domingo, abril 10, 2011

V Domingo Cuaresma

Ezequiel 37, 12-14; Romanos 8, 8-11; Juan 4, 5-42
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí no morirá para siempre»

10 Abril 2011 Padre Carlos Padilla Esteban

«Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros»

A veces la vida parece muy complicada y otras veces demasiado simple. Una admiradora de Justin Bieber decía en Madrid esta semana: «Yo sólo pido una cosa para ser feliz. Poder verlo, que se haga una foto conmigo, y poder susurrarle: eres mi mayor sueño. Tras eso, que él haga lo que quiera. Yo seré feliz para el resto de mi vida». Algunos se contentan con muy poco para ser felices. Otra admiradora exclamaba: «Es el día con el que voy a soñar toda mi vida, el día en el que vi a Justin en persona». Sus sueños no son tan grandes. El mismo Justin Bieber decía: «Si llego a hacer un diez por ciento de lo que hizo Michael Jackson por el mundo sabré que habré conseguido algo grande». ¿Cuáles son nuestros sueños? ¿Son sueños extraordinarios? ¿Soñamos con hacer mucho por la humanidad? ¿Con qué nos conformamos? Parece todo muy sencillo. Sin embargo, no lo es.

Todos queremos vivir la vida de tal forma que podamos decir que ha merecido la pena. Deseamos ser felices. La cabeza nos da vueltas y más vueltas buscando caminos. La paz no llega. La felicidad se esfuma rápidamente porque es pasajera. ¿Dónde está puesta nuestra esperanza? ¿Qué hacemos con nuestra vida? ¿Qué hizo Lázaro el resto de años que vivió en este mundo? ¿Por qué Dios le regaló esos años cuando ya había pasado el umbral de la muerte? Lázaro tendría una misión que cumplir todavía en esta tierra. Es necesario encontrar una misión en esta vida. Parece todo tan sencillo, pero luego las cosas no son tan fáciles.

Nuestros sueños tienen que ser tan grandes que no se esfumen de un día para el otro. Lo cierto es que todos tenemos algo de obsesivos con aquello que deseamos lograr. No es tan grave, es parte de esta vida en la que vamos corriendo de un lado para otro persiguiendo sueños. Nos preocupamos de forma obsesiva por el presente y por el futuro. Queremos atarlo todo, controlarlo todo. Nos asustan los fracasos y la evaporación de nuestros sueños. Pensamos que fracasar acaba con toda esperanza. Pero no es así. Leía hace poco: «Nadie es digno de sus sueños si no utiliza sus derrotas para cultivarlos»1. Las derrotas nos enseñan a vivir. Nos abren nuevos caminos. Siempre que se cierra una puerta se abre una ventana. La losa sobre el cuerpo muerto de Lázaro era la puerta cerrada a la vida de este mundo y la ventana abierta a la vida eterna. El fracaso es sólo un camino truncado. El punto y aparte de nuestras ilusiones. Perder una gran final es el comienzo de una anhelada victoria. Siempre se puede dar un paso más. Pero vivimos con miedo a equivocarnos, a no estar en el tren correcto, a iniciar un descenso que nos conduzca a ninguna parte. Una persona me comentaba hace poco hablando de María:

«Cuando contemplo la vida de la Virgen, no me llama la atención que hiciera lo que hizo, ni que viviera como vivió, si estaba segura de que era eso lo que Dios le había pedido. Lo que me llama la atención es que estuviera segura de que eso era lo que Dios le pedía, que no se volviera loca ante la duda, que no dudara en su convencimiento de que Dios la había llamado, que no lo había soñado, que no lo había imaginado, que no se lo había inventado».

