María, la llena de amor
El primer título que el Evangelio le asigna a María es
el de “llena de gracia”. Haber hallado gracia ante Dios, significa haber sido “agraciado” por
sus dones: por esos dones que Él reparte por pura bondad suya. Y estos dones
son en el fondo uno solo: su amor. “Llena de gracia” es, entonces “llena de
amor”. Creo que a todos nos haría bien renovar nuestro amor mirando a un modelo
atrayente. Y este modelo podría ser la Sma. Virgen.
María es la mujer llena de amor. Su vida comprueba que eso es cierto,
porque lo que más la caracteriza es que Ella vive en plena comunión de amor no
sólo con Dios, sino también con los hombres. En la Anunciación esta comunión de
amor se extiende a la humanidad entera: pues María acepta ser Madre del Mesías,
el Salvador de todos los hombres. Así aparece la Virgen desde las primeras
escenas del Evangelio, ligada por hondos lazos de amor a personas concretas: a
José, a Jesús, a Isabel y Zacarías, a los novios de Caná, a los discípulos.
El Señor estuvo siempre con
María. Desde el mismo instante en que ella fue concebida, la llenó de su gracia
y de su amor. Por eso María es también “la Inmaculada”, la sin pecado. Porque el
pecado es el “no” del hombre al amor, y eso jamás tuvo cabida en su corazón.
Pecar es decir no a los dos mandamientos fundamentales del evangelio: al
amor a Dios y al amor al prójimo. Es negarse a ser hijos y a ser hermanos. Es
romper la comunión hacia arriba y hacia los lados, aislándose y replegándose en
el propio yo, en su orgullo, en su egoísmo, ambición o vanidad.
La salvación de Jesucristo – tal como resplandece en María – comienza
por la liberación del pecado, y el retorno a la comunión en el amor. Lo
decisivo es el primer momento, que transcurre en el interior del corazón
humano: la apertura al amor, la victoria sobre el egoísmo y el orgullo. El que
se ha decidido en su corazón por el amor, por vivir en comunión con Dios y con
los hombres, ése ya está salvado. Ese ya está liberado: liberado de la soledad,
de la angustia, de la amargura y la autodestrucción que produce el encierro en
el propio yo.
Pero la
salvación y esa comunión deben crecer, deben proyectarse más allá del puro
corazón. Etapa final de este proceso será el cielo. Allí también nuestro cuerpo
estará liberado para siempre de los efectos del pecado: del dolor, la enfermedad
y la muerte.
Por su
actitud, María nos enseña que el amor impulsa a ser solidarios y a compartir.
Ella comparte su vida y sus bienes con José.
Comparte con
Jesús su misión. Con Isabel, sus quehaceres domésticos. Con los novios de Caná,
su preocupación. Su amor se ha ido convirtiendo en comunión de vida y de
bienes, en comunión de destinos y tareas, en comunión en la alegría y en la
aflicción.
Por ser Madre,
María posee un carisma, un don especial para unir los corazones y abrirlos al
amor, para hacernos hermanos.
Y María quiere
también enviarnos a crear un ambiente de unidad y de amor. Nos pide crearlo,
cultivarlo y perfeccionarlo permanentemente en nuestros hogares, nuestros
lugares de trabajo, nuestros barrios y nuestros grupos. Y nos invita, a la vez,
a construir todos juntos una sociedad más solidaria y manifestarlo en ayuda
real a los que sufren, a los que dependen de nosotros y a los que se acercan a
nosotros.
Pidámosle a la
Sma. Virgen que nos ayude a liberarnos de todo lo que ‑ en el corazón de cada
uno ‑ se opone al amor. Que nos dé fuerzas para vencer en nosotros mismos el
pecado y el egoísmo, que nos separan de los demás y destruyen la unidad. Que
María abra nuestros corazones al amor, a la comunión con Dios y con los
hermanos, tal como Jesús lo enseñó y vivió.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Cómo es mi relación con la Virgen María?
2. ¿Soy una persona comunitaria?
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