Deuteronomio. 4, 1-2. 6-8.; Santiago 1, 17-18. 21-22.
27; Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23.
«Nada hay
fuera del hombre
que, entrando en él, pueda
contaminarlo; sino lo que sale, eso es lo que contamina al hombre»
2 Septiembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Hablo de ese Dios enamorado que me ha enamorado. Me ha dado
el fuego para ser portador
de una esperanza definitiva, verdadera, en medio de muchas
esperanzas pobres y pequeñas»
Llega un momento
en el camino en el que la sed se puede convertir en algo insufrible. Mucho tiempo sin poder beber
durante muchos kilómetros. El sol que quema el cuerpo, el alma. Nada de agua para calmar la sed honda que siento. En esos momentos el
corazón desea dejar de luchar.
Espera sólo un milagro. Que alguien calme de golpe
la sed. Nada sucede. El camino parece extenderse en el infinito. No hay
sombras. No hay fuentes. No hay descanso posible en medio de tanta sed. Sólo me
queda andar. Sé que entonces me tengo que fiar de una promesa callada. De una
presencia invisible que calma mi sed por dentro. Tengo una sed infinita dentro
del alma. Sé que la sed del cuerpo es superficial. Se calma en algún momento
con agua fresca. Tal vez tarde, pero se acaba calmando. Y me doy cuenta
entonces de lo frágil que es mi paciencia y mi cuerpo acostumbrado a satisfacer
todas sus necesidades. En seguida quiero saciar lo que necesito. Lograr lo que
me hace falta. Estoy acostumbrado a comer cuando tengo hambre y también incluso
cuando estoy saciado. Estoy acostumbrado a beber cuando tengo sed. No he
educado a mi alma en la espera, en la paciencia, en el sacrificio, en la
renuncia. Me cuesta renunciar a lo que mi corazón desea. Es la enfermedad del
hombre de hoy que lo quiere todo ahora, ya, de forma inmediata, siempre. Lo
quiere todo, sin renunciar a nada. Tal vez es la enfermedad de siempre. Decía
Pedro el ermitaño en el siglo XII hablando de los jóvenes: «Son impacientes y no admiten
restricciones». Entonces igual
que ahora. Yo también lo soy, también estoy enfermo.
De esa enfermedad maldita que me debilita tanto. No admito restricciones. No
acepto la demora en la satisfacción de mis deseos. Tal vez por eso me hace bien
caminar durante horas sin agua. Sin atisbo de una fuente. Sin esperanza de
encontrar manos amigas que puedan calmar mi sed. Me hace bien sufrir la espera,
aguardar el momento en que la sed se calme. Me hace bien ser más paciente, más
sacrificado, más recio. Me ayuda para apreciar más las cosas que tengo y valorar
mi vida y agradecer por ella. Me enseña para aprender a vivir de forma más madura y no andar nervioso exigiéndoles a
todos todo lo que necesito. No quiero vivir
exigiendo el todo aquí y ahora. Tal como yo quiero. Sin esperar nada.
Sin sacrificar nada. Sin restringir nada. Un camino largo. El sol plomizo sobre
mi rostro. Sin agua con la que calmar la sed superficial que tengo. Esa que
continuamente busca ser saciada. Y oculta tal vez una sed más honda. Más profunda. Más verdadera. El otro día leía la vida novelada
de S. Lucas: «Se sentía oprimido
por la sed. Caminaba siempre hacia delante, buscando un oasis
o una señal de vida,
una palmera o una caravana
de camellos en el horizonte ardiente. Hundió su rostro
en la cálida arena y se dijo:
Ahora voy a morir, porque
todo mi alrededor carece de utilidad y mi vida
no tiene sentido,
igual que este desierto. No hay nada
que pueda apagar mi sed.
De pronto, un agua fresca
inundó sus labios
y bebió con ansiedad sin poder saciarse. Sus ojos quedaron cegados
por una luz,
y oyó una voz que le dijo con cariño:
- Yo soy el único
que puede apagar
tu sed, oh, mi siervo
Lucano»1. Una sed hay en mi alma que sólo la puede calmar Dios. Y yo no me doy cuenta.
