domingo, marzo 20, 2011

II Domingo Cuaresma
«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadlo»
Génesis 12, 1-4a; Timoteo 1, 8b-10; Mateo 17, 1-9

20 Marzo 2011
Padre Carlos Padilla Esteban

“Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición”.

El hombre de hoy vive desarraigado. De ahí viene la angustia y la desesperación a la hora de enfrentar el futuro. Heidegger decía: "El hombre es un ser arrojado al mundo" y por lo tanto condenado a una muerte sin sentido. Como resultado de su estado la única forma de enfrentar la vida parece ser la angustia. Este planteamiento existencialista es el que muchas personas sufren hoy. ¿Qué sentido puede tener una vida tan trágica como la que nos toca vivir? ¿Qué sentido tienen las desgracias que nos conmocionan como lo ocurrido en Japón? Un terremoto, un tsunami y pánico nuclear incontrolable. ¿Qué sentido tienen las guerras y las matanzas, como las que presenciamos sin poder hacer nada a través de las noticias? Qué sentido tiene la vida que desaparece de la tierra sin dejar rastro? ¿Cómo Dios permite algo así? ¿Para qué nos ha creado? ¿Qué ha fallado?

Algunos se preguntan, ¿tanta tecnología no logra encontrar soluciones, prever los peligros, traer una felicidad definitiva? ¿A dónde nos lleva la reflexión sobre esta realidad? En realidad, nos sentimos impotentes, porque no podemos controlarlo todo. La vida nos supera y surgen la angustia, el desasosiego y la tristeza. Miramos a Dios y pensamos lo que me comentaba hace poco una persona con cierta desazón en el alma:
“Dios permanece impasible ante los fenómenos de la naturaleza. Ante las guerras. Lo ve todo y dice: -vaya, ¡qué pena! Pero es impasible, como que no puede hacer nada”. Esta reflexión tiene lugar en muchos corazones. La crisis económica, las tragedias naturales, enfermedades incomprensibles. Todo parece en manos de un Dios irracional que no controla el mundo.

El corazón no logra cargar con todo y vive conmocionado. El alma del hombre no logra encontrar un lugar de reposo y arraigo. Pero, como leía el otro día, “Si nuestro dios es el azar y los accidentes nuestros demonios, seremos infantiles”1. Dios está oculto detrás del aparente sinsentido, guiando cuando todo parece en manos del azar. Cuesta entenderlo.

El hombre de hoy tampoco encuentra un hogar, vive desarraigado y no tiene un rumbo. El Padre Kentenich decía: “Evidentemente el hombre de hoy ya no está vinculado a un nido, vale decir, siente la necesidad instintiva de tener un nido, pero ya no lo tiene. Ese instinto primario de tener un nido no ha sido satisfecho, de ahí su desamparo, su carencia de cobijamiento”2. Vivimos en un mundo sin un hogar en el que descansar y echar raíces, una tierra en la que poner la morada. Esa realidad hace que muchas personas vivan sin esperanza. Y esa falta de luz en la vida nos va quitando la salud y la alegría de vivir.

El otro día leía: “La salud mental de los españoles parece también estar en quiebra a tenor del aumento importante de consumo de antidepresivos: un 10% en los últimos dos años. Es más, la dispensación de estos productos ha crecido a medida que aumentaba la crisis”. Y comentaba Jina Paguram: "Estas personas probablemente acuden al médico preocupados porque se sienten deprimidas y tienen síntomas como dificultad para dormir, estado de ánimo bajo, problemas en sus relaciones". Vivimos en un mundo desordenado, sin armonía, en tensión continua. Hay ruido, demasiado ruido. Y tensiones a nuestro alrededor. Cuando nos alejamos de Dios y Dios deja de ser la medida de las cosas, todo se complica. La desconfianza aumenta en el corazón. Dios parece no hacer nada para remediar el mal del mundo, vive impasible, ajeno al dolor. Entonces nada parece tener sentido. Más de 15.000 fallecidos en un solo día en Japón. ¡Cuántas víctimas en los países árabes! ¿Cuántos más morirán como consecuencia de todo lo que está ocurriendo? Inseguridad por todas partes mientras el corazón sigue haciendo planes de futuro. El desarraigo es cada vez mayor. El hombre vive sin nido, sin raíces. Vive como un hombre que lo ha perdido todo. La casa se la ha llevado la corriente y se ha quedado sin raíces y sin sueños. ¿Es posible vivir así?

NOSOTROS NO ESTAMOS DISPUESTOS A VIVIR SIN ESPERANZA. Queremos descansar en un hogar que nadie pueda destruir con su fuerza. Necesitamos un hogar para echar raíces y descansar. Decía Miriam Subirana: "Seamos parte de la solución, no parte del problema. Esto implica salir del ciclo de rabia, miedo y tristeza. El pánico paraliza". No queremos quedarnos paralizados por el pánico. Para poder empezar a caminar hay que vencer las barreras que nos paralizan. Para ello, tal vez tenemos que recorrer el camino de Abraham que lo dejó todo por obediencia a Dios: “En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: -Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo. Abraham marchó, como le había dicho el Señor”. Génesis 12, 1-4ª. Él vivía en su mundo lleno de seguridades, pero sus raíces no le daban la felicidad. Por eso tuvo que dejar sus aparentes seguridades, su tierra que no le daba alegría, su familia y sus dioses. ¿No es verdad que en ocasiones buscamos hogar en una tierra que no nos da la paz esperada? ¿No es cierto que tenemos muchos dioses en los que descargamos nuestras insatisfacciones? Echamos raíces en lugares equivocados y salimos heridos. Nuestras seguridades falsas están construidas sobre arena blanda y lo sabemos. Nuestras propiedades que nos dan seguridad, nuestros amores que nos dan un espacio de paz, nuestros proyectos que nos alimentan la esperanza. Construimos sobre seguridades muy humanas. ¿Cuáles son nuestros seguros? ¿Dónde tenemos puesta nuestra esperanza?

El salmo de hoy nos hace volver la mirada hacia Dios: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti. La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra. Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre. Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo”. Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22. Queremos aprender a vivir así, confiando en la misericordia de Dios, en su bondad, en su fuerza. Nos sabemos débiles y torpes. Sabemos dónde están nuestras mayores tentaciones. Sabemos que no tenemos la paz que deseamos entregar al mundo. Vivimos nerviosos todo el día. Decía el P. Kentenich: “No es necesario estar completamente sanos de los nervios. El hombre de hoy “tiene derecho” a estar nervioso, lo es por naturaleza, pero sí podemos fortalecer nuestros nervios y hacerlos más resistentes”3. Vivimos llenos de nervios, lo reconocemos hoy. No tenemos un corazón armónico. Sufrimos por la tensión de la vida que llevamos. El camino que Dios nos propone no consiste en lograr que toda la tensión desaparezca. Eso no es posible. El camino pasa por fortalecer nuestros nervios para hacerlos más resistentes. La gracia de Dios y su fuerza nos auxilian y empujan. Su misericordia nos envía renovados desde lo alto de la montaña, desde nuestro Tabor, allí donde nos hemos encontrado con el Dios de nuestra vida.

SUBIR A LA MONTAÑA ES EL PASO QUE NOS PERMITE TOMAR DISTANCIA de la realidad para encontrar la luz. Jesús tomó a tres de los suyos y subió a una montaña: “En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta”. Comenta Remigio: “En esto el Señor nos enseña que es preciso, para todo el que desea contemplar a Dios, no estar enfangado en los bajos placeres, sino levantar su alma a las cosas celestiales mediante el amor de las cosas superiores”. Necesitamos subir a lo alto para salir de nuestras preocupaciones y problemas, de nuestro stress, de nuestra falta de paz.

Cuando uno visita el monte del Tabor se queda maravillado por el paisaje y la luz. Cuando uno asciende con dificultad, ve la maravilla que nos rodea. El esfuerzo siempre trae una compensación. Así es en la vida, hasta que no tomamos una sana distancia con cierto sacrificio en la vida que llevamos, no somos capaces de ver nuestra vida en su plenitud, con una cierta perspectiva. Mientras estamos en el valle, todo nos parece triste y sucio, perdemos la esperanza y desconfiamos. Por eso es tan importante en la rutina de nuestra vida tomar aire y hacer momentos de retiro y descanso en Dios. Lo mínimo sería descansar un rato en Dios cada día, cada semana y cada mes. Lo mínimo sería retirarnos en este tiempo para encontrarnos con Dios en el desierto de la vida. Lo mínimo sería mirar nuestra vida bajo la luz que Dios nos regala con su presencia.

JESÚS ELIGIÓ SÓLO A TRES DE SUS DISCÍPULOS. Siempre que pienso en este Evangelio pienso en el amor de Jesús por estos tres apóstoles. La elección de estos tres siempre me ha hecho ponerme en su lugar. La elección de Dios es un don gratuito. No nos elige porque lo merezcamos, nos da todo sin que podamos creernos con derecho a ello. A veces pensamos que nuestra vida es demasiado “fea” para que pueda llegar a gustarle a Dios. Nos equivocamos. Nosotros sí seleccionamos la vida y las cosas según su belleza aparente. Nos quedamos en la superficie, juzgamos y condenamos, aceptamos o rechazamos con libertad de espíritu, casi de forma irresponsable. Hoy nos preguntamos:
¿Qué pasaría por mi cabeza si Cristo me hubiera elegido a mí en ese grupo selecto? Pero,
¿acaso no lo ha hecho ya? Tenemos que sentirnos privilegiados, Dios nos ha elegido. Si miramos nuestra vida, ¿no podríamos decir que hay señales para creer que hemos sido elegidos de forma predilecta por Dios? ¿No hemos experimentado ese amor personal y especial hacia nosotros? Seguro que muchos diréis que no, que Dios no os ha elegido.
Que nunca habéis sentido un amor especial de Dios. Lo que ocurre es que no sabemos descubrir su amor. Tenemos que aprender a descubrir el amor de Dios en nuestra historia, en nuestras heridas, en las caídas que no nos perdonamos. Dios permanece oculto y presente en nuestra historia. Nos cuesta detenernos para buscar su presencia.

Cristo en la tierra eligió a tres discípulos de forma especial pero amó a todos hasta dar la vida. Por eso es que Cristo nos sigue eligiendo hoy a todos para ser hijos suyos, para ser sus instrumentos. Leemos en la Carta a Timoteo: “Querido hermano: Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio”. Timoteo 1, 8b-10.
Dios nos ha llamado muchas veces y, a lo mejor, no lo hemos escuchado. Tal vez su amor se ha derramado sobre nosotros y hemos estado ciegos. La dureza de nuestro corazón puede hacer inútil el amor de Dios. La revelación de este día sigue siendo la misma: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”. Sin embargo, no la escuchamos. La predilección de Dios por su Hijo es la misma predilección hacia nosotros.

Dios nos quiere de forma especial y nos deja señales a veces imperceptibles. Quizás por eso no lo encontramos fácilmente. No lo escuchamos y no lo vemos mientras caminamos preocupados. ¡Cuánto nos cuesta tocar ese amor que Dios nos tiene!

Jesús se retiró con ellos, porque QUERÍA QUE FUERAN TESTIGOS DE SU GLORIA: “Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él”. Les mostró su luz, les hizo ver el sentido del camino que estaban recorriendo. Les hizo ver la victoria final, la vida que vence la muerte, la eternidad que supera nuestra carne perecedera. Moisés representa la ley y Elías a los profetas; acompañan a Cristo porque Él le da sentido a toda la historia del hombre. Poco antes les había hablado de la cruz, del dolor y de la muerte que iba a padecer. No estaban preparados para entender el sinsentido. Ellos tenían otros planes, soñaban con otras cumbres. Ellos esperaban un Reino que cambiara todo súbitamente en sus vidas. No querían hablar de cruz ni de fracasos. Porque ante la dureza de la muerte no hay explicaciones, la cruz no se justifica nunca, no hay razones suficientes. Jesús, al escuchar sus corazones, no trata de convencerlos, simplemente les muestra la realidad que les espera. Jesús les muestra la victoria final, les hace ver que la vida en la tierra es un paso, sólo un suspiro. Ven la luz que da esperanza y comprenden.

