domingo, junio 10, 2018

P.CarlosPadilla


Domingo X Tiempo ordinario
Génesis 3, 9-15; 2 Corintios 4, 13–5, 1; Marcos 3, 20-35
«Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre»
10 junio 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Me hacen bien las humillaciones. Más necesitado de Dios. Sin Él nada puedo. Me siento pequeño y frágil. Incapaz de gobernar mi vida. La humildad me hace mirar a Jesús. Sin Él no puedo caminar»
Me gusta mucho la humildad cuando la aprecio en los otros. Veo su forma de actuar, de comportarse en la vida y me conmuevo. Veo la humildad en la mirada, en la actitud del alma. La puedo apreciar tanto en el fracaso como en el éxito. No depende de lo externo, de lo que sucede fuera. Tiene que ver con lo más hondo de mi alma. Tiene que ver con la sencillez de vida que me hace capaz de saborear con la misma actitud las victorias y las derrotas. Me gusta la humildad del humilde, sea este un fracasado o un vencedor. Eso no importa. Se lleva dentro. Como un sello grabado en el alma. ¡Cuánto cuesta ser siempre humilde! Para llevar con paciencia las críticas. Y acoger con paz los halagos. Poco importa. La respuesta es la misma. El corazón humilde que mira conmovido, con algo de timidez, con una sonrisa honda, llena de luz, transparente. El humilde brilla en medio de los orgullosos. ¡Qué curioso! Creo a veces que delante del victorioso el humillado no destaca. Pero no es así. Admiro a los humildes. Pero a mí, ¡cuánto me cuesta serlo! Me lo propongo. No aprendo. Parece ser que el camino tiene que ver con las humillaciones. Aprendo a ser humilde cuando soy humillado. ¡Qué duro este camino! Decía el Papa Francisco: «La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo, ese es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo»[1]. Preferiría alcanzar la humildad sin tener que pasar por la humillación. Recibirla como una gracia, como un don. Me duele tener que ser humillado. No entiendo muy bien que sea el único camino, quizás sí el más rápido. Para ser humilde hay que abajarse, hacerse cercano a la tierra, al barro. En el silencio en el que me confronto con mis límites, con mi verdad, me humillo. Ahí miro a Jesús que me dice que me quiere como soy, en mi pobreza. Leía el otro día: «Si el hombre quiere imitar a Cristo, le basta con observar sus silencios. El silencio del portal, el silencio de Nazaret, el silencio de la sepultura sellada son un único silencio. Son silencios de pobreza, de humildad, de abnegación y de abajamiento en el abismo sin fondo de su kenosis, de su anonadamiento»[2]. Jesús fue humillado en silencio, sin buscar defensas, sin rechazar la humillación del anonadamiento. Fue despojado de todo sin decir nada. Fue abandonado sin resistirse. Yo rehúyo las humillaciones, las evito, me rebelo contra ellas. No quiero aparecer débil ante nadie. No quiero sufrir. Me duele que me humillen y me recuerden mis derrotas. O saquen a relucir todos mis defectos. Y me traten de acuerdo a mi debilidad reconocida y conocida. Es verdad que Dios ya me conoce. Sabe cómo soy por dentro. Ha visto mi corazón y su fragilidad. Y me sigue queriendo. Pero Él es Dios. Los hombre no tienen por qué saberlo todo de mí. No tienen por qué conocer mis flaquezas. Me da miedo que luego me traten de acuerdo a mi fragilidad. Eso no me gusta tanto. Me cuesta aprender la humildad a fuerza de humillaciones. Aprender a ser humilde sufriendo. Santa Teresa en «Las Moradas» me recuerda su importancia: «Mientras estamos en esta tierra, no hay cosa que más nos importe que la humildad. Jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza veremos nuestra suciedad». Miro a Dios y compruebo lo pequeño que soy. Y yo me creo a veces tan grande y poderoso. Me gustan los que triunfan, pero no me gusta el orgullo. Admiro a los humildes, pero no amo la humillación. Admiro al que asume voluntariamente un papel secundario pasando desapercibido. Al que no quiere destacar ante los demás de todo lo que sabe. Al que sabe callar y no habla nunca en exceso. Al que acepta las correcciones sin poner una mala cara. Al que no presume de lo que tiene ni se aferra a su orgullo defendiendo sus posturas. Al que sabe reírse de sí mismo y acepta con alegría que otros también lo hagan. Admiro a los humildes. En ellos el ego no triunfa, no se impone. Admiro su mirada afable y su deseo de reconocer que yo valgo más, que soy más importante que ellos. Me gustaría ser así y ceder siempre el lugar. Postrarme, renunciar a mi orgullo, quedarme en un segundo plano. Me gusta esa mirada humilde. La quiero para mí. Acepto que la humillación es el camino más rápido para ser humilde. El camino más despejado, más directo. Temo al vanidoso. Me cuesta aceptar al orgulloso. Al que habla siempre de victorias sin reconocer sus derrotas. Creo que la humildad es el camino que me ayuda a pedir perdón. Cuando he herido a otros. Cuando no he hecho las cosas como debía. Reconocer la propia culpa es un acto de humillación. Me humillo, me abajo, renuncio a mi posición de privilegio y acepto las críticas y condenas. Me hacen bien las humillaciones. Me hacen más necesitado de Dios. Sin Él nada puedo. Me siento tan pequeño y frágil a su lado. Un hombre impotente incapaz de gobernar su propia vida. La humildad me lleva a mirar a Jesús en mi necesidad. Sin Él no puedo caminar.
Experimento en mi carne con frecuencia la fragilidad. Me tientan el mal, el demonio, el mundo. Me tientan para no hacer el bien, para no amar. Es la huella de ese pecado original que me hace nacer dividido, roto por dentro: «Después que Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó: - ¿Dónde estás? Él contestó: - Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí. El Señor le replicó: - ¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer? Adán respondió: - La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí». Adán y Eva fueron tentados. Querían ser como Dios. Poderosos como Él. No estar sometidos a ninguna ley, a ninguna prohibición. No ser humillados nunca. ¿No es ese a veces el deseo de mi corazón? Veo en mí la dolorosa huella de esa ruptura tan honda. Quiero ser amado en lo más profundo de mi ser. Pero las decepciones, las heridas, las frustraciones, los fracasos, me han debilitado. Y de esa herida brota mi pecado. Mi discapacidad para amar. El P. Kentenich hablaba de esa herida, de esa debilidad que nos recuerda siempre que somos frágiles: «Debemos verificar dónde reside, en lo más profundo, el punto débil de mi naturaleza. Y si lo conozco, entonces sé cómo debo educarme hasta el fin de la vida. Jamás debemos pensar que hemos terminado con nuestra educación. El buen Dios me educa personalmente»[3]. De mi herida de amor brota mi pecado. Como del árbol prohibido. Dejo de hacer lo que es un bien para mí y para otros. Me convierto en esclavo de las seducciones del mundo yendo de un lado a otro como una barca a la deriva. Me dejo tentar por los vientos que me rozan. Y sigo los rumbos que otros me marcan. Me quiero hacer autónomo y libre de Dios huyendo como Jonás lejos de su alcance. Comenta el Papa Francisco: «Como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas. Tal vez nos resistimos a salir de un territorio que nos era conocido y manejable. Sin embargo, las dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia constante y renovadora»[4]. La tentación de la pereza, de la comodidad, del egoísmo. Como Jonás quiero esconderme en lo más oculto de la ballena donde Dios no me pueda encontrar. O desaparecer de su vista para no hacer lo que Él me pide. Lejos de los hombres que me abruman con sus exigencias. Lejos del bien que es exigente y pide que dé lo mejor que hay en mí. No quiero vivir en su presencia. La mayor tentación es querer ser como Dios. Querer ser todopoderoso. Saberlo todo, controlarlo todo. Huyo a menudo de mí mismo para no encontrarme con Dios. Volcado sobre el mundo me hago infértil. Porque no bebo de la fuente que es Él. Me asusta una vida en la que se me exija darlo todo hasta el último suspiro. Entregar mi corazón entero, sin restricciones. Me asusta tener que mantener siempre una actitud misericordiosa y bondadosa con el que más me necesita. Me tienta más no dar, y guardar para mí. Me tienta vivir sólo para mí y no para los hombres. Permanecer entero, a salvo, antes que romperme y partirme por dentro. Me duele el alma. Miro en mi interior. Veo mi debilidad más honda. La raíz de mis pecados. Compruebo mi verdadera falta de libertad. Mi miedo a amar hasta el extremo. La tentación de no depender de nadie y ser más libre, dueño de mi tiempo, de mi vida, de mi descanso. Miedo a amar de verdad. Miedo a mostrarme frágil. ¿Por qué es necesario reconocerme débil ante los hombres? No lo necesito. Puedo vivir aislado dentro de mí. Y ser feliz sin dar a conocer a nadie mi necesidad de dependencia. No quiero ser hijo. Tal vez sea la fuente de todos mis pecados. Me niego a ser hijo dócil a los deseos de un Padre que me ama. Esa negación mía es fuente de mis pecados. Me creo que yo solo puedo caminar, puedo luchar, puedo conquistar mares desconocidos. Miro mi alma enferma y me confronto con lo que no puedo hacer. Miro a Dios y me escondo lejos. Ese temor del hombre a dejarse ver por Dios. Pero si Él ya me conoce. Se me olvida que lo sabe todo. Y me pregunta: ¿Dónde estás? Y yo le cuento parte de la verdad. O busco excusas que suavicen mi pecado. Endulzo mis faltas. Disimulo mis caídas. No quiero mostrarme frágil ni siquiera ante quien lo sabe todo. También ante Él justifico lo que hago. Y pienso que Dios lo quiere. Que desea todo eso para que yo sea feliz. Comer del fruto prohibido. O de ese árbol que me hará ver las cosas como las ve Dios. Y lo primero que compruebo es mi propia desnudez. No logro saberlo todo, pero descubro que estoy desnudo. Que no tengo nada que me haga merecedor de un premio. Que mis méritos no valen nada. Me duele tanto mi infidelidad. Me escondo con miedo de mí mismo. No estoy vestido. Veo mi pobreza y me asombro, me asusto, me escandalizo. No soy capaz de mirar mi pequeñez con paz. Entonces escucho la voz de Dios dentro de mi alma. Me dice que me ama como soy. Que ve mi desnudez y la ama. Esa mirada de Dios es la que me sana, la que me salva y me hace capaz de amar. Es lo que quiero.
Creo que tengo dos posibilidades a la hora de mirar la realidad. Puedo verlo todo negro. Puedo ver el pecado, lo que falta, la corrupción, el abuso, el mal uso de un don, el desperdicio de una vida. Puedo quedarme en el lado más humano, mejor dicho, más mundano de la vida. En los entretelones grises que son la tramoya oculta de una obra que brilla. A veces me quedo con esa mirada tan humana, tan mundana, tan pobre. Me recreo en las caídas que provocan derrotas. Y amenazan con un futuro gris e incierto en el que todo está bajo sospecha. Nadie está libre de ser un corrupto, un embaucador, un mentiroso, un falso, un abusador, un encubridor. Puedo desarrollar mis dotes policiales para descubrir más basura oculta debajo de la alfombra. Más robos, más inmundicias. Puedo especializarme en contar a voz clara los entresijos ocultos de mil vidas que sólo Dios conoce. Puedo presumir de mi inteligencia y mi mirada clara que descubre el pecado sin ningún complejo. Y lo denuncia. Y lo saca a la luz para que el mundo aprenda, para