Pienso que son los demás los que la calman. Los amores humanos los que la
llenan. Sé que los que me aman apaciguan en parte todas mis ansias y me dan una
solidez que necesito. O los éxitos que voy logrando y me llenan de felicidad. O
los caminos recorridos que me hablan del esfuerzo invertido y me hacen creer que ha merecido la
pena. Es verdad, todo suma. Pero detrás, oculto en medio de mis miedos, de mis
deseos satisfechos. En medio de una paz esquiva surge con fuerza el
1 Caldwell, Taylor, Médico de cuerpos y almas
1
grito de una sed mucho más honda. Una sed infinita
que el agua no calma. Ni el agua del amor humano que tanto bien me hace. Ni el
agua de los logros que me hacen pensar que mi vida merece la pena porque tiene
un sentido. Ni el agua del amor que entrego sin recibir nada a cambio, ese amor
oculto que cambia el mundo aunque nadie lo vea y yo no lo entienda. Es verdad
que ese agua calma mi sed, pero sólo en parte. Y me siento mejor, más pleno,
más lleno. Y sigo caminando. Pero hay una sed en mi alma rota por la que se
escapa el agua que sigue sin estar saciada. Una sed inconfesable y confesada.
Una sed reconocida como verdadera porque la sufre mi alma. Esa sed busco
calmarla en los caminos de mi vida. A veces torpemente. Busco ese rostro de
Jesús que me llene por dentro. Que me calme sin casi darme yo cuenta. No quiero
tapar esa sed con el agua que el mundo me entrega.
No quiero quedarme en la apariencia de un agua que parece satisfacer
todos mis deseos. Sigo mi camino con sed para recordar que siempre voy a caminar
sediento. Tal vez en el cielo se calme
la sed del alma para siempre.
Esa alma rota que tengo deja caer
el agua que pretendo retener. Yo quiero
guardar y no puedo. Guardar para cuando no tenga. Guardar para beber cuando la
sed vuelva. Pero mi alma rota me enseña que he de caminar con lo puesto, con lo
que puedo llevar. No más, tampoco menos. No
quiero almacenar para cuando no haya. No quiero poseer para cuando no
tenga. Camino con lo que soy. Ni más ni menos. Eso me enseña a vivir cada día
con lo puesto. Me enseña a no acumular lo innecesario. Soy un acumulador de
pertenencias. El otro día leí una oración del peregrino que me conmovió: «Y aquí,
lejos de mis bienes, lejos
de mi casa, lejos de la seguridad que da el ser alguien
entre los míos, expuesto a la novedad de cada amanecer, viviendo de lleno
cada instante de tu creación, quiero ofrecerte
este trocito de libertad. La libertad que descubro viviendo
al día. Gracias
por darme a vivir la serenidad de quien
sabe que somos lo que somos ante
Dios y no más. No me dejes
olvidar que el hombre es lo que
es en el camino, y no más». No soy más que
un puñado de días lanzados al aire en las manos de Dios. Con el alma rota.
Sintiendo que se me escapa la vida entre los dedos. Noto que el vacío forma
parte de mis pasos. Y la levedad de mis días es algo frágil entre mis manos.
Siento que lo que soy es lo que vivo. Lo que guardo en mi alma. Lo que se
derrama por las grietas de mis heridas. Despacio, sin que apenas me dé cuenta.
No puedo retener todo lo que vivo, lo que siento, lo que sufro. Es como si por
mi corazón llagado se fuera derramando en la vida todo lo que poseo. No guardo
porque no puedo. No retengo porque no sé. No puedo calmar la sed de mañana.
Sólo la de hoy y sólo por un tiempo. La inseguridad de mi mañana me perturba. Y
la poca seguridad de todo lo que puedo llevar conmigo para defenderme en medio
de la vida. Es tan poco. Soy tan pequeño. Estoy tan roto. Me abruma el peso de
los años y la fugacidad de mis días. Soy lo que soy en el camino. Eso me enseña
a vivir con mi presente cogido entre los dedos. Sin querer acumular pesos que
mis pies no pueden cargar. Mi alma rota siempre tiene sed. Esa experiencia me
recuerda que soy pobre. Estoy vacío y soy necesitado. Me lleno de ruidos tantas
veces para olvidar quién soy. Lo que de verdad me hace falta para vivir. Leía
el otro día: «El silencio nos permite percibir
y escuchar mejor.
Abre nuestro espacio
interior. Resulta paradójico que el silencio
exterior y la soledad, cuyo
objetivo es facilitar el silencio interior, empiecen por sacar a la luz todo el ruido que hay en nosotros Ese ruido es una medicina
peligrosa e ilusoria, una mentira
diabólica que impide al hombre
enfrentase a su vacío interior»2.
En el silencio
escucho mis ruidos interiores.
Esos ruidos que siguen queriendo tapar mi vacío,
disimular mi infelicidad, desfigurar mis
verdaderos miedos. Me gusta comprender que sólo en el silencio del
camino de mi vida podré apreciar la verdad de mi alma herida. Estoy solo. En lo
más profundo de mi ser estoy solo. Allí donde más veo las grietas que no dejan
retener el agua. Donde veo la inconsistencia de todos mis esfuerzos. Y
compruebo que es gracia todo lo que viene de Dios y me hace mejor persona.
Aprender a caminar en silencio me permite apreciar los ruidos que no me dejan
escuchar en mi interior lo que mi alma grita. Sí. Grita con fuerza y yo la veo
herida y sufriendo. Y sé que necesito escuchar más. Callar más. Andar más por
los caminos sin detenerme. En un silencio total en el que pueda escuchar la voz
más callada de mis susurros. No quiero hacer ruido. No quiero vivir con ruidos.
Me calmo por un momento para intentar llegar a lo más hondo. Nada, imposible.
Lleva más tiempo del que estoy dispuesto a invertir. Sigo siendo un impaciente
que lo desea todo ya, ahora, en este momento. Quiero apartar de mí todo lo que
me pesa y me llena de ruidos y preocupaciones. No para esconderme
2 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 37
2
egoístamente en mis deseos. No para querer calmar
sólo mi sed mezquina. No. Sé que si me encuentro con más paz ante mí mismo en
el misterio de mi vida, podré luego caminar con otros, entregar lo que soy y
tengo. Seré solo eso, un hombre más en medio de los hombres. Sin más
pretensiones. Sin títulos que me representen y dignifiquen. Sin derechos. Sin
tener que justificar el porqué de mis pasos. Soy lo que soy en el camino.
Desprendido de la apariencia de la vida que pretende darme una seguridad que no
es mía. Aparto de mí los ruidos que me enloquecen. Me quedo mirando el camino,
tranquilo. El sol que me quema. La vida que discurre lentamente delante de mis
pasos. Callo unos momentos.
Miro dentro de mi alma.
Espero paciente.
Creo que está Dios más cerca de mí de lo que muchas
veces siento. Y entonces escucho hoy: « ¿Hay alguna nación tan grande
que tenga los dioses tan cerca como
lo está Yahveh
nuestro Dios siempre
que lo invocamos?». Es
cierto que mi Dios es ese Dios cercano que camina conmigo. Va a mi lado y yo lo
invoco. Pero con frecuencia no siento sus pasos. No lo veo. No lo escucho. Una persona exclamaba:
«¡Qué bonito
es sentir a Jesús tan cerca!». Es lo que siempre desea
el corazón. Tocar
a Jesús. Verlo
de cerca. Sentir su presencia acompañando mis pasos. Ver que camina
conmigo en medio
de la vida. Ver que lo invoco y responde. Necesito
ver a Dios presente en mi día a día para que mi vida merezca la pena
y tenga sentido.
Mi misión es esa. Tocarlo
para dejarlo tocar.
Verlo para que otros lo vean.
Notar
su presencia para hacerlo yo presente sin saber muy bien cómo. Decía el P.
Kentenich:
«Estamos aquí para hacer
presente a Cristo.
Y no hablar con entusiasmo de ello sólo con la boca. Cristo
tiene que hacerse presente en mí»3. Sólo puedo mostrar a quien he visto. Hablar de aquel que me ha hablado.
Contagiar el entusiasmo de quien me
ha contagiado de un
fuego y una pasión que antes desconocía. Se quiebra la voz al hablar
de aquel a quien amo. Siempre es así. Porque lo he visto, porque lo he tocado. Porque he notado su mano salvadora
en medio de las ruinas de mi
propia vida. Porque en medio del silencio del camino oí su
voz cerca de mí diciéndome al oído que me quería.
Una oración del Cardenal Newman
dice así: «Dios respeta
tu modo de ser, seas tú como fueres. Te llama por tu nombre. Te ve y te comprende. Sabe lo que
sucede dentro de ti, conoce todos tus sentimientos y pensamientos, tus
inclinaciones, tu fuerza
y tus flaquezas. Te ve en días de alegría
y en días de dolor;
toma parte en tus esperanzas y en tus pruebas,
participa de tus temores y recuerdos. Él ha contado
los cabellos de tu cabeza;
en abrazo te rodea
y te acoge en sus
brazos; te levanta
y te sienta; observa tu rostro, si ríe o está anegado
en lágrimas, si se
muestra sano o enfermo; mira
con ternura tus manos y tus pies;
escucha tu voz;
oye el latir
de tu corazón y el respirar de tu pecho. Tú no te amas
más de lo que te ama Él». Pienso que así es el Dios de mi vida, de mi
historia. El Dios que hace santos mis pasos aunque sean pobres
y estén llenos
de debilidad. Me levanta cada vez que caigo. Lo he tocado.
He notado su presencia cerca de mí. Me conmueve ese Dios vivo a mi lado. A menudo me hablan de su ausencia. Me dicen que
no se escucha su voz y no se ven sus
huellas. Y en ocasiones es así en mi propia vida. Su silencio me desconcierta.
Por eso, en esos momentos tengo que hacer memoria. Recordar su paso por mis
días. Sentir su amor que está lleno de misericordia. ¿Cómo voy a hacerle presente
si no siento que está presente en mí? Está en mí no para justificar mis
debilidades y librarme de mi culpa. Sino para darle sentido a mis pasos. Enderezar mi rumbo torcido.
Alentarme cuando desfallezco. Ensanchar mi corazón herido. Darme de beber cuando
tengo sed. Un Dios que se ha encarnado. Hace poco me preguntaba alguien: « ¿Cómo Dios va a escoger al hombre tan pequeño para hacerse de su carne?
Me parece absurdo».
Le encontraba todo el sentido
a sus dudas, a sus preguntas,
a sus miedos. Un Dios todopoderoso que
elige una época, un pueblo, para hacerse uno como yo en mi
debilidad. Un hombre de rasgos judíos. Elige hacerse carne para que el hombre vea su rostro
humano y escuche
la voz que sale de su garganta.
Parece increíble, imposible.
Un Dios así deja de ser Dios al hacerse capaz de la
vida y de la muerte. Me duele pensar en ello. Muchos no lo ven y niegan que se
le pueda ver. No lo oyen y desprecian su voz, como si no hablara. No ven sus
manos actuando y pretenden decir que por eso no actúa. Y yo que sé que está
presente callo a veces por no poder explicarlo. Tal vez no tengo que explicar
nada. Sólo vivir feliz en su presencia. Contagiar su luz en mis ojos. Su fuego
en mi voz. Ser su presencia en mi carne. En medio de mis días para los que
están perdidos y sin esperanza. Mirando a Jesús descubro mi vocación de
sanador. Desde la herida que Jesús mismo cuida cada día. Desde la impotencia en
la que no me siento capaz de nada de lo que hago. Hablo entonces de un Dios
presente, cercano. El Dios más
3 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
3
cercano al hombre que siente misericordia por su
dolor. Ese Dios es el Dios en el que creo. Un Dios que se hace carne de mi
carne para mostrarme su amor. Para decirme que se abaja a la altura de mis ojos
para que pueda verlo. Hablo de ese Dios enamorado que me ha enamorado. Me ha
dado el fuego para ser portador de una esperanza definitiva, en medio de muchas
esperanzas pobres y pequeñas. ¿Cómo cuido esa presencia misteriosa en medio de
mi historia? ¿Cómo frecuento el silencio en el que me habla con palabras
misteriosas? ¿Cómo intento percibir su presencia oculta en medio de paisajes
que me rodean, en el acontecer de este mundo convulso y lleno de rabia? ¿Cómo
logro comprender su voz cuando hay tantos ruidos a mi alrededor? Quiero pensar
en ese Dios presente, amigo, que me ama mucho más de lo que yo pueda amarle.
Quiero abajarme para encontrarlo vivo y amante en todo lo que me pasa, en todas las personas con las que me cruzo,
en todos los lugares que recorren mis pasos.
Los fariseos buscan a Jesús. Quieren verlo. Eso me impresiona. Quieren saber cómo vive, qué piensa, qué siente:
«Los fariseos con algunos
escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús». Jesús era un hombre no formado, hijo de un
carpintero. No vivía en Jerusalén, sino en Galilea. Algunos fueron expresamente
desde Jerusalén para conocer al maestro oculto entre los hombres. No querían
unirse al grupo de sus seguidores. No estaban abiertos a la novedad. Tenían su
idea formada. Todo tendría una
explicación. Jesús no podía ser el Mesías esperado. No podía ser un salvador
tan humano. Era un impostor. A menudo quiero justificar lo irracional. Darle
sentido a lo milagroso. Entender las razones del actuar de Dios.
Leía el otro día: « ¿Debo
racionalizar siempre las cosas? ¿Debo
apresurarme siempre a buscarle una explicación a todas las cosas a la luz
de la razón? ¿Qué es lo que
me ha dado la razón,
sino tristeza? Sin
embargo, me disgustan las cosas sin lógica; las considero infantiles, incluso
profanas»4. Esa forma de pensar me acaba quitando la paz.
Necesito un corazón de niño para acercarme a lo nuevo, a lo que no controlo, a
lo que se escapa a mi razón. Necesito la fe de los niños que se maravillan ante
la vida como es. No pretenden entender todas sus razones. Simplemente se abren
a las cosas como vienen y las disfrutan. Una fe ingenua, sencilla. Una fe clara
y abierta. Una mirada sonriente. No era la mirada de los fariseos que se creían
en posesión de la verdad. Así es muchas veces mi actitud ante la vida. Creo que tengo yo la razón.
Sé cómo funciona
todo. Nadie me va a engañar, lo tengo claro.
Esa forma de mirar me hace infeliz. No me abro a la sorpresa. No quiero
que nadie me cambie mis ideas. A veces me encuentro con cristianos que sólo
quieren encontrar libros, textos, miradas, que confirmen sus puntos de vista.
Sacerdotes que asientan a sus razonamientos. Y cuando no los encuentran, se
indignan. Tal vez he cerrado mi forma de mirar la vida. He clausurado por miedo
mi forma de vivir y entender a Dios. He hecho razonable su actuar y ya nada
puede sorprenderme. Los fariseos venían desde Jerusalén sólo para ver cuándo
Jesús hacía algo imprudente. Hoy encuentran una primera razón: «Y vieron
que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar». La ley estaba
clara: «Los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado
las manos hasta
el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver
de la plaza, si no se bañan,
no comen; y hay muchas cosas que observan
por tradición, como la purificación de copas, jarros
y bandejas». La importancia de la pureza. La
limpieza de la comida y de todo lo que usan para comer. Que nada impuro entre
en su interior. Las purificaciones eran algo fundamental para los judíos. ¿Tan
fundamental que nadie podía saltarse el más mínimo mandamiento? Juzgan en su
interior a Jesús que permite la impureza. Jesús acepta que no se laven. Se
saltan una norma importante cuando está claro lo que quiere Dios: «No añadiréis nada a lo que
Yo os mando, ni quitaréis nada; para así guardar los mandamientos de Yahveh vuestro Dios que Yo os prescribo. Guardadlos y practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos». Los mandamientos son un camino
de vida y sabiduría. Una forma de entender
la vida. Una manera de crecer en profundidad y belleza ante los ojos de Dios.
Un camino para ser más felices. Parecía imposible saltarse un precepto, aunque
no fuera tan importante. No lavarse no era algo baladí. Implicaba ir contra una
tradición arraigada profundamente en el alma del judío. ¿Por qué lo permite
Jesús? Él mismo luego dirá que no ha venido a abolir la ley. Ni un solo
precepto. ¿Por qué lo permite ahora? Tal vez es la pequeñez de la mirada de los
fariseos lo que le duele a Jesús en el corazón. Se han quedado en la
apariencia. No han venido a conocer a Jesús. No quieren saber lo que piensa, ni cómo vive. No pretenden
dejarse tocar por lo que hace. Lo racionalizan todo y en su juicio
4 Caldwell, Taylor, Médico de cuerpos y almas
4
Jesús ya ha sido condenado. Es un pobre hombre sin sabiduría que nada tiene
que aportar a nadie.
¿Cómo es posible abrirse a lo que dice cuando el corazón está cerrado
ante su rostro? Jesús no pudo hacer
nunca un milagro delante de un corazón sin fe. Lo fariseos no tienen fe. No
buscan creer. No piensan que Jesús pueda aportarles algo nuevo a sus vidas.
Desconfían de ese hombre que, sin tener formación ni sabiduría, logra que le
sigan las muchedumbres. Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Jesús espera
que renunciemos a buscar esos
cobertizos personales o comunitarios que
nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta
humana, para que aceptemos de verdad entrar
en contacto con la
existencia concreta de los otros
y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre
se nos complica maravillosamente». No quiere Jesús que me esconda
detrás de mis prejuicios, miedos y desconfianzas. No quiere que me cierre al
otro descalificando su forma de
vivir. No quiere
que me cierre a lo nuevo por miedo a que de esta forma se cuestione todo
lo que vivo. Quiere que me acerque al hermano en su herida, en su dificultad, en su dolor. Con la humildad del que ha ido y ha vuelto.
Ha luchado y ha caído. Pero sin las seguridades del que cree tener
respuestas para todo.
Los fariseos ven cómo comen los
discípulos y se escandalizan: «Los fariseos y los escribas le preguntaban: ¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen
con manos impuras?». No pueden creer que hayan renunciado
a algo tan fundamental para los judíos.
Prescinden de las purificaciones. Comen
con manos impuras.
Jesús les responde: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: - Este pueblo
me honra con los labios,
pero su corazón
está lejos de mí.
En vano me rinden culto,
ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando
el precepto de Dios, os aferráis
a la tradición de los hombres». Me parece
tan dura esta
crítica. Decir que sus labios
son los que rezan y alaban pero no su corazón. ¿No es verdad que a veces
siento lo mismo? Me veo rezando sólo con los labios. Alabando a Dios mientras
canto. ¿Dónde se encuentra mi corazón? No alabo a Dios con el corazón. No tengo
metido a Dios en mis entrañas. Me fijo en las normas más pequeñas. Me
escandalizan las trasgresiones de los demás. Pero mi corazón permanece frío y
lejos de Dios. Digo que lo amo pero lo amo sólo con la cabeza, con mis labios,
con mis palabras. Está frío mi corazón que no es capaz de amar desde dentro,
con las entrañas. ¿Cómo puedo hacer para encender en mí el fuego del amor? Mis
oraciones se quedan en el aire sin penetrar en lo más profundo de mi alma.
Oraciones vacías que no me cambian en mi interior. Me da pena ser superficial. Decir
que rezo pero vivir en la superficie, lejos de mi centro, lejos de mi alma. Me
falta hondura. Honro con los labios, pero estoy lejos de Dios. Quiero hoy
escuchar lo que me dice el P. Kentenich: «Les
reitero entonces que abracemos las inspiraciones del Dios Vivo.
No estar siempre
saltando de rama
en rama como
una ardilla. Detenerse en todo lo que Dios nos diga
en nuestro fuero
íntimo, en lo que Dios
espera y pide
de nosotros»5. Un diálogo de amor. Un estar el uno en el otro. En una fusión de
corazones. Es lo que mi alma necesita. Como le sucedió al Cura de Ars: «Yo le miro y Él me mira, decía muy
poéticamente el campesino de Ars,
feligrés de S. Juan María
Vianney. Un intercambio de miradas: ¿Qué
hay más elocuente que ellas cuando salen
de un corazón para llegar
a otro?»6. Basta con estar
a su lado para que el corazón
se haga lugar de encuentro. Cuando realmente estoy en Dios, vivo en Él,
descanso en sus manos, dejan de importarme las pequeñeces. Deja de parecerme
importante lo que al mundo le abruma e inquieta. Dejo de fijarme en los detalles,
en las formas y voy más al fondo. Ser religioso es estar unido desde lo profundo a Dios. No significa cumplir
todas las normas y no pecar nunca. Eso no es posible. Mi debilidad es
manifiesta. Por eso mi fortaleza no está en tener el expediente limpio. Ni una
falta, ningún desliz. Hoy escucho que nadie está limpio. Los políticos son
investigados con detenimiento a ver si tienen alguna mácula en su pasado. Es
verdad. Todos tenemos caídas y hemos cometido errores. Ser religioso supone
estar profundamente unido a Dios desde mi herida. Desde mis manchas. Desde mi pecado. No consiste en
vivir sin tener nada que escandalice a otros. Puede que eso suceda porque soy humano.
Pero eso no me aleja de Dios.
No quiero honrarle
con los labios.
Quiero pertenecerle a Él por entero.
En mi carne enferma. Hoy Jesús dice que son hipócritas. ¡Qué
dura me parece esa palabra! Soy hipócrita cuando
veo la paja en el ojo ajeno y no veo la viga en el propio. Cuando me
escandalizo ante cualquier error de los hombres y no soy capaz de juzgar con
misericordia. Juzgo por fuera. Me siento frágil.
¿Soy hipócrita? Sí, lo soy cuando finjo ser mejor de lo
5 Kentenich Reader Tomo 2:
Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
6 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
5
que soy, más puro, menos pecador, más de Dios.
Cuando defiendo mi imagen a toda costa. Protegiéndome de toda crítica y juicio.
Cuando me da miedo mostrarme como soy no queriendo que me traten de acuerdo a
mi debilidad. Es la pobreza de mi carne la que tapo con hipocresía. Yo no soy
como ellos. Yo no hago lo que ellos hacen. Yo no caigo tan bajo. Me digo a mí
mismo tratando de justificar mis pequeños pecados. No estoy tan mal, pienso en
mi interior. Soy hipócrita. Tapo con esmero mi caída. Y resalto con dureza los
errores de los demás. Su impureza. Me falta misericordia para mirar los
corazones. Mi hipocresía me lleva a juzgar con frialdad. Veo siempre lo malo,
lo que pueden mejorar. Resalto siempre las caídas de los demás para que así mi
aparente perfección resalte con más claridad. ¡Qué lejos estoy de Dios cuando miro así a los demás!
Entonces Jesús me lo deja claro:
«Llamó otra vez a la gente
y les dijo: - Oídme
todos y entended. Nada hay fuera del hombre que,
entrando en él, pueda contaminarlo; sino lo que sale, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del
corazón de los hombres, salen
las intenciones malas:
fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias,
maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas
estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre». Lo malo no procede
del exterior. ¡Qué curioso! A menudo pienso que sí, que viene de
fuera. Llego a creerme que
son los demás
los que me contaminan, los que ensucian mi alma. Con sus palabras y juicios.
Con sus comportamientos licenciosos. Y no yo, que soy puro. Es verdad,
también lo creo, que lo de fuera puede hacerme daño. Una atmósfera negativa, de permisividad
moral, de degradación. Una atmósfera llena de amargura, críticas y juicios
hacia el mundo. Una atmósfera de pantano puede dañar mi alma. Eso lo tengo
claro. Sé lo importante que es
la atmósfera en la que me muevo, la atmósfera que contribuyo a crear. Lo de
afuera me puede hacer daño. Si no estoy protegido. Si no tengo claro los
principios sobre los que se edifica y echa raíces mi mundo interior. Quiero
crear atmósferas de cielo en el que sea posible tocar a Dios. Para eso es tan
importante mi forma de respetar y amar. Así lo explica el P. Kentenich: «El respeto
es el eje del mundo.
Quítenle a la humanidad el respeto, y todo se convertirá en un caos.
Sólo el respeto y el amor proporcionan la atmósfera debida.
Para ‘abrir’ el alma necesitamos el arte de oír, el arte de escuchar
y el arte de comprender a partir de lo
que se escucha