Domingo de Resurrección
Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9
«Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían
juntos, el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó pero no entró»
1 Abril 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Tiendo
mi mano. Alzo mis ojos. Abro mis brazos. Me arrodillo ante el que cae. Levanto
al que no puede caminar más. No quiero ser indiferente ante el que sufre. Me
comprometo. Amo. Quiero»
El otro día vi cómo se caía un árbol en un jardín. No había mucho viento. Sólo un poco de aire. Se cayó lentamente, sin hacer
ruido. Tenía el tronco enfermo. Tal vez demasiada agua. Estaba podrido en su
interior. Las raíces quizás habían encontrado agua sin esfuerzo en el césped
del jardín. No habían tenido que esforzarse horadando la tierra. Eran raíces
débiles, poco profundas, demasiado superficiales. Insuficientes para darle vida
al árbol y fortalecer su tronco. El árbol había crecido hacia lo alto, delgado,
con muchas ramas llenas de hojas. Aparentaba mucho más de lo que era. Por
dentro el tronco estaba enfermo, hueco. Las raíces no bastaban. Me dio pena
verlo caer. Lo hizo con suavidad, con cierta altivez, orgulloso de su altura.
Cedió sin inmutarse. Y perdió la vida. Pronto tocó la tierra y quedó allí,
inerte, muerto, inmóvil, frágil. El viento ya no lo mecía. Parece mentira. Un
árbol de tantos años, pero tan frágil por dentro. Tan alto antes y tan bajo
ahora, caído sobre la hierba. La vida había sido cómoda para él. Mucha agua a
su alcance. Quizás nunca tuvo que esforzarse demasiado por conseguir lo que
precisaba. Poca radicalidad, poco esfuerzo, poca hondura, poca vida. Casi nadie
lo vio caer. Cayó en silencio. No hizo ruido. Una persona pasó a su lado
preocupada de sus cosas. No vio su caída. No se inmutó ante su muerte
prematura. Suele ser así tantas veces. Cae un árbol y no es noticia. Sigo
metido en mi mundo. Preocupado de mis cosas. Caen muchos árboles y tampoco son
noticia. No me inmuto ante la muerte injusta del que está cerca de mí. Tampoco
ante la tragedia de la infidelidad. Ante el dolor de la ruptura y el abandono.
Me acostumbro al dolor ajeno, a la injusticia, al fracaso. Uno más que cae,
pienso. Tendría sus razones para morir después de tanto tiempo. Y no me
pregunto nada más. Me muestro indiferente ante el dolor ajeno. Habrá que
plantar otro árbol. Se me ocurre. Pienso ahora en los soldados que juegan a los
dados a los pies de la cruz de Jesús: «Tomaron
sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron
también la túnica, y como no tenía costura se dijeron entre sí: - No la
rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca». Jn 19. Echan a suerte sus vestiduras y siguen a lo suyo. La
rutina, lo cotidiano. No se inmutan ante la muerte de un hombre, ante un árbol
caído. Tal vez han perdido la sensibilidad. Tengo miedo de perder la
sensibilidad. Que me dé igual que muera un árbol, o un desconocido en un
hospital, o en la calle, o incluso cerca de mí. El otro día leía: «En los Padres de la Iglesia se consideraba
la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor ajeno como algo típico del
paganismo. La fe cristiana opone a esto el Dios que sufre con los hombres y así
nos atrae a la compasión. La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el
corazón, es el prototipo de este sentimiento de fondo de la fe cristiana»[1]. No quiero ser insensible ante el dolor de los demás. No quiero endurecerme
con el sufrimiento y llenarme de amargura. No quiero quedarme hueco por dentro
como ese árbol, vacío de vida, seco. No quiero volverme frío y acostumbrarme al
dolor. Al propio, al de otros. Sé que tengo sentimientos: «Todos sentimos. No es cierto que haya personas insensibles. Incluso la
mayoría de los enfermos que padecen una alteración grave de la sensibilidad
común»[2]. Siento cuando me afectan las cosas. Cuando me interesa lo que está pasando
o tiene que ver con mi vida. Si el árbol no es mío, me duele menos. Si la
muerte es lejana, sufro menos. No pierdo quizás la sensibilidad, pero sí su
rango de acción. Se reduce el ámbito de todo lo que me afecta. El prójimo está
muy cerca o muy lejos. A pocos metros deja ya de ser próximo y se convierte en
lejano. Y mi corazón sufre menos, se vuelve pagano. Tal vez me vuelvo más
selectivo a la hora de comprometer mi corazón. Para no sufrir tanto. Para que
no me afecten las muertes y los sufrimientos de los que no están tan cerca.
Pienso de nuevo en mi árbol. En su vacío interior. Murió realmente por falta de
vida. Y un poco de viento tumbó su altivez. Puedo parecer muy alto, pero si mi
tronco no es fuerte, caeré con el viento más débil. Y perderé la vida. Quiero
tener raíces hondas. Vínculos profundos. Decía el P. Kentenich: «Amamos ideas, pero por lo común cultivamos
en una cuota desesperadamente escasa vinculaciones personales profundas»[3]. Quiero vínculos que alimenten mi corazón. Raíces hondas en la tierra. Esa
hondura exige ahondar buscando agua. No me bastan las aguas superficiales para
crecer. Quiero tener más vida, más hondura, más sangre en mi interior, más
vínculos fuertes. Quiero vivir con pasión para ser capaz de sufrir por otros. Y
llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena. Es lo que deseo en lo profundo. Tener entrañas de misericordia que
fortalezcan mi alma.
Comienza la Semana Santa y me gusta mirar a María. La veo acompañar a Jesús sosteniendo su dolor. María sufre en su corazón. «María no se rebela, no grita. Asume el
sufrimiento por medio de la oración»[4]. ¿Qué dolores tuvo María a lo largo de su vida? María sufrió la pérdida de
las personas que más amaba, sus padres, Ana y Joaquín, su esposo José, su
propio hijo. La pérdida que desgarra el alma. Como una espada que atraviesa el
corazón. María no tuvo dolor de los pecados como el que tengo yo cada vez que
ofendo, hiero o mato. Cada vez que no soy fiel a mí mismo y me dejo llevar por
mediocridad. Cada vez que me centro en mis miedos, en mis egoísmos, y me cierro
a la vida. Ella no cometió pecado. No conoció ese dolor. Pero sí sintió un dolor
muy fuerte por aquellos que se encerraron en sus pecados. Los que estaban
dominados por la ira. Los que huyeron cobardes por miedo a darlo todo. Sufrió
al ver su fragilidad no reconocida. Al ver cómo Judas se cerraba a la mirada de
Jesús y se quitaba la vida. Al pensar que su pecado no tenía perdón. El dolor
profundo por la infelicidad del que no es feliz con la vida que lleva. María
sintió un dolor muy fuerte de compasión. Hacia los que sufrían enfermedades.
Hacia los presos de sus esclavitudes. María sufre con un amor misericordioso
ante el enfermo, ante el que ha perdido un ser querido. Ante el que ha
fracasado y siente en su corazón un dolor de angustia. María permanece al pie
de mi cruz, como permanece cada Semana Santa al pie de la cruz de Jesús. Su
dolor ante mi dolor me conmueve. Por eso la miro al abrazar yo mi propia cruz.
Y le pido que me haga más fácil la subida al Calvario. Sus manos me sostienen.
Su voz me da ánimos. Miro a María dar su sí con paz en el alma al dolor más
grande, un dolor inhumano. El sí más difícil ante el dolor que siente al ver
sufrir a su hijo. Ese dolor por ver cómo lo difaman, cómo lo insultan, cómo
piden su muerte. Su dolor, su angustia, al no poder salvar a quien más ama y
tener que acompañarlo impotente a un lado del camino al Calvario. El sí al
dolor de los insultos, de la noche en la cisterna, de la corona de espinas, de
la sangre derramada de forma injusta. El sí al ver cómo se reparten esa túnica
que Ella misma había tejido. El sí a los ultrajes. El sí a escuchar sus últimas
palabras desde la cruz. Ese sí tan difícil es el que le pide Dios a María esta
Semana Santa. El sí primero de la anunciación. El sí último en el último
aliento de Jesús. Comenta Benedicto XVI: «Dios
se ha hecho en cierto modo dependiente del hombre. Su poder está vinculado al ‘sí’ no forzado de una
persona humana. Así, Bernardo muestra cómo en el momento de la pregunta a María
el cielo y la tierra, por decirlo así, contienen el aliento. ¿Dirá ‘sí’? Ella vacila... ¿Será
su humildad tal vez un obstáculo? -
Sólo por esta vez —dice Bernardo— no seas humilde, sino magnánima. Danos tu
‘sí’. Este es el momento decisivo en el que de sus labios y
de su corazón sale la respuesta: - Hágase en mí según tu palabra. Es el momento
de la obediencia libre, humilde y magnánima a la vez, en la que se toma la
decisión más alta de la libertad humana»[5]. María dice que sí libremente en medio de su dolor. Me gustaría tener esa
mirada de María. Me gustaría ser tan libre y besar mi dolor. ¿Cuáles son mis
dolores? Miro a María llena de dolor y se los entrego. El dolor de mis fracasos
y de mis pecados. El dolor en la enfermedad y en la pérdida. El dolor en el
abandono y en la crítica, cuando otros me condenan. Quiero hacer una lista con
todo lo que me duele. La lista de mis dolores. Todos los clavos que me hieren
por dentro. No para regodearme en mi mala suerte. Sino para entregarle a María
todo lo que me hace sufrir. Ella sabe lo que necesito y me alivia la carga.
Quiero darle mi sí humilde como el que Ella dio cada día de su vida. No sólo en
Nazaret. No sólo en el Gólgota. Cada día de esos muchos días con dolores
pequeños, más soportables. Esos dolores que no exigían un sí heroico y radical,
sino un sí fiel y valiente. Una renovación de su primer amor. De su amor fiel y
apasionado. Esa valentía para besar a Dios en cada etapa del camino. Cada
mañana, cada noche. Y sonreír en medio de dolores que sólo María puede ayudarme
a cargar con paz. Hago la lista de mis dolores. Entrego cada uno con sencillez.
Ella sabrá hacerme más llevadero mi camino al Calvario. Se lo pido. María me abraza y me sostiene cuando caigo.
Pienso en mi mirada y mi actitud para acompañar a Jesús
en estos días de la Semana Santa. Tal vez no me
veo con fuerzas para acompañarlo y sólo quiero que Él me acompañe a mí en mi
propio camino. Me siento cansado, o me pesa la cruz más de lo que quisiera. Me
duelen mis heridas. Una persona me preguntaba hace poco: «¿Cómo voy a acompañar a Jesús? Pasó hace dos mil años. No vuelve a
pasar cada año. Es recuerdo, no es dolor verdadero. ¿Como puede llevarme la
Cruz al Amor? ¿Por qué Dios quiso una cruz para salvarme?». Y me surgen
preguntas parecidas: ¿Por qué tuvo que morir Jesús en la cruz? ¿Era necesario
tanto sufrimiento, tanta angustia, tanto dolor? El otro día leía: «Nos volvemos hacia Dios y gritamos: ¿Por
qué este cáliz? ¿Por qué tantos horrores y tanta violencia salvaje? Dios no
quiere el mal. Dios no quiere la guerra. Dios no quiere ni la muerte ni el
sufrimiento. Dios no quiere la injusticia. Y, sin embargo, permite todos estos
males en la tierra. ¿Por qué este misterio? El Padre desea que asumamos la
totalidad de nuestra vida en la tierra y el mal forma parte de la condición
humana»[6]. Sé que la cruz es parte de mi camino. Lo experimento cada día. Mi carne
enferma. La pérdida de seres queridos. La traición. El fracaso. El olvido. El
rechazo. Las heridas. Los insultos. El menosprecio. La difamación. Hay cruces
más pesadas que otras. Al lado de la de Jesús la mía parece pequeña. ¿Por qué
la suya vino acompañada de tanto dolor? Yo pienso que Dios no quiso la cruz de
Cristo para salvarme. No era necesario. Dios lo podía todo y podía haber sido
de otra manera. Pero los hombres fueron los que lo mataron por miedo a perder
lo que protegían con pasión: «Lo mataron
colgándolo de un madero». Tal vez no supieron soportar tanta libertad
interior, tanta compasión, tanta humanidad. Les superó su corazón inmenso que
acogía a todos, su mirada honda que superaba su ceguera. Tal vez por eso lo
condenaron, lo crucificaron. Dios no quería tanto dolor, ni tanta sangre. Ni el
abandono en lo alto del madero. Le oigo decir desde la cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Lo veo solo en lo alto del madero y me duele tanto el alma. Jesús se sirvió de
esa cruz para amarme más todavía. Sacó un bien inmenso de un mal terrible. Él quiso
vivir lo que tantos hombres viven hoy, cada día. Quiso vivir mi propia cruz,
antes incluso de que yo la sufriera. Usó la cruz que los hombres le impusieron
para amarme más a mí, que sufro quizás menos que Él, mucho menos. Lo aceptó todo
con mansedumbre, con mucho dolor, cuando yo tantas veces me rebelo ante el más
mínimo sacrificio. Me conmueve su forma de vivir, de amar, de morir, de padecer.
Quisiera llorar con Él al verlo sufrir camino al Calvario. Creo que me faltan
lágrimas, me he secado. Quiero sentir más, sufrir más para tocar su carne
herida. Me duele más mi herida que la suya. Más mi dolor insignificante al lado
del suyo. Tal vez soy demasiado pequeño para aguantar el sufrimiento propio y
el ajeno. Me rebelo. Tengo el umbral del dolor muy bajo y en seguida me quejo. Comentaba
del P. Kentenich: «Hay sacerdotes que en
todos los ejercicios espirituales descienden hasta los infiernos. Sin embargo,
se quiebran ante las cosas más sencillas y cotidianas en cuanto la vida deja de
ser burguesa»[7]. No quiero ser así. Prometer lo más grande y caer ante la primera
contrariedad. Miro a mi alrededor y me sobrecoge la angustia de tantos hombres.
No me siento capaz de acompañar a otros en su dolor. Busco respuestas y no las
tengo. No puedo salvar a nadie de su muerte. No soy un salvador. Jesús es el
único que puede salvarme. Viene a mí y me salva en mi cruz. No lo salvo yo a
Él. Pero es verdad que a veces me siento como Pedro prometiendo lo imposible
que luego no puedo cumplir. O como Juan queriendo que no se aleje de mí el
descanso cálido en su pecho ignorando la cruz y la muerte. No acepto la
separación que tanto me duele. No quiero quedarme solo, sin Jesús. No quiero su
muerte ni el abandono. Tengo miedo. No sé qué hacer ante tantos que sufren. No
sé cómo cuidar su dolor y apaciguar su angustia. Me gustaría ser como Simón el
Cireneo que carga con la cruz impuesta. Sin quejas, sin renuncias. Pero me veo
huyendo de la cruz del que sufre y de la que me hace sufrir. Por miedo a que me
toque algo de su dolor. No logro aceptar el dolor injusto. Me rebelo una y otra
vez. No lo quiero. Pero sé que Jesús me pide que sea el cireneo. No quiere que sea
Pilatos. Pero veo que a veces me lavo las manos y no hago nada. Dejo que la
vida siga su curso. A Pilatos no le duele la muerte de Jesús. Sólo le sorprende
que haya muerto tan pronto cuando José de Arimatea viene a pedirle su cuerpo.
Se lo entrega sorprendido. Pero no sufre, no hay llanto en su corazón ante la
muerte injusta. Él no ha sido, se repite en silencio para convencerse. No pudo
hacer nada. ¿De verdad no pudo? Pienso en mí. ¿De verdad no puedo hacer nada? A
veces creo que no. Que no soy yo el motivo de la cruz. Es cierto. No puedo
parar la muerte, ni la enfermedad. No puedo salvar tantas vidas que corren
peligro. No puedo. Pero no hago nada por aliviar el dolor de los que sufren. Me
lavo las manos. No soy culpable. Y mientras tanto mi omisión logra que la
soledad sea más honda en el que carga su cruz. Lo dejo solo. No sufro con él.
No lloro a su lado. Creo que mi cruz pesa menos cuando dejo de mirarla. Parece
magia. Dejo de centrarme en mi dolor y me duele menos. Dejo de pensar en lo que
me falta a mí y se me olvida. Empiezo a mirar a los que más sufren. Trato de
apaciguar sus lágrimas. Calmar sus angustias. Cargo sus cruces más o menos
pesadas que la mía. Eso no importa. Me importa el sufrimiento ajeno. El dolor
de los cercanos y los lejanos. La soledad de los que están perdidos. Tiendo mi
mano. Alzo mis ojos. Abro mis brazos. Me arrodillo ante el que cae. Levanto al
que no puede caminar más. Cargo sobre mí
lo que el que sufre ya no puede cargar. No quiero ser indiferente. Me
comprometo. Amo. Quiero.
Me cuesta ver a Jesús cautivo en Getsemaní. Encerrado en la noche del jueves santo por culpa de un beso. Me cuesta la
injusticia de su juicio. Me duele el dolor del látigo y su corona de espinas.
No lo entiendo. Me duele que le hagan daño siendo inocente. No comprendo el
daño gratuito. Me asombro cuando yo mismo lo provoco. Digo que no quiero hacer
daño a nadie y lo acabo haciendo. Me encuentro a mí mismo hiriendo con mis
palabras, matando con mis silencios y desprecios. Veo cómo mis juicios son
puñales clavados en el alma. Y me veo a mí mismo hiriendo para evitar que me
hieran. Doy el primer paso. Me lleno de ira. Me dicen que tengo un pronto
fuerte. Algo casi genético, como si fuera un pequeño defecto que no puedo
cambiar. Y yo me lo creo. Me justifico. Y siento emociones que no comprendo.
Hoy leo: «Las explosiones repentinas de
ira son otro indicio que revela el vínculo entre el afecto y el inconsciente.
Una persona reacciona de repente en algunas situaciones, pero no sabría
justificar por qué lo hace»[8]. No comprendo muy bien los motivos de mi rabia. No sé de dónde viene mi
dolor. Pero me veo haciendo daño a otros. Sin merecerlo ellos. Sin encontrar
razones yo. Jesús me dice que cuando comience a lavar los pies de los que
encuentre en mi camino calmaré mi ira. Me arrodillaré a los pies de mi prójimo.
Me haré más humilde y manso. ¿Es posible ser manso? Creo que es el camino de
Jesús esa tarde del Calvario. Como cordero llevado al matadero. Manso. Humilde.
Sin proferir amenazas. Perdonando desde la cruz. Su perdón parece inhumano,
imposible. ¿No sería un deseo hondo de venganza lo que tendría yo clavado en mi
alma? El perdón parece que exculpa al que me ha hecho daño. Lo libera de su
traición. Pero es mentira. Soy yo el que se libera perdonando. Dejo de estar
sometido a mi ira, a mi rabia. Dejo de ser esclavo de quien me ha hecho daño. Y
el rencor se diluye entre mis dedos. Me gustaría ser así siempre. Mirar así
siempre. Perdonando. No lo consigo. Quiero un corazón manso, humilde y pobre.
Quiero arrodillarme a lavar los pies sucios de mi hermano. ¡Cuánto me cuesta
hacerlo! Estoy dispuesto a que me laven a mí, me sirvan a mí. Pero ¿servir yo
desde el suelo, arrodillado, humillado? ¿Amar yo hasta el extremo? La ira me
consume el alma. Comenta S. Francisco de Sales: «El camino más seguro en la espiritualidad son las florecillas que
crecen al pie de la cruz. La humildad, la sencillez y la dulzura del corazón». Me
detengo ante la cruz de Jesús. Me arrodillo y miro la cruz del desprecio, de la
rabia, de la ira. Y allí encuentro unas flores escasas que anhelo. Quiero
aprender a amar. Ser humilde, sencillo y dulce. ¿Seré más feliz si lo soy? Eso
seguro. Si en mi subconsciente abunda la sencillez, la bondad, la dulzura, la
paz, la inocencia. Si me hago portador de un corazón calmado. Todo cambiará dentro
de mí. Un corazón nuevo que será capaz de perdonar, de acoger, de servir. Un niño
decía espontáneamente: «Me gusta servir a
los demás». Me gustaría tener esa mirada. Esa actitud ante la vida. Servir,
perdonar, aceptar, acoger. Arrodillarme a los pies de mi hermano. ¡Cuánto me
cuesta que mi corazón sea libre! Escucho: «Los
que creen en Él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados». Creo en
Jesús y espero recibir el perdón. Desde su cruz me mira y me perdona. Y su
perdón me sana por dentro. Puede perdonar mi ira, mi rabia, mi odio. Puede
perdonar mis agresiones, mis clavos, mi lanza. No los clavos que le clavo a Él
conscientemente. Sino los que le duelen más al verlos clavados en quienes Él
tanto ama. Los clavos de mis desprecios, de mis rabias, de mis burlas, de mis
palabras fuera de lugar. Esos clavos que hieren la carne de los que amo. No
quiero hacerles daño y se lo hago. No quiero herir su piel y les hiero. Y
entonces quiero recibir el perdón por mis pecados. Jesús me lo dice a mí desde
lo alto de su trono, su cruz de madera. Me dice que me perdona. Perdona mi
desorden, mi confusión, mi mirada torcida, mis egoísmos agresivos. Me mira
conmovido en medio de su dolor. ¿Cómo puede mirar así mientras sufre tanto? Me
impresionan sus ojos, y su amor, y su perdón. Quiero ser como Jesús en medio de
mis angustias. Un ladrón crucificado a su lado lo mira con desprecio. Lo acusa
y sólo piensa en él. En su dolor. ¿Por qué no hace nada por salvarse, por
salvarme? Pero otro ladrón mira de otra forma. Lo llamamos bueno porque cambia
su mirada. Ese ladrón no se mira a sí mismo. No piensa en él. Mira el dolor de
Jesús. Mira la injusticia que sufre. Le duele. Y le pide lo imposible. «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».
Está muriendo y ve más allá de su dolor. Esa mirada me conmueve. Jesús lo
miró y también vio en él un alma pura. Y esa noche se encontraron en el
paraíso. A veces cuando sufro dejo de mirar fuera de mí. Sólo miro mi dolor, mi
angustia, mis miedos, mi fragilidad. Sufro y no tengo mirada para otros. Hay
enfermos que en su enfermedad son el centro. No se descentran nunca. Exigen a
los demás que los cuiden, que los quieran, que los salven. Pero ellos no miran
fuera de su corazón enfermo. Pero hay otros, también los conozco, que en su
dolor no piensan tanto en lo que sufren. No viven clamando a Dios por las injusticias
que sufren. No pasan el día meditando en su mala suerte comparando su cruz con
la de otros. No le exigen a Dios que los baje del madero. Me recuerdan al buen
ladrón. Me parece increíble su forma de morir, de vivir, de sufrir. Yo quiero
tener esa mirada. Descentrarme fuera de mi centro. Salir de mi oscuridad. Dejar
brillar la luz de Dios sobre mí. Y ver la oscuridad en la que otros sufren. Es
más feliz el que vive así su angustia. No vive en continua rebeldía. No muere
amargado por no haber sido librado de la muerte. Quiero entender así la vida, el dolor y la muerte.
El sábado santo todo cambia y queda el sepulcro vacío. Los discípulos corren al encuentro de Jesús. Buscan el cadáver, el cuerpo.
No pretenden escuchar su voz: «El primer
día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer y vio la losa
quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro
discípulo y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde
lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo. Los dos corrían juntos, pero
el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al
sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó
también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el
suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza. Entró también el otro
discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó».
Corrieron a ver lo imposible. Llegó Juan primero, pero no entró. Tal vez pensó
que Pedro lo necesitaba más. Estaba más herido. Se sentía más culpable. Juan
esperaba y llegó Pedro. Entró Pedro. Entró Juan. Vieron y creyeron. Esa mirada
me sobrecoge. Los sudarios en el suelo. Las vendas. El sepulcro sellado vacío. El
silencio de la muerte que ha sido vencida. ¿Ha resucitado de verdad? ¿O han
robado su cuerpo? Mil preguntas en su alma inquieta. ¿No les dijo Jesús que
esto iba a suceder? ¿Cómo podían creerlo? ¿Está permitido creer en lo
imposible? Luigi Giussani, fundador de Comunión y liberación, comenta esta
escena: «Desde el día en que Pedro y Juan
corrieron al sepulcro vacío Y le vieron después resucitado y vivo en medio De
ellos, todo puede cambiar. Desde entonces y para siempre un hombre puede
cambiar. Puede vivir, revivir. Lo que para nosotros no es posible, no es
imposible para Dios. De modo que una humanidad nueva apenas esbozada se hace
visible, para quien tiene la mirada y el corazón sinceros, a través de la
compañía de aquellos que le reconocen presente, Dios-con-nosotros. humanidad
nueva, apenas esbozada, como el reverdecerse de la naturaleza amarga y árida».
La mirada de este hombre que vio y creyó es la que hoy me da esperanza. Dos
verbos tan solo que recogen todo el misterio de mi vida. Ver y creer. Más aún.
No ver y creer. No ver lo que espero ver y creer que ha ocurrido un milagro
imposible. ¿Acaso es posible revivir desde la muerte? El final parece no ser el
final. Como esa película con un final triste en el que anhelo que de repente
todo cambie y surja una vía de salvación. Una solución que no había pensado. Deseo
un final feliz, fácil, alegre, lleno de luz. ¿Acaso no es la muerte lo que más
temo? Estoy apegado a la vida. A los placeres. A las victorias. ¿No temes
morir? Me preguntaba una persona. Yo le dije que no tanto por mí. Pero mentía.
Sí me importa morir. No amanecer ningún día más. Dejar de golpe todo lo que
amo. Las personas que amo, los lugares que amo, los sueños que amo. Renunciar
de golpe a mis deseos, a mis apegos. Así, cortar por lo sano y caer roto. Me da
miedo la muerte. Tal vez más que la mía incluso, temo la de las personas que
amo. Es normal. Me asusta la soledad. El corazón ama y no quiere perder nada.
Aunque el curso de la vida me dicte que tras la enfermedad y el declive de la
carne viene una muerte temporal. La temo. Deseo más bien una vida sin dolor y
sin muerte. Una vida apacible, de placeres humanos, de paz de Betania. De
milagros continuos. Como esa vida que mostró Jesús a los suyos durante tres
años. Ellos temían perderlo todo. Y esa noche larga del viernes los hundió en
la angustia. ¿Confiaban muy dentro? No lo sé. Tal vez tenían algo así como una
tenue luz encendida en lo hondo de la penumbra. Y esa luz les permitió correr
esa mañana hasta el sepulcro. Las palabras de María Magdalena encendieron el
fuego. Tal vez no lo creían del todo. Pero bastó con llegar y ver para creer. «Vio y creyó». Así de sencillo. Me impresiona. Quiero creer en lo
imposible. ¿Qué hay detrás de los párpados que nublan la vista para siempre?
Silencio. Un sepulcro callado. Callo un momento y pienso en la ausencia que
trae la muerte. Y creo. Casi sin verlo creo. Corro como los discípulos hacia el
sepulcro vacío. Llego, veo y creo. Como ellos. Lleno de miedos y dudas. Deseo
que sane mi alma. Corro para buscar a Jesús en mi vida. Quiero verlo tantas
veces. Pero a menudo no logro ver lo que permanece oculto a mis ojos. Me falta
fe para creer sin ver. Incluso para creer viendo. Hay sepulcros vacíos en mi
vida que me hablan de vida. Y yo dudo. Y pido milagros a Jesús, como Herodes. No tengo fuerzas para creer en lo
imposible. Se lo pido a Jesús hoy. Le pido más fe.
Hay algo dentro de mí que tiene que morir para que brote
vida nueva. O para dejar espacio a la vida que nace desde dentro. O
tal vez hay algo ya muerto y que huele en mi interior que tiene que resucitar
para darme nueva vida. No lo sé. Pienso en ello. Hago mi lista de cosas muertas
que llevo dentro. Y de cadenas que quiero que ser rompan para ser más libre. Sé
que la vida que Jesús me promete me gusta mucho más que mi muerte oscura. Me
gusta más la confianza ciega en un Dios oculto que mis miedos enfermizos que me
atan a la vida caduca. Me gusta mucho más la alegría de una promesa que el
trago amargo de la derrota que bebo. Quiero la vida, no quiero la muerte. Pero
sé que es necesario morir para volver a nacer. Morir a mis miedos, a mis
egoísmos, a mis idolatrías para vivir con libertad, lleno de amor. Morir a
tantas cosas que en mí son cadenas pesadas. Miro la vida que brota del costado
abierto de Jesús. Me amó hasta el extremo. Miro la fuente de vida. «La vida del hombre no se agota en esta
tierra. Y dado que el alma del hombre es inmortal, el fin último del hombre
trasciende esta vida terrestre y se dirige hacia la contemplación de Dios»[9]. Miro al cielo lleno de confianza. El final es
un para siempre. Pero entre mi muerte de hoy y la vida plena al final de mi
camino, transcurre mi hoy que se abre a un futuro lleno de esperanza. Decía Søren Kierkegaard: «La vida sólo puede ser
comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia delante». A
veces me encuentro mirando hacia atrás. Anclado en el pasado. Es verdad que es
necesario. Pero sólo para comprender el paso de Dios por mi vida. Sus deseos
ocultos en mis huellas. No me quedo en el pasado justificando mi pereza y
desidia. No quiero pensar que mi momento ha pasado y no me queda nada por
hacer. No es verdad. No importan los años que ya tenga. Viviré todo lo que Dios
quiera. Tengo toda mi vida por delante para cambiar el mundo. Quiero vivir con
la alegría pascual mirando los años que me quedan. Sonriendo al futuro. No
quiero agobiarme pensando en la muerte. No quiero vivir anclado en lo que fue y
ya no es, o pudo haber sido, recordando historias pasadas. Vivo el presente
abierto a un futuro mejor. La vida eterna es mucho mejor que mi vida llena de
muerte. Vivo mi hoy con el corazón lleno de Pascua, lleno de luz. Reparto
sonrisas y esperanza. Hablo de la vida, no de la muerte. Tengo la alegría
dibujada en los labios. ¿Qué me falta para ser feliz? Lo tengo todo. Jesús me
lo da todo. Y lo que no poseo no lo envidio. Puedo ser feliz con muy poco.
Cuando dejo de poner mi mirada en un horizonte que no existe. O en cosas que no
me dan la alegría plena. Hoy llego al sepulcro vacío, a mi corazón vacío. Ya no
está el cuerpo de la muerte. ¿Qué ha resucitado en mí? Quiero dejar allí mis
miedos, mis apegos enfermizos, mi muerte. Jesús está conmigo, en mi camino, en
mi vida. Él vive. No me deja solo porque quiere que viva una vida plena, con
sentido. Así quiero vivir, resucitado. Con su vida en mi corazón. Con su
resurrección imposible en mi muerte. Comienza
el reino a brotar en mi alma. Entre mis manos, su vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario