domingo, junio 17, 2018

Domingo XI Tiempo ordinario

Ezequiel 17, 22-24; 2 Corintios 5, 6-10; Marcos 4, 26-34
«Al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes»
17 junio 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«No me cuido a mí mismo, cuido a otros. No me guardo para no perderme, me entrego sin poner medida. Mi salud pasa a un segundo plano. Igual que mis deseos y mis sueños. Y me hago ofrenda»
Veo en una foto a una mujer sacando agua de un pozo mirando su hija que está justo enfrente. Veo a una mujer mirando por la espalda a su hijo pequeño que camina preocupado de otras cosas, ensimismado. Veo a una mujer que mira por la espalda a su hija mientras ella lee algún libro, distraída. Veo el pozo, la ventana y el camino. Veo a una mujer, a un niño, a una niña. Veo su mirada clara, sus manos fuertes, la luz de sus entrañas. Creo que hay momentos que guardo en el alma como se guarda el agua dentro del pozo. De vez en cuando vuelvo a los recuerdos sagrados, cuando tengo sed y necesito agua. Uso el cubo del pozo. Saco el agua. Y bebo. Así vivo yo, apoyado en el brocal de mi pozo, esperando a que suba el cubo lleno de agua. Tengo en el alma guardado un álbum completo de recuerdos. No se borran, no se olvidan. De vez en cuando como un niño ojeo inquieto foto tras foto. He aprendido a leer en la historia dibujada, en los recuerdos grabados en la piel. Desentraño así los misterios que Dios ha tejido en mí con hilo invisible, apenas se percibe. No quiero olvidarme de nada, soy recuerdo, soy historia. Aun así, ¡cuántas cosas olvido! No quiero olvidar el amor cocinado a fuego lento en mis días de niño. No quiero olvidar la mirada posada en mi espalda cuando caminaba perdido. No quiero olvidar las manos fuertes que sacan agua del pozo para saciar mi sed de niño, de hombre. No quiero olvidar el abrazo que me daban cuando tenía miedo, en medio de mis noches de infancia. No quiero olvidar la palabra que sujetaba todos mis silencios. Una palabra firme, segura, sólida, casi eterna. Quiero recordarlo todo. Cada gota de agua que rebosa del pozo. Me detengo callado pensando en lo que he vivido. Tengo tanta sed en el alma. Una sed infinita. Necesito querer y que me quieran. Abrazar y que me abracen. Dar la mano y que sujeten la mía. Necesito estar y que permanezcan. Necesito ser fiel y que perseveren. Necesito, como un niño en medio de la noche, una luz que me guíe, en plena oscuridad. Guardo una sonrisa amiga imperturbable ante mis tormentas y tristezas. Un puerto firme para mi barca cuando ya no sepa navegar más lejos. Quiero vencer las tinieblas abrazado a la luz que llevo dentro. Quiero calmar esos vientos y alejar de mí el llanto. Quiero reír con los ojos, perdonar con los brazos, sostener con una risa fuerte, con una sonrisa franca. Quiero levantarme siempre cada vez que haya caído. Quiero sonreír de nuevo aunque no me mire nadie. Espero escuchar su nombre en los vientos que la nombran. No quiero tener más miedo esperando al anochecer su abrazo, su mirada en mi espalda, sus manos fuertes, sobre el brocal del pozo. Quiero una vida eterna preocupándome del presente. Quizás por eso le digo a Dios que me espere, a la vuelta de la esquina. Que no me deje. Que no se aleje, mientras yo recojo las piedras que esparcieron los caminos. Miro el agua de mi pozo. Cavo hondo. Muy adentro. Tengo guardados recuerdos que acaban con la nostalgia. Miro a Dios que me sostiene cuando me duele la espera. Y me dice que me quiere. Y que sueñe. «A un ave no la define la permanencia en el suelo, sino su capacidad para volar. Recuerda esto: a los seres humanos no los definen sus limitaciones, sino las intenciones que yo tengo para ellos; no lo que parecen ser, sino todo lo que significa el hecho de que hayan sido creados a mi imagen»[1]. Miro mi pozo vacío y lleno al mismo tiempo. Vuelo. Los recuerdos guardados me dan alas. Las palabras de esperanza me sostienen y levantan. Han creído en mí ya cuando era niño. Cuando ni yo mismo sabía el poder oculto dentro de mi alma. Y Dios me pedía que creyera. Lo hacía con lazos humanos, con voz de madre, con mano firme. Y yo creía que mis límites entonces no eran mi barrera. Sino el trampolín humano para llegar más lejos. Aprendí a volar siendo niño. A soñar siendo hombre. A creer siendo hijo. Me define siempre lo que Dios ha soñado para mí. Eso me conforta. No son mis límites los que cuentan, sino mis posibilidades. Lo que Dios ha previsto para mi vida. Miro el brocal de mi pozo, me abismo dentro. Y veo a Dios sonriendo en las aguas. Esperándome en mi camino. Sin dejar de mirarme. Porque confía en todo lo que puede hacer conmigo. He sido amado. Por eso se calma el viento de mi alma. Y sonrío.
La salud es importante. Es lo que escucho por todas partes. Mis horas de sueño, lo que como y lo que bebo. El deporte que hago, la ansiedad con la que vivo. La actitud que tengo ante los fracasos y los éxitos. Mi capacidad de lucha, mi resiliencia. Las relaciones tóxicas que evito. Las relaciones sanas que frecuento. Mis vacaciones, mi trabajo. El equilibrio justo. Mis hobbies. Mis emociones sanas. Pienso en todo lo que me angustia y me quita el sosiego. Lo acepto, importan mi salud física y mi salud mental. Son importantes. Pero veo que con frecuencia me obsesiona estar sano. Como si pudiera controlarlo todo. Dueño de la vida y de la muerte. Evito los riesgos. Alejo de mí las enfermedades. Quiero tener un cuerpo perfecto. Sin grasa, sin agotamiento. Sólo fibra y músculo. Busco una vida equilibrada, sana, perfecta. Deseo estar en forma. Pero de repente me encuentro con que todo esto es vanidad. El tiempo pasa muy rápido, la enfermedad llega, el desgaste erosiona mis fuerzas, los años van limitando mis ansias. Mi cuerpo se va quebrando sin que pueda evitarlo. También el alma se cansa, se agota, se angustia. Quizás a veces invierto más tiempo en el cuidado de mi cuerpo que de mi alma. Y el alma, siendo sinceros, es lo que permanece para siempre cuando ya no queda cuerpo para seguir caminando. Quiero que engorde más mi alma, y que adelgace mi cuerpo. Me siento anoréxico de emociones. Quiero estar más en forma en mi corazón. Para sentir en lo más profundo y amar en todo lo que hago. Quiero ser capaz de entender un poco más lo que pasa por mi alma. Me pregunto con más frecuencia qué es lo que estoy viviendo. Me gustaría desentrañar todas las dudas que atormentan mi corazón herido. Anhelo descansar más en Dios que es donde de verdad mi alma descansa. Es tan frágil mi cuerpo, es tan corta mi vida. Algunos años que me parecen muchos. O pocos. No soy eterno. Es para el cielo para lo que estoy hecho. Además veo que pensar tanto en mi salud puede volverme egoísta. Comenta Santa Teresa de Calcuta: «Si nos ocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los demás». Me preocupo en exceso de mí. De mi estado de ánimo. De mi cansancio y de mi estrés. Y pienso sólo en lo que a mí me conviene para ser más feliz. No tengo asegurado el final feliz de mis días. Nadie me ha prometido una vida hecha a la medida de mis sueños. En la película «Mientras seamos jóvenes», uno de los protagonistas, un padre que cuida de su bebé, comenta: «Sinceramente, me cuesta relacionarme con un bebé. Quiero a mi hija, pero aún soy la persona más importante de mi vida». Quiero pensar que yo no soy la persona más importante de mi vida. Pero veo que al final gasto demasiada energía buscando mi lugar en el mundo. El lugar perfecto, el trabajo perfecto, las relaciones perfectas. Pero no lo logro y me frustro. Y dejo pasar la oportunidad sagrada de entregarme del todo, por entero, en lo que estoy viviendo. Creo que esa es mi verdadera vocación. Vivir aquí y ahora y darme del todo justo allí donde me encuentro. Se trata de hacer felices a los demás con los que comparto la vida. Ellos son los más importantes. Los que de verdad importan. Aunque esté yo menos sano. Menos en forma. Menos cuidado. Descentrarme y buscar fuera el sentido de mi vida es lo que me hace madurar y crecer como persona. Si no lo hago así, lo tengo claro, seré un eterno adolescente infeliz. Centrado en mí. En lo que me falta. En lo que necesito. Viviré pensando que el mundo me debe algo. Una oportunidad para ser feliz. Creeré que son los demás los que tienen que cuidarme. Y que yo no necesito cuidar a nadie. Porque me quita la paz y tengo que guardarme. Cuidaré mi vida. Y me sentiré vacío. Porque el amor es desgaste. Y la vida tiene sentido cuando se pierde. Miro a María. Me anima su actitud ante la vida. Comenta el P. Kentenich: «En tanto María, ¿qué entregó ella? Ella quiere recibir. Ella no interrumpe al Señor con su actividad nerviosa. María no ofreció servicios ni actividad, sino que se ofreció a sí misma. Vosotros lo comprendéis: - En este relato subyace una negativa a la acción egoísta o autorreferente. Se trata de una entrega total a Dios, a sus deseos, a sus sugerencias»[2]. María se ofrece a sí misma. No piensa en su salud. En el cuidado de su maternidad. Se entrega por entero. Se rompe por amor. No se cuida pensando en lo que Ella necesita. Me gusta mirar a María para aprender de Ella. Lleva a Jesús en su seno y se hace peregrina. No busca que la cuiden. Ella cuida y se entrega. No desea que se hagan realidad sus deseos. Desea sólo que se haga carne en Ella la palabra de Dios. Me parece la actitud que yo más anhelo. La actitud sagrada del que entrega su vida. Así quiero ser yo. No me cuido a mí mismo, cuido a otros. No me guardo para no perderme, me entrego sin poner un límite. Mi salud pasa a un segundo plano. Igual que mis deseos y mis sueños. Y me hago ofrenda, entrega, pan partido. Miro a María y miro su entrega. No se cuida. No se guarda. Yo quiero ser así.
Mi corazón se asemeja muy poco al corazón sagrado de Jesús. Al corazón inmaculado de María. Quisiera que fuera distinto pero no lo consigo. Mi corazón es egoísta e impuro. No es misericordioso. Lleva cuenta del mal. Se vuelve egoísta y juzga intenciones. Cree ver la verdad debajo del agua. Escruta los corazones descubriendo maldades. Es juez. No es limpio. Mi corazón se resiste a romperse y evita ser herido. Se cansa en seguida. Pierde el aliento y se desespera. Justifica sus conductas. Es altivo y orgulloso. Duro como una roca. No deja ver la debilidad. Se resiste al cambio, a lo nuevo. No tolera la pérdida ni el dolor. Mi corazón es mi corazón y tal vez por eso me gusta. Me he acostumbrado a su pobreza y he aprendido a convivir con su fragilidad. Aprendo así a tolerar sus inconstancias. Y me habitúo a su inestabilidad. Me hablan del corazón de Jesús. Y miro ese corazón herido en el que me gustaría vivir inscrito, grabado, escondido. Como en la grieta de una roca en la que tengo vida y descanso. Hay personas que me recuerdan el corazón de Jesús. Al mirar sus corazones aprendo a descansar. Tienen algo así como una nobleza que me da vida. En ellos creo más en mí mismo. Porque me miran como lo hace Jesús. Ven lo bueno que tengo. Y pasan por alto mis grandes pecados. Curiosamente no desean cambiarme, cosa que yo siempre deseo con los demás. Me toleran, creo yo, aunque ellos no lo llaman así. Hablan de que el amor es así. Acoge y acepta siempre. Tienen un tipo de amor del que yo aún carezco. Porque yo veo con gran rapidez las tareas que los demás tienen por delante. Veo su pobreza y no me alegro por ello. Me escandalizo y sufro. Pero ellos, reflejos de ese corazón herido de Jesús en el que yo recobro la vida, son así. Y eso me alegra. Comenta Dostoievski: «Nuestro corazón se abre y se espantan los miedos cuando nos rodeamos de personas bonitas que fecundan la verdad, la sinceridad y el cariño íntimo en la relación. El alma se cura estando con niños». Con los niños, y con los que tienen corazón de niño. Con ellos se sana mi corazón enfermo. Miro también el corazón de María. Atravesado por la espada. El dolor por la muerte de su Hijo. Sus lágrimas al pie de la cruz, su inmenso dolor. Su gran esperanza. Miro su forma de mirar. Ella es la Inmaculada. No tiene manchas. No mancha nada de lo que toca. Al revés, le da la vida. Es un corazón puro que todo lo purifica. Me gusta esa forma de ver la vida que tiene María. En lo cotidiano. En el día a día en el que el amor se teje en horas llenas de paz. Sin prisas. Con risas y alegrías que brotan de una vida tranquila. Nazaret fue así. Luego vino el huerto, y la prisión, y la muerte. Y en medio de las nubes oscuras su corazón tenía luz. ¿Cómo se puede brillar cuando el sol se apaga? Comenta el P. Kentenich: «La Santísima Virgen es un jardín de Dios, pero no sólo para Dios sino para todos aquellos que se entregan a ella, para todos aquellos que ella ha acogido en su corazón. Ella quiere ser un jardín para ellos. ¿Qué significa esto? Que ella los ofrecerá a Dios, los hará capaces de ser también un jardín de Dios, un jardín de María»[3]. Hay corazones como el de María. Sobrios, humildes, sencillos, alegres. Miro a María que conserva todo en su corazón. El que reza conserva todo lo que le sucede y lo medita en el corazón. Lo guarda en su pozo en silencio, tembloroso. Sonríe al tocar su vida sagrada. María guarda todo. No deja nada fuera. Decía el P. Kentenich: «Quien un día ha de proclamar muchas cosas tiene que guardar silenciosamente muchas cosas en su corazón; quien un día ha de generar el rayo, tiene que ser nube por largo tiempo»[4]. Miro a María contemplando, guardando silencio. Callada y pura. Miro su alma tranquila. Quiero ser como Ella. Tener un corazón como el suyo. Un corazón fuerte como una roca en medio del mar revuelto. Yo conozco corazones como el de María. Y sé que al tocarlos siento que soy un poco mejor. No sé, tal vez será por contagio. Necesito tocarlos más veces para llenarme de una pureza que no es la mía. Y siento que entonces lo que yo toco también es mejor. Tiene más vida. Los dos corazones, el de María y el de Jesús, están tan unidos. En la cruz. En la vida. Para siempre. Y yo quisiera estar también tan unidos a ellos. Comenta S. Agustín: «Nos hiciste, Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Sin Dios el hombre está desgarrado, angustiado, intranquilo, agitado y no puede lograr el descanso interior». Por eso necesito vivir inscrito en sus corazones, para siempre. Allí soy amado por lo que soy. Y «el debería ser» que me atormenta a menudo pasa a un segundo plano. Y sonrío confiado. Porque me siento libre, liberado, más en paz y más seguro. Y puedo caminar sin miedo al rechazo o a la crítica. Al abandono o a la pérdida. Y sufro menos. Eso lo tengo claro. Me inscribo en sus corazones. Algo cambiará en mi vida. En ese poder de Dios confío.
El Reino de Dios se parece a una semilla que crece bajo la tierra y da fruto: «El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». El reino de Dios. La presencia de Cristo entre los hombres. Su amor misericordioso. Su protección constante hasta el último día de mi vida. Ese reino de Dios que me cuesta ver cuando el mal tiene más voz, grita más fuerte, es más visible. Tal vez por eso me gusta la imagen del crecimiento en la noche. Cuando el corazón no lo percibe y duerme. Ni mis ojos alertas lo descubren. Ni mis ojos dormidos. Es esa semilla que crece, muere y da vida. Crece sin que yo me dé cuenta, sin que yo tenga que hacer nada. Pienso en el agricultor que duerme dejando su campo al caer la tarde. Trabaja durante el día. Descansa cada noche. Y su trabajo sigue dando fruto cuando él ya duerme. No puede acelerar los tiempos. No depende de él. Es así de sencillo. Él hace lo que puede hacer. Trabaja la tierra, ara, cava, siembra, riega. Y espera. Necesita cuidar la paciencia. El corazón paciente y la mirada alzada al cielo. La confianza y el abandono en las manos de Dios que es quien construye mi vida. Como el agricultor yo tampoco me desanimo: «Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe». Miro al cielo y confío en la llegada de la lluvia y del sol. Cuando sea necesario. Y la semilla enterrada bajo tierra morirá y dará paso a las raíces, al tallo, a las hojas, al fruto. Así es el reino de Dios. Crece en la paz de la noche. A mi alrededor parece tener más fuerza el mal que grita y reclama mi atención. Me impresiona más el dolor, el daño causado por el odio. La injusticia. Hace más ruido la violencia que me desespera. Provoca más estupor el árbol que cae en medio del silencio. Y los hombres que hacen leña del árbol caído. Me conmueve más la traición descubierta, la corrupción desvelada, el desierto que todo lo seca y mata. Pero la semilla que crece sin que nadie la vea me resulta desconcertante. Una semilla pequeña que da vida mientras muere. Esa paradoja no la acabo de entender. ¿No podía seguir viva la semilla mientras da vida? ¿Cómo puede despertar vida la muerte? Así es el reino de Dios. Algo muere para que surja la vida. Algo en mí muere para que el reino se haga presente en mi corazón. No me gusta el color oscuro de la muerte. Aunque con la muerte brote la vida. Me falta fe en su poder oculto. Me asusta el dolor. ¿Cuánto tengo que morir para dar vida? ¿Basta con morir sólo un poco? Morir a mis sueños, a mis planes, a mis deseos. Morir a lo que no he elegido, a lo que he dejado pasar. Morir a lo que no tengo y me gustaría tener. Morir mientras anhelo la vida y deseo la fecundidad. Morir en el fracaso, o en la derrota. Morir cuando mi deseo es vivir para siempre. ¿Cuándo entenderé el poder de mis renuncias? ¿Cuándo me daré cuenta de que yo no soy el importante en mi vida? Pero al mirar lo que hago, lo que digo, lo que creo, veo que no es cierto. No consigo desprenderme de ese egoísmo que me rompe por dentro. Quiero estar yo bien. Quiero tener vida. No quiero morir, renunciar, ceder, dar, entregar. Tal vez por eso me gusta la imagen de la semilla que muere bajo tierra sin que me duela el alma. ¿Es así? No sé, creo que no tanto. Para dar vida tengo que morir, aunque duela. Tengo que dar, aunque me exija. Tengo que entregarme por entero, aunque deteste dejar de ser yo el centro. Me gusta también la imagen del silencio de la noche. Quizás porque me he acostumbrado a los ruidos. Y me creo que en el silencio no sucede nada. Me equivoco de nuevo. El reino de Dios surge en el silencio, sin que nadie lo note. Leía el otro día: «Cristo pasó treinta y tres años en esta tierra y, durante treinta de ellos, su palabra no traspasó los límites de una aldea de varios centenares de habitantes. Ese es el silencio de Dios. Está en la tierra y permanece oculto. Yo hablaría más bien de un Dios oculto»[5]. Jesús oculto como la semilla en Nazaret comienza a morir para dar vida. En el silencio de Nazaret, en el transcurso de tantas noches silenciosas. Nada impresionante parece suceder. La semilla va muriendo, la raíz crece. No hay ruido. Es sólo el silencio de Dios. Un caminar lento y seguro de Dios por el surco profundo que va dejando en la tierra. Una semilla que muere lentamente sin hacer ruido. Muy callada. Muy en silencio. Como Jesús oculto en Nazaret, un desconocido. No hay milagros. No hay discursos. Ni palabras que tengan vida eterna. Sólo hay silencio. La noche oscura. Y el reino que va surgiendo lentamente. Igual que esa noche en el Gólgota. Mientras muchos dormían Jesús en el sepulcro muere para dar vida. Y el reino de Dios comienza a hacerse presente. A mí me gustan más los números y los logros. Me apena cuando la presencia de la Iglesia se debilita. Y creo que el mal está venciendo. O pienso que es tan grande la debilidad del hombre que escandaliza a todos. A mí el primero. Y, ¿dónde está muriendo lentamente la semilla del reino? ¿Dónde está esa bondad oculta que vence al mal y hace posible que yo siga alzando la mirada al cielo? Confío. Quiero confiar en el poder infinito de Dios que todo lo transforma. Quiero creer que Jesús puede hacerlo todo nuevo. Miro al cielo. Alzo la mirada. Veo las nubes y el sol. Toco los vientos. Pienso en la semilla oculta bajo la tierra. Yo siembro. Escarbo y hago el surco más hondo. Surge la vida sin que yo la vea. No soy yo la persona más importante de mi vida. ¿Cuándo lo aprenderé? No lo sé. Sólo confío en que Jesús pueda hacerme nacer de nuevo.