La experiencia es tan plena que los apóstoles no se quieren ir de allí, ya han encontrado un verdadero hogar: “Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: -Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Cuando ven la gloria de Dios, cuando experimentan el calor del amor de Dios, no quieren bajar de la montaña. En la luz de Dios descubren que pueden descansar y todo cobra sentido.

En realidad, lo sabemos, el anhelo de infinito está muy presente en el alma. El corazón está hecho para algo más grande. No se contenta con nada y nadie puede llenarlo. La insatisfacción es parte de nuestro equipaje aquí en la tierra. Los deseos se pueden satisfacer temporalmente, pero en seguida buscan ser nuevamente saciados. Siempre queremos más, nada nos basta. Buscamos el infinito agotando la finitud de las cosas. Les exigimos a los que nos quieren que nos llenen totalmente nuestro vacío. Y no pueden.

Absorbemos la vida queriendo vivir saciados. No acabamos de aceptar que estamos llamados a caminar insatisfechos. Si el deseo de plenitud desaparece estaremos dejando de vivir. Cuando nos conformamos, dejamos de querer subir a la montaña. Cuando los sentidos nos embotan, nos estancamos en la vida. Hace falta un salto de la voluntad para dejar el valle, la propia comodidad, la tierra y las seguridades para subir a lo alto del monte. Y todo porque el corazón sueña cumbres. Si soñara valles le bastaría arrastrarse por la tierra. Dicen que el buitre, encerrado en una jaula sin techo, con la posibilidad de escapar volando, sin embargo, acabaría muriendo sin poder volar. La razón es que no es capaz de mirar al cielo. Sólo mira al frente y así, en carrera, comienza el vuelo. Pero encerrado, con el cielo abierto, no logra ascender. Si dejamos de mirar al cielo y las alturas, dejaremos de volar, dejaremos de aspirar a llenarnos con el infinito. Pero tenemos que aceptar que la insatisfacción es la compañera de nuestro viaje. Si no es así viviremos cada día buscando nuevas forma de calmar los deseos insatisfechos y no aceptaremos la rutina de la vida y la normalidad del valle.

LA GRAN REVELACIÓN DEL TABOR ES EL AMOR PREDILECTO E INFINITO DE DIOS POR EL HOMBRE: “Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: -Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”. Es la revelación que le da sentido a todo en nuestra vida. Dios ama al hombre. Dios nos ama de forma predilecta. Esta experiencia permite entonces que los discípulos comprendan que sus miedos son pasajeros. Entienden que la amenaza de la cruz y de la muerte es sólo un paso hacia la eternidad. Descubren que la vida en la cruz sólo es posible desde la luz del Tabor que lo ilumina todo y muestra la esperanza para la que vivimos. Don Orione decía: “A Jesús se le sirve y se le ama en la cruz y crucificados con Él”. Aceptar la realidad de la cruz, de la muerte, del dolor y del fracaso, sólo es posible desde el Tabor. Sin Tabor todo parece oscuro a los ojos del hombre. Sin Tabor no hay certezas de la victoria final.

A veces pienso que ya hemos perdido la capacidad de asombrarnos: “Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: -Levantaos, no temáis. Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: -No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. Mateo 17, 1-9. Los discípulos caen de bruces al escuchar la voz de Dios.

No comprenden y, sobrecogidos, se desploman. Decía S. Agustín: “Cuando aquello que nos conduce hasta Dios nos llena de deleite, es mediante su gracia que nos inspira y nos otorga este deleite, no es algo que podamos adquirir mediante nuestra voluntad o nuestra actividad, ni por el mérito de nuestra acciones. ¿Quién podrá atar su corazón a aquello que no lo colma de deleite?”4

Los tres discípulos elegidos han sido atraídos y reciben todo sin haber pedido nada. Su corazón queda desbordado por el amor infinito. Es ese dardo de amor de Dios que los colma y los deja casi sin palabras. Después de tocar el cielo y ver a Dios, ¿qué bien terreno puede colmar sus corazones? Sin embargo, ¿Cómo entender que, después de lo que habían visto y oído, sólo Juan permaneciera fiel al pie de la cruz? Es comprensible porque el corazón es olvidadizo. En alguna ocasión en nuestra vida hemos tenido alguna experiencia de Tabor. Es seguro que hemos sentido y tocado a Dios de forma limitada.

Ya sé que cuando lo digo algunos me decís que nunca. Yo creo que sí, pero la memoria es frágil. Pero más tarde, en la rutina de la vida, nos olvidamos y volvemos a dudar. En seguida se desvanecen las imágenes, lo que sentimos, el gozo que no se puede explicar.
Por pequeñas que sean nuestras experiencias de Tabor, alguna guardamos en el alma.

LA EXPERIENCIA DEL TABOR ES EL REGALO QUE DIOS LES HACE A SUS DISCÍPULOS PARA QUE PUEDAN EMPRENDER EL CAMINO HACIA LA CRUZ.

Decía Benedicto XVI el 16-II-2011:
“Si un hombre lleva dentro de sí un gran amor, este amor le da casi alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida, porque lleva en sí esta gran luz; esta es la fe: ser amado por Dios y dejarse amar por Dios en Jesucristo. Este dejarse amar es la luz que nos ayuda a llevar el peso de cada día”. Son las experiencias que salvan nuestro corazón, que lo levantan de la rutina de la vida, que lo alzan sobre el mundo para que vuelva a soñar. No es necesario vivir en el Tabor. Dios no lo quiere. Es necesario bajar a la vida, dejar las alturas, descender a la rutina. En ocasiones veo a personas que quieren vivir continuamente en el Tabor. Van de experiencia en experiencia y temen la rutina. Es normal, es lo que desea el alma, lo eterno. Al fin y al cabo tenemos un anhelo de infinito en el corazón que nada puede saciar. Por eso buscamos experiencias de Tabor continuamente. Le exigimos a Dios sentir, tocar su manto, escuchar su voz. Queremos sentir su abrazo acogiendo nuestra pequeñez. Pero Dios nos deja pasar por el desierto, se queda mudo, como ausente.

Permite que nuestra oración sea silencio absoluto y se oculta bajo la apariencia humana y cotidiana de muchos rostros. Por eso nos cuesta descubrirlo y nos quejamos de su olvido.

Dios quiere que nosotros seamos EL CAMINO PARA QUE MUCHOS TENGAN SUS EXPERIENCIAS DE TABOR. La religión se convierte en algo egoísta cuando nos centramos en recibir de Dios. Sólo nos basta estar con Él. Nos olvidamos de nuestra misión, ser para otros un lugar de esperanza. El P. Kentenich comparaba nuestro Santuario con el Tabor.

“¿Acaso no sería posible que la Capillita de nuestra Congregación llegue a ser nuestro Tabor, donde se manifieste la gloria de María? Todos los que acudan para orar deben experimentar la gloria de María y confesar: ¡Qué bien estamos aquí! ¡Establezcamos aquí nuestra tienda! ¡Éste es nuestro rincón predilecto! Un pensamiento audaz, pero no demasiado audaz para vosotros.

¡Cuántas veces en la historia del mundo ha sido lo pequeño e insignificante el origen de lo grande, de lo más grande!”5. Allí María quiere enviarnos como sus instrumentos. En su pequeño taller va formando los corazones cuando se dejan educar. Quiere que seamos luz, que mostremos que la vida es más grande de lo que a veces creemos. María nos necesita, necesita que seamos hogar y luz para muchos. Necesita nuestro sí y nuestra esperanza.

1 Augusto Cury, “El vendedor de sueños”, 55
2 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 244
3 J. Kentenich, “Niños ante Dios”, 259
4 Dominique de Courcelles, “Agustín o el genio de Europa”, 117
5 J. Kentenich, “Acta de fundación”, 18 Octubre 1914

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