lunes, abril 04, 2011

IV Domingo Cuaresma. Domingo «Laetare»

Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1-41
«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste»

3 Abril 2011 * Padre Carlos Padilla Esteban
«Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón»
Un niño de 6 años le dijo hace poco a su madre: «Mamá, la profesora me regaña por perder las cosas. Me ha dicho que no les preste mis cosas a los otros niños. Yo he desobedecido y sigo prestando mis cosas. Porque quiero ser santo». A su madre se le caía la baba pensando en ese anhelo tan inocente de santidad. No daba crédito y pensaba que Dios le estaba regalando un niño santo desde la cuna. Pero luego el niño dijo con una sonrisa pícara: «Así podré hacer milagros». Y el ánimo de la madre decayó un poco, claro. El niño estaba feliz pensando en la posibilidad de hacer algún milagro. Su motivación era el poder hacer milagros y, para lograrlo, el camino era llegar a ser santo. Había escuchado que los santos hacían milagros y él quería ser capaz de cosas maravillosas. Por lo tanto, no quería ser santo sólo porque sí, no había una verdadera rectitud de intención. Porque la recta intención busca a Dios a través del prójimo, busca a Dios por encima de todo y quiere hacer su voluntad por delante de los propios deseos. Pese a todo, ¿Cuántas de nuestras acciones tienen esa recta intención? ¿No hay siempre una mezcla de intenciones en nuestro corazón? ¿Acaso no es algo normal el pensamiento de este niño?

Es normal, a todos nos gustaría poder hacer milagros, pequeños o grandes. Quisiéramos tocar las heridas y sanarlas, rezar por alguien y obtener la curación. No soportamos el dolor, la enfermedad o la muerte. Nos gustaría hacer muchos milagros.

Cuenta la historia que San Salvador de Horta, un santo franciscano del siglo XVI, hacía milagros casi sin quererlo. Rezaba por las personas y las sanaba. Las bendecía y quedaban curadas. Su fama se extendía rápidamente y gentes de todas partes llegaban a lograr de él la curación. Hacía milagros casi sin pretenderlo y con ello no aumentaba su vanidad. A nosotros nos gustaría tener ese poder. Nos gustaría para poder cambiar el rumbo de la historia y lograr la realización de nuestros sueños. Pero sería demasiado poder en nuestras manos, podría llevarnos a la soberbia. En verdad hace falta mucha humildad, la humildad de los santos, para tener el poder de hacer milagros y no pensar que es gracias a nuestra propia valía. Hace falta mucha santidad para que Dios se sirva de nuestra debilidad en medio de los hombres, sin que lleguemos a pensar que todo es obra nuestra. Sólo cuando nos dejamos hacer por Dios, cuando nuestra vida es transformada por su mano, Dios nos da a beber su agua haciendo que brote de nosotros un surtidor de agua viva; cuando dejamos que nos quite las escamas de los ojos para poder ver la vida con sus ojos, entonces somos elegidos por nuestra pequeñez. En ese momento Dios utilizará nuestra vida vacía de egoísmos para manifestar la luz de su presencia. Se servirá de nuestras manos torpes para sanar en este mundo herido.

El camino que recorremos hacia la Pascua, hacia la felicidad verdadera, DEPENDE DE LAS ELECCIONES QUE VAYAMOS TOMANDO. Queremos vivir la alegría que proclamamos en este domingo «laetare», el domingo de la alegría. Ya no nos quedamos mirando nuestra pobreza, miramos más allá de lo que vemos. Vemos mucho más de lo que aparece como real ante nuestros ojos. Sabemos que, en las elecciones que hacemos, optamos por vivir con paz y alegría o decidimos dejarnos llevar por la tristeza: «Todo en la vida tiene que ver con elecciones. Cuando quitas todo lo demás cada situación es una elección. Tú eliges cómo reaccionas ante cada situación, tú eliges cómo afectará la gente tu estado de ánimo, tú eliges estar de buen o mal humor. Tú eliges cómo vivir la vida». Pero no es tan fácil vivir así.
Somos bastante ciegos para entender nuestra vida y vivimos sin esperanza. No sabemos manejar muy bien lo que ocurre en el alma y nos dejamos llevar por los sentimientos contrapuestos que nos confunden. En realidad siempre tenemos que elegir y no siempre lo hacemos bien. Elegimos vivir o elegimos morir. Elegir la actitud ante la vida es complicado porque muchas veces nos dejamos llevar por lo que nos va ocurriendo.
Solemos reaccionar ante las circunstancias del día a día en lugar de tomar la iniciativa. Por eso andamos dispersos y no encontramos el centro: «Hoy predomina el hombre que experimenta y vive una vida dispersa, derramada por las cosas y en prisas de la sangre envuelta; anda desvanecido en lo múltiple, dividido su yo por la llamada de las cosas y del propio deseo»1.
Nos derramamos sobre el mundo y asumimos la forma de pensar del mundo; desconfiamos de un Dios que parece permanecer pasivo ante las desgracias. El mundo parece ir sin rumbo. ¿No hay esperanza? Parece que lo único que hay detrás de la muerte es un vacío eterno. Y nosotros nos asemejamos demasiado al mundo y permanecemos apegados a la vida pasajera, sin lograr mirarlo todo con los ojos de Dios. Sabemos lo importante que es aprender A MIRAR EL CORAZÓN DE LOS HOMBRES CON LOS OJOS DE DIOS PARA SABER ELEGIR BIEN EN LA VIDA. Así lo escuchamos hoy en la historia de David: «En aquellos días, el Señor dijo a Samuel: -Llena la cuerna de aceite y vete, por encargo mío, a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he elegido un rey. Cuando llegó, vio a Elías y pensó: -Seguro, el Señor tiene delante a su ungido. Pero el Señor le dijo: -No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazó. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón. Jesé hizo pasar a siete hijos suyos ante Samuel; y Samuel le dijo: -Tampoco a éstos los ha elegido el Señor. Luego preguntó a Jesé: -¿Se acabaron los muchachos? Jesé respondió: -Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas. Samuel dijo: -Manda por él, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue. Jesé mandó por él y lo hizo entrar: era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo. Entonces el Señor dijo a Samuel: -Anda, úngelo, porque es éste. Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante». Samuel 16, lb. 6-7. 10-13ª.
Samuel era un hombre de Dios y por eso fue enviado por Dios a descubrir el futuro rey de Israel. Cuando Samuel llega a la casa de Jesé para tratar de elegir al rey, Jesé no piensa que su hijo más pequeño pudiera ser el elegido. Así suele ser en la historia de Dios con el hombre. Dios no elige a los fuertes, a los poderosos, a los que piensan que ellos solos pueden con todo. Dios desprecia a los primeros siete hijos, que parecían tan capaces, y elige al más pequeño a los ojos de los hombres. Dios elige siempre a los pequeños para que en su pobreza se vea su fuerza. Así fue con David.
David llegará a ser el gran rey del pueblo judío no por sus méritos. Porque su historia es bastante sorprendente. Es cierto que era «de buen color, de hermosos ojos y buen tipo», pero luego, a lo largo de su vida, van a hacer manifiestas sus heridas, sus torpezas y caídas. Su pecado, al contrario de lo que solemos pensar, no se convierte sin embargo en un obstáculo para poder ser reconocido como el gran rey del pueblo de Israel. Dios elige a quien Él quiere para manifestar su gloria. Dios no elige a los capacitados, capacita a los elegidos. Dios se fija en el corazón de cada hombre, no en sus apariencias, no en lo superficial como hacemos nosotros. Dios elige a los pequeños entre los grandes.
EL VERDADERO MILAGRO QUE NECESITAMOS EN NUESTRA VIDA ES LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN. Leía el otro día: «La vuelta al centro, al corazón, es tarea sanadora de la persona, necesaria e imprescindible. Pero esa vuelta debe ser bajo la guía del Hacedor del hombre, que es el único que puede reformarlo y rehacerlo, quien reforma sus deformidades, renovando la mentalidad»2. Es la renovación de nuestra vida, es el camino para lograr que nuestro corazón sea el centro de nuestra vida. El proceso del ciego de nacimiento curado por Jesús nos lleva a contemplar el verdadero milagro: el ciego llega a creer en Jesús.
Recupera la vista para ver el mundo y adquiere una visión más profunda que le permite ver a Dios. Nuestro corazón herido e inquieto busca siempre a Dios, pero estamos ciegos, vivimos dispersos. No encontramos el centro y no logramos ver a Dios en nuestra vida, ni en el mundo en el que nos toca vivir. Estamos ciegos y damos tumbos. Hoy nos dice Jesús que la peor ceguera es la de aquel que, teniendo ojos para ver, no quiere ver: «Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: -¿También nosotros estamos ciegos? Jesús les contestó: -Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste». Juan 9, 1-41. Cristo quiere que veamos de verdad, que aprendamos a mirarnos y a mirar a los hombres con sus ojos, con su corazón de pastor. Necesitamos la conversión del corazón. Necesitamos que Jesús toque nuestros ojos para empezar a ver de verdad, para no quedarnos en apariencias, para mirar el corazón del hombre.
HOY JESÚS SANA A UN CIEGO DE NACIMIENTO: «En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: -Ve a lavarte a la piscina de Siloé. Él fue, se lavó, y volvió con vista». En este milagro se manifiesta la acción de Dios sobre nosotros cuando logra que recuperemos la vista que la vida nos va quitando. Ya lo escuchamos en la carta a los Efesios: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz -toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz-, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciadlas. Pues hasta da vergüenza mencionarlas cosas que ellos hacen a escondidas. Pero la luz, denunciándolas, las pone al descubierto, y todo lo descubierto es luz. Por eso dice: -Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz». Efesios 5, 8-14.
Somos hijos de la luz, aunque muchas veces vivimos en tinieblas. Somos hijos del día pero nos atrae demasiado la noche. Hemos nacido de Dios y se nos olvida que necesitamos vivir en Él. Y todo porque el mundo nos tienta y nos seduce. Nos hace mirar con ojos muy humanos que no son capaces de trascender el presente. Vivimos con frecuencia en la oscuridad de la mentira, del placer, del poder que nos subyuga, de la tiranía de los sentidos. La luz desaparece y nosotros seguimos caminando sin descubrir el rumbo por el que nos quiere llevar Dios. Somos tentados para vivir en las tinieblas y no en la luz. Son las tentaciones que nos alejan de Dios. Es como el aguijón que lacera nuestra carne y no nos deja aspirar a las alturas. La tentación nos recuerda que estamos hechos de barro, y no nos gusta el barro.
Sin embargo, cuando Dios nos da la fortaleza para vencer la tentación, nos hacemos más fuertes en nuestra debilidad, tal como nos lo recuerda San Juan Crisóstomo al hablar del sentido de la tentación: «Para que te des cuenta que ahora eres mucho más fuerte». Pero Dios no quiere que nos sintamos los mejores y los más grandes por haber vencido al Tentador.
Sigue el autor: «Para que te mantengas en moderación y humildad y no te engrías por la grandeza de los dones recibidos». Porque es Dios el que nos hace fuertes y no nosotros con nuestros talentos y capacidades. La tentación más fuerte es creer que podemos vivir sin Dios, vencer el mundo y salvarnos sin la gracia. La tentación es llegar a creernos con poder para hacer milagros. Cuando pensamos que todo lo que tocamos se convierte en oro, cuando vamos por la vida seguros de que todo nos resulta, cuando creemos que Dios nos ha elegido porque somos fantásticos, nos olvidamos de cómo Dios elige. Esta semana leía lo que decía Justin Bieber, este adolescente que tiene más de 8,5 millones de seguidores en internet: «Muchos esperan que cometa un error, pero yo voy a lo mío». Cuando vamos a lo nuestro, nos olvidamos del que nos elige y sabe mirar en el interior. Él mira el corazón del hombre, no la apariencia, no los éxitos, no los logros humanos. Su mirada es distinta a la nuestra. No nos ha elegido por nuestros méritos ni por nuestros milagros.

Otra gran tentación es perder la esperanza y pensar que no se puede hacer nada, que todo está muy mal y no hay remedio. Decía San Agustín hace ya muchos siglos: «Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos». La falta de esperanza en el cambio, en la victoria de Dios, nos sume en el derrotismo y en la tristeza. Siempre está presente en la vida del hombre esta pequeña tristeza. Por eso hay que aprender a mirar más allá de nuestros límites. Dios lo puede todo, Dios sana nuestra ceguera, Dios nos levanta del polvo. Pero nuestra tentación es no creer en el poder de Dios: «Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: -¿No es ése el que se sentaba a pedir? Unos decían: -El mismo. Otros decían: -No es él, pero se le parece. Él respondía: -Soy yo. Y le preguntaban: -¿Y cómo se te han abierto los ojos? Él contestó: -Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver. Le preguntaron: -¿Dónde está él? Contestó: -No sé». Siempre nos sorprenden los milagros, sean grandes o pequeños.
Y ENTONCES SURGE LA DUDA. ¿CÓMO ES POSIBLE HACER MILAGROS? Dice un proverbio árabe: «Quien no comprende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación». Si no somos capaces de aceptar la realidad que vemos, ningún argumento nos convencerá.
Ante lo desconocido surge el temor. Es la tentación que se niega a aceptar la evidencia de la acción de Dios: «Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: -Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo. Algunos de los fariseos comentaban: -Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado. Otros replicaban: -¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos? Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: -Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos? Él contestó: -Que es un profeta». Los fariseos dudan y no creen en el que hace milagros. Pero el que ha sido sanado, aquel que no era fariseo ni se sentía elegido por Dios, entiende que hay algo sorprendente en su vida. Todavía no sabe bien quién es Jesús, pero sabe que hay una acción de Dios. «Era un profeta», dice.
Aprender a descubrir milagros a nuestro alrededor sería una gran aventura. No lo hacemos. Ponemos en duda la acción de Dios, no lo vemos. Desconfiamos de su poder pensando que el mundo no va a cambiar nunca. Miramos alrededor y vemos tanto mal y pecado que creemos que Dios no logrará cambiar nada. No creemos en su fuerza.
Mientras tanto, el ciego sanado está comenzando a ver de verdad, porque comprende que aquel que lo ha curado no era un hombre cualquiera.
PERO LOS FARISEOS NO CREEN. Y ES QUE NO HAY PEOR CIEGO QUE EL QUE NO QUIERE VER.
Aunque la mentira no logra vencer la fuerza de la verdad, su fuerza nos envenena: «Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: -Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. Contestó él: - Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo. Le preguntan de nuevo: -¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos? Les contestó: -Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso; ¿para qué queréis oírlo otra vez?; ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos? Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: -Discípulo de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése no sabemos de dónde viene. Replicó él: -Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder». El juicio contra Jesús busca su condena. Pero se impone la verdad. Dice San Juan Crisóstomo: «Tal es la fuerza de la verdad que cuanto más se combate con falsos argumentos, más brilla y más fuerza tiene». La verdad vence al final porque no logran convencer con argumentos falsos. La mentira nunca vence. Sin embargo, muchas veces experimentamos en nuestro corazón el poder de la mentira. Cuando no queremos aceptar la verdad, luchamos por creernos las mentiras.
Pero la mentira nos deja vacíos y no nos da la verdadera alegría. La mentira nos hace caminar en la oscuridad y nos hace sembrar guerra en lugar de paz.
JESÚS ES RECHAZADO COMO PECADOR, PORQUE NO ES FÁCIL ACEPTAR LA VERDAD. Hoy somos testigos del mismo rechazo. A veces nos gustaría seguir siendo ciegos para no tener que dar la cara en un mundo tolerante que no tolera a los cristianos. La verdad es incómoda para el hombre que no busca a Dios en el mundo. Quiere vivir sin Él, sin sus exigencias, sin su amor y sin esa sombra amenazante que cuestiona su forma de vida, su credo. Por eso surge el rechazo y la intolerancia. Y por eso hoy estamos expuestos a que quieran quitarnos la libertad para manifestar el amor de Dios en el mundo. Dice Benedicto XVI: «El hecho de que en nombre de la tolerancia se elimine la tolerancia es una verdadera amenaza ante la cual nos encontramos. El peligro consiste en que la razón occidental afirma que ella ha reconocido realmente lo correcto y, con ello, reivindica unta totalidad que es enemiga de la libertad»3. En nombre de la verdad se ataca a Cristo. En nombre de la libertad se coarta nuestra libertad para manifestar la fe. Parece urgente callar la voz de los que creen en una vida más allá de la muerte. La verdad de Cristo escandaliza.
POR ESO ES NECESARIA UNA NUEVA MIRADA PARA ENFRENTAR LA VIDA. Decía el salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Sal 22, 1a. 3b-4. 5. 6. Mirar a Dios como Pastor es el único camino. Lo demás son tentaciones. Pero hace falta muy buena vista para ver más allá de las apariencias y de la tristeza del mundo. Tal vez son los ojos del corazón los que tenemos ciegos. Decía Olga Bejano, una mujer pentapléjica que murió no hace mucho, autora de varios libros, que cuando perdió muchas de sus facultades que la ponían en contacto con el mundo exterior, empezó a desarrollar la mirada interior, la capacidad para ver en el alma, con el corazón. Empezó a dialogar con Dios con más profundidad. Cuando cerramos los sentidos que nos atan al mundo, nos liberamos y logramos atarnos a Dios. Vemos con sus ojos, miramos con su corazón. No nos quedamos ni en la tristeza pasajera, ni en la alegría temporal. Nuestros ojos están fijos en la esperanza que Dios nos promete y no en las promesas que pasan.
LA LLAMADA DE JESÚS ES MÁS FUERTE QUE EL MIEDO. Jesús vence la fuerza de la mentira y le muestra al ciego la verdadera forma de mirar la vida: «Le replicaron: -Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros? Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: -¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: -¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: -Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es. Él dijo: -Creo, Señor. Y se postró ante él». Y en ese momento se le abrieron los ojos de la fe y creyó.
Decía el Padre Kentenich: «El instinto originario del amor se despierta del modo más rápido cuando me sé, me creo y en lo posible también me siento amado por un amor desbordante»4. El ciego se supo amado por Dios, notó la predilección de su amor a través de la vista recuperada y entonces cree y comienza el seguimiento, comienza a amar. El seguimiento y su fe en Cristo están unidos al amor recibido. Se siente elegido sin buscarlo y entiende que ve cosas que nunca antes había imaginado. El verdadero milagro es que nuestra fe aumente.

1 Agustín Sánchez Manzanares, “Vivir la espiritualidad sacerdotal en tiempos difíciles”, 36
2 Agustín Sánchez Manzanares, “Vivir la espiritualidad sacerdotal en tiempos difíciles”, 39
3 Benedicto XVI, “Luz del mundo”, 65
4 J. Kentenich, “El hombre heroico”, 283

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