domingo, marzo 27, 2011

III Domingo Cuaresma
"Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva» Éxodo 17, 3-7; 3, 1-7; Romanos 5, 1-2. 5-8; Juan 4, 5-42 27

Marzo 2011 * Padre Carlos Padilla Esteban

“GOLPEARÁS LA PEÑA, Y SALDRÁ DE ELLA AGUA PARA QUE BEBA EL PUEBLO”

Hay quien piensa que la vida son dos días y hay que aprovecharla. Hay otros que sobreviven tratando de levantar la cabeza cada mañana para no caer en el desánimo. ¿En qué grupo estamos? El otro día leí una frase interesante: “Que nuestra vida no se ciña a escapar del aburrimiento o una huida hacia delante. Aceptemos la realidad tal y como es y luchemos por mejorarla”1.

Aceptar la realidad tal y como es no parece una tarea tan fácil. Porque a veces no somos capaces de descubrir nuestra verdad. Y no logramos profundizar en nuestra vida interior, no nos conocemos. Nos quedamos en las apariencias y no sabemos cómo son realmente las cosas. En cualquier caso, aceptar significa darle el sí con el corazón a las cosas que no nos gustan de nuestra vida. Es cierto que algunas se pueden cambiar, por eso tenemos que luchar por mejorar nuestra realidad. A veces pensamos que no es posible, que hay hábitos, vínculos y realidades que son como piedras monolíticas que nunca podremos alterar ni lo más mínimo. Creo que no siempre es así.

Cuando abrimos nuestra vida a alguien que nos escucha, empezamos a descubrir nuevos puntos de vista y nuevas perspectivas. Aunque también es cierto que hay cosas de nuestra forma de ser, de nuestra historia, de nuestra forma de verlo todo, que no van a cambiar nunca, hagamos lo que hagamos.

Aceptar la realidad con sus dificultades y cruces, aceptar lo que nunca va a cambiar, aceptar las diferencias que van a existir siempre, o los comportamientos que no tienen por qué cambiar, es parte de un proceso de maduración en nuestro crecimiento personal.

Coincidiendo con la fiesta de la Anunciación la iglesia en España ha lanzado una invitación a luchar por la vida: “La vida es un regalo”, “la vida siempre es digna”, “la enfermedad te hace más humano”, “tu vida es tuya pero no te pertenece” y acabando con una pregunta: “Siempre hay una razón para vivir.

¿Cuál es la tuya?” ¿Cuál es la razón que nos mueve para vivir cada día, para luchar al levantarnos, para hacer frente a las desgracias, a las cruces, a las enfermedades? ¿Cuál es el deseo del corazón que mueve nuestra vida? Porque el deseo es la fuente de nuestra vida. El mundo quiere lograr que el corazón desee sólo la comodidad y viva el presente sin pensar en la eternidad; quiere que dejemos de valorar la vida cuando se hace incómoda o parece una carga o nos saca de nuestra comodidad y de nuestros planes.

Nos olvidamos de lo esencial, desoímos la voz que grita en nuestro interior y que nos habla de la eternidad, buscamos otras razones para vivir no tan importantes. Si dejamos de buscar lo infinito, todo se hace relativo, todo depende de los propios deseos, todo deja de tener un sentido definitivo para la vida. El corazón se mueve por deseos que lo hacen ponerse en camino, por eso buscamos razones para vivir. Por eso la sociedad actual trata de despertar en el corazón del hombre nuevos deseos que lo lleven a consumir más, a comprar nuevas cosas, a pensar que, en todo lo que la publicidad ofrece, está la verdadera felicidad.

El deseo nos mueve a buscar lo que no tenemos, lo que pensamos que nos va a colmar, aunque luego nos deje vacíos.

Tratamos de satisfacer todas nuestras necesidades por todos los medios. Leía hace poco: “Hay quien vive el deseo con tanta intensidad que ahoga aquello que anhela. ¡Qué tristeza me producen aquellos que siendo jóvenes ya sólo tienen pasado!”2.

Vivimos en una sociedad de deseos satisfechos. Si tienes hambre, come. Si tienes sed, bebe. Si deseas tener, compra. Nos creamos cada día necesidades nuevas, o nos las crean los que nos rodean. En esa búsqueda por colmar todo deseo nos puede pasar lo que decía el protagonista de las Crónicas de Narnia: “Llevo mucho tiempo anhelando lo que se me quitó y no valorando lo que se me dio”.

Dejamos de disfrutar el presente y vivimos soñando con mundos que no poseemos. Deseamos más poder y más bienes, queremos alcanzar lo que aún no tenemos, y así dejamos de valorar lo que ya es nuestro. El deseo nos hace estar insatisfechos y seguir buscando.

¿Dónde desea ir el corazón? Lo cierto es que hoy buscamos continuamente los cambios, menos aquellos que nos exigen un esfuerzo. Buscamos el móvil con las mejores prestaciones y lo cambiamos cuando sale otro mejor.

El otro día pensaba que si nos ofrecieran un móvil que fuera a durar 20 años no nos gustaría mucho. Pensaríamos: “¿Qué haremos cuando surjan móviles más modernos con más prestaciones?” El deseo se contagia por envidia. El último modelo de coche, el ordenador más liviano, con más memoria y más veloz, el último avance en tecnología.
Nos auto engañamos pensando: “Es necesario para la vida”. Todo se cambia sin preocuparnos demasiado. Reparar es demasiado caro. Compramos para poco tiempo, sabiendo que no muy tarde volveremos a comprar. Y seguimos aceptando cambios. Cuando nos ofrecen una actualización para algún programa de nuestro ordenador o móvil siempre decimos que sí, llenos de confianza, porque no queremos quedarnos anticuados. Seguimos las indicaciones y ya está, no cuestionamos las ventajas, no rechazamos los cambios. No comprendemos hasta qué punto los últimos avances nos llenan de verdad. Pero parece que hay que decir que sí a todo lo nuevo, porque así pensamos que todo va a funcionar mucho mejor.

¿Será cierto? Cambiar por cambiar, lo nuevo a cambio de lo viejo. El agua de otras fuentes nos parece más fresca para quitarnos la sed. La estabilidad en la vida nos parece algo monótono. Pensar en estar en un mismo lugar toda la vida es algo extraño. Las cosas que duran mucho nos aburren.

Nos cuesta comprometernos en el amor. La fidelidad para siempre en el matrimonio parece inconcebible. Querer a una sola mujer o a un hombre, llenos de defectos y límites, para toda la vida, parece locura. Hoy muchos jóvenes buscan parejas transitorias, que no comprometan, amistades que no exijan. En cuanto piensan que el vínculo va en serio, buscan algo nuevo y diferente.

La mujer samaritana que habla hoy con Jesús había tenido 5 maridos: “Él le dice: -Anda, llama a tu marido y vuelve. La mujer le contesta: -No tengo marido. Jesús le dice: -Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”. Y ella seguía teniendo sed. Aquel con el que ahora estaba, que no era su marido, parecía no apagar su sed. Seguía con sed de un amor verdadero y cálido. Estaba herida; la herida le hacía tener una sed honda y profunda.

El nombre de los deseos puede cambiar, pero la sed permanece, no se va. La samaritana junto al pozo deseaba no volver a tener sed: “La mujer le dice: -Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”. A veces nos gustaría no volver a tener sed, para no tener que esforzarnos más en saciarla. Los deseos nos mueven y buscan continuamente ser saciados, no tenemos paz y no nos dejan tranquilos. Mientras tanto, la sed más profunda, esa sed del alma a la que no ponemos nombre, no acaba de quedar satisfecha. El deseo continúa porque es infinito.

Decía Benedicto XVI: “El hombre aspira a una alegría infinita, quisiera placer hasta el extremo, quisiera lo infinito. Pero donde no hay Dios, no se le concederá, no puede darse. Entonces el hombre tiene que crear por sí mismo lo falso, el falso infinito”3. Y ese infinito falso, porque es finito, no sacia. Aunque suscribimos la petición de la samaritana, sabemos que la sed va a seguir siempre. Es una sed insaciable, una sed que nos hace probar cosas nuevas, una sed que no quiere dejarnos tranquilos. Y así nuestros deseos corren el peligro de dejarse llevar sólo por lo atractivo que tiene lo nuevo, lo desconocido.

Sin embargo, cuando se trata de cambiar nosotros, cuando los cambios tienen que ver con nuestra vida, con ese corazón nuestro que está endurecido y cerrado, nos complicamos. Entonces ya no nos gustan tanto los cambios, porque cambiar duele. El corazón tiene sed, pero muchas veces se endurece con facilidad y no quiere abrirse.
Hoy hemos rezado en el salmo: “Ojalá escuchéis hoy su voz. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9.

El mismo Moisés se desespera al ver la dureza del corazón del hombre: “Clamó Moisés al Señor y dijo: -¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen”. A nuestro alrededor vemos con frecuencia esa dureza del corazón. Muchos corazones se apartan de Dios.

Dice Enrique Rojas: “Expulsar a Dios de la vida personal, sólo porque está de moda y se lleva, no hace más libre a las personas ni a la sociedad. Eso sólo lleva a lo que estamos viviendo hoy: un vacío espiritual enorme”. Muchas personas viven de espaldas a Dios tratando de calmar su sed en un mundo que no llena el alma. Tienen el alma vacía. Nosotros mismos nos endurecemos y nos negamos a romper nuestros muros y damos la espalda a Dios porque nos aburguesamos.

