domingo, abril 01, 2018

Reflexiones


La hora de Caná y de la cruz
 Padre Nicolás Schwizer
Nº 203 - 01 de abril de 2018

Es San Juan quien nos trasmite las dos palabras solemnes que Jesús dice a su madre, una en Caná de Galilea, al comienzo de su vida pública. Otra en la cruz, al final de la misma. El parentesco entre ambas frases es demasiado evidente como para que no pensemos que el evangelista ha querido unirlas místicamente. Son dos palabras que sólo pueden entenderse leyéndolas juntas.

El diálogo de Caná asombra a cualquiera que lo lea ingenuamente. María, con sencillez de mujer y de madre, trata de resolver el problema de unos novios y pide a su hijo que intervenga. Probablemente no se da cuenta de que, con ello, entra en los altos designios teológicos de su hijo.

Y la respuesta de Jesús es casi violenta. Después el hijo hace lo que la madre le pide. Pero no sin haber marcado antes las distancias: “¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Aún no ha llegado mi hora”.

La respuesta tuvo que desgarrar, en cierto modo, el corazón maternal. No pudo entender entonces el vertiginoso sentido de esas palabras con las que estaba citándola en el Calvario. Está pidiéndole que salga del campo de las inquietudes terrestres - por importantes y dolorosas que sean - y entre en el plan de las cosas del Padre.

Es el plan en el que el hijo vive y en el que la madre tiene también una misión de primera importancia. Jesús concederá el milagro, pero con él anticipará la hora de la separación entre la madre y el hijo.

Con este milagro comenzará su vida pública y se desencadenará el odio de sus enemigos. Anticipará la “hora”, que para Jesús no es otra que la de su muerte.

La alejada
Pero hay otro misterio. Durante toda su vida pública, Jesús había mantenido lejos a su madre de todas sus tareas. Lo había hecho incluso de maneras que a nosotros nos suenan duras.
Este voluntario alejamiento comenzó en la misma infancia. Después de haberse unido a ella indisolublemente con los lazos de la encarnación, había comenzado enseguida a “arrancarse” de ella para entregarse únicamente a su Padre, aunque esto supusiera dejarla confusa y desolada: “¿Por qué me buscabais?- le dice al perderse en el templo a los doce años - ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?” Se diría que casi le molestaba el ser buscado por María y por José. Y la respuesta debió de sonarles tan extraña que el evangelista agrega: “Ellos no entendieron lo que les decía”.

Más tarde, un día en que Jesús predicaba a la gente, alguien le avisa que están ahí su madre y sus parientes, y el Maestro vuelve a tener una respuesta desconcertante: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y señalando a quienes le escuchan añade: “Estos son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre y mi hermano”.

Que para ser madre de Jesús hay que hacer la voluntad de Dios, María lo sabía ya desde el día de la anunciación. Y lo había practicado. Pero lo que aún le faltaba por aprender experimentalmente es que la voluntad de Dios es una voluntad que separa, una voluntad que distanciará a la madre del hijo en la vida, lo mismo que, en la muerte, arrancaría al Hijo..

Por eso es asombrosa esta proximidad a la hora de la cruz. Este Jesús que ha mantenido lejos a su madre en las horas del gozo ¿por qué la quiere próxima ahora, en el tiempo del dolor? Evidentemente esta presencia tiene algún sentido mayor que el de la pura compañía. Debe de haber alguna razón teológica para esta “llamada”. Algún sentido ha de tener esta vertiginosa e inesperada manera de introducir a María en el mismo corazón del drama de la redención del mundo.

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