domingo, abril 01, 2018

Domingo de Resurrección


Domingo de Resurrección
Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
«Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó pero no entró»
1 Abril 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Tiendo mi mano. Alzo mis ojos. Abro mis brazos. Me arrodillo ante el que cae. Levanto al que no puede caminar más. No quiero ser indiferente ante el que sufre. Me comprometo. Amo. Quiero»
El otro día vi cómo se caía un árbol en un jardín. No había mucho viento. Sólo un poco de aire. Se cayó lentamente, sin hacer ruido. Tenía el tronco enfermo. Tal vez demasiada agua. Estaba podrido en su interior. Las raíces quizás habían encontrado agua sin esfuerzo en el césped del jardín. No habían tenido que esforzarse horadando la tierra. Eran raíces débiles, poco profundas, demasiado superficiales. Insuficientes para darle vida al árbol y fortalecer su tronco. El árbol había crecido hacia lo alto, delgado, con muchas ramas llenas de hojas. Aparentaba mucho más de lo que era. Por dentro el tronco estaba enfermo, hueco. Las raíces no bastaban. Me dio pena verlo caer. Lo hizo con suavidad, con cierta altivez, orgulloso de su altura. Cedió sin inmutarse. Y perdió la vida. Pronto tocó la tierra y quedó allí, inerte, muerto, inmóvil, frágil. El viento ya no lo mecía. Parece mentira. Un árbol de tantos años, pero tan frágil por dentro. Tan alto antes y tan bajo ahora, caído sobre la hierba. La vida había sido cómoda para él. Mucha agua a su alcance. Quizás nunca tuvo que esforzarse demasiado por conseguir lo que precisaba. Poca radicalidad, poco esfuerzo, poca hondura, poca vida. Casi nadie lo vio caer. Cayó en silencio. No hizo ruido. Una persona pasó a su lado preocupada de sus cosas. No vio su caída. No se inmutó ante su muerte prematura. Suele ser así tantas veces. Cae un árbol y no es noticia. Sigo metido en mi mundo. Preocupado de mis cosas. Caen muchos árboles y tampoco son noticia. No me inmuto ante la muerte injusta del que está cerca de mí. Tampoco ante la tragedia de la infidelidad. Ante el dolor de la ruptura y el abandono. Me acostumbro al dolor ajeno, a la injusticia, al fracaso. Uno más que cae, pienso. Tendría sus razones para morir después de tanto tiempo. Y no me pregunto nada más. Me muestro indiferente ante el dolor ajeno. Habrá que plantar otro árbol. Se me ocurre. Pienso ahora en los soldados que juegan a los dados a los pies de la cruz de Jesús: «Tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura se dijeron entre sí: - No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca». Jn 19. Echan a suerte sus vestiduras y siguen a lo suyo. La rutina, lo cotidiano. No se inmutan ante la muerte de un hombre, ante un árbol caído. Tal vez han perdido la sensibilidad. Tengo miedo de perder la sensibilidad. Que me dé igual que muera un árbol, o un desconocido en un hospital, o en la calle, o incluso cerca de mí. El otro día leía: «En los Padres de la Iglesia se consideraba la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor ajeno como algo típico del paganismo. La fe cristiana opone a esto el Dios que sufre con los hombres y así nos atrae a la compasión. La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el corazón, es el prototipo de este sentimiento de fondo de la fe cristiana»[1]. No quiero ser insensible ante el dolor de los demás. No quiero endurecerme con el sufrimiento y llenarme de amargura. No quiero quedarme hueco por dentro como ese árbol, vacío de vida, seco. No quiero volverme frío y acostumbrarme al dolor. Al propio, al de otros. Sé que tengo sentimientos: «Todos sentimos. No es cierto que haya personas insensibles. Incluso la mayoría de los enfermos que padecen una alteración grave de la sensibilidad común»[2]. Siento cuando me afectan las cosas. Cuando me interesa lo que está pasando o tiene que ver con mi vida. Si el árbol no es mío, me duele menos. Si la muerte es lejana, sufro menos. No pierdo quizás la sensibilidad, pero sí su rango de acción. Se reduce el ámbito de todo lo que me afecta. El prójimo está muy cerca o muy lejos. A pocos metros deja ya de ser próximo y se convierte en lejano. Y mi corazón sufre menos, se vuelve pagano. Tal vez me vuelvo más selectivo a la hora de comprometer mi corazón. Para no sufrir tanto. Para que no me afecten las muertes y los sufrimientos de los que no están tan cerca. Pienso de nuevo en mi árbol. En su vacío interior. Murió realmente por falta de vida. Y un poco de viento tumbó su altivez. Puedo parecer muy alto, pero si mi tronco no es fuerte, caeré con el viento más débil. Y perderé la vida. Quiero tener raíces hondas. Vínculos profundos. Decía el P. Kentenich: «Amamos ideas, pero por lo común cultivamos en una cuota desesperadamente escasa vinculaciones personales profundas»[3]. Quiero vínculos que alimenten mi corazón. Raíces hondas en la tierra. Esa hondura exige ahondar buscando agua. No me bastan las aguas superficiales para crecer. Quiero tener más vida, más hondura, más sangre en mi interior, más vínculos fuertes. Quiero vivir con pasión para ser capaz de sufrir por otros. Y llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena. Es lo que deseo en lo profundo. Tener entrañas de misericordia que fortalezcan mi alma.
Comienza la Semana Santa y me gusta mirar a María. La veo acompañar a Jesús sosteniendo su dolor. María sufre en su corazón. «María no se rebela, no grita. Asume el sufrimiento por medio de la oración»[4]. ¿Qué dolores tuvo María a lo largo de su vida? María sufrió la pérdida de las personas que más amaba, sus padres, Ana y Joaquín, su esposo José, su propio hijo. La pérdida que desgarra el alma. Como una espada que atraviesa el corazón. María no tuvo dolor de los pecados como el que tengo yo cada vez que ofendo, hiero o mato. Cada vez que no soy fiel a mí mismo y me dejo llevar por mediocridad. Cada vez que me centro en mis miedos, en mis egoísmos, y me cierro a la vida. Ella no cometió pecado. No conoció ese dolor. Pero sí sintió un dolor muy fuerte por aquellos que se encerraron en sus pecados. Los que estaban dominados por la ira. Los que huyeron cobardes por miedo a darlo todo. Sufrió al ver su fragilidad no reconocida. Al ver cómo Judas se cerraba a la mirada de Jesús y se quitaba la vida. Al pensar que su pecado no tenía perdón. El dolor profundo por la infelicidad del que no es feliz con la vida que lleva. María sintió un dolor muy fuerte de compasión. Hacia los que sufrían enfermedades. Hacia los presos de sus esclavitudes. María sufre con un amor misericordioso ante el enfermo, ante el que ha perdido un ser querido. Ante el que ha fracasado y siente en su corazón un dolor de angustia. María permanece al pie de mi cruz, como permanece cada Semana Santa al pie de la cruz de Jesús. Su dolor ante mi dolor me conmueve. Por eso la miro al abrazar yo mi propia cruz. Y le pido que me haga más fácil la subida al Calvario. Sus manos me sostienen. Su voz me da ánimos. Miro a María dar su sí con paz en el alma al dolor más grande, un dolor inhumano. El sí más difícil ante el dolor que siente al ver sufrir a su hijo. Ese dolor por ver cómo lo difaman, cómo lo insultan, cómo piden su muerte. Su dolor, su angustia, al no poder salvar a quien más ama y tener que acompañarlo impotente a un lado del camino al Calvario. El sí al dolor de los insultos, de la noche en la cisterna, de la corona de espinas, de la sangre derramada de forma injusta. El sí al ver cómo se reparten esa túnica que Ella misma había tejido. El sí a los ultrajes. El sí a escuchar sus últimas palabras desde la cruz. Ese sí tan difícil es el que le pide Dios a María esta Semana Santa. El sí primero de la anunciación. El sí último en el último aliento de Jesús. Comenta Benedicto XVI: «Dios se ha hecho en cierto modo dependiente del hombre. Su poder está vinculado al no forzado de una persona humana. Así, Bernardo muestra cómo en el momento de la pregunta a María el cielo y la tierra, por decirlo así, contienen el aliento. ¿Dirá ? Ella vacila... ¿Será su humildad tal vez un obstáculo? - Sólo por esta vez —dice Bernardo— no seas humilde, sino magnánima. Danos tu . Este es el momento decisivo en el que de sus labios y de su corazón sale la respuesta: - Hágase en mí según tu palabra. Es el momento de la obediencia libre, humilde y magnánima a la vez, en la que se toma la decisión más alta de la libertad humana»[5]. María dice que sí libremente en medio de su dolor. Me gustaría tener esa mirada de María. Me gustaría ser tan libre y besar mi dolor. ¿Cuáles son mis dolores? Miro a María llena de dolor y se los entrego. El dolor de mis fracasos y de mis pecados. El dolor en la enfermedad y en la pérdida. El dolor en el abandono y en la crítica, cuando otros me condenan. Quiero hacer una lista con todo lo que me duele. La lista de mis dolores. Todos los clavos que me hieren por dentro. No para regodearme en mi mala suerte. Sino para entregarle a María todo lo que me hace sufrir. Ella sabe lo que necesito y me alivia la carga. Quiero darle mi sí humilde como el que Ella dio cada día de su vida. No sólo en Nazaret. No sólo en el Gólgota. Cada día de esos muchos días con dolores pequeños, más soportables. Esos dolores que no exigían un sí heroico y radical, sino un sí fiel y valiente. Una renovación de su primer amor. De su amor fiel y apasionado. Esa valentía para besar a Dios en cada etapa del camino. Cada mañana, cada noche. Y sonreír en medio de dolores que sólo María puede ayudarme a cargar con paz. Hago la lista de mis dolores. Entrego cada uno con sencillez. Ella sabrá hacerme más llevadero mi camino al Calvario. Se lo pido. María me abraza y me sostiene cuando caigo.
Pienso en mi mirada y mi actitud para acompañar a Jesús en estos días de la Semana Santa. Tal vez no me veo con fuerzas para acompañarlo y sólo quiero que Él me acompañe a mí en mi propio camino. Me siento cansado, o me pesa la cruz más de lo que quisiera. Me duelen mis heridas. Una persona me preguntaba hace poco: «¿Cómo voy a acompañar a Jesús? Pasó hace dos mil años. No vuelve a pasar cada año. Es recuerdo, no es dolor verdadero. ¿Como puede llevarme la Cruz al Amor? ¿Por qué Dios quiso una cruz para salvarme?». Y me surgen preguntas parecidas: ¿Por qué tuvo que morir Jesús en la cruz? ¿Era necesario tanto sufrimiento, tanta angustia, tanto dolor? El otro día leía: «Nos volvemos hacia Dios y gritamos: ¿Por qué este cáliz? ¿Por qué tantos horrores y tanta violencia salvaje? Dios no quiere el mal. Dios no quiere la guerra. Dios no quiere ni la muerte ni el sufrimiento. Dios no quiere la injusticia. Y, sin embargo, permite todos estos males en la tierra. ¿Por qué este misterio? El Padre desea que asumamos la totalidad de nuestra vida en la tierra y el mal forma parte de la condición humana»[6]. Sé que la cruz es parte de mi camino. Lo experimento cada día. Mi carne enferma. La pérdida de seres queridos. La traición. El fracaso. El olvido. El rechazo. Las heridas. Los insultos. El menosprecio. La difamación. Hay cruces más pesadas que otras. Al lado de la de Jesús la mía parece pequeña. ¿Por qué la suya vino acompañada de tanto dolor? Yo pienso que Dios no quiso la cruz de Cristo para salvarme. No era necesario. Dios lo podía todo y podía haber sido de otra manera. Pero los hombres fueron los que lo mataron por miedo a perder lo que protegían con pasión: «Lo mataron colgándolo de un madero». Tal vez no supieron soportar tanta libertad interior, tanta compasión, tanta humanidad. Les superó su corazón inmenso que acogía a todos, su mirada honda que superaba su ceguera. Tal vez por eso lo condenaron, lo crucificaron. Dios no quería tanto dolor, ni tanta sangre. Ni el abandono en lo alto del madero. Le oigo decir desde la cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo veo solo en lo alto del madero y me duele tanto el alma. Jesús se sirvió de esa cruz para amarme más todavía. Sacó un bien inmenso de un mal terrible. Él quiso vivir lo que tantos hombres viven hoy, cada día. Quiso vivir mi propia cruz, antes incluso de que yo la sufriera. Usó la cruz que los hombres le impusieron para amarme más a mí, que sufro quizás menos que Él, mucho menos. Lo aceptó todo con mansedumbre, con mucho dolor, cuando yo tantas veces me rebelo ante el más mínimo sacrificio. Me conmueve su forma de vivir, de amar, de morir, de padecer. Quisiera llorar con Él al verlo sufrir camino al Calvario. Creo que me faltan lágrimas, me he secado. Quiero sentir más, sufrir más para tocar su carne herida. Me duele más mi herida que la suya. Más mi dolor insignificante al lado del suyo. Tal vez soy demasiado pequeño para aguantar el sufrimiento propio y el ajeno. Me rebelo. Tengo el umbral del dolor muy bajo y en seguida me quejo. Comentaba del P. Kentenich: «Hay sacerdotes que en todos los ejercicios espirituales descienden hasta los infiernos. Sin embargo, se quiebran ante las cosas más sencillas y cotidianas en cuanto la vida deja de ser burguesa»[7]. No quiero ser así. Prometer lo más grande y caer ante la primera contrariedad. Miro a mi alrededor y me sobrecoge la angustia de tantos hombres. No me siento capaz de acompañar a otros en su dolor. Busco respuestas y no las tengo. No puedo salvar a nadie de su muerte. No soy un salvador. Jesús es el único que puede salvarme. Viene a mí y me salva en mi cruz. No lo salvo yo a Él. Pero es verdad que a veces me siento como Pedro prometiendo lo imposible que luego no puedo cumplir. O como Juan queriendo que no se aleje de mí el descanso cálido en su pecho ignorando la cruz y la muerte. No acepto la separación que tanto me duele. No quiero quedarme solo, sin Jesús. No quiero su muerte ni el abandono. Tengo miedo. No sé qué hacer ante tantos que sufren. No sé cómo cuidar su dolor y apaciguar su angustia. Me gustaría ser como Simón el Cireneo que carga con la cruz impuesta. Sin quejas, sin renuncias. Pero me veo huyendo de la cruz del que sufre y de la que me hace sufrir. Por miedo a que me toque algo de su dolor. No logro aceptar el dolor injusto. Me rebelo una y otra vez. No lo quiero. Pero sé que Jesús me pide que sea el cireneo. No quiere que sea Pilatos. Pero veo que a veces me lavo las manos y no hago nada. Dejo que la vida siga su curso. A Pilatos no le duele la muerte de Jesús. Sólo le sorprende que haya muerto tan pronto cuando José de Arimatea viene a pedirle su cuerpo. Se lo entrega sorprendido. Pero no sufre, no hay llanto en su corazón ante la muerte injusta. Él no ha sido, se repite en silencio para convencerse. No pudo hacer nada. ¿De verdad no pudo? Pienso en mí. ¿De verdad no puedo hacer nada? A veces creo que no. Que no soy yo el motivo de la cruz. Es cierto. No puedo parar la muerte, ni la enfermedad. No puedo salvar tantas vidas que corren peligro. No puedo. Pero no hago nada por aliviar el dolor de los que sufren. Me lavo las manos. No soy culpable. Y mientras tanto mi omisión logra que la soledad sea más honda en el que carga su cruz. Lo dejo solo. No sufro con él. No lloro a su lado. Creo que mi cruz pesa menos cuando dejo de mirarla. Parece magia. Dejo de centrarme en mi dolor y me duele menos. Dejo de pensar en lo que me falta a mí y se me olvida. Empiezo a mirar a los que más sufren. Trato de apaciguar sus lágrimas. Calmar sus angustias. Cargo sus cruces más o menos pesadas que la mía. Eso no importa. Me importa el sufrimiento ajeno. El dolor de los cercanos y los lejanos. La soledad de los que están perdidos. Tiendo mi mano. Alzo mis ojos. Abro mis brazos. Me arrodillo ante el que cae. Levanto al que no puede caminar más. Cargo sobre mí lo que el que sufre ya no puede cargar. No quiero ser indiferente. Me comprometo. Amo. Quiero.
Me cuesta ver a Jesús cautivo en Getsemaní. Encerrado en la noche del jueves santo por culpa de un beso. Me cuesta la injusticia de su juicio. Me duele el dolor del látigo y su corona de espinas. No lo entiendo. Me duele que le hagan daño siendo inocente. No comprendo el daño gratuito. Me asombro cuando yo mismo lo provoco. Digo que no quiero hacer daño a nadie y lo acabo haciendo. Me encuentro a mí mismo hiriendo con mis palabras, matando con mis silencios y desprecios. Veo cómo mis juicios son puñales clavados en el alma. Y me veo a mí mismo hiriendo para evitar que me hieran. Doy el primer paso. Me lleno de ira. Me dicen que tengo un pronto fuerte. Algo casi genético, como si fuera un pequeño defecto que no puedo cambiar. Y yo me lo creo. Me justifico. Y siento emociones que no comprendo. Hoy leo: «Las explosiones repentinas de ira son otro indicio que revela el vínculo entre el afecto y el inconsciente. Una persona reacciona de repente en algunas situaciones, pero no sabría justificar por qué lo hace»[8]. No comprendo muy bien los motivos de mi rabia. No sé de dónde viene mi dolor. Pero me veo haciendo daño a otros. Sin merecerlo ellos. Sin encontrar razones yo. Jesús me dice que cuando comience a lavar los pies de los que encuentre en mi camino calmaré mi ira. Me arrodillaré a los pies de mi prójimo. Me haré más humilde y manso. ¿Es posible ser manso? Creo que es el camino de Jesús esa tarde del Calvario. Como cordero llevado al matadero. Manso. Humilde. Sin proferir amenazas. Perdonando desde la cruz. Su perdón parece inhumano, imposible. ¿No sería un deseo hondo de venganza lo que tendría yo clavado en mi alma? El perdón parece que exculpa al que me ha hecho daño. Lo libera de su traición. Pero es mentira. Soy yo el que se libera perdonando. Dejo de estar sometido a mi ira, a mi rabia. Dejo de ser esclavo de quien me ha hecho daño. Y el rencor se diluye entre mis dedos. Me gustaría ser así siempre. Mirar así siempre. Perdonando. No lo consigo. Quiero un corazón manso, humilde y pobre. Quiero arrodillarme a lavar los pies sucios de mi hermano. ¡Cuánto me cuesta hacerlo! Estoy dispuesto a que me laven a mí, me sirvan a mí. Pero ¿servir yo desde el suelo, arrodillado, humillado? ¿Amar yo hasta el extremo? La ira me consume el alma. Comenta S. Francisco de Sales: «El camino más seguro en la espiritualidad son las florecillas que crecen al pie de la cruz. La humildad, la sencillez y la dulzura del corazón». Me detengo ante la cruz de Jesús. Me arrodillo y miro la cruz del desprecio, de la rabia, de la ira. Y allí encuentro unas flores escasas que anhelo. Quiero aprender a amar. Ser humilde, sencillo y dulce. ¿Seré más feliz si lo soy? Eso seguro. Si en mi subconsciente abunda la sencillez, la bondad, la dulzura, la paz, la inocencia. Si me hago portador de un corazón calmado. Todo cambiará dentro de mí. Un corazón nuevo que será capaz de perdonar, de acoger, de servir. Un niño decía espontáneamente: «Me gusta servir a los demás». Me gustaría tener esa mirada. Esa actitud ante la vida. Servir, perdonar, aceptar, acoger. Arrodillarme a los pies de mi hermano. ¡Cuánto me cuesta que mi corazón sea libre! Escucho: «Los que creen en Él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados». Creo en Jesús y espero recibir el perdón. Desde su cruz me mira y me perdona. Y su perdón me sana por dentro. Puede perdonar mi ira, mi rabia, mi odio. Puede perdonar mis agresiones, mis clavos, mi lanza. No los clavos que le clavo a Él conscientemente. Sino los que le duelen más al verlos clavados en quienes Él tanto ama. Los clavos de mis desprecios, de mis rabias, de mis burlas, de mis palabras fuera de lugar. Esos clavos que hieren la carne de los que amo. No quiero hacerles daño y se lo hago. No quiero herir su piel y les hiero. Y entonces quiero recibir el perdón por mis pecados. Jesús me lo dice a mí desde lo alto de su trono, su cruz de madera. Me dice que me perdona. Perdona mi desorden, mi confusión, mi mirada torcida, mis egoísmos agresivos. Me mira conmovido en medio de su dolor. ¿Cómo puede mirar así mientras sufre tanto? Me impresionan sus ojos, y su amor, y su perdón. Quiero ser como Jesús en medio de mis angustias. Un ladrón crucificado a su lado lo mira con desprecio. Lo acusa y sólo piensa en él. En su dolor. ¿Por qué no hace nada por salvarse, por salvarme? Pero otro ladrón mira de otra forma. Lo llamamos bueno porque cambia su mirada. Ese ladrón no se mira a sí mismo. No piensa en él. Mira el dolor de Jesús. Mira la injusticia que sufre. Le duele. Y le pide lo imposible. «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Está muriendo y ve más allá de su dolor. Esa mirada me conmueve. Jesús lo miró y también vio en él un alma pura. Y esa noche se encontraron en el paraíso. A veces cuando sufro dejo de mirar fuera de mí. Sólo miro mi dolor, mi angustia, mis miedos, mi fragilidad. Sufro y no tengo mirada para otros. Hay enfermos que en su enfermedad son el centro. No se descentran nunca. Exigen a los demás que los cuiden, que los quieran, que los salven. Pero ellos no miran fuera de su corazón enfermo. Pero hay otros, también los conozco, que en su dolor no piensan tanto en lo que sufren. No viven clamando a Dios por las injusticias que sufren. No pasan el día meditando en su mala suerte comparando su cruz con la de otros. No le exigen a Dios que los baje del madero. Me recuerdan al buen ladrón. Me parece increíble su forma de morir, de vivir, de sufrir. Yo quiero tener esa mirada. Descentrarme fuera de mi centro. Salir de mi oscuridad. Dejar brillar la luz de Dios sobre mí. Y ver la oscuridad en la que otros sufren. Es más feliz el que vive así su angustia. No vive en continua rebeldía. No muere amargado por no haber sido librado de la muerte. Quiero entender así la vida, el dolor y la muerte.
El sábado santo todo cambia y queda el sepulcro vacío. Los discípulos corren al encuentro de Jesús. Buscan el cadáver, el cuerpo. No pretenden escuchar su voz: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza. Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó». Corrieron a ver lo imposible. Llegó Juan primero, pero no entró. Tal vez pensó que Pedro lo necesitaba más. Estaba más herido. Se sentía más culpable. Juan esperaba y llegó Pedro. Entró Pedro. Entró Juan. Vieron y creyeron. Esa mirada me sobrecoge. Los sudarios en el suelo. Las vendas. El sepulcro sellado vacío. El silencio de la muerte que ha sido vencida. ¿Ha resucitado de verdad? ¿O han robado su cuerpo? Mil preguntas en su alma inquieta. ¿No les dijo Jesús que esto iba a suceder? ¿Cómo podían creerlo? ¿Está permitido creer en lo imposible? Luigi Giussani, fundador de Comunión y liberación, comenta esta escena: «Desde el día en que Pedro y Juan corrieron al sepulcro vacío Y le vieron después resucitado y vivo en medio De ellos, todo puede cambiar. Desde entonces y para siempre un hombre puede cambiar. Puede vivir, revivir. Lo que para nosotros no es posible, no es imposible para Dios. De modo que una humanidad nueva apenas esbozada se hace visible, para quien tiene la mirada y el corazón sinceros, a través de la compañía de aquellos que le reconocen presente, Dios-con-nosotros. humanidad nueva, apenas esbozada, como el reverdecerse de la naturaleza amarga y árida». La mirada de este hombre que vio y creyó es la que hoy me da esperanza. Dos verbos tan solo que recogen todo el misterio de mi vida. Ver y creer. Más aún. No ver y creer. No ver lo que espero ver y creer que ha ocurrido un milagro imposible. ¿Acaso es posible revivir desde la muerte? El final parece no ser el final. Como esa película con un final triste en el que anhelo que de repente todo cambie y surja una vía de salvación. Una solución que no había pensado. Deseo un final feliz, fácil, alegre, lleno de luz. ¿Acaso no es la muerte lo que más temo? Estoy apegado a la vida. A los placeres. A las victorias. ¿No temes morir? Me preguntaba una persona. Yo le dije que no tanto por mí. Pero mentía. Sí me importa morir. No amanecer ningún día más. Dejar de golpe todo lo que amo. Las personas que amo, los lugares que amo, los sueños que amo. Renunciar de golpe a mis deseos, a mis apegos. Así, cortar por lo sano y caer roto. Me da miedo la muerte. Tal vez más que la mía incluso, temo la de las personas que amo. Es normal. Me asusta la soledad. El corazón ama y no quiere perder nada. Aunque el curso de la vida me dicte que tras la enfermedad y el declive de la carne viene una muerte temporal. La temo. Deseo más bien una vida sin dolor y sin muerte. Una vida apacible, de placeres humanos, de paz de Betania. De milagros continuos. Como esa vida que mostró Jesús a los suyos durante tres años. Ellos temían perderlo todo. Y esa noche larga del viernes los hundió en la angustia. ¿Confiaban muy dentro? No lo sé. Tal vez tenían algo así como una tenue luz encendida en lo hondo de la penumbra. Y esa luz les permitió correr esa mañana hasta el sepulcro. Las palabras de María Magdalena encendieron el fuego. Tal vez no lo creían del todo. Pero bastó con llegar y ver para creer. «Vio y creyó». Así de sencillo. Me impresiona. Quiero creer en lo imposible. ¿Qué hay detrás de los párpados que nublan la vista para siempre? Silencio. Un sepulcro callado. Callo un momento y pienso en la ausencia que trae la muerte. Y creo. Casi sin verlo creo. Corro como los discípulos hacia el sepulcro vacío. Llego, veo y creo. Como ellos. Lleno de miedos y dudas. Deseo que sane mi alma. Corro para buscar a Jesús en mi vida. Quiero verlo tantas veces. Pero a menudo no logro ver lo que permanece oculto a mis ojos. Me falta fe para creer sin ver. Incluso para creer viendo. Hay sepulcros vacíos en mi vida que me hablan de vida. Y yo dudo. Y pido milagros a Jesús, como Herodes. No tengo fuerzas para creer en lo imposible. Se lo pido a Jesús hoy. Le pido más fe.
