su nombre. Desde las entrañas de su madre. La circuncisión en los judíos es el momento en que se da el nombre al hijo. El nombre de Juan lo eligió Dios, y sus padres se fiaron. Dios lo llamó desde siempre. Lo consagró en el seno materno y le entregó una misión. ¿Cuál es mi nombre? ¿Cuál es mi misión? He sido soñado por Dios. ¿He descubierto lo más propio, lo que me hace único y diferente? ¿Sé cuál es mi aporte original? En Schoenstatt se llama ideal personal. Es la impronta que Dios ha dejado en mí. Es su huella más profunda. Implica una  tarea, una forma de amar la vida. Quiero aprender a vivir desde dentro, desde lo que soy. Eso es lo importante. A veces me invento misiones que no son mías. Me esfuerzo, lucho, pero no tienen nada que ver conmigo, con mi estado, con mi forma de ser. ¡Qué importante es conectar con mi interior, con las olas que se mueven dentro de mí! Necesito tocar las corrientes que hay en mi alma. Desde ahí, desde lo que soy, desde mi nombre pronunciado con inmenso amor por Dios, descubro mi misión.
¿Cuál es la luz que yo tengo y que nadie más tiene? Juan fue amado profundamente. Deseado. Pero tiene que hacer un discernimiento para encontrar su misión y hacerla suya. Va al desierto y  desaparece en el silencio para escudriñar el querer de Dios. Escribe Lucas que cuando creció «vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel». Igual que Jesús, Juan también busca su lugar, su ideal personal, su camino. No sería fácil encontrar su camino. Tan diferente a todos los caminos. No hace lo que esperan de él. No se adapta a la ley, a lo que todos desean. Se llama Juan porque así lo ha llamado Dios, y lo ha elegido. Juan podrá decir de mismo: «Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias». Juan es sólo un preparador de caminos. Es la luz de Jesús. Anuncia la conversión del corazón. Prepara el terreno a Jesús. Es el más importante entre los más pequeños. Allana las sendas y señala al cordero oculto entre los hombres. A veces me parece que quiero saberlo todo ya, ahora. De Juan aprendo que tiene un valor la espera, el preparar el alma, el roturar la tierra. Cuando descubrió su camino, mirando su corazón, le dio su sí. Antes escuchó seguramente a sus padres. Se retiró a rezar en el desierto, ante la inmensidad del cielo. Aceptó su misión. Obedeció. Es su camino de felicidad. Juan no es un medio para Jesús. Juan descubrió en su corazón anhelante que compartir la espera y preparar el camino de su alma, era su manera de ser feliz. De ser pleno. Y se supo amado y elegido. Tuvo su vida oculta, como Jesús. Necesitó el desierto para encontrar en allí al Dios de su vida. Amó la tierra infinita y el horizonte amplio. Y fue creciendo su anhelo. El mismo anhelo de María. El deseo de que un día llegara Jesús para calmar su sed y resolver sus dudas. Para sanar sus heridas y levantar su impotencia. Para ser mirado a los ojos y amado como nunca. Para sentirse reconocido en lo que era. Me gusta mirar a Juan. Él no tiene pretensiones. Es tan humano tener pretensiones. Los puestos, los cargos, el prestigio, el dinero. Tengo pretensiones en esta vida en la que todo es tan vano. Quiero medrar. Y no disminuir. Crecer y no hacerme más pequeño.
Guardo expectativas inconfesables dentro de mi alma. Anhelo el prestigio, el reconocimiento, la aprobación. Deseo subir lo más alto posible. Que los demás me admiren. La palabra servicio pasa a un segundo plano en mi vida. Mejor ser servido que servir. Los primeros puestos antes que los últimos. La misión más destacada. El lugar más prestigioso. Es como si lo importante ocurriera en este mundo que piso. Lo eterno parece menos significativo. ¡Qué pobre es mi mirada! Deseo lo que todos desean. Busco lo que todos buscan. La mirada de Jesús no acabo de comprenderla. Subir al madero de la cruz no me parece el mejor escenario. Mejor eso para los que quieren ser mártires. Yo me adapto a la dinámica del mundo. Que me sigan, que me admiren, que me busquen, que me consulten. Y que  nadie destaque más que yo, y no sea más querido que yo. Vivo quitándome rivales de mis luchas. Los descalifico. Resalto sus puntos débiles. Cuento sus caídas, sus historias inconfesables. Me gusta saber lo escabroso que cada uno oculta. Como si el conocerlo todo me diera un poder invencible. Esa mirada tan sucia no me gusta, la detesto. Hablo de seguir a Jesús pero sigo a los hombres. Busco tener un corazón como el suyo y mi corazón sigue siendo tan pobre. Sigue estando tan vacío. Hoy escucho:
«Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos». Esa mirada de Jesús sobre mi propia vida debería bastarme. Pero no es así. Quiero más. Me cuesta conformarme con esa mirada de Dios sobre mí. Busco crecer yo y no menguar nunca. Necesito aprender de Juan, de su humildad, de su mirada confiada. Él descubre a Jesús oculto en una fila de hombres. Lo señala mientras él disminuye. Está en paz porque al llegar Jesús, todo encaja en su vida. Jesús supera su espera y expectativas. Eso es lo grande de Dios. Supera mis sueños, pero cuenta con ellos. Juan supo ponerse a la sombra de Jesús. Vivir en su luz. Eso es lo que yo quiero.

No hay comentarios.: