Hechos
de los Apóstoles 4, 32-35; 1 Juan 5, 1-6; Juan 20, 19-31
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos,
si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado,
no lo creo»
8 Abril 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«No hago el bien, no elijo lo correcto. Pero
sé con certeza que Dios me mira con agrado. Lo sé porque me ha dicho cuánto me
ama. Y su mirada me levanta del suelo y me hace creer en mí mismo»
Hay frases que tengo que recordar una y
otra vez para no olvidarme. Frases que he
oído alguna vez de alguien. O las he leído en algún libro y me marcaron. Frases
que han quedado prendidas del alma. Grabadas a fuego. Atadas a mi vida para
siempre. Pienso en esas frases continuamente para no olvidarme. Porque si las olvido
empiezo a vivir como si el alma me pesara
más: «Me encanta cómo eres. Te quiero mucho.
Te admiro por todo lo que piensas
y haces. Me gusta simplemente tu forma de ser.
Reconozco que Dios en ti se me hace presente. Gracias
por tu generosidad». Alguna vez alguien
me las dijo. A mí se me olvidan.
Quiero recordarlas de vez en
cuanto. Para quererme
más a mí mismo. Otras frases me
hablan de lo que me dice Dios. Él me mira siempre como a su
hijo más querido.
Lo perdona todo: «Te he llamado para
que estés conmigo.
Necesito tu vida,
tus manos, tu corazón, tus
palabras. Tu vida merece la pena». Son frases que me conmueven una y
otra vez. No importa cuántas veces las escuche, las lea, las repita. Suenan a
frases antiguas y siempre nuevas. Como si fueran escuchadas
por primera vez. No quiero olvidarlas.
Una de esas frases es la que hoy escucho: «Dios
los miraba a todos con mucho agrado». Pienso
en Dios mirándome y diciéndome que soy de su agrado. Me alegra el alma. Pero yo
tantas veces me escondo. No siempre creo que me mire con agrado. Es como si me
exigiera algo o esperara algo de mí. Y yo no estoy a la altura cada vez que
miento, hago daño con mis palabras
y hiero con mis actos. No le agradan mis
fracasos cuando no
respondo a sus expectativas. Y parece mirarme con desprecio cuando no hago todo lo que
tendría que hacer, lo correcto, lo
perfecto. Escuché hace tiempo una afirmación en una película. Una persona le
decía al protagonista: «Siempre has
sabido qué es lo correcto. Aun cuando éramos jóvenes y estúpidos siempre lo
supiste. Cada paso que das siempre es el idóneo. Yo siempre he querido obrar
rectamente. Ser una buena persona. Pero nunca supe qué significaba. Siempre parecía que había una decisión imposible
que debía tomar». Me quedé pensando. Yo también quiero ser una buena persona. Y obrar rectamente.
Pero ¿los pasos que doy son los idóneos? Cuando tengo que elegir entre el bien y el mal. O entre dos bienes posibles.
¿Hago siempre lo correcto? A veces dudo
y tiemblo y veo que Dios no me mira con agrado. Hay dudas en su mirada. Tal vez
piensa que no hago nada bien. O eso es lo que creo. Pienso que me mira
ofendido, triste, cansado de mi negligencia, de mi desgana, de mi pereza.
Cuando miro así a Dios y pienso de esta forma, sufro ansiedad. Veo que no llego
a la meta, a la cumbre. Y me parece que Dios nunca va a estar feliz conmigo.
Pienso en esta Semana Santa. E imagino que Jesús muere porque yo lo clavo al madero.
Mis manos las que golpean
los clavos. ¿Lo clavo yo de verdad?
¿Me creo que soy
yo el culpable, el que con mis actos hago más daño a quien no quiero hacer
daño? El otro día escuchaba una canción
que decía: «Si hubiera
estado allí entre
la multitud, Que
tu muerte pidió,
que te crucificó. Lo tengo que admitir, hubiera
yo también, clavado
en esa cruz
tus manos mi Jesús, si hubiera estado allí». Al oírla pensé que no. Yo, si hubiera estado allí,
no sé qué hubiera hecho. Quizás habría huido de la escena del Calvario, me habría escondido. Pero no siento
que hubiera clavado
esos clavos.
Además, los que clavaron los clavos,
¿eran tan culpables como pensamos? ¿Sabían realmente a quién clavaban? Sólo
hacían su trabajo. O creían que Jesús era de verdad un blasfemo. ¿Le hubiera
condenado yo a ellos por sus obras? Jesús no lo hizo. Yo tampoco quiero
hacerlo. Sólo creo que si hubiera estado yo allí, me habría escondido. ¿Cuáles
son entonces mis clavos? El otro día lo vi más claro. Por mi orgullo respondí
mal a una persona vulnerable en ese momento a mis palabras. No
calculé el peso de mi gesto. No medí mi
forma de decir las cosas. Y herí. Inmediatamente me di cuenta. Ya era tarde.
El daño estaba
hecho. Quise volver
el reloj hacia
atrás. Unos segundos siquiera. El tiempo suficiente para cambiar mi reacción. Demasiado tarde. Creo que
son esos los clavos que
yo clavo en corazones de carne. En aquellos a quienes Dios
me confía. En los que amo o digo amar.
Dios
me los entrega
y luego yo los hiero.
Con palabras de acero. Con gritos y con gestos
fuera de lugar. No sé qué
hubiera hecho yo si realmente hubiera estado yo allí esa tarde de viernes
santo. Seguro que no habría comprendido todo su amor. Ni tampoco la forma de su
reino. Me habría rebelado ante su impotencia. Y me habría
costado mucho su decisión de guardar silencio
y dejarse matar. No hubo lucha.
Pero no me veo yo condenándolo a muerte. Si hubiera estado
allí me gustaría haber sido uno de esos discípulos cobardes. Incapaz de defender al maestro. Incapaz
de traicionarlo. Enamorado de Él. Si hubiera estado
allí. Es verdad.
Yo estaba. Yo estoy. Lo que he celebrado vuelve a ocurrir hoy. Y quiero ser
distinto en mi mirada. Pero miro a veces con odio. Quiero ser más valiente. Pero me vuelvo
cobarde y huyo cuando todo
se complica. Me hubiera gustado
definirme y decir que yo era de los suyos. Como ahora cuando
callo y me mantengo en mi ambigüedad para no perder nada de lo que tengo.
Lo acepto, vivo con miedo.
Me veo oculto entre la masa. Reticente para llevar la cruz
del Nazareno en tantas personas que pasan a mi lado y su cruz me es indiferente. Miro a Jesús hoy en tantos
que sufren, recorriendo los pasos de su Calvario. Quiero ser mejor
hoy. Tomar la decisión
correcta, la idónea.
Me cuesta. Dudo.
Dios me mira
desde la cruz conmovido. Entre
la sangre y el dolor oigo
su voz de consuelo. Me quiere en mi fragilidad. Me mira con agrado. Quizás me ve huyendo o escondido. Pero me sigue
mirando con agrado.
Me sorprende porque
yo no miro así. Él sí, porque me ama. Y el amor
lo perdona todo.
Su amor perdona
mis clavos, mi torpeza, mi indiferencia, mis miedos. Esa mirada
suya con agrado es lo único que me salva en medio de mi noche, en medio de mis
caídas. En mi propio dolor cuando hiero y clavo clavos a mis hermanos
haciéndome daño a mí mismo.
Porque las lágrimas del que hiero
son como un fuego que me quema por dentro. Me siento
culpable y parece
que mi súplica de perdón
no basta. No cura la herida. No la
elimina. Ahí está el hueco
de mi clavo, de mi lanza. He sido cruel,
injusto, egoísta. No me siento bien. Me duelen esas
decisiones mías en las que
me dejo llevar
por el orgullo y el desprecio. Esas decisiones incorrectas que tomo cuando me siento atrapado
ante decisiones imposibles. No hago el bien,
no elijo lo correcto. Pero
sé con certeza que Dios
me sigue mirando
con agrado. Lo sé porque me ha dicho cuánto
me ama. Y su mirada me levanta del
suelo y me hace creer
en mí mismo.
Veo que mis afectos se graban en el
subconsciente y permanecen allí para
siempre. Es una caverna
oculta entre los pliegues de mi alma donde almaceno recuerdos dolorosos,
sentimientos confusos que me llenan de miedos. Me asusta adentrarme
dentro porque no sé muy bien qué voy a encontrarme cuando entre. El otro día
leía algo que es tan real: «No son los
valores los que nos dividen, y
muchas veces ni siquiera las ideas; es el ‘sentir’ el que crea los malentendidos, las separaciones y las tensiones más dolorosas. El miedo nos aleja de los demás,
la ira los hace enemigos, y la melancolía pone tristemente de relieve su ausencia»1. Son los sentimientos de mi caverna los que me acercan o alejan a las personas.
Los que construyen puentes que unen
o barreras que
separan. De ese
subconsciente brotan todos mis actos. Tomo mis decisiones
abismándome en ese
mundo de sentimientos tan complejos. Están en mi subconsciente y afloran cuando menos lo
espero. Me siento
extraño. Me gustaría tener claro todo lo que siento. Entrar y salir de
esa caverna sin miedo alguno. No quiero dejarme llevar por mi estado de ánimo. Quiero que Dios toque
con su mano mi
alma herida. Y ponga
paz y serenidad y algo de orden
dentro de mi desorden. Leía hace poco: «Pensar
en una acertada jerarquía de valores, donde
nosotros y nuestros
sentimientos no seamos
el centro, sino que lo sean las personas que más amamos. Esto nos ayudará sin duda más de lo que imaginamos a dimensionar adecuadamente nuestras emociones. No sentirse el centro del universo
nos libera, por ejemplo, de muchas susceptibilidades, malentendidos, desprecios,
falta de atenciones, etc., que tanto nos hieren,
tanto nos lastra y empeora»2. No quiero que mis sentimientos sean el centro. No quiero ser
yo el centro. Me gustaría que mi hermano fuera el centro. Y así ver a
Dios en él. Y encontrar paz al darme sin esperar siempre recibir algo a
cambio. Sin darme demasiada importancia. Es eso lo que más daño me hace. Me siento herido con frecuencia. Creo que no me
1 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
2 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
toman en serio. Que no me valoran. Que
no me ven. Y sufro. Me dejo llevar por la maraña de sentimientos que hay en mi
alma. Me veo incomprendido y sufro. Meto la mano en la caverna donde habitan
mis más oscuros
sentimientos y sufro.
Aquellos sentimientos a los que no soy
capaz de ponerles nombre.
Me mueven las emociones que hay en mi alma.
Quiero saber lo que hay dentro
de mí para no sorprenderme. Desentrañar los misterios ocultos. Quiero dejarme
mirar por Dios.
Él me quiere con todo lo que soy. Sé que hasta que Jesús no toque lo más profundo
de mi alma no seré todavía de verdad cristiano. Lo seré cuando
Dios bendiga mi alma con lo que siento. Con todo lo que me hace sufrir. Con todo lo que me
alegra. Hay palabras, sucesos, lugares que tienen una profunda resonancia dentro de mí. A veces
una resonancia positiva. Pero otras negativa. Y entonces son las
emociones las que me mueven por dentro y me llevan a tomar decisiones que no
deseo tomar. Sacan lo mejor de mí o a veces
lo peor. Brotan
mi ira y mi tristeza.
O surge la alegría más honda y verdadera. El entusiasmo o la desilusión. El pesar profundo
o la esperanza. La motivación por hacer cosas grandes
o la desidia que todo lo paraliza. En realidad veo que mis actos dependen mucho de mis recuerdos
afectivos. Están grabados
dentro de mí a raíz
de ciertas experiencias.
Queda el recuerdo, el olor, el color, el sentimiento. Queda grabado para
siempre en lo más hondo. A veces llego a olvidar los acontecimientos precisos. Pero curiosamente permanece vivo el afecto,
el sentimiento unido a aquella escena. Queda grabado muy dentro.
Jesús se aparece durante ocho días a los más queridos. Cuando ellos están llenos de tristeza. Las mujeres que van a buscar el cuerpo de
Jesús muerto. O los discípulos que huyen a su aldea de Emaús. O el grupo grande
de discípulos escondidos en el Cenáculo con las puertas cerradas.
Tristeza, amargura y estupor. Hasta que súbitamente Jesús
aparece y todo cambia: «Las mujeres se
marcharon a toda prisa del
sepulcro; llenas de miedo y de alegría
corrieron a anunciarlo». Jesús les da la paz:
«Paz a vosotros». Y les entrega
la alegría: «Alegraos. No temáis». Y
entonces miedo y alegría se mezclan
en el alma. Ya no hay nada que temer. Jesús vive. Y se aparece a los que lo
aman, a los que esperan un milagro imposible. Es verdad que tal vez no creen en
la resurrección todavía. Era imposible. Y aún sin verlo vivo se llenan de
estupor al ver el sepulcro vacío. Piensan que han
robado el cuerpo de Jesús muerto. Es lo más razonable. Pero no es así.
Jesús llega y se aparece ante sus ojos humanos para que tengan paz, para que
crean que era verdad todo lo que les había dicho. Pronuncia sus nombres, parte
el pan, les da la paz, les deja tocar sus heridas. Y ellos creen. Y se llenan
de paz y de alegría. Es verdad que necesito creer en lo imposible para tener
paz en el alma. Necesito pensar en los bienes de allá arriba para dejar de
obsesionarme con los de la tierra y ser así feliz. Sé muy bien que mi alma se
llena de tristeza, de barro, de humedad, de oscuridad y llora con frecuencia en
esa caverna escondida en mi alma llena de sentimientos confusos. Brotan la
rabia y la pena. Me siento confundido. Y necesito tocar a Jesús vivo para tener
de nuevo alegría. Hoy Jesús se detiene ante mi llanto y me dice: «¿Por qué lloras?».
Y yo sigo llorando. Tengo miedos y tristezas. Lloro por dentro.
Le digo confuso todos mis motivos para seguir llorando. Mi
pecado, mi pérdida, mi caída, mi muerte. Le digo por qué lloro. Es verdad.
Lloro mucho. A veces con lágrimas que otros ven. Otras veces con lágrimas que
corren por el alma. Nadie las ve. Lloro en lo hondo, en lo escondido. Porque
anhelo una plenitud que no logro. O deseo otros caminos que no recorro. Y lloro
por el tiempo perdido. Y el alma se turba. Y solo veo el sepulcro vacío. Y los
sudarios caídos. Pero a Él no lo veo. Lo busco y no lo encuentro. Tiemblo.
Siento mis lágrimas que caen. Me gustaría que Jesús viniera a mi vida y me
abrazara en mi llanto y me dijera: «¿Por
qué lloras?». Una persona comentaba hace unos días: «No importa el lugar en el que
te encuentres. Aunque
no pase nadie
por él. Tenlo
seguro, Jesús sí pasará por el lugar
donde te encuentras». Esa afirmación me da mucha
paz. Me alegra
pensar que en mi
lugar. En ese lugar en el que me encuentro. Allí por donde a lo mejor no pasa
nadie. No importa nada. Seguro que por allí Jesús va a pasar. Me va a preguntar
por qué lloro. Va a querer conocer el motivo de mi tristeza. Le van a interesar
mi angustia y mi pena. Se va a detener al ritmo de mis pasos para caminar
conmigo. Va a pasar por mi vida porque eso significa la palabra Pascua. Es el
paso de Dios en mi interior. Atravesando mis puertas cerradas. Necesito en mi
vida ese paso firme y fuerte de Jesús
que ha resucitado y quiere llenarme de paz: «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: -Paz a vosotros». Entra dentro de mi casa con las puertas
cerradas por el miedo: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana,
estaban los discípulos en una casa,
con las puertas
cerradas por miedo
a los judíos». Tengo cerradas las puertas y ventanas de mi alma. Me da
miedo que alguien pueda entrar.
He bloqueado todas las entradas para que
no me hagan daño, para que no me hieran. Por miedo a la vida, a las personas y
al mundo. Lo cierro todo con fuerza para que nadie vea cómo soy de verdad. Para
que nadie entre en mi intimidad y hiera mi fragilidad. No quiero ser herido.
Las puertas cerradas me hablan de cómo soy por dentro. Soy débil y temeroso. Y
por eso me cierro y me escondo. Me refugio dentro de mí. Me guardo con cierta
amargura mis tristezas y mis penas. No saco fuera todo mi dolor. Mejor lo
escondo. Tengo miedo a ser reconocido en mi fragilidad. Miedo a que me traten
de acuerdo a ella. Por eso prefiero mostrarme seguro y firme ante los hombres.
Aparecer ante el mundo como un hombre
sin miedo. Se me olvida que justamente en mi fragilidad es donde aparece Jesús
para preguntarme el motivo de mi dolor. No tengo que tener pena, es lo que me
dice. Porque Él está conmigo para siempre. El motivo de mi angustia desaparece
con su luz, con su paz, con su sonrisa. Pienso en las procesiones de Semana
Santa. Tantas personas cargando los pasos de María y de Jesús en tantos lugares
de España y del mundo. En estas procesiones se manifiesta un amor hondo y
sincero. Los costaleros cargan con el paso con gran esfuerzo.
Permanecen ocultos a los ojos del mundo.
Saben que a ellos nadie los ve. No importa tanto ser visto. Es a Jesús a quien
necesito ver. A Jesús o a María. Pero no a quien carga con su imagen. Se alegra
el corazón al ver pasar a Dios con paso cadencioso, con un cierto baile,
rodeado de flores. Al ritmo de los tambores y las trompetas. Jesús se aparece
en medio de las calles de una ciudad, de un pueblo.
En medio de la vida diaria, cotidiana.
Allí donde menos lo espero. Una imagen que evoca la resurrección, el amor de
Dios. Y me recuerda que mi dolor y mi pena no tienen la última palabra. Se
aparece Jesús «procesionando» en
medio de mis calles, de mis días, a través de mis puertas cerradas. Aparece
Jesús llevado sobre los hombros. Pesa más de lo que un hombre solo podría
cargar. Son muchos los que lo llevan. No importa el esfuerzo. Se lo reparten. Y
permanecen ocultos. Un esfuerzo colectivo. Unidos llevando a Jesús. No los ven.
Ven a Jesús sobre la espalda. Ellos ocultos. Él presente. Así suele ser con mi
vida. No es a mí a quien ven, es a Jesús. Yo cargo con su peso oculto. No voy
solo. Otros me ayudan. No pesa tanto. Pero veces se me olvida que es a Él a quien
quieren ver. Y entonces quiero que me vean a mí. Que me aplaudan a mí. Quiero
ser yo el importante, el protagonista, quiero estar en el centro. Yo el que
hace milagros. Porque soy yo el que padece tantas veces. El que está triste y
sufre. El que tiene dolores y necesita consuelo. El que necesita la paz de
Jesús acercándose a mí cuando menos lo espero. Y creo que soy yo el que
despierta admiración y seguimiento. El que da paz y alegra el corazón. Pero no
soy yo. Es Jesús. Voy cargando el paso de Jesús y de María y me creo algo
importante. Como si mis pasos fueran los que hicieran posible los suyos.
¡Cuánta ingenuidad! Me siento en el centro. Quiero cubrirme el rostro.
Ocultarme bajo el paso. Esconderme de los ojos para que no puedan así
admirarme. Me hace bien permanecer oculto y dejar que sea Jesús el que se
aparezca. El que manifieste su poder y su fidelidad. Me gusta mirar esta Semana
Santa a ese Jesús que se esconde y aparece. Se oculta muerto detrás de una losa
y aparece resucitado atravesando puertas cerradas. Me gustan sus palabras que
me llenan de paz y de alegría. Me gusta que quiera aparecerse en el lugar en el
que me encuentro. En mi lugar por el que nadie pasa. Pero El sí pasa y eso me consuela y me da paz. Se alegra el alma.
Las heridas me parecen algo muy sagrado.
Tienen que ver con mi historia
santa. Con los momentos
en los que me he sentido herido por la vida, por las circunstancias, por el
mal, por el pecado, por el amor, por el desamor. Cuento mis heridas en pies,
manos y costado. Las guardo como algo sagrado. Ahí está Dios escondido. Las
miro, las beso. Y me miro a mí mismo reflejado en Jesús que me muestra sus heridas: «Y, diciendo
esto, les enseñó
las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Los
discípulos ven las heridas y reconocen a Jesús por ellas. Y se llenan de
alegría. Sus heridas son fuente de alegría porque me hablan de un amor que se
da hasta el extremo. Así me ha amado Jesús. En sus heridas santas. Y ha
perdonado sus propias heridas desde la cruz.
Tal
vez ese sea el
misterio más grande
de sus heridas.
No desaparecen, no
están ocultas. Pero
sí están perdonadas. «Perdónalos,
porque no saben lo que hacen». ¿Es
posible perdonar mis heridas? Leía hace
poco: «El gran obstáculo para llegar a
Dios es no saber perdonar. No todo lo sufrido se redime. Sólo es salvado lo que se sufre en amor y perdón. ¡Cuántos
seres humanos guardan
en su alma heridas abiertas!
Si no estamos dispuestos a perdonar, todo será en vano, por más que vayamos a la iglesia
y cumplamos con nuestras
oraciones, leamos libros piadosos. Toda la vida se detiene como el agua tras un
dique de contención. Nuestra actitud irreconciliable es como un dique que se alza deteniendo el flujo natural
del amor. Por eso debemos
aprender a perdonar. No es posible
ir por este
mundo sin padecer
heridas ni aceptar
injusticias. Debemos aprender a vivir con ellas sin detener el flujo del amor»3. Las heridas las sufro porque
amo. Porque me expongo. Porque no me guardo
egoístamente. Es cierto. Tal vez sufre menos quien no ama. Quien no sale fuera de su escondite. Quien calcula
todo y no se arriesga. Y pese a todo. Incluso cuando alguien decide no amar y
no arriesgar su vida. Incluso entonces puede ser herido. El desamor, el
rechazo, el desprecio, el odio, la indiferencia, la derrota, el fracaso, la
difamación, la crítica. Tantas cosas pueden causarme heridas. Soy tan frágil en
mi piel blanda. Cualquier clavo puede lacerarme el alma y brota la sangre. Lo
sé, soy débil. Me sigo protegiendo muchas veces, es verdad. Lo hago por miedo a
recibir más heridas o a ser herido en mis mismas llagas de siempre. Me duele en
lo profundo. Tantas veces las expectativas que tengo se convierten en desilusiones.
Y el alma de nuevo es herida. Y duele tanto. Sólo puedo salir del dolor de mis
heridas perdonando. Jesús perdonó desde la cruz a los que lo mataban, a los que
estaban llenos de odio. Esa misericordia infinita que yo tanto anhelo. Jesús
perdonó su rabia y su ignorancia. Perdonó su ceguera y su desprecio. Los
perdonó en su corazón herido, casi ya sin fuerzas para hablar. Y entonces sus
heridas se llenaron de luz, se convirtieron en fuente de esperanza y pueden
ahora curarme a mí. No toda herida cura a otros. Sólo la herida que ha sido
perdonada. Sólo cuando he sido capaz de perdonar entregándoselo todo a Dios. Sólo cuando perdono estoy en
condiciones de comenzar un camino nuevo. El camino en el que mi herida se convierte en fuente de
vida para otros. En fuente de un agua nueva que todo lo limpia y purifica. Pero si no perdono, mi herida
abierta no es camino de esperanza. «Las
heridas abiertas huelen mal y no curan
a nadie»4. Miro mis heridas
frente a Jesús en este día. ¿Están perdonadas? ¿Están abiertas? Jesús me muestra sus
heridas. Yo le muestro las mías. Él puede cambiar mi corazón y hacerme capaz
del perdón. Me da su misericordia para que yo sea misericordioso. Y perdone al
saberme perdonado. Quiero perdonar a los que me han hecho daño. Conscientemente
o sin saberlo. Perdonar a Dios mismo por no haber permitido en mi vida lo que
yo tanto deseaba. O haber permitido lo que tanto temía. Perdonar a las personas
que no me han amado como esperaba.
Perdonar la injusticia, la difamación,
la mentira, el odio, la indiferencia. Perdonar todo lo que me parece injusto en
mi corazón herido. Todo lo que me ha hecho daño y ha dejado un hueco profundo
en mi piel. Una herida honda que no cierra si no soy capaz de perdonar. Y
cuando no cierran las heridas vivo lleno de rencor, de odio, de deseos de
venganza. Quiero hacer daño porque a mí me
han hecho daño. Y veo en mí sentimientos ocultos en mi interior.
Sentimientos que me hacen saltar con rabia. Como el sentimiento de Tomás que
hoy no se siente amado por Jesús: «Tomás,
uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando
vino Jesús. Y los otros
discípulos le decían:
- Hemos visto al Señor». No estaba cuando todos sí estaban. No estaba cuando Jesús viene
a verlos. ¿Se ha olvidado Jesús de él? ¿Acaso no le
importa su vida? Sufre Tomás porque no se siente tan amado como los otros.
Siente que no es tan importante para Jesús. A Él no le importaba tanto que él
estuviera. La herida del desamor, del desprecio. Jesús parece no amarlo. Parece
no quererlo tanto. Es la herida que yo también tengo cuando no me siento
importante para algunas personas que a mí sí me importan. Y guardo el rencor en lo más profundo. O
cuando pienso que Dios no me quiere tanto como a otros. Y sufro en mi carne por
envidia. Y mi llaga se hace profunda. Poder perdonar es un milagro de Dios en
mi corazón. Sólo con mi voluntad sé que nada puedo. La herida sigue doliendo. Y
no soy capaz de mirar hacia delante con una mirada alegre, salvada. Necesito
que caiga sobre mí como una lluvia la misericordia de Dios. Necesito que me mire con misericordia para poder yo perdonar.
Jesús vuelve
pasados ocho días sólo para ver a Tomás. «A los ocho días, estaban otra vez dentro
los discípulos y Tomás
con ellos». Y se adapta a su petición algo extraña: «Si no veo en sus manos la señal de los
clavos, si no meto el dedo en el agujero
de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
Jesús se pone a la altura
de Tomás y toma su mano: «Luego dijo a
Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado;
y no seas incrédulo, sino creyente». Tomás
sólo está dispuesto a creer si llega a tocar las heridas con sus propias
manos. No cree en sus hermanos de camino. No cree en sus palabras. No cree en los que dicen
haber visto a Jesús. Está herido. Tiene
tanta rabia. Jesús lo mira con infinita
misericordia y accede a sus deseos. Le muestra a Tomás un amor imposible,
un
3 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 236
4 H. Nouwen, El Sanador herido
amor
divino, una misericordia infinita. Y lo hace así sólo para que él crea: «¿Porque me has visto has
creído? Dichosos los que crean
sin haber visto». El amor de Jesús es imposible. No tiene medida.
Se abaja hasta lo más hondo,
hasta lo más humillante. Antes se dejó matar de forma injusta. Y ahora se
doblega a los deseos del corazón incrédulo de Tomás. Decía el P. Kentenich: «El auténtico amor jamás dice: - Es suficiente. Porque la medida
del amor es justamente no tener medida.
Y nuestra mutua
relación tiene que llevar
más y más hondamente hacia
esa medida sin medida, hacia
el Dios eterno
e infinito»5. El amor de Jesús por Tomás es inmenso.
Lo ama con toda su alma. Y se adapta
a sus deseos. Eso me impresiona.
Tomás tenía miedo. Temía que Jesús no lo amara
a él de forma personal.