Hoy escucho hablar de los árboles fuertes que protegen y dan sombra: «Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos». Los árboles frondosos que se alzan al cielo. Rompiendo las alturas. Asombrando al que alza la mirada desde el suelo. Siendo hogar y nido para muchos. El reino de Dios se compara con un árbol que nace de la semilla más pequeña: «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas». Me gusta esa imagen de un árbol fuerte que resiste los vientos y las tormentas. Un árbol que se alza en el cielo sostenido por su fuerte tronco, por sus hondas raíces. Un lugar de descanso donde el alma se encuentra cobijada. Sé que sin raíces no puede el árbol hacer frente a los vientos, a las tormentas. Decía el P. Kentenich: «Si no educamos personas que tengan raíces sanas, tampoco podremos criar árboles sanos»[6]. Un árbol es fuerte y crece firme si sus raíces son sanas. Pero es vulnerable si sus raíces son poco profundas. Las personas sin raíces son más vulnerables, más frágiles. Pueden ser heridas con facilidad. Caen ante los contratiempos. Para mantenerme firme en la vida necesito hondas raíces. Escribe el poeta Francisco Luis Bernárdez: «Porque después de todo he comprendido, por lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado». El árbol se alza en las alturas gracias a la profundidad de sus raíces. Sin ellas no tiene solidez. Sin ellas no es florido. Me gusta verlo así. Lo que hace sólida mi vida no son las flores, ni las apariencias. Es la profundidad de mis raíces. Sin ellas me derrumbo ante la más mínima contrariedad. La vida siempre trae consigo problemas, tensiones y contratiempos. Las raíces no se ven. Pero de ellas bebo y vivo. Me sostienen. El reino de Dios son esas raíces que el mundo no aprecia. Me dan vida, me alimentan. Permanecen ocultas bajo la tierra y no destacan. Lo que más importa en mi vida es lo que no se ve. Lo que nadie ve ni valora. El trabajo oculto, el esfuerzo constante, la entrega silenciosa, el sacrificio continuo. La profundidad de mi vida. De esa hondura depende mi solidez como persona y mi fecundidad. La profundidad de mi pozo. S. Ignacio escribió una frase clásica: «Nunca hay que coger los frutos de un árbol poniendo el hacha en las raíces». Sin raíces no habrá más frutos, ni vida verdadera. El tronco se seca y con él las ramas, las hojas, el fruto. Podré tener frutos un día, pero después, sin raíces, no volveré a florecer. Por eso tengo que cuidar las raíces para asegurar que el fruto sea bueno, para que se fortalezca el árbol y pueda resistir las tempestades, y surjan más frutos. ¿Cómo son mis raíces? ¿Cómo es la profundidad de mi vida interior? El P. Kentenich habla de la alegría profunda que sólo es posible, permanente y honda cuando permanezco arraigado en Dios: «Exige un alto grado de amor a Dios y, al mismo tiempo, un muy fuerte desprendimiento del apego al yo y al mundo, un desvincularse del yo y del mundo, un vincularse en forma sumamente profunda a Dios, una fortísima intimidad con Dios y un estar cautivado por Dios»[7]. Un desapego del yo, del mundo, de lo que me quita la paz. Un apego profundo a Dios. Vivir cautivado por su amor. ¿Es eso posible? «Ir en busca de Dios no consiste en salir de sí mismo para hallar un objeto en el mundo exterior, sino en separarse de este mundo y replegarse en uno mismo»[8]. Miro mi alma y dejo todo lo que me inquieta en la superficie de las aguas. Me detengo ante lo que se mueve en mis mares más profundos, allí donde me asusta navegar. Me animo a descubrir mis deseos más hondos. Mis inclinaciones más arraigadas. ¿Cómo son las raíces de mi mundo interior? ¿Cómo es el pozo sobre el que me inclino para beber? Vivo a menudo en la superficie y eso no me ayuda. Las noticias que saltan ante mis ojos me perturban. Todo lo que sucede llega a mis oídos con celeridad y me inquieto. No tengo tiempo para meditar en lo más profundo. ¿Hacia dónde estoy caminando? Necesito que el árbol de mi vida sea más robusto. Necesito desconectar del mundo para conectarme con mis aguas. Necesito hondura para que mis ramas puedan cobijar a muchos. Necesito tener raíces profundas. Vivir arraigado en la tierra que piso. Sueño con vínculos hondos. A personas, a lugares, a las ideas que me cautivan y enamoran. Profundidad tiene que ver con