que los que no tienen ojos, vean. Y entiendan que hay corrupción, y maldad, y pecado, y debilidad. Como si no lo supieran ya al mirar sus vidas. Pero quiero que todos lo sepan. Y no sé, así creo sentirme mejor. Pero es mentira. Esta opción no me hace feliz. Es la opción de quedarme en la crisis, en el fracaso, en lo que no funciona y denunciarlo. Convertirme en juez desde mi atalaya. No sé si esta mirada es la que más ayuda. Sé que hay pecado. Hoy escucho: «El Señor dijo a la mujer: - ¿Qué es lo que has hecho? Ella respondió: La serpiente me engañó y comí». El engaño y la caída. El pecado y la soledad del que peca. La oscuridad del mal que anida en el alma. Puedo tener una mirada gris. Y quedarme como el escarabajo pelotero recogiendo lo sucio del mundo. O puedo mirar con otros ojos la vida: «No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve, es transitorio; lo que no se ve, es eterno. Aunque se desmorone la morada terrestre en que acampamos, sabemos que Dios nos dará una casa eterna en el cielo, no construida por hombres». Quiero conservar una mirada pura e inocente. Una mirada que me permita ver el otro lado del tapiz, el que brilla, no el de los hilos enmarañados y sucios. No me quedo en el pecado que me recuerda de dónde vengo. Sino en la luz que brilla frente a mis ojos y me recuerda todo lo que estoy llamado a ser. La promesa de Dios que grita en mi pecho. No dudo de la bondad que llevo grabada en el alma. Puedo pensar bien. Puedo mirar bien. Puedo hablar bien. Puedo rescatar la luz que brilla en medio del lodo. Y creer en ese Dios que me ha llamado a reflejar su amor entre los hombres. «Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo»[5]. Lo hago torpemente pero con la firme convicción de que Él hace posible lo imposible en mi propia vida. Estoy llamado a crear espacios de cielo en los que se respire una alegría verdadera. Esa mirada pura es la que a mí me da paz. Hablar bien, pensar bien. El alma se ensancha. Y me hace soñar con las alturas y creer que la victoria es de Dios. Por encima del mal, de la tentación y la caída. Por encima de la debilidad de mi carne. Y de la flaqueza de mi espíritu. Dios ya ha vencido al demonio. Por eso creo en los milagros que hace Jesús con mi vida. Esos milagros que yo no veo y son ocultos. Los que a veces aprecio como un regalo inmenso. No estoy tan lejos del cielo como a veces temo. Está aquí presente, en mí, a mi lado. Decía el P. Kentenich: «Nos consideramos, de manera clarísima, una colonia del cielo, y contemplamos el más acá siempre a la luz del más allá. Un más allá que determinaba nuestra norma, nuestro ritmo de vida, nuestro dinamismo»[6]. Nuestra vida tiene una luz que da esperanza. Creo que es lo que falta a mi alrededor. Personas que hablen con esperanza. Que sueñen con un futuro mejor dentro de las incertidumbres que me rodean. Quiero hablar más del cielo aquí en la tierra. Conociendo lo que hay. Pero viendo lo que no se ve. La gracia oculta. Los milagros escondidos. La bondad que no parece brillar entre vidas mediocres. Quiero ser una luz que despierte las almas dormidas. Falta esperanza. Falta fe en un futuro mejor que yo mismo construyo. Si yo me quedo pegado en lo que no me gusta. Molesto, herido, enfadado. Si yo no construyo y no confío en lo que puedo hacer con mi vida, nadie lo hará por mí. Y el ambiente en el que me mueva tendrá siempre ese regusto de pantano. En lugar de ayudarme a tocar el cielo. Miro más allá de las apariencias que me disgustan. Miro el corazón humano y todo lo que puedo llegar a hacer. Si dejo que Cristo me tome y me haga suyo. Si dejo que por la herida abierta de mi costado entre Jesús y se quede conmigo. Y me llene de su amor, de su vida. Sólo así podré seguir luchando. Dando la vida.
Cada vez que toco a Dios en lo que me sucede, vuelvo a exclamar convencido: «Creo en ti, Señor». Creo en su amor cercano y presente. En mí, en las personas, en lo que me sucede. Me toca de forma especial el paso de Dios concreto y palpable. Toco su palabra hecha carne. Su fuego que me enamora y convence. Hoy escucho: «Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: creí, por eso hablé. También nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros. Todo es para vuestro bien». Todo es para mi bien, para nuestro bien. Creo, en medio de los claroscuros de la vida. Cuando no todo es nítido. Cuando el mal convive con el bien. La cizaña con el trigo. En medio de la vida llena de tentaciones y caídas. Llena de actos heroicos de entrega. De renuncias santas. De vidas consagradas. En medio del bullicio de la vida resuena el sí tímido del que se abandona en las manos de Dios. Un sí que deja un surco de fuego en medio del frío. Un vergel en medio del desierto. Un río que llena todo de vida. Una tormenta perfecta que todo lo anega. Ese sí que se rompe con la fuerza del sol saliendo entre las nubes. Ese sí del que ha creído. «Creí, por eso hablé». Quiero creer así. Al tocar a Dios en mi vida, en la de los otros, vuelvo a creer. Hay muchos que hoy pierden la fe. Al ver caer a aquellos en los que creían. Al ver el mal y el pecado. La oscuridad y la tentación. Dejan de creer en el poder de Dios. Se vuelven indiferentes. El otro día leía: «La indiferencia hacia Dios constituye la raíz de una forma de rebelión ruidosa. Esta rebelión es una ilusión que consiste en creer que podemos prescindir de Él para vivir mejor en este mundo. A partir de ahí, el silencio de Dios se convierte en un aliado casi objetivo, la prueba tangible de una humanidad sin Creador»[7]. Creo yo en la mano silenciosa de Dios actuando. No quiero ser indiferente ante el poder de su actuar, ante la fuerza de su amor. Veo el poder de Dios en obras. Lo veo en su silencio que cambia el corazón. Lo veo en las manos que consagran a un hombre sacerdote. Y lo dejan herido en medio de los hombres. Para dar a Jesús, para lavar los pies de aquellos a los que sirve. No quiero la indiferencia del que se lava las manos y no hace nada ante el mal. Sino la fe del que lava los pies sirviendo la vida que se le confía. En este mundo revuelto y sin rumbo. Caen las personas en las que creer. ¿De quién me puedo fiar? Casi ni de mí mismo. Me quedo pensando en el silencio de Dios. ¿En quién creo? Miro a Jesús oculto entre las sombras. Callado en la humildad de su carne herida. Desde el silencio de la cruz, desde donde me mira. Su voz callada que resuena dentro de mi alma herida. La Iglesia se construye sobre la fragilidad de hombres enamorados. Sobre corazones rotos que han caído muchas veces y han seguido luchando. Han vuelto a creer. No en sus fuerzas, sino en el poder infinito de Dios oculto entre sus manos. Callado en sus palabras. Presente en su mirada humana. En sus gestos toscos. Mi fe no se basa en el poder que yo tengo. Creo en lo que no veo con mis ojos de carne, sino con los del alma. Con mis ojos frágiles que se levantan una y otra vez para creer, para confiar. Me da miedo volverme indiferente. Dejar de creer en su poder. Leía: «El hombre se aleja de Dios porque ha dejado de creer en el silencio»[8]. Cuando Dios parece callar es como si perdiera todo su poder. Quiero creer más en sus silencios. Más en su actuar oculto allí donde no alcanza mi mirada. Esa fe ciega que ve lo que muchos no ven. Necesito que Jesús aumente mi fe. Necesito ir a Jesús cada día a pedirle su protección, su cuidado. Una fe en mi historia en la que Dios me ha hablado, me ha conducido, me ha guiado. Me gusta la bendición que Dios pronuncia sobre mí: «La bendición de ese Dios que va delante de mí para guiar mis pasos. En medio de mí para sostener mi cansancio. Detrás de mí para recogerme cuando caigo». Me atrae mucho ese Dios oculto detrás de mí mismo cuando el pan entre mis manos se convierte en su cuerpo vivo. El vino en su sangre derramada. Creo en lo que no es razonable creer. Esa es la fe que me permite creer en lo que no es posible. Si pudiera verlo con mis ojos de carne no necesitaría la fe para creer. Creo en las personas y en su bondad, aunque los hechos me muestren su pecado. Creo en el bien oculto en un corazón que parece movido por el mal. Creo en mí mismo cuando siento que no puedo llegar hasta la meta marcada. Estoy convencido de que lo importante no es la meta que sueño, sino el paso que doy con esfuerzo. Paso a paso. El camino me forma como hombre. Me hace más dependiente de Dios. Y más confiado en su promesa. Estará conmigo en medio de mi camino. No me dejará nunca aunque yo dude de mí. Todo es para mi bien. En ese poder confío. En el poder que viene de lo alto. En ese Dios que me da todo su amor. Y es fiel a su promesa.
No sé muy bien cuál es el peor de mis pecados. Me confundo y me confieso de lo que creo peor. O lo guardo oculto por miedo a la imagen que proyecto. Miedo al qué dirán, al qué pensarán. Decía el P. Kentenich: «Es un error cuando creemos en general que pecados contra el sexto mandamiento son los peores. Puede ser así en cierto sentido en tanto en cuanto estos pecados predisponen para muchos otros pecados. Pero en sí mismos no son los peores. ¿Qué es lo peor? La negación de Dios»[9]. La negación de Dios. La desconfianza absoluta en el amor de Dios. Hoy escucho: «Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo». Se refiere al pecado contra Dios. A negar a Dios y prescindir de Él en mi vida. Se trata del rechazo radical a la gracia que Dios ofrece para la conversión. La blasfemia contra el Espíritu Santo es presumir y reivindicar el derecho de perseverar en el mal y no creer en el bien que Dios puede hacer en mí. Es un rechazo al perdón que Cristo me ofrece. Es la obstinación contra Dios llevada hasta el final. Es negarse deliberadamente a recibir su misericordia. Se endurece el corazón. No tiene que ver con mi pecado, porque no hay pecado que no pueda ser perdonado. Es cerrarme a su mirada de misericordia. Dudar de que Dios me pueda perdonar. Como sucedió con Judas. No creyó en el perdón de Jesús. Pedro en cambio, tras negar, creyó en Jesús más que en sí mismo. Mi pecado mayor es cuando me alejo de Dios porque pienso que no tengo perdón, que no lo merezco. Me niego a creer en la misericordia, en su amor infinito. Pienso que no soy digno de su misericordia. ¿Cuándo merezco el perdón? Nunca. El perdón es un don, no un pago por un bien realizado. Mi orgullo puede llevarme a perseverar en mi lejanía. Me endurece. El camino es el contrario. Hacerme hijo de nuevo. Me vuelvo niño confiado. Me hago pequeño para mostrarme necesitado. El pecado del orgullo y de la soberbia me hacen creer que Dios no es necesario en mi vida. Me cierro al poder del Espíritu, el único poder que puede cambiarme por dentro. Me falta humildad. Necesito creer en la misericordia. Esa actitud supone abrirme a la gracia. Dejar que Dios me rompa por dentro en mi debilidad. Dejar que pase a ocupar el lugar que le corresponde en mi vida, el más importante. El amor a Dios me abre, me capacita para amar más. Comenta el P. José Kentenich: «Podemos decir que amamos a nuestro hermano a causa de Dios. Vale decir que, si en nuestro amor al otro hay elementos que pretenden separarnos de Dios, tales cosas no son del Espíritu Santo. Por otra parte, si creemos estar encendidos de amor a Dios y no somos cariñosos con los demás, estemos seguros de que ese amor a Dios no ha sido suscitado por el Espíritu Santo»[10]. El amor de Dios en mí me hace de nuevo. Quiero aprender a darle el poder a Dios sobre mi vida. Dejar que su Espíritu me penetre y me transforme por dentro. Y me capacite para un amor que sueño y del que no soy capaz. Dios me hace capaz con su don. Dios me hace más dócil a su voluntad. Es lo único que deseo. No quiero endurecerme. No soy yo el que se salva. ¿A quién le he dado poder sobre mi vida? Me preocupan tantas cosas y busco seguros que me aseguren el futuro. ¿Cuál es el poder del poder? El poder humano es tan frágil. Sólo si mi poder descansa en Dios tengo el corazón abierto a su Espíritu. Sólo si le dejo a Él tocarme con su fuego podré abrirme a su misericordia. Cuando me endurezco y cierro, acabo alejándome de Dios. Como si no creyera en su misericordia, en su amor.
Hoy llega su familia a buscar a Jesús. Llegan sus hermanos. Llegan a buscarlo cuando Él está predicando. Llegan hasta Él. Quieren hablar con Él. Lo buscan. Sospechan de Él: «En aquel tiempo volvió Jesús a casa y se juntó tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales». Piensan que no está en sus cabales. Esa afirmación me impresiona. Piensan que está loco, fuera de sí. Me sorprende, pero sólo en parte. Porque Jesús no actúa como actúan todos los jóvenes de su época. No hace lo que hacen todos. Se sale de la norma. Actúa de una forma nueva. Se despiertan las sospechas. Habla con fuerza. Reúne a otros hombres en torno suyo. Una comunidad. Milagros. Muchos seguidores. Hace signos visibles del poder de Dios. Perdona pecados. ¡Cómo no creer que se ha vuelto algo loco! Sana enfermos y libera a los endemoniados. Su familia, los más cercanos, piensan que está fuera de sí, que está enfermo. Quieren tal vez llevarlo de regreso a Nazaret, protegerlo y protegerse. Puede que tengan miedo. Quizás quieren salvar la imagen de la familia. No aceptan todo lo que hace uno de los suyos. Me sorprende esa mirada sobre Jesús. No creen tal vez en la misericordia de Dios. En el amor infinito que me salva. No creen que Jesús sea Dios de verdad. Era el hijo de un carpintero. Temen por su vida. Son la familia de aquel que parece estar loco. Jesús hoy no se incomoda al oír hablar de su familia. Conoce sus dudas y sus miedos. No hace caso y sigue predicando. Pero entonces insisten: «Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: - Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan. Les contestó: - ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y paseando la mirada por el corro, dijo: - Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». Su madre y sus hermanos. María no piensa que está fuera de sus cabales. Pero tal vez teme por su vida. Quiere protegerlo. Quiere que salga. Y entonces Jesús habla de la actitud del discípulo. El que cumple la voluntad de Dios. El que escucha el querer de Dios y lo hace vida. Ese es de su misma sangre. Yo puedo llegar a ser familia de Jesús si hago lo que Dios quiere de mí. Y no me dejo tentar por el demonio. Y no me dejo llevar lejos de Dios. Y no me endurezco. Jesús me necesita a mí. Quiere que lo siga, que esté con Él para cambiar el mundo. Me necesita en mi pobreza, en mi debilidad. No le importa mi perfección. No desea que no cometa errores. Sabe que los voy a cometer. Pero quiere que me abra a la misericordia. Soy su familia cuando deseo hacer siempre su voluntad aunque caiga, aunque no haga siempre lo que me pide. Dios tiene misericordia. Es paciente con mi miseria. Decía Santa Teresa de Calcuta: «Sí, tengo muchas debilidades humanas, muchas miserias humanas. Pero Él baja y nos usa, a usted y a mí, para ser su amor y su compasión en el mundo, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras miserias y defectos. Él depende de nosotros para amar al mundo y demostrarle lo mucho que lo ama». Me gusta mirar así mi vida. Dios sí está en sus cabales. Soy yo el que me cierro tantas veces a la salvación y pierdo mi juicio. Quiero hacerlo todo bien pero no puedo. Y me lleno de ansiedades y de miedos. No confío, quiero ser perfecto. Y me alejo de Dios. No creo en su misericordia. No creo que pueda hacer conmigo una gran obra. ¡Me siento tan pequeño! Me gustaría ser como Dios. Pero soy hombre empecatado y pobre. Necesitado de misericordia. Humillado. Saber que Dios depende de mí para regalar su amor me turba. Me siento tan incapaz. Yo soy su madre, su hermano, su familia. Soy yo aquel en quien Él se hace presente. En mis manos su cuerpo, en mi voz su perdón, en mis gestos torpes su amor infinito. Él me necesita. Soy de los suyos, de su sangre. Pero no porque lo haga todo bien. Sino porque me ha llamado y me ha dicho que me ama. Y yo quiero entonces hacer vida en mí lo que Él me pide. Lo que Él sueña para mí. Ese consuelo me levanta cada mañana, me anima, me da fuerzas. Me hace mejor persona. Saca lo mejor que hay en mi alma enferma. Me alegra creer que mi pecado no me limita, no me ata, no me priva de su amor. Sólo cuando dejo de creer en su misericordia es cuando muero. Sólo cuando veo la oscuridad y me quedo en ella, me endurezco. Sólo cuando me atormento pensando que no tengo fuerzas para caminar. Hoy confío en su amor inmenso.



[1] Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75
[3] J. Kentenich, Desiderio desideravi, 1963, conferencia 59
[4] Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate
[5] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
[6] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[7] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[8] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 37
[9] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[10] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

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