Es necesario romper ese corazón nuestro que se niega al cambio. Sólo sucede si salimos de nuestra comodidad.

Por eso dice el Padre Kentenich: “Las épocas más felices de la historia son las más movidas y motivadoras. ¿Sabéis por qué? Porque en ellas somos apartados de la hartura burguesa, nos desprendemos de las cosas y no buscamos la seguridad allí donde no debemos buscarla”4.

Nosotros vivimos ahora tiempos revueltos. Sabemos que no podemos confiar en las seguridades humanas y no podemos controlarlo todo. Sabemos que sin Dios el vacío permanece, como lo comenta Benedicto XVI: “Los hombres reconocen que, si Dios está ausente, la existencia se enferma y el hombre no puede subsistir; que necesita una respuesta que él mismo no es capaz de dar”5.

Necesitamos buscar a Dios sin conformarnos. El corazón no se sacia con cualquier fuente. El agua del mundo no colma lo más hondo de nuestra vida. Jesús no nos impone su agua, por eso su vida es don. Jesús tiene sed y se detiene junto a un pozo. No viene a imponer el agua de su entrega, se muestra débil y necesitado, es Él el que tiene sed y pide agua. Jesús siempre tiene sed, pero su sed es distinta a la nuestra.

Nosotros buscamos siempre algo más, algo nuevo y nunca estamos contentos. La sed del Señor tiene que ver con nosotros. Necesita nuestra vida, nuestro sí, nuestra entrega: “En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: - Dame de beber.
Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida”. Jesús muestra su debilidad y se hace menesteroso, necesitado. Jesús se detiene aquel día y pide de beber. Era mediodía. Hacía sol.

Jesús comprende que el hombre tiene una sed profunda. Hoy lo hemos escuchado al recorrer la historia de Moisés: “En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: -¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?” El pueblo de Israel había anhelado una tierra que todavía no poseía y, mientras tanto, estaba perdido en el desierto. Recordaban con nostalgia la comida y la bebida de Egipto, su tierra de esclavitud. Era cierto que habían sido esclavos y ahora eran libres.

Muchas veces, sin embargo, la esclavitud parece más llevadera. Hay seguridad, comida y bebida, los sentidos quedan satisfechos y la vida tiene un sentido cierto, aunque limitado. El desierto refleja la libertad pero también el hambre y la sed. ¿No será que en el fondo del corazón deseamos seguir siendo esclavos?

La salvación llega siempre, aunque nuestro corazón parezca cerrado. Basta con tener el deseo de cambiar. Basta con reconocer la sed que tenemos. Incluso aunque a veces el corazón no desee ningún cambio.

Hace poco una persona decía: “¡Cómo Dios puede obrar maravillas con un corazón cerrado herméticamente y sin ningún interés de apertura y desbloqueo! ¡Cómo ha sabido Dios tocarlo a través de la mejor maestra y educadora, María nuestra Madre!” Es cierto, María logra romper barreras y seguros. María, en su sencillez y humildad, nos llega a lo profundo. La humildad es el camino de la salvación. La humildad de María se convierte en exigencia en nuestra vida. Igual que la humildad de Jesús pidiendo agua a quien tiene sed.

Decía San Bernardo sobre María: “Imitad al menos su humildad. La humildad es más necesaria que la virginidad, si una es aconsejada, la otra es prescrita, y si se os invita a guardar la una, es un deber practicar la otra. Uno puede salvarse sin la virginidad, no sin la humildad”. María, virgen y fiel, destaca por su humildad. En su humildad y sencillez está el camino de la salvación.

Es necesario descubrir el camino de la santa humildad. Dios colma la sed cotidiana, pero la sed más profunda vuelve a despertarse inmediatamente. Él quiere que el anhelo de infinito no se apague nunca. Calma la sed y el hambre del hombre, para que siga caminando y buscando lo eterno. Dios piensa que cuando hemos saciado los deseos naturales, el hambre y la sed, entenderemos que su Espíritu está con nosotros, lo descubriremos entre nosotros. En esos momentos seguiremos sintiendo sed, permaneceremos insatisfechos.

El anhelo de infinito será siempre más grande. La samaritana comienza su diálogo con el Señor sin comprender, pero creyendo que ella puede ayudar a aquel hombre necesitado: “La samaritana le dice: - ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? Porque los judíos no se tratan con los samaritanos. Jesús le contestó: -Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. La mujer le dice: -Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; Jesús le contestó: -El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

Jesús no tiene cubo, pero le ofrece un agua nueva que es capaz de calmar la sed más profunda. Ella tiene sed, una sed que pasa y vuelve. No sabe qué don le quitará la sed para siempre. Sólo sabe que tiene sed. Jesús le ofrece el agua verdadera que si la recibe brotará de ella como un surtidor de agua en su mismo corazón. Es la promesa de Dios. Jesús se muestra como profeta y revela con claridad hacia dónde caminamos.