Hay algo dentro de mí que tiene que morir para que brote vida nueva. O para dejar espacio a la vida que nace desde dentro. O tal vez hay algo ya muerto y que huele en mi interior que tiene que resucitar para darme nueva vida. No lo sé. Pienso en ello. Hago mi lista de cosas muertas que llevo dentro. Y de cadenas que quiero que ser rompan para ser más libre. Sé que la vida que Jesús me promete me gusta mucho más que mi muerte oscura. Me gusta más la confianza ciega en un Dios oculto que mis miedos enfermizos que me atan a la vida caduca. Me gusta mucho más la alegría de una promesa que el trago amargo de la derrota que bebo. Quiero la vida, no quiero la muerte. Pero sé que es necesario morir para volver a nacer. Morir a mis miedos, a mis egoísmos, a mis idolatrías para vivir con libertad, lleno de amor. Morir a tantas cosas que en mí son cadenas pesadas. Miro la vida que brota del costado abierto de Jesús. Me amó hasta el extremo. Miro la fuente de vida. «La vida del hombre no se agota en esta tierra. Y dado que el alma del hombre es inmortal, el fin último del hombre trasciende esta vida terrestre y se dirige hacia la contemplación de Dios»[9]. Miro al cielo lleno de confianza. El final es un para siempre. Pero entre mi muerte de hoy y la vida plena al final de mi camino, transcurre mi hoy que se abre a un futuro lleno de esperanza. Decía Søren Kierkegaard: «La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia delante». A veces me encuentro mirando hacia atrás. Anclado en el pasado. Es verdad que es necesario. Pero sólo para comprender el paso de Dios por mi vida. Sus deseos ocultos en mis huellas. No me quedo en el pasado justificando mi pereza y desidia. No quiero pensar que mi momento ha pasado y no me queda nada por hacer. No es verdad. No importan los años que ya tenga. Viviré todo lo que Dios quiera. Tengo toda mi vida por delante para cambiar el mundo. Quiero vivir con la alegría pascual mirando los años que me quedan. Sonriendo al futuro. No quiero agobiarme pensando en la muerte. No quiero vivir anclado en lo que fue y ya no es, o pudo haber sido, recordando historias pasadas. Vivo el presente abierto a un futuro mejor. La vida eterna es mucho mejor que mi vida llena de muerte. Vivo mi hoy con el corazón lleno de Pascua, lleno de luz. Reparto sonrisas y esperanza. Hablo de la vida, no de la muerte. Tengo la alegría dibujada en los labios. ¿Qué me falta para ser feliz? Lo tengo todo. Jesús me lo da todo. Y lo que no poseo no lo envidio. Puedo ser feliz con muy poco. Cuando dejo de poner mi mirada en un horizonte que no existe. O en cosas que no me dan la alegría plena. Hoy llego al sepulcro vacío, a mi corazón vacío. Ya no está el cuerpo de la muerte. ¿Qué ha resucitado en mí? Quiero dejar allí mis miedos, mis apegos enfermizos, mi muerte. Jesús está conmigo, en mi camino, en mi vida. Él vive. No me deja solo porque quiere que viva una vida plena, con sentido. Así quiero vivir, resucitado. Con su vida en mi corazón. Con su resurrección imposible en mi muerte. Comienza el reino a brotar en mi alma. Entre mis manos, su vida.


[1] Benedicto XVI, La infancia de Jesús
[2] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[3] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[5] J. Fernando del OSA Río, La infancia de Jesús, Benedicto XVI
[6] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[7] Peter Locher, Jonathan Niehaus, Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador
[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[9] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

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