La duda. Siempre nos obsesiona esta duda. María vivió meditándolo todo en su corazón. Vivió con la duda humana y la certeza de Dios. Había entregado todo. No estaba atada a nada, no tenía miedo. ¿Y nosotros? Tal vez nos atan demasiadas cosas. Hemos enterrado raíces y sueños. Hemos construidos sobre arenas inconsistentes. La vida se acaba con una losa. Pero el grito de Jesús puede abrir un nuevo rumbo. «Levántate», escuchamos. El corazón revive. Soñamos. Porque el tiempo que tenemos es para vivir, para amar, para soñar y llorar. Estamos recorriendo el camino hacia la Pascua. Hemos encontrado a la mujer samaritana, esa mujer herida que tiene sed. Ella busca agua y encuentra la paz del alma.

Cristo toca sus heridas y llega a una sed más profunda que ella misma desconoce. En Cristo puede beber un agua nueva y un surtidor de agua viva brota de sus entrañas rotas. Luego acompañamos al ciego de nacimiento. No busca a Cristo y es Cristo el que lo encuentra. Recupera la vista y comienza a ver el corazón de las personas. No es fácil mirar así, porque normalmente nos quedamos en las apariencias. Con el ciego pasamos del reino de las tinieblas al Reino de la luz. Empezamos a creer con su fe recién nacida. Y es que todo es posible si dejamos que Cristo vuelva a tocar nuestros ojos ciegos. El paso más complicado lo damos este domingo. Un hombre muerto vuelve a la vida. Lázaro, que significa «aquel al que Dios ayuda», es rescatado de la oscuridad de su sepulcro. En esta ocasión no se trata del agua que Cristo nos da con su palabra. Tampoco estamos ante el barro y la saliva con los que el ciego recibe la vista. En este caso el muerto no pide la vida. Tampoco lo hacen sus hermanas que sólo lamentan que Jesús llegue demasiado tarde. Nadie pide nada, es la actitud común. Ninguno pide y los tres reciben lo que más necesitan. Lázaro yace muerto y sus hermanas lloran. La esperanza en la vida de esta tierra se ha perdido. Tal vez si Cristo hubiera llegado antes todo hubiera sido distinto.

Pero Cristo se había retrasado: «Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: -Señor, tu amigo está enfermo. Jesús, al oírlo, dijo: -Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: -Vamos otra vez a Judea». Ya solo se puede esperar la vida eterna porque Lázaro ha muerto para esta vida. La promesa de la vida eterna brilla en Betania. Cristo llora por el dolor y grita. Lázaro vive.

Los tiempos de Dios no son nuestros tiempos. El tiempo de la ausencia de Jesús permitió la muerte de Lázaro: «Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: -Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Muchas veces le reclamamos a Dios cuando no logramos controlar la vida. Le pedimos cuentas por su ausencia, por no hacer nada, por permitir que nuestra vida fracase, por quitarnos a aquellos a los que queremos. Y gritamos: «Señor, si hubieras…» Le echamos la culpa de la muerte y de la enfermedad, de la soledad y de las tragedias. Sin embargo, Dios no tiene la culpa, Dios respeta nuestra libertad y nuestras decisiones aunque no sean acertadas. Somos limitados en nuestras capacidades. La vida y las cosas que hacemos son caducas. Nos extrañamos por las desgracias cuando todo pende de un hilo. Nuestra salud es quebradiza y nuestros días contados. En cualquier momento se acaba esta vida casi sin que nos demos cuenta, sin esperarlo. La promesa de la eternidad es lo único que le da sentido a nuestro caminar en esta tierra, es lo único que brilla. Pero vuelve a surgir la pregunta: « ¿Qué hay detrás de la muerte?» Es lo que preguntaba la protagonista de la película «Más allá de la vida». Pero ella no obtenía respuestas. Sólo la pregunta inquietante que todo hombre se hace al enfrentarse al último momento de su vida. ¿Hay algo? Tal vez, piensan algunos, un vacío eterno, la ausencia de vida, ojos que se apagan. Pero nosotros sabemos que no, que el tiempo que se desliza suavemente no puede tener la última palabra. La voz de Dios tiene que sonar por encima de la muerte.


Hay momentos en la vida en que nos confrontamos con preguntas importantes. Por eso Jesús le pregunta a Marta: «Jesús le dijo: -Tu hermano resucitará. Marta respondió: -Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: -Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Ella le contestó: -Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Jesús espera nuestro acto de fe. Nuestra respuesta afirmativa al misterio que envuelve la vida y la muerte. Marta sabe la respuesta, no en teoría, no aprendida. Ahora que ve la muerte de aquel a quien quiere su acto de fe cobra más fuerza. No son palabras dichas en un momento de entusiasmo sino la fidelidad sencilla en el dolor. Ya ha cerrado la losa sobre la vida de Lázaro. Ya ha presenciado su último suspiro. Duele el adiós y su amor por Lázaro le oprime el pecho.

Como a nosotros cuando no comprendemos la cruz. Marta ya ha pasado página y mira hacia delante con esperanza. Sus palabras están llenas de vida. Ella confía. No entiende pero confía. Cree en Jesús porque lo ama con todo el alma. Sabe la respuesta. La muerte no tiene la última palabra. Por eso Marta confiesa su fe con un corazón grande. Ella lo sabe con el corazón. Sabe que Jesús es la vida y que todo con Él cobra un nuevo sentido. Pero lo cierto es que Lázaro ya huele mal cuando Cristo llega y la muerte parece el final de todo: «Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: -Quitad la losa. Marta, la hermana del muerto, le dice: -Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Es el poder de la muerte que todo lo destruye.

Parece que no hay esperanza en la muerte. La enfermedad es más fuerte. El mal olor habla de la vida pasada. Es el olor de la corrupción. El mismo olor de nuestro pecado. Cuando vivimos lejos de Dios olemos a muerte. Llevamos en nuestros miembros la muerte del abandono y de la negación a Dios. Pero sabemos que Cristo es más fuerte que nuestra muerte, más fuerte que el olvido. El poder de su amor que derrama lágrimas es más fuerte que la soledad del sepulcro y en la oscuridad de la muerte entra la vida. Hay luz donde antes había tinieblas, cuando se impone el amor. La vida de Lázaro parece muerta. Muerta y tapada. Nadie espera ver a Lázaro con vida de nuevo. Sus días en la tierra estaban contados, no así los de la vida eterna. Sólo la fe ciega del que ama puede ver la vida.

Al pensar en el grito de Jesús imagino su grito hoy ante tanta muerte que nos rodea. Cristo alza su voz, quiere vencer el silencio oscuro de la muerte que reina en muchos corazones: «Jesús le dice: -¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: -Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado. Y dicho esto, gritó con voz potente: -Lázaro, ven afuera». Hay muchas vidas apagadas detrás de losas pesadas. Hay mucho silencio y el corazón muerto también huele mal. El pecado también huele, y el egoísmo que nos encierra en un sinsentido.

Nuestro corazón muere cuando no vive plenamente, cuando le da miedo vivir de verdad. Morimos cuando no nos levantamos de nuestro sepulcro. Morimos cuando nos atan los miedos, los prejuicios, las heridas del pasado. Morimos cuando pensamos que siempre van a repetirse las heridas de otros días. Morimos cuando nos da miedo arriesgar, soltar amarras, perder las seguridades. La muerte nos atenaza y hace que huela mal nuestra vida, que no huela a Dios. Nos acostumbramos a una vida demasiado pobre y deambulamos sin vida. Con miedo a amar.

El otro día me comentaban de una persona: «Tiene el corazón en blanco, porque no ha amado, porque no se ha vinculado ni ha sufrido por nadie». Es el riesgo que corremos cuando no nos entregamos, cuando no dejamos de ponerle peros a Dios para que no entre en nuestra propia tumba, para que no descorra la losa que nos permite morir seguros. Pero no es lo que queremos, el corazón quiere la vida. El corazón quiere escuchar el grito de Cristo y obedecer, romper las vendas. ¿Es demasiado tarde para darnos la vida? A veces nos parece que sí, que Jesús no llegará a tiempo para salvar nuestra vida de la muerte. Pensamos que no hay salida y nos agobiamos convencidos de que no hay nada que hacer, que no tenemos solución. Que basta con dejar que el tiempo pase y la vida transcurra lentamente, sin sinsabores, sin arriesgar, sin amores y sin odios.

«Cero grados», como me decía una persona cuando le preguntaba por su matrimonio. Sí, cero grados, ni frío ni calor, todo tibio. La tibieza y la mediocridad no son ninguna amenaza. Es mejor vivir sin sufrir, que morir sufriendo. La vida sin dolor es más atractiva, aunque sea una vida vivida en la superficie, sin profundidad ninguna.

Hoy escuchamos al profeta Ezequiel: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago». Ezequiel 37, 12-14.

En el fondo queremos vivir. El corazón revive al escuchar la voz de Dios, su grito poderoso. Nuestro corazón, como el de Cristo, llora. Llora de impotencia cuando se deja llevar por la vida. Dejamos que otros vivan nuestra vida y morimos. No nos arriesgamos a tomar grandes decisiones, porque nos da miedo equivocarnos. Una persona me hablaba el otro día de sus miedos: «Hasta ahora pensaba que el valor está en lo que haces si al mismo tiempo intentas poner a Dios en ello. Hago un montón de cosas que en algún momento me habrían hecho sentirme satisfecha, y aún así me siento mal, como siempre, y ni siquiera sé por qué lo hago, ni qué amo, ni qué me mueve». Pensaba en estas palabras y en la tentación que tenemos tantas veces. Queremos hacer algo para estar satisfechos, para estar contentos. Hacer cosas y meter a Dios en ellas. Y así parece que todo va mejor. Pero, ¿qué pasa si luego seguimos insatisfechos? Hacemos muchas cosas y no hay paz. ¿Consiste la vida en hacer muchas cosas? Somos y hacemos.

Queremos metas y hacemos lo posible por alcanzarlas. ¿Qué hay de malo en ello? Nada, el cuerpo nos lanza a esa carrera vertiginosa. ¿Y si no alcanzamos la meta? El tiempo es de Dios, el deseo surge en el corazón. Muchas cosas hechas no traen la felicidad del alma.

El corazón permanece inquieto. Sólo basta con estar junto a Dios, con Cristo en Betania. A veces hemos pensado que Dios podía querernos sólo para Él, pero nos da miedo la apuesta. Es más seguro hacer lo que los demás esperan de nosotros, lo que no desentona, lo que está en la línea que los demás consideran razonable.

¡Cuánto llora Dios con nuestra muerte! ¡Cuánto llora con la falta de paz, con las agonías detrás de la losa! Cristo muestra su humanidad en Betania: «En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro». Cristo llora, solloza, se entristece y su corazón se conmueve. Acude al ser llamado por sus amigos: «Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: -Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.» Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -¿Dónde lo habéis enterrado? Le contestaron: -Señor, ven a verlo. Jesús se echó a llorar». De nuevo llora. La amistad es muy fuerte: «Los judíos comentaban: -¡Cómo lo quería! Pero algunos dijeron: -Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?» Tal vez nos parece demasiado humano, demasiado hombre. Pero Cristo amaba hasta el extremo. No tenía miedo de sus vínculos, de los corazones apegados al suyo. Llora con María cuando María se derrumba.

Llora al pensar en su amigo muerto. El llanto de Jesús nos estremece. Ver llorar a Jesús es como si nos dejara sin un lugar seguro sobre el que descansar nuestra vida. Su llanto nos hace pensar en la fragilidad de la vida, en lo caducos que son nuestros días. Pero, al mismo tiempo, nos alegra el alma. Porque Cristo se hizo uno con nosotros. No vivió en la superficie. Amó hasta lo más profundo del corazón humano. Amó nuestro pecado y nuestra imperfección. Quiso la debilidad manifiesta de sus amigos. No tuvo miedo, se dio por entero. Su llanto es un canto a la vida y a la libertad, a la esperanza eterna. Y sus amigos lo amaron profundamente y por eso confiaban. Por eso lo llamaron para descansar en Él, para entregarle su pena, para compartir el dolor. El llanto despierta el llanto, pero el llanto compartido es menos doloroso. El amor se hace fuerte en el dolor, en el consuelo de un abrazo. El amor unió a Cristo con los suyos. Su amor humano los condujo a amar a Dios en las dudas del camino.

Decía el Padre Kentenich: «Quien no haya amado humanamente, me refiero a un “tú”, no al amor a un “ello”, no sé cómo habrá de llegar al amor a Dios»2. El corazón que echa raíces en otros corazones, aunque sufra por ello, está preparado para entregarse a un Dios personal.

El corazón sin heridas, en blanco, no es capaz de amar a los hombres y no podrá amar a un Dios personal, a un Dios vivo. Jesús anticipa la resurrección, su propia resurrección, su vida eterna. En la muerte de Lázaro y en su resurrección anticipa su Pascua: «El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: -Desatadlo y dejadlo andar. Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él». Juan 11,1-45. La tumba de Lázaro ya olía mal. Nuestra vida llena de pecado también huele mal. Pero Cristo se acerca y entra. Sólo hay que correr la losa. Y llega la vida.

Pero a nosotros nos da miedo descorrer el velo de lo que ocultamos. La losa mantiene tapados nuestros pecados, nuestras debilidades que huelen. Nos da miedo que nuestro olor escandalice. No queremos dejar a Dios entrar. Porque creemos que dejará de querernos al ver nuestra muerte. No acabamos de entender ese amor de Dios por nuestra vida. Sólo si dejamos pasar a Dios resucitaremos a la vida de la gracia. La samaritana calma su sed sólo cuando cree en un agua que no logra ver. El ciego ve la luz y lo profundo del corazón de los hombres cuando cree que Cristo es Dios a quien no ve. Lázaro rompe la atadura de la muerte cuando escucha la voz que lo llama y vive.

¿Qué huele mal en nosotros, en nuestra miseria personal? Nos encerramos bajo nuestra losa y nos cubrimos con sudarios. Algo está muerto. Nos da miedo la luz y no queremos oír la voz de la misericordia. Pero lo sabemos, la misericordia sólo viene de Dios: «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa. Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos». Sal 129, 1-2- 3-4ab. 4c-6. 7-8.

Desde lo hondo gritamos al Señor. Desde lo más profundo del propio sepulcro en el que nos hemos enterrado. Sólo Él nos salva. Sólo Él logra levantarnos. La vida es el mensaje que hoy nos despierta. Dice San Agustín «Lázaro, saliendo del sepulcro, representa al alma separándose de sus apetitos carnales. El salir atados los pies y las manos con vendas, nos enseña que aun los que abandonan las cosas carnales y sirven de corazón la ley de Dios, mientras están revestidos de este cuerpo no están libres de las tentaciones de la carne».

No queremos vivir apegados a la carne, aunque sabemos que nuestras heridas nos atan con fuerza. Pero S. Pablo hoy nos pide que vivamos en el Espíritu: «Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros». Romanos 8, 8-11. Vivir en el espíritu es vivir soñando con algo más en nuestra vida. Nos conformamos fácilmente y nos damos por vencidos. Dejamos la losa corrida porque ya huele. Huimos de la voz de Dios, porque liberarnos de los sudarios que nos atan no es tarea fácil.

Hoy pedimos la gracia de la vida. Hoy nos preparamos para la Pascua aceptando el olor de nuestra muerte. Queremos vivir, queremos aprender a vivir. Queremos caminar sin vendas.

1 Augusto Cury, “El vendedor de sueños”, 56
2 J. Kentenich, “Textos pedagógicos”, 357

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