Temía ser sólo uno más. Un
discípulo dentro de un grupo de discípulos. Nada especial. A veces yo mismo me
miro así frente a Dios. Me veo como uno más de sus sacerdotes, uno más de sus
hijos. Uno más entre una masa ingente de seguidores. Uno entre muchos más
santos que yo. Mucho más obedientes y fieles. Y me he formado la idea
equivocada de que el amor que me tienen crece en correspondencia con la bondad
de mis actos. Cuanto mejor me porto, más me aman. Y lo proyecto en Dios. Tal
vez como Tomás. ¿Dónde estuvo escondido esa noche? También huyó. Igual que
muchos otros. Igual que Pedro que lo negó públicamente. Pero en Tomás su huida
parecía tener más peso. Es lo que pensaba. Jesús no había esperado a que él
estuviera. Había llegado a destiempo. O él no había estado en el momento adecuado.
¿De quién era la culpa? ¿No era Jesús Dios? Sabía que Tomás no estaba y eligió
ese momento. ¿Un descuido? Bendito descuido. Esa aparente negligencia permitió
uno de esos encuentros maravillosos entre Jesús y los hombres. Uno de esos
encuentros que me llenan de esperanza. A veces siento que no estoy en el
momento oportuno. Pero Jesús vuelve para estar conmigo. Como cuando da alcance
a los discípulos de Emaús que huyen con miedo y tristeza. Los alcanza por la
espalda. Se cuelga a ellos. Igual que Tomás se cuelga de sus heridas. Un
encuentro que quita de un plumazo todos mis miedos. A mí también me quiere así.
Personalmente. Con un amor infinito. Y viene a mi lugar. Donde me encuentro
escondido o huyendo de Él porque tengo miedo. No lo sé. Pero viene. Cuando ya
menos lo espero. Incluso cuando le pongo condiciones absurdas. O pienso como un
niño inmaduro que quiere más a otros. Porque me comparo. Comparo mi vida con
otras vidas. Veo las injusticias que sufro. Veo los desniveles, las
diferencias. Y pienso que merezco más. Y no soy capaz de alegrarme por lo que
tengo. Y en medio de mi mediocridad e inmadurez viene Jesús a buscarme. Toma mi
mano para meterla en sus heridas. Yo me dejo hacer. Y Él, seguro que también,
mete su mano en mis heridas. Para calmar mi dolor. Para que cierren con el
perdón. Soy esclavo de mis estados de ánimo tantas veces. De mi pena y mi
rencor. Leía el otro día que «las emociones, los afectos, el humor... parecen
presentarse como una
bandera que se mueve según
de dónde venga el viento: un día está
uno contento, pero
no sabría decir
por qué, y al día siguiente se descubre
triste. Las emociones, los afectos, pueden
turbar la tranquilidad»6. Tomás
sufre, está turbado,
ha perdido la alegría.
Parece no alegrarse
de que Jesús vive. Es tan absurdo.
Sufre porque no lo ha visto. Y no se alegra
porque está vivo.
Debería entonar con los demás
discípulos el salmo que tan bien conocía:
«Dad gracias al
Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Pero no puede hacerlo. La tristeza es honda en su alma. No
puede alegrarse cuando piensa que Jesús no lo ama de forma predilecta. Entiendo tan bien sus emociones.
Todavía no ha llegado el Espíritu Santo en Pentecostés. Y no puede vivir lo que más tarde se
dirá de los cristianos: «En el grupo de
los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común
y nadie llamaba
suyo propio nada
de lo que tenía. Los apóstoles
daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor». Tomás siente la división
dentro de su alma. No piensa
igual que todos. No siente igual
que todos. No
habla de la
resurrección con valor. Es
curioso. Esta descripción de la Iglesia tampoco encaja hoy a la perfección.
¡Cuántas veces la envidia y los celos dividen! Dentro de la misma Iglesia no
pensamos todos igual. No sentimos lo
mismo. Tomás encarna ese espíritu de división. Cada uno con
sus razones pero
lejos del ideal soñado. Tomás no cree en el hermano. No
confía en sus palabras. El ideal brilla
ante mis ojos. Un solo pensamiento, un solo sentir. Un mismo
Espíritu: «Paz a vosotros. Como el Padre
me ha enviado, así también os envío
Yo. Y, dicho
esto, exhaló su aliento sobre
ellos y les
dijo: - Recibid
el Espíritu Santo».
Es el Espíritu que pacifica, que une, que calma el dolor y el rencor. Es el Espíritu
de su misericordia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario