Ezequiel 17, 22-24; 2 Corintios 5, 6-10; Marcos 4, 26-34
«Al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota,
se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes»
17 junio 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«No me
cuido a mí mismo, cuido a otros. No me guardo para no perderme, me entrego sin
poner medida. Mi salud pasa a un segundo plano. Igual que mis deseos y mis
sueños. Y me hago ofrenda»
Veo en una foto a una mujer sacando agua de un pozo
mirando su hija que está justo enfrente. Veo a una mujer mirando por la espalda a su hijo pequeño que camina
preocupado de otras cosas, ensimismado. Veo a una mujer que mira por la espalda
a su hija mientras ella lee algún libro, distraída. Veo el pozo, la ventana y
el camino. Veo a una mujer, a un niño, a una niña. Veo su mirada clara, sus manos
fuertes, la luz de sus entrañas. Creo que hay momentos que guardo en el alma
como se guarda el agua dentro del pozo. De vez en cuando vuelvo a los recuerdos
sagrados, cuando tengo sed y necesito agua. Uso el cubo del pozo. Saco el agua.
Y bebo. Así vivo yo, apoyado en el brocal de mi pozo, esperando a que suba el
cubo lleno de agua. Tengo en el alma guardado un álbum completo de recuerdos. No
se borran, no se olvidan. De vez en cuando como un niño ojeo inquieto foto tras
foto. He aprendido a leer en la historia dibujada, en los recuerdos grabados en
la piel. Desentraño así los misterios que Dios ha tejido en mí con hilo
invisible, apenas se percibe. No quiero olvidarme de nada, soy recuerdo, soy
historia. Aun así, ¡cuántas cosas olvido! No quiero olvidar el amor cocinado a
fuego lento en mis días de niño. No quiero olvidar la mirada posada en mi
espalda cuando caminaba perdido. No quiero olvidar las manos fuertes que sacan
agua del pozo para saciar mi sed de niño, de hombre. No quiero olvidar el
abrazo que me daban cuando tenía miedo, en medio de mis noches de infancia. No
quiero olvidar la palabra que sujetaba todos mis silencios. Una palabra firme,
segura, sólida, casi eterna. Quiero recordarlo todo. Cada gota de agua que
rebosa del pozo. Me detengo callado pensando en lo que he vivido. Tengo tanta
sed en el alma. Una sed infinita. Necesito querer y que me quieran. Abrazar y
que me abracen. Dar la mano y que sujeten la mía. Necesito estar y que
permanezcan. Necesito ser fiel y que perseveren. Necesito, como un niño en
medio de la noche, una luz que me guíe, en plena oscuridad. Guardo una sonrisa amiga
imperturbable ante mis tormentas y tristezas. Un puerto firme para mi barca
cuando ya no sepa navegar más lejos. Quiero vencer las tinieblas abrazado a la
luz que llevo dentro. Quiero calmar esos vientos y alejar de mí el llanto.
Quiero reír con los ojos, perdonar con los brazos, sostener con una risa fuerte,
con una sonrisa franca. Quiero levantarme siempre cada vez que haya caído.
Quiero sonreír de nuevo aunque no me mire nadie. Espero escuchar su nombre en
los vientos que la nombran. No quiero tener más miedo esperando al anochecer su
abrazo, su mirada en mi espalda, sus manos fuertes, sobre el brocal del pozo. Quiero
una vida eterna preocupándome del presente. Quizás por eso le digo a Dios que
me espere, a la vuelta de la esquina. Que no me deje. Que no se aleje, mientras
yo recojo las piedras que esparcieron los caminos. Miro el agua de mi pozo.
Cavo hondo. Muy adentro. Tengo guardados recuerdos que acaban con la nostalgia.
Miro a Dios que me sostiene cuando me duele la espera. Y me dice que me quiere.
Y que sueñe. «A un ave no la define la
permanencia en el suelo, sino su capacidad para volar. Recuerda esto: a los
seres humanos no los definen sus limitaciones, sino las intenciones que yo
tengo para ellos; no lo que parecen ser, sino todo lo que significa el hecho de
que hayan sido creados a mi imagen»[1]. Miro mi pozo vacío y lleno al mismo tiempo. Vuelo. Los recuerdos guardados
me dan alas. Las palabras de esperanza me sostienen y levantan. Han creído en
mí ya cuando era niño. Cuando ni yo mismo sabía el poder oculto dentro de mi alma.
Y Dios me pedía que creyera. Lo hacía con lazos humanos, con voz de madre, con mano
firme. Y yo creía que mis límites entonces no eran mi barrera. Sino el
trampolín humano para llegar más lejos. Aprendí a volar siendo niño. A soñar
siendo hombre. A creer siendo hijo. Me define siempre lo que Dios ha soñado
para mí. Eso me conforta. No son mis límites los que cuentan, sino mis
posibilidades. Lo que Dios ha previsto para mi vida. Miro el brocal de mi pozo,
me abismo dentro. Y veo a Dios sonriendo en las aguas. Esperándome en mi camino.
Sin dejar de mirarme. Porque confía en todo lo que puede hacer conmigo. He sido
amado. Por eso se calma el viento de mi
alma. Y sonrío.
La salud es importante. Es lo que escucho por todas partes. Mis horas de sueño, lo que como y lo
que bebo. El deporte que hago, la ansiedad con la que vivo. La actitud que
tengo ante los fracasos y los éxitos. Mi capacidad de lucha, mi resiliencia.
Las relaciones tóxicas que evito. Las relaciones sanas que frecuento. Mis
vacaciones, mi trabajo. El equilibrio justo. Mis hobbies. Mis emociones sanas.
Pienso en todo lo que me angustia y me quita el sosiego. Lo acepto, importan mi
salud física y mi salud mental. Son importantes. Pero veo que con frecuencia me
obsesiona estar sano. Como si pudiera controlarlo todo. Dueño de la vida y de
la muerte. Evito los riesgos. Alejo de mí las enfermedades. Quiero tener un
cuerpo perfecto. Sin grasa, sin agotamiento. Sólo fibra y músculo. Busco una
vida equilibrada, sana, perfecta. Deseo estar en forma. Pero de repente me
encuentro con que todo esto es vanidad. El tiempo pasa muy rápido, la
enfermedad llega, el desgaste erosiona mis fuerzas, los años van limitando mis ansias.
Mi cuerpo se va quebrando sin que pueda evitarlo. También el alma se cansa, se
agota, se angustia. Quizás a veces invierto más tiempo en el cuidado de mi
cuerpo que de mi alma. Y el alma, siendo sinceros, es lo que permanece para
siempre cuando ya no queda cuerpo para seguir caminando. Quiero que engorde más
mi alma, y que adelgace mi cuerpo. Me siento anoréxico de emociones. Quiero
estar más en forma en mi corazón. Para sentir en lo más profundo y amar en todo
lo que hago. Quiero ser capaz de entender un poco más lo que pasa por mi alma. Me
pregunto con más frecuencia qué es lo que estoy viviendo. Me gustaría desentrañar
todas las dudas que atormentan mi corazón herido. Anhelo descansar más en Dios
que es donde de verdad mi alma descansa. Es tan frágil mi cuerpo, es tan corta
mi vida. Algunos años que me parecen muchos. O pocos. No soy eterno. Es para el
cielo para lo que estoy hecho. Además veo que pensar tanto en mi salud puede
volverme egoísta. Comenta Santa Teresa de Calcuta: «Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo
para los demás». Me preocupo en exceso de mí. De mi estado de ánimo. De mi
cansancio y de mi estrés. Y pienso sólo en lo que a mí me conviene para ser más
feliz. No tengo asegurado el final feliz de mis días. Nadie me ha prometido una
vida hecha a la medida de mis sueños. En la película «Mientras seamos jóvenes», uno de los protagonistas, un padre que
cuida de su bebé, comenta: «Sinceramente,
me cuesta relacionarme con un bebé. Quiero a mi hija, pero aún soy la persona
más importante de mi vida». Quiero pensar que yo no soy la persona más
importante de mi vida. Pero veo que al final gasto demasiada energía buscando
mi lugar en el mundo. El lugar perfecto, el trabajo perfecto, las relaciones
perfectas. Pero no lo logro y me frustro. Y dejo pasar la oportunidad sagrada
de entregarme del todo, por entero, en lo que estoy viviendo. Creo que esa es
mi verdadera vocación. Vivir aquí y ahora y darme del todo justo allí donde me
encuentro. Se trata de hacer felices a los demás con los que comparto la vida. Ellos
son los más importantes. Los que de verdad importan. Aunque esté yo menos sano.
Menos en forma. Menos cuidado. Descentrarme y buscar fuera el sentido de mi
vida es lo que me hace madurar y crecer como persona. Si no lo hago así, lo
tengo claro, seré un eterno adolescente infeliz. Centrado en mí. En lo que me
falta. En lo que necesito. Viviré pensando que el mundo me debe algo. Una
oportunidad para ser feliz. Creeré que son los demás los que tienen que
cuidarme. Y que yo no necesito cuidar a nadie. Porque me quita la paz y tengo
que guardarme. Cuidaré mi vida. Y me sentiré vacío. Porque el amor es desgaste.
Y la vida tiene sentido cuando se pierde. Miro a María. Me anima su actitud
ante la vida. Comenta el P. Kentenich: «En tanto María, ¿qué entregó ella? Ella
quiere recibir. Ella no interrumpe al Señor con su actividad nerviosa. María no
ofreció servicios ni actividad, sino que se ofreció a sí misma. Vosotros lo
comprendéis: - En este relato subyace una negativa a la acción egoísta o autorreferente.
Se trata de una entrega total a Dios, a sus deseos, a sus sugerencias»[2].
María se ofrece a sí misma. No piensa en su salud. En el cuidado de su
maternidad. Se entrega por entero. Se rompe por amor. No se cuida pensando en
lo que Ella necesita. Me gusta mirar a María para aprender de Ella. Lleva a
Jesús en su seno y se hace peregrina. No busca que la cuiden. Ella cuida y se
entrega. No desea que se hagan realidad sus deseos. Desea sólo que se haga
carne en Ella la palabra de Dios. Me parece la actitud que yo más anhelo. La
actitud sagrada del que entrega su vida. Así quiero ser yo. No me cuido a mí
mismo, cuido a otros. No me guardo para no perderme, me entrego sin poner un
límite. Mi salud pasa a un segundo plano. Igual que mis deseos y mis sueños. Y
me hago ofrenda, entrega, pan partido. Miro a María y miro su entrega. No se cuida. No se guarda. Yo quiero ser así.
Mi corazón se asemeja muy poco al corazón sagrado de
Jesús. Al corazón inmaculado de María. Quisiera que fuera
distinto pero no lo consigo. Mi corazón es egoísta e impuro. No es
misericordioso. Lleva cuenta del mal. Se vuelve egoísta y juzga intenciones.
Cree ver la verdad debajo del agua. Escruta los corazones descubriendo
maldades. Es juez. No es limpio. Mi corazón se resiste a romperse y evita ser
herido. Se cansa en seguida. Pierde el aliento y se desespera. Justifica sus
conductas. Es altivo y orgulloso. Duro como una roca. No deja ver la debilidad.
Se resiste al cambio, a lo nuevo. No tolera la pérdida ni el dolor. Mi corazón
es mi corazón y tal vez por eso me gusta. Me he acostumbrado a su pobreza y he
aprendido a convivir con su fragilidad. Aprendo así a tolerar sus
inconstancias. Y me habitúo a su inestabilidad. Me hablan del corazón de Jesús.
Y miro ese corazón herido en el que me gustaría vivir inscrito, grabado,
escondido. Como en la grieta de una roca en la que tengo vida y descanso. Hay
personas que me recuerdan el corazón de Jesús. Al mirar sus corazones aprendo a
descansar. Tienen algo así como una nobleza que me da vida. En ellos creo más
en mí mismo. Porque me miran como lo hace Jesús. Ven lo bueno que tengo. Y
pasan por alto mis grandes pecados. Curiosamente no desean cambiarme, cosa que
yo siempre deseo con los demás. Me toleran, creo yo, aunque ellos no lo llaman
así. Hablan de que el amor es así. Acoge y acepta siempre. Tienen un tipo de
amor del que yo aún carezco. Porque yo veo con gran rapidez las tareas que los
demás tienen por delante. Veo su pobreza y no me alegro por ello. Me
escandalizo y sufro. Pero ellos, reflejos de ese corazón herido de Jesús en el
que yo recobro la vida, son así. Y eso me alegra. Comenta Dostoievski: «Nuestro corazón se abre y se espantan los
miedos cuando nos rodeamos de personas bonitas que fecundan la verdad, la
sinceridad y el cariño íntimo en la relación. El alma se cura estando con niños». Con los niños, y con los que
tienen corazón de niño. Con ellos se sana mi corazón enfermo. Miro también el
corazón de María. Atravesado por la espada. El dolor por la muerte de su Hijo.
Sus lágrimas al pie de la cruz, su inmenso dolor. Su gran esperanza. Miro su
forma de mirar. Ella es la Inmaculada. No tiene manchas. No mancha nada de lo
que toca. Al revés, le da la vida. Es un corazón puro que todo lo purifica. Me
gusta esa forma de ver la vida que tiene María. En lo cotidiano. En el día a
día en el que el amor se teje en horas llenas de paz. Sin prisas. Con risas y
alegrías que brotan de una vida tranquila. Nazaret fue así. Luego vino el
huerto, y la prisión, y la muerte. Y en medio de las nubes oscuras su corazón
tenía luz. ¿Cómo se puede brillar cuando el sol se apaga? Comenta el P.
Kentenich: «La Santísima Virgen es un
jardín de Dios, pero no sólo para Dios sino para todos aquellos que se entregan
a ella, para todos aquellos que ella ha acogido en su corazón. Ella quiere ser
un jardín para ellos. ¿Qué significa esto? Que ella los ofrecerá a Dios, los
hará capaces de ser también un jardín de Dios, un jardín de María»[3]. Hay corazones como el de María. Sobrios, humildes, sencillos, alegres. Miro
a María que conserva todo en su corazón. El que reza conserva todo lo que le
sucede y lo medita en el corazón. Lo guarda en su pozo en silencio, tembloroso.
Sonríe al tocar su vida sagrada. María guarda todo. No deja nada fuera. Decía el P. Kentenich: «Quien un día ha de proclamar muchas cosas
tiene que guardar silenciosamente muchas cosas en su corazón; quien un día ha
de generar el rayo, tiene que ser nube por largo tiempo»[4]. Miro a María contemplando, guardando silencio. Callada y pura. Miro su alma
tranquila. Quiero ser como Ella. Tener un corazón como el suyo. Un corazón
fuerte como una roca en medio del mar revuelto. Yo conozco corazones como el de
María. Y sé que al tocarlos siento que soy un poco mejor. No sé, tal vez será
por contagio. Necesito tocarlos más veces para llenarme de una pureza que no es
la mía. Y siento que entonces lo que yo toco también es mejor. Tiene más vida.
Los dos corazones, el de María y el de Jesús, están tan unidos. En la cruz. En
la vida. Para siempre. Y yo quisiera estar también tan unidos a ellos. Comenta
S. Agustín: «Nos hiciste, Señor para ti y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Sin Dios el hombre está
desgarrado, angustiado, intranquilo, agitado y no puede lograr el descanso
interior». Por eso necesito vivir inscrito en sus corazones, para siempre.
Allí soy amado por lo que soy. Y «el
debería ser» que me atormenta a
menudo pasa a un segundo plano. Y sonrío confiado. Porque me siento libre,
liberado, más en paz y más seguro. Y puedo caminar sin miedo al rechazo o a la
crítica. Al abandono o a la pérdida. Y sufro menos. Eso lo tengo claro. Me
inscribo en sus corazones. Algo cambiará
en mi vida. En ese poder de Dios confío.
El Reino de Dios se parece a una semilla que crece bajo
la tierra y da fruto: «El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él
duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin
que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los
tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se
mete la hoz, porque ha llegado la siega». El reino de Dios. La presencia de Cristo entre los hombres. Su amor
misericordioso. Su protección constante hasta el último día de mi vida. Ese
reino de Dios que me cuesta ver cuando el mal tiene más voz, grita más fuerte,
es más visible. Tal vez por eso me gusta la imagen del crecimiento en la noche.
Cuando el corazón no lo percibe y duerme. Ni mis ojos alertas lo descubren. Ni
mis ojos dormidos. Es esa semilla que crece, muere y da vida. Crece sin que yo
me dé cuenta, sin que yo tenga que hacer nada. Pienso en el agricultor que
duerme dejando su campo al caer la tarde. Trabaja durante el día. Descansa cada
noche. Y su trabajo sigue dando fruto cuando él ya duerme. No puede acelerar
los tiempos. No depende de él. Es así de sencillo. Él hace lo que puede hacer.
Trabaja la tierra, ara, cava, siembra, riega. Y espera. Necesita cuidar la
paciencia. El corazón paciente y la mirada alzada al cielo. La confianza y el
abandono en las manos de Dios que es quien construye mi vida. Como el
agricultor yo tampoco me desanimo: «Siempre
tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos desterrados
lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe». Miro al cielo y
confío en la llegada de la lluvia y del sol. Cuando sea necesario. Y la semilla
enterrada bajo tierra morirá y dará paso a las raíces, al tallo, a las hojas, al
fruto. Así es el reino de Dios. Crece en la paz de la noche. A mi alrededor parece
tener más fuerza el mal que grita y reclama mi atención. Me impresiona más el
dolor, el daño causado por el odio. La injusticia. Hace más ruido la violencia
que me desespera. Provoca más estupor el árbol que cae en medio del silencio. Y
los hombres que hacen leña del árbol caído. Me conmueve más la traición
descubierta, la corrupción desvelada, el desierto que todo lo seca y mata. Pero
la semilla que crece sin que nadie la vea me resulta desconcertante. Una
semilla pequeña que da vida mientras muere. Esa paradoja no la acabo de
entender. ¿No podía seguir viva la semilla mientras da vida? ¿Cómo puede despertar
vida la muerte? Así es el reino de Dios. Algo muere para que surja la vida.
Algo en mí muere para que el reino se haga presente en mi corazón. No me gusta
el color oscuro de la muerte. Aunque con la muerte brote la vida. Me falta fe
en su poder oculto. Me asusta el dolor. ¿Cuánto tengo que morir para dar vida?
¿Basta con morir sólo un poco? Morir a mis sueños, a mis planes, a mis deseos.
Morir a lo que no he elegido, a lo que he dejado pasar. Morir a lo que no tengo
y me gustaría tener. Morir mientras anhelo la vida y deseo la fecundidad. Morir
en el fracaso, o en la derrota. Morir cuando mi deseo es vivir para siempre.
¿Cuándo entenderé el poder de mis renuncias? ¿Cuándo me daré cuenta de que yo
no soy el importante en mi vida? Pero al mirar lo que hago, lo que digo, lo que
creo, veo que no es cierto. No consigo desprenderme de ese egoísmo que me rompe
por dentro. Quiero estar yo bien. Quiero tener vida. No quiero morir,
renunciar, ceder, dar, entregar. Tal vez por eso me gusta la imagen de la
semilla que muere bajo tierra sin que me duela el alma. ¿Es así? No sé, creo
que no tanto. Para dar vida tengo que morir, aunque duela. Tengo que dar,
aunque me exija. Tengo que entregarme por entero, aunque deteste dejar de ser
yo el centro. Me gusta también la imagen del silencio de la noche. Quizás
porque me he acostumbrado a los ruidos. Y me creo que en el silencio no sucede
nada. Me equivoco de nuevo. El reino de Dios surge en el silencio, sin que
nadie lo note. Leía el otro día: «Cristo
pasó treinta y tres años en esta tierra y, durante treinta de ellos, su palabra
no traspasó los límites de una aldea de varios centenares de habitantes. Ese es
el silencio de Dios. Está en la tierra y permanece oculto. Yo hablaría más bien
de un Dios oculto»[5]. Jesús oculto como la semilla en Nazaret comienza a morir para dar vida. En
el silencio de Nazaret, en el transcurso de tantas noches silenciosas. Nada
impresionante parece suceder. La semilla va muriendo, la raíz crece. No hay
ruido. Es sólo el silencio de Dios. Un caminar lento y seguro de Dios por el
surco profundo que va dejando en la tierra. Una semilla que muere lentamente
sin hacer ruido. Muy callada. Muy en silencio. Como Jesús oculto en Nazaret, un
desconocido. No hay milagros. No hay discursos. Ni palabras que tengan vida eterna.
Sólo hay silencio. La noche oscura. Y el reino que va surgiendo lentamente. Igual
que esa noche en el Gólgota. Mientras muchos dormían Jesús en el sepulcro muere
para dar vida. Y el reino de Dios comienza a hacerse presente. A mí me gustan
más los números y los logros. Me apena cuando la presencia de la Iglesia se
debilita. Y creo que el mal está venciendo. O pienso que es tan grande la
debilidad del hombre que escandaliza a todos. A mí el primero. Y, ¿dónde está muriendo
lentamente la semilla del reino? ¿Dónde está esa bondad oculta que vence al mal
y hace posible que yo siga alzando la mirada al cielo? Confío. Quiero confiar
en el poder infinito de Dios que todo lo transforma. Quiero creer que Jesús
puede hacerlo todo nuevo. Miro al cielo. Alzo la mirada. Veo las nubes y el
sol. Toco los vientos. Pienso en la semilla oculta bajo la tierra. Yo siembro.
Escarbo y hago el surco más hondo. Surge la vida sin que yo la vea. No soy yo
la persona más importante de mi vida. ¿Cuándo lo aprenderé? No lo sé. Sólo confío en que Jesús pueda hacerme
nacer de nuevo.
Hoy escucho hablar de los árboles fuertes que protegen y
dan sombra: «Anidarán en él
aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Y todos los árboles
silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza
los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles
secos». Los árboles frondosos que se alzan al cielo. Rompiendo las alturas.
Asombrando al que alza la mirada desde el suelo. Siendo hogar y nido para
muchos. El reino de Dios se compara con un árbol que nace de la semilla más pequeña:
«¿Con qué podemos comparar el Reino de
Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la
tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las
demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y
anidar en ellas». Me gusta esa imagen de un árbol fuerte que resiste los
vientos y las tormentas. Un árbol que se alza en el cielo sostenido por su
fuerte tronco, por sus hondas raíces. Un lugar de descanso donde el alma se
encuentra cobijada. Sé que sin raíces no puede el árbol hacer frente a los
vientos, a las tormentas. Decía el P. Kentenich: «Si
no educamos personas que tengan raíces sanas, tampoco podremos criar árboles
sanos»[6]. Un árbol es fuerte y
crece firme si sus raíces son sanas. Pero es vulnerable si sus raíces son poco
profundas. Las personas sin raíces son más vulnerables, más frágiles. Pueden
ser heridas con facilidad. Caen ante los contratiempos. Para mantenerme firme
en la vida necesito hondas raíces. Escribe el poeta Francisco Luis Bernárdez: «Porque después de todo he comprendido, por
lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado». El árbol
se alza en las alturas gracias a la profundidad de sus raíces. Sin ellas no
tiene solidez. Sin ellas no es florido. Me gusta verlo así. Lo que hace sólida
mi vida no son las flores, ni las apariencias. Es la profundidad de mis raíces.
Sin ellas me derrumbo ante la más mínima contrariedad. La vida siempre trae
consigo problemas, tensiones y contratiempos. Las raíces no se ven. Pero de
ellas bebo y vivo. Me sostienen. El reino de Dios son esas raíces que el mundo
no aprecia. Me dan vida, me alimentan. Permanecen ocultas bajo la tierra y no
destacan. Lo que más importa en mi vida es lo que no se ve. Lo que nadie ve ni
valora. El trabajo oculto, el esfuerzo constante, la entrega silenciosa, el
sacrificio continuo. La profundidad de mi vida. De esa hondura depende mi
solidez como persona y mi fecundidad. La profundidad de mi pozo. S. Ignacio
escribió una frase clásica: «Nunca hay
que coger los frutos de un árbol poniendo el hacha en las raíces». Sin
raíces no habrá más frutos, ni vida verdadera. El tronco se seca y con él las
ramas, las hojas, el fruto. Podré tener frutos un día, pero después, sin
raíces, no volveré a florecer. Por eso tengo que cuidar las raíces para
asegurar que el fruto sea bueno, para que se fortalezca el árbol y pueda
resistir las tempestades, y surjan más frutos. ¿Cómo son mis raíces? ¿Cómo es
la profundidad de mi vida interior? El P. Kentenich habla de la alegría
profunda que sólo es posible, permanente y honda cuando permanezco arraigado en
Dios: «Exige un alto grado de amor a Dios
y, al mismo tiempo, un muy fuerte desprendimiento del apego al yo y al mundo,
un desvincularse del yo y del mundo, un vincularse en forma sumamente profunda
a Dios, una fortísima intimidad con Dios y un estar cautivado por Dios»[7]. Un desapego del yo, del mundo, de lo que me quita la paz. Un apego
profundo a Dios. Vivir cautivado por su amor. ¿Es eso posible? «Ir en busca de Dios no consiste en salir de
sí mismo para hallar un objeto en el mundo exterior, sino en separarse de este
mundo y replegarse en uno mismo»[8]. Miro mi alma y dejo todo lo que me inquieta en la superficie de las aguas. Me
detengo ante lo que se mueve en mis mares más profundos, allí donde me asusta navegar.
Me animo a descubrir mis deseos más hondos. Mis inclinaciones más arraigadas.
¿Cómo son las raíces de mi mundo interior? ¿Cómo es el pozo sobre el que me
inclino para beber? Vivo a menudo en la superficie y eso no me ayuda. Las
noticias que saltan ante mis ojos me perturban. Todo lo que sucede llega a mis
oídos con celeridad y me inquieto. No tengo tiempo para meditar en lo más
profundo. ¿Hacia dónde estoy caminando? Necesito que el árbol de mi vida sea más
robusto. Necesito desconectar del mundo para conectarme con mis aguas. Necesito
hondura para que mis ramas puedan cobijar a muchos. Necesito tener raíces
profundas. Vivir arraigado en la tierra que piso. Sueño con vínculos hondos. A
personas, a lugares, a las ideas que me cautivan y enamoran. Profundidad tiene
que ver con permanencia. Cuando estoy arraigado en un lugar en profundidad me
mantengo fiel en el mismo. Es un amor hondo, fiel, permanente. Un amor que
permanece pese a las complicaciones que presente el camino de la vida. Pienso
en la tierra de María, en el Santuario en el que se arraiga mi corazón. En
María se asegura mi crecimiento. María es mi Madre, es mi lugar de arraigo. Allí
puedo dejar mis penas y preocupaciones. Allí soy amado tal y como soy. Puedo
dejar todo lo que me quita la paz y estar tranquilo. En la tierra fértil del
santuario todo cobra sentido. Allí descanso cada mañana y dejo lo que me
inquieta. Noto el abrazo de Dios, y la mirada que cuida, y el agua que calma mi
sed. La semilla muere y da fruto. El árbol se alza firme. Si las aguas
profundas de mi vida están tranquilas, no me importarán los vientos que levanten
las olas en la superficie. Si las raíces de mi árbol son hondas y fuertes, no
temeré los vientos que todo lo mueven. Eso me conforta y sostiene. Quiero
profundizar cada día más. Quiero ahondar para llegar a las aguas más puras.
Quiero tener raíces que sostengan el tronco de mi vida, y las ramas, y las
flores. Así es el reino de Dios que crece firme en lo oculto. Sin que yo me dé
cuenta. Y así puedo descansar yo en ese Dios oculto, presente, firme. Y así
podré ser yo descanso para otros. Un
lugar en el que otros se cobijen.
La belleza de la naturaleza me habla de la belleza de
Dios. Miro la naturaleza y veo su reino surgiendo en lo
oculto. El otro día me maravillé viendo como Antonio Gaudí usa la naturaleza y
su belleza en su construcción de la Sagrada Familia. La belleza de la
naturaleza que se eleva al cielo mirando a Dios. Los árboles como columnas que
sostienen el cielo en las alturas. Hoy repito en el salmo: «Es bueno dar gracias al Señor». Doy gracias a Dios por todo lo que
ha creado. Por su belleza eterna. Le doy gracias por su actuación oculta y
silenciosa en mi vida, haciéndome más bello, más firme, más suyo. Me conmueve
su poder. Me asombra la naturaleza en la que Dios me habla. Una belleza que
permanece en el tiempo. Estable. Firme. Eso me alegra el alma. Leía el otro
día: «Puede notarse cómo la actual
situación de fragmentariedad e incertidumbre repercute también en el sentido de
la belleza, que parece haber dado paso al consumo efímero, momentáneo, de la
misma, como si se tratara de un producto de «usar y tirar», destinado a
esfumarse al instante»[9]. La belleza de hoy parece efímera. Es como si todo durara demasiado poco.
Como si todo se muriera y desapareciera sin poder evitarlo. Me detengo en la
belleza de la piel, no en la belleza profunda. Esa belleza que todos admiran en
la superficie. No la belleza más honda. Quiero aprender a detenerme en esa
belleza oculta que permanece invisible a los ojos ignorantes. Me quedo yo mismo
tantas veces pegado en la superficie. Valoro sólo lo temporal, lo momentáneo,
lo pasajero. Lo que no dura para siempre. Hoy quiero pedirle a Dios que me
enseñe a valorar la belleza oculta. A ver lo bueno detrás de lo malo. A
descubrir el bien tapado por el mal. La belleza escondida detrás de una fealdad
sólo aparente. Quiero esa mirada que se admira ante la vida. Ante la belleza
más honda de las cosas, de las personas. Quiero cuidar la belleza de mi alma y
del alma de aquellos que se me confían. Cuidar la belleza es la tarea de Dios
delegada en mí. Quiero valorar lo bello que hay en cada uno. Y no quedarme en
lo que me molesta, o resulta difícil. Soy bello por dentro. Es la belleza que
cuenta. La belleza eterna reflejo de la belleza de Dios. Esa belleza que quiero
cuidar para Dios, para los hombres. Es la belleza que quiero aprender a ver a
mi alrededor, sin quedarme en lo feo, en lo duro, en lo que me inquieta. La belleza de Dios pacifica mi alma.
Embellece mi camino.
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