Los hombres siempre buscamos tener la razón y nos aferramos a nuestros puntos de vista. Creemos que nuestra forma de entender la vida y nuestra manera de vivir a Dios es la correcta y la única; por eso nos alejamos de aquellos que viven de forma diferente.

Construimos a partir de nuestra experiencia, de lo que hemos vivido y nos cuesta aceptar otras formas: “La mujer le dice: -Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén. Jesús le dice: - Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así.

Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad. La mujer le dice: -Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo. Jesús le dice: -Soy yo, el que habla contigo”.

Cristo viene a unir. En Él las cosas adquieren un nuevo sentido. Él une porque en su espíritu es posible vivir con un sentido. Jesús no se aleja de la samaritana por ser de Samaria. Habla con ella siendo mujer. Y le ofrece una agua que calmará su sed para siempre. Jesús colma nuestra vida y nos une, salta por encima de nuestros prejuicios.

Sin embargo, los discípulos no están tan abiertos y no logran entender la actitud de Jesús: “En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: -¿Qué le preguntas o de qué le hablas? Mientras tanto sus discípulos le insistían: -Maestro, come. Él les dijo: -Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis. Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra”. Ellos no comprenden.

Las palabras de Jesús y sus obras desconciertan. Sobre todo a aquellos que tienden a encasillar a Dios. Los que ya creen, los que se sienten salvados, los que hablan de su propia santidad pensando que Dios los necesita; aquellos que han construido todo sobre bases seguras. Ellos no son capaces de entender el actuar de Dios. No entienden que Dios pueda abrir fuentes allí donde sólo hay roca.

Hoy lo escuchamos: “Respondió el Señor a Moisés: -Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo. Y puso por nombre a aquel lugar Masa y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: -¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” Éxodo 17, 3-7.

Dios despierta la vida desde la muerte y logra sacar agua en el desierto. Esa verdad nos conmueve porque pensamos entonces que Dios puede hacer algo con nosotros, cuando nos sentimos débiles y pequeños. Él sabe que puede utilizarnos para saciar la sed de muchos. Tenemos mucha agua y corremos el peligro de guardarnos el don recibido. Sabemos que el agua se estanca y se pudre si no hacemos que corra; y se seca cuando no es recibida.

Mientras tanto, aquellos que no conocían a Jesús, aumentan su fe: “La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: -Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías? Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: - Me ha dicho todo lo que he hecho. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: -Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo”. Juan 4, 5-42.

Aquellos que no creían en Él porque no lo habían visto comienzan, sin embargo, a creer. Ellos no poseían el templo, no eran del pueblo escogido, pero son escogidos por Jesús. Él se queda con ellos y realiza signos. Para ellos llega la salvación. Jesús no espera a que le busquen, Él se abaja para buscarnos siempre.

Dice San Agustín: “Buscabas, acaso, un monte para orar con el fin de estar más cerca de Dios. Pero el que habita en lo alto se acerca a los humildes; luego, desciende para que asciendas. ¿Quieres orar en el templo? Pues ora en ti, mas primero sé templo de Dios”.

Jesús se hace pequeño para llegar a nosotros, para saciar nuestra sed de infinito. La salvación llega por la confianza. La mujer confía en Jesús sin conocerlo y sus conciudadanos confían en la mujer. Cuando confiamos en las personas avanzamos. Cuando confiamos en Dios dejamos que Él haga milagros en nosotros.

Una publicidad de un banco expresa la actitud de un niño que bucea gracias a su padre. Decía la publicidad: “Confiar te hace llegar más lejos”. Ese niño, abrazado a su padre, llegaba más lejos. Nosotros, cuando nos hacemos niños confiados, avanzamos mucho más en el camino y vencemos la gran tentación de la autosuficiencia.

Dice hoy S. Pablo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, Cristo murió por los impíos; la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”. Romanos 5, 1-2. 5-8.

Se trata de ese amor que sacia, que colma nuestra sed de infinito. Necesitamos recibir el amor de Dios, el agua nueva. Le pedimos a Dios que nos colme y no nos deje acostumbrarnos a vivir lejos de Él. Queremos ser un surtidor de agua viva para tantos que tienen sed.

1 Javier Urra, “¿Qué se le puede pedir a la vida?”, 161
2 Javier Urra, “¿Qué se le puede pedir a la vida?”, 155
3 Benedicto XVI, “Luz del mundo”, 74
4 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 298
5 Benedicto XVI, “Luz del mundo”, 75

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