Pobreza
– Bienaventuranzas
Padre Nicolás Schwizer
N° 158 – 1 de julio de
2014
Las bienaventuranzas de Jesús nos presentan el
programa del Reino de Dios. Son como las condiciones para la entrada en ese
Reino nuevo, que Cristo inaugura ya en la tierra. Sobre todo la primera, la de
la pobreza, es muy decisiva para ser un cristiano auténtico.
“Felices los pobres, felices los pobres en el
espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
No hay entrada para nosotros en el Reino de Dios, si
no somos pobres de espíritu. Porque la pobreza es la primera condición para ser
accesible, permeable a Dios. Ella es el punto de partida de la vida cristiana.
Si no somos pobres espiritualmente, no estamos en la fe.
Sabemos que la pobreza de alma no es una cuestión del
dinero, sino una cuestión del corazón. El hecho de que no se posea dinero, no
es de por sí una virtud. No se puede poseer ni un centavo, pero tener la
actitud del rico.
Se puede también ‑ si bien raramente ‑ poseer muchos
bienes y tener la actitud del pobre.
La pobreza evangélica es una actitud espiritual, y
todos somos invitados a ella ‑ prescindiendo de nuestros bolsillos.
¿Cuál es, entonces, la actitud de pobreza espiritual?
El pobre está dispuesto a dejarse poner en duda,
dejarse cuestionar por Dios, siempre de nuevo. Él acepta dejarse arrojar de sus
posiciones, de sus estructuras, de sus principios, de todo lo que le es propio.
Felices los que están convencidos de que nadie es dueño de sí mismo y que Dios
puede pedirlo todo.
Abraham escuchó la Palabra de Dios, creyó en
ella, abandonó su país, el sitio cómodo donde vivía, dejó sus bienes, sus
hábitos, su pasado, y se puso en camino. Y partió, “sin saber a donde iba”
(Hebr 11,8) – “señal infalible de que estaba en el buen camino”, como indica
San Gregorio de Nicea, uno de los Padres de la Iglesia.
El pobre se da cuenta de que depende totalmente de Dios. Tiene el sentido de su
limitación humana. En el fondo, cada hombre ‑ tal vez sin saberlo ‑ es un
pobre.
Y la pobreza material es
bienaventurada porque es el signo visible de una pobreza mucho más profunda y
universal: nuestra pobreza moral, nuestra fe miserable, nuestro amor raquítico.
Todos somos pobres ante Dios, con nuestra culpa, nuestra miseria, nuestra deficiencia
‑ pero no todos lo reconocemos ante Él.
Sólo aquel que conoce y
reconoce su debilidad y pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en Él,
espera todo de Él, busca su protección poderosa. En esa actitud de pobreza
espiritual se vacía de sí mismo. Y porque está abierto y disponible para Dios,
hay lugar para la acción divina. Es lo que nos promete el profeta Sofonías en
la primera lectura: “Yo dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, y ese
resto de Israel pondrá su confianza en el nombre del Señor”.
Y cuando nos imaginamos que
ya no tenemos necesidad de Dios, cuando estamos satisfechos de nosotros mismos,
de nuestros conocimientos, de nuestras prácticas religiosas, de que no deseamos
nada más, cuando no esperamos ya nada de Dios - entonces somos ricos. Creo que
no hay pecado mayor que el de no esperar nada de Dios. Porque si no esperamos
nada de Dios, es que ya no creemos en Él, es que ya no lo amamos.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Qué espero
de Dios?
2. ¿Qué
entiendo por pobreza espiritual?
3. ¿Me
considero un bienaventurado?
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