domingo, marzo 13, 2011

I Domingo Cuaresma
Génesis 2, 7-9; 3, 1-7; Romanos 5, 12-19; Mateo 4, 1-11

«Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo »

13 Marzo 2011
P. Carlos Padilla Esteban

“POR LA OBEDIENCIA DE UNO TODOS SE CONVERTIRÁN EN JUSTOS”

Hay una ley de la espiritualidad india que dice: "En cualquier momento que comience es el momento correcto". Porque todo comienza en el momento indicado, ni antes, ni después, justo cuando tiene que comenzar. Parece una verdad de Perogrullo, aunque muchas veces se nos olvida. Cada día tiene su afán; las cosas ocurren cuando tienen que ocurrir y no cuando las esperamos o programamos. Somos impacientes y nos gustan que las cosas sucedan cuando nosotros decidimos. Somos caprichosos y nos gusta que todo sea como lo hemos pensado. Pero la vida no es así aunque nos empeñemos. No podemos adelantar la hora, no podemos forzar la vida. Las hojas caen cuando les llega el tiempo y las flores nacen cuando corresponde. Y nosotros perdemos tantas fuerzas intentando controlarlo todo. No podemos adelantar ni retrasar nada. Sólo podemos aprender a vivir.

Siguiendo con la reflexión, está claro que el tiempo corre de forma más rápida o más lenta dependiendo de las personas y las circunstancias. Decía William Shakespeare:
"El tiempo es muy lento para los que esperan; muy rápido para los que tienen miedo, muy largo para los que se lamentan y muy corto para los que festejan”. El tiempo es lo único que podemos contabilizar y medir, la eternidad se nos escapa. Lo reducimos a horas y minutos, lo encerramos en relojes. Pero va más lento o más rápido dependiendo del estado del alma. Hacemos planes contando con el tiempo, cuando nadie nos lo ha prometido. Esperamos que ocurran cosas, que lleguen días. El pasado se hace pronto recuerdo. El futuro deja de serlo al hacerse presente. El presente es lo que nos queda, pero pasa levemente entre las manos. Un leve suspiro. Leía hace poco: “Nadie ha podido regresar y hacer un nuevo comienzo, pero cualquiera puede volver a comenzar ahora y hacer un nuevo final". Aquí está el verdadero sentido de nuestra vida. Siempre podemos volver a comenzar sin miedos. A veces tenemos que derrumbarnos o tienen que derribarnos para poder volver a construir sobre firmes cimientos. Nos apegamos a las formas y a las rutinas, a nuestros miedos y defensas. A veces construimos sobre arena, porque es más fácil. La roca nos parece imposible de trabajar. Entonces los cimientos se desploman ante cualquier temblor. Queremos volver a comenzar. Siempre de nuevo. Es la oportunidad que se nos regala en la Cuaresma. Aunque nos dé miedo. Tenemos tiempo.

Pero los cambios duelen
. ¿ES POSIBLE LA CONVERSIÓN? Cambiar exige demasiado. Desandar el camino recorrido, desaprender los hábitos adquiridos, dejar de lado las costumbres hechas carne. ¿Por qué? ¿No puede Dios hacerlo todo de nuevo sin tanto esfuerzo? S. Juan Bosco le decía en un sueño al Señor: “¿Quién es usted para ordenarme estas cosas imposibles?” Y Él le respondía: “Justamente, porque estas cosas te parecen imposibles debes hacerlas posibles, obedeciendo y adquiriendo sabiduría”. Y él, sin respuestas, volvía a preguntar: “¿Cómo adquirir sabiduría?” Y el Señor le decía: “Te daré una institutriz. Con su ayuda podrás llegar a ser sabio”. Y entonces surge una duda, un atisbo de desconfianza: “¿Pero quién es Usted?” Él responde: “Yo soy el Hijo de esa Mujer a quien tu madre te ha enseñado a orar tres veces por día. Mi nombre pregúntaselo a mi Madre”. Una Madre que nos enseñe la verdadera sabiduría. Que nos enseñe que los cambios son posibles y no meras ilusiones. El camino se aprende obedeciendo. Una Madre que nos saque de la rutina, de la comodidad y del aburguesamiento. No nos gustan los cambios. Nos molestan las críticas. Nos violentan las personas que nos exigen otras actitudes. Queremos seguir como estamos. Tal vez no nos molesta tanto la insatisfacción permanente del alma que busca, que quiere más, que no se conforma. Pero cambiar a base de golpes no nos resulta confortable. ¿Y dejar la vida en manos de Dios para que la transforme? ¿Y dejarnos hacer por nuestra Madre pronunciando un sí humilde?

ESTAMOS SIEMPRE EXPUESTOS A LA TENTACIÓN.
Es la experiencia que relata el Génesis tratando de comprender el corazón humano. La gran tentación del hombre aparece descrita: se trata del deseo de ser como Dios. “El Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida, en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal. La serpiente era el más astuto de los animales del campo que el Señor Dios había hecho. Y dijo a la mujer: « ¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?» La mujer respondió a la serpiente: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; solamente del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: "No comáis de él ni lo toquéis, bajo pena de muerte."» La serpiente replicó a la mujer: «No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal.» La mujer vio que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable, porque daba inteligencia; tomó del fruto, comió y ofreció a su marido, el cual comió. Entonces se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron”. Génesis 2, 7-9; 3, 1-7. Es un relato que refleja la fuerza de la tentación en el hombre. Por un hombre llega el pecado: “Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron. Porque, aunque antes de la Ley había pecado en el mundo, el pecado no se imputaba porque no había Ley. A pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que había de venir”. Nos damos cuenta del poder de nuestras acciones. Por un hombre entró el pecado y por un hombre la salvación. Cristo quiere que nuestros actos contribuyan a traer la paz y la salvación al mundo. Nos necesita.

Es necesario que profundicemos en LA FUERZA DE LA TENTACIÓN. La serpiente tienta al hombre cuando está solo
, cuando se siente más débil. Dice el Evangelio: “En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”. Aprovecha que la mujer está sola para tentarla. Aprovecha la soledad del Señor para tentarlo. Dice San Juan Crisóstomo: “Cuanto mayor es la soledad más tienta el diablo. Por ello tentó a la primera mujer cuando estuvo sola, sin su marido. De donde se le dio ocasión al demonio para que tentase. Por ello fue conducido al desierto”. Con frecuencia es así en nuestra vida. En soledad nos experimentamos más débiles y notamos más fuerte la tentación. La tentación de Jesús nos hace más comprensible nuestra propia tentación. Jesús, en su poder, semejante a nosotros menos en el pecado, sintió el poder de la tentación. A Jesús le atrajo el bien que el diablo le prometía. ¿Acaso no es un bien el pan? ¿O el hecho de lograr que el Reino esté presente para siempre en el mundo? Los caminos que ofrece el diablo son tentadores. La tentación siempre tiene atractivo. No nos resulta difícil rechazar el mal en sí mismo cuando supone un mal para nuestra vida. La tentación es sutil. El diablo nos ataca en nuestras fuerzas, precisamente allí donde está nuestra debilidad.

La serpiente plantea una pregunta que confunde:
« ¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?» Dios no había prohibido comer de cualquier árbol, sólo había prohibido uno. Así es en nuestra vida. La tentación no surge cuando podemos comer de cualquier árbol, la tentación surge cuando sólo un árbol está prohibido.
Siempre nos atrae lo que no tenemos; nos comparamos y deseamos poseer lo que está fuera de nuestro alcance. Así es en el mismo camino vocacional que cada uno recorre. El otro día una niña le preguntaba con inocencia a una monja: ¿Qué echáis de menos dentro del convento? La monja respondió que nada, que Dios se lo daba todo. Otra monja, algo más realista, dijo que sí, que echaba de menos cosas que podía disfrutar en su país de origen, justo lo que no podía tener. Todo camino tiene sus renuncias, en toda elección dejamos otros gustos posibles fuera. La posibilidad de comer de cualquier árbol del jardín queda oscurecida por el poder de atracción que tiene un solo árbol. Tal vez el más importante o tal vez el más atractivo por el hecho de estar vetado. No se explican las razones de la prohibición. ¿Acaso tendría razón la serpiente? ¿Serían como dioses si pudieran comer sus frutos? En realidad el cambio al comer el fruto es evidente, experimentan la culpa y la vergüenza por la propia desnudez. El árbol del que comen no hace que sean más sabios, pero sí más adultos. Pierden la inocencia que habían conservado cristalina hasta ese momento y tapan con pudor su desnudez. Se esconden y tienen miedo. ¿No iban a ser tan sabios como Dios? ¿Por qué lo pierden todo al probar el fruto?

Es la gran tentación del hombre, tener todo el poder y sabiduría de Dios
. Nos gustaría ser dioses, pero al intentarlo nos quedamos desnudos y sin nada, nos derrumbamos. Nos gustaría saberlo todo, controlarlo todo y tener el poder sobre toda la realidad. ¿Dónde está el árbol cuyos frutos tendríamos que comer? Nos damos cuenta de que ese árbol no nos dará nunca la felicidad. Por eso rezamos hoy: “Misericordia, Señor: hemos pecado. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso”. Sal 50, 3-4. 5-6a. 12-13. 14 y 17. La tentación nos promete la felicidad y la plenitud. Nos asegura lo que no puede darnos. El Diablo conoce nuestro deseo. Pero, al final, sólo queda la debilidad y el vacío y nos alejamos callados. Nos ocultamos porque nos sentimos indignos, desnudos, nos avergonzamos de nuestra naturaleza caída. El pecado hace que nos escondamos. No nos atrevemos a rezar. Pensamos que Dios está enfadado y sorprendido. Pensamos que no nos conoce y creemos que el desprecio llena su corazón. La verdad es que somos nosotros los que no nos aceptamos, los que rechazamos la herida y la imperfección.
Debido a nuestra debilidad entró el mal en la tierra y el corazón perdió la paz y la armonía.
Por el bien de un hombre entró la salvación en la carne y con ella regresa la libertad perdida: "Sin embargo, no hay proporción entre el delito y el don: si por la transgresión de uno murieron todos, mucho más, la gracia otorgada por Dios, el don de la gracia que correspondía a un solo hombre, Jesucristo, sobró para la multitud. Y tampoco hay proporción entre la gracia que Dios concede y las consecuencias del pecado de uno: el proceso, a partir de un solo delito, acabó en sentencia condenatoria, mientras la gracia, a partir de una multitud de delitos, acaba en sentencia absolutoria. Por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la justificación. En resumen: si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos”. Romanos 5, 12-19. Es el camino que recorremos en la Cuaresma. El camino de la libertad entregada. El camino que nos hace hombres nuevos, conversos de
Dios, almas encendidas. Es el camino que recorremos para aceptar la voluntad de Dios.

LAS GRANDES TENTACIONES QUE HOY SE NOS PRESENTAN EN EL EVANGELIO SON TRES, LAS TRES “P”: PODER, PLACER Y POSEER
. En ellas se resumen todas las tentaciones que sufre el corazón. Como dice Benedicto XVI: “Aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades”1. Frente a ellas, la Iglesia nos invita a cultivar tres actitudes fundamentales. Vamos a detenernos en cada una con calma. Nos dice Benedicto XVI en esta Cuaresma que el Evangelio de este primer domingo "es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal”. La victoria de Dios nos anima. Su triunfo sobre el demonio construye nuestra vida. Nos sentimos débiles y miramos a Dios. Cristo, cargado con nuestra misma naturaleza, nos muestra el camino de la fidelidad. Recorramos este camino.

LA PRIMERA TENTACIÓN ES LA DEL PODER:
“Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero del templo y le dice: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras."» Comenta Benedicto XVI: “Se superponen burla y tentación. Para ser creíble Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esa petición de pruebas le acompaña a Jesús durante toda su vida” 2. Cristo tiene que probar su poder. También nosotros ponemos a prueba a Dios y lo tentamos. Le exigimos que manifieste su poder y nos socorra. Es el deseo del hombre de encontrar un Dios todopoderoso que lo saque de sus necesidades.
Un Dios que acabe con el mal en el mundo, con la enfermedad, con las tragedias como el terremoto de Japón de esta semana. Dios tiene que tener poder suficiente para vencer sobre el mal. Por otra parte, el poder es la gran tentación del hombre. Nos gustaría tener el poder de los dioses. Poder para controlar la vida y la muerte. Si tuviéramos ese poder sobre los demás nos sentiríamos mejores. El poder nos permite ser lo que queremos y obtener lo que deseamos. No nos hace falta Dios cuando nos revestimos de todo el poder.
Es la tentación de no contar con Dios en nuestra vida, como si no nos hiciera falta. Dios se convierte en superfluo, porque podemos solos con todo, nos cargamos con la responsabilidad de ser perfectos. Es la tentación de Adán de querer ser como Dios.
Frente a esta tentación, la Iglesia nos invita a vivir la oración para crecer en la humildad y en la dependencia de Dios
. Si nos creemos todopoderosos no necesitaremos su gracia, nos sentiremos capaces de todo sin Él. La dependencia se convierte en el instrumento que Dios nos regala para ser de verdad niños ante Dios. “Jesús le dijo: «También está escrito: "No tentarás al Señor, tu Dios”.» No queremos tentar a Dios. Nuestra oración no es una súplica para lograr de Dios todo lo que necesitamos. Nuestra oración es expresión de nuestro desvalimiento y de nuestra impotencia. Sólo unidos a Dios tenemos vida. Lejos de Él caemos en la muerte. Por eso la oración es el camino para crecer en la humildad, para vaciarnos, para dejar que Dios manifieste su poder sobre nosotros. Necesitamos darle poder sobre nuestras vidas para poder sentirnos hijos confiados en las manos de un Padre.

LA SEGUNDA TENTACIÓN ES EL PLACER
: “Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús tiene hambre, igual que nosotros. Experimenta el hambre de la naturaleza, el hambre del alma. Jesús fue tentado después de cuarenta días sin comer. Sintió hambre y como hombre necesitaba comer. La tentación era fuerte en ese momento. También nosotros tenemos hambre, estamos insatisfechos, quisiéramos calmar con el mundo finito la sed infinita que tenemos. Bebemos de muchas fuentes que nos dejan vacíos. Buscamos satisfacer nuestros instintos, nuestros deseos más humanos. El hambre es buena. El hambre nos recuerda que jamás vamos a estar del todo satisfechos.
Allí donde estemos, siguiendo nuestro camino, tendremos hambre y viviremos con hambre. El hambre nos recuerda nuestra esencia limitada y pobre. El hambre nos pone en camino aunque la tentación venga muchas veces a golpearnos.
Frente la tentación del placer, la Iglesia nos pide que seamos austeros y ayunemos
. El ayuno es el arma que se nos regala para vencer la tentación que nos hace caer en el hedonismo, en la vida fácil, en la búsqueda constante del placer: “Pero él le contestó, diciendo: «Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios."» Y es cierto, no vivimos sólo de pan. Vivimos del amor de Dios que nos sacia si nos dejamos llenar. Sin embargo, no es tan exacto. El alma sigue insatisfecha, buscando, con hambre. Echa de menos lo que cree que puede saciarla temporalmente, aunque sabe que tampoco los placeres del mundo nos llenarán por completo. Pero, ¿tenemos que renunciar a todos los placeres? No, Cristo comió y bebió con los suyos, a quienes amaba.
Vivió la vida plenamente y rió y lloró como hombre. Dios no pretende que rechacemos todos los placeres que nos regala, como una buena comida, un paisaje que nos llena el alma, una canción que nos trae recuerdos, una conversación que nos lleva a lo más alto.
Dios sólo nos pide que no queramos satisfacer todos nuestros deseos al instante, colmar el alma con medias verdades, llenar la vida de placeres vacuos. Lo que se nos pide es que nuestra vida no gire en torno a nuestro yo, sino en torno al Padre. Decía el P. Kentenich: “El hijo gira en torno al Padre y no alrededor de sí mismo. El Padre es la medida de las cosas, no el hijo”3. Cuando miramos a Dios como la medida en nuestra vida, dejamos de atarnos a bienes que no llenan el corazón. El ayuno y la renuncia fortalecen el alma del hombre.
Son armas para fortalecer el espíritu y nos capacitan para vivir buscando a Aquel que le da sentido a la vida. Nos hacen más resistentes a la tentación, pero nunca la eliminan.

LA TERCERA TENTACIÓN ES EL POSEER:
“Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras.» Nos apegamos fácilmente a la tierra y a los bienes que nos dan seguridad. Las cosas del mundo nos atraen y nos despiertan el deseo de poseerlas. Frente a esta tentación de poseer, la Iglesia nos invita a dar limosna, a desprendernos. Se trata de dar, no lo que nos sobra, sino aquello en lo que descansamos. Estamos llamados a dar hasta que nos duela. Porque el verdadero amor es lo que Dios nos pide. Queremos servir a un solo Señor, no servir al dinero: “Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto."» Es el camino que nos marca la Iglesia. Nos invita a darnos, a entregarlo todo, a no reservarnos nada.

EL TRIUNFO ES LA META QUE ANHELAMOS ALCANZAR
. “Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían”. Mateo 4, 1-11. El camino comienza con el abandono en Dios. Cuando dejamos de lado nuestras pretensiones, logramos que Dios sea el dueño de todo. Decía S. Juan Crisóstomo: “Cualquiera que seas, por grandes que sean las tentaciones que sufras después del bautismo, no te turbes por ello, más bien permanece firme. Pues has recibido las armas para combatir, no para estar ocioso. Y esa es la razón por la que Dios no te exceptúa de las tentaciones”. Dios no nos deja solos frente a la tentación, nos arma para la vida. Nos regala la fe y la fortaleza de espíritu, nos da la esperanza y el amor para caminar sin desfallecer. Dios quiere que aprendamos a luchar, que no quedemos confundidos con nuestras caídas. No quiere que nos asombremos ni dudemos de su poder transformador. No va a evitar que seamos tentados, pero nos va a dar las armas de la luz para vencer las tentaciones del mal. Nos fortalece en la oración, nos alienta con la esperanza y nos regala una capacidad de amar que supera nuestras fuerzas.

1 Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret”, 52
2 Ibídem, 54
3 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 259


Para pedir las prédicas via mail: carlospadillae@gmail.com

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