permanencia. Cuando estoy arraigado en un lugar en profundidad me mantengo fiel en el mismo. Es un amor hondo, fiel, permanente. Un amor que permanece pese a las complicaciones que presente el camino de la vida. Pienso en la tierra de María, en el Santuario en el que se arraiga mi corazón. En María se asegura mi crecimiento. María es mi Madre, es mi lugar de arraigo. Allí puedo dejar mis penas y preocupaciones. Allí soy amado tal y como soy. Puedo dejar todo lo que me quita la paz y estar tranquilo. En la tierra fértil del santuario todo cobra sentido. Allí descanso cada mañana y dejo lo que me inquieta. Noto el abrazo de Dios, y la mirada que cuida, y el agua que calma mi sed. La semilla muere y da fruto. El árbol se alza firme. Si las aguas profundas de mi vida están tranquilas, no me importarán los vientos que levanten las olas en la superficie. Si las raíces de mi árbol son hondas y fuertes, no temeré los vientos que todo lo mueven. Eso me conforta y sostiene. Quiero profundizar cada día más. Quiero ahondar para llegar a las aguas más puras. Quiero tener raíces que sostengan el tronco de mi vida, y las ramas, y las flores. Así es el reino de Dios que crece firme en lo oculto. Sin que yo me dé cuenta. Y así puedo descansar yo en ese Dios oculto, presente, firme. Y así podré ser yo descanso para otros. Un lugar en el que otros se cobijen.
La belleza de la naturaleza me habla de la belleza de Dios. Miro la naturaleza y veo su reino surgiendo en lo oculto. El otro día me maravillé viendo como Antonio Gaudí usa la naturaleza y su belleza en su construcción de la Sagrada Familia. La belleza de la naturaleza que se eleva al cielo mirando a Dios. Los árboles como columnas que sostienen el cielo en las alturas. Hoy repito en el salmo: «Es bueno dar gracias al Señor». Doy gracias a Dios por todo lo que ha creado. Por su belleza eterna. Le doy gracias por su actuación oculta y silenciosa en mi vida, haciéndome más bello, más firme, más suyo. Me conmueve su poder. Me asombra la naturaleza en la que Dios me habla. Una belleza que permanece en el tiempo. Estable. Firme. Eso me alegra el alma. Leía el otro día: «Puede notarse cómo la actual situación de fragmentariedad e incertidumbre repercute también en el sentido de la belleza, que parece haber dado paso al consumo efímero, momentáneo, de la misma, como si se tratara de un producto de «usar y tirar», destinado a esfumarse al instante»[9]. La belleza de hoy parece efímera. Es como si todo durara demasiado poco. Como si todo se muriera y desapareciera sin poder evitarlo. Me detengo en la belleza de la piel, no en la belleza profunda. Esa belleza que todos admiran en la superficie. No la belleza más honda. Quiero aprender a detenerme en esa belleza oculta que permanece invisible a los ojos ignorantes. Me quedo yo mismo tantas veces pegado en la superficie. Valoro sólo lo temporal, lo momentáneo, lo pasajero. Lo que no dura para siempre. Hoy quiero pedirle a Dios que me enseñe a valorar la belleza oculta. A ver lo bueno detrás de lo malo. A descubrir el bien tapado por el mal. La belleza escondida detrás de una fealdad sólo aparente. Quiero esa mirada que se admira ante la vida. Ante la belleza más honda de las cosas, de las personas. Quiero cuidar la belleza de mi alma y del alma de aquellos que se me confían. Cuidar la belleza es la tarea de Dios delegada en mí. Quiero valorar lo bello que hay en cada uno. Y no quedarme en lo que me molesta, o resulta difícil. Soy bello por dentro. Es la belleza que cuenta. La belleza eterna reflejo de la belleza de Dios. Esa belleza que quiero cuidar para Dios, para los hombres. Es la belleza que quiero aprender a ver a mi alrededor, sin quedarme en lo feo, en lo duro, en lo que me inquieta. La belleza de Dios pacifica mi alma. Embellece mi camino.



[1] Young, Wm. Paul. La Cabaña, Donde la tragedia se encuentra con la eternidad
[2] J. Kentenich, retiro a sacerdotes de la Federación de 1951
[3] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[5] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[6] J. Kentenich, Hacia la cima
[7] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[8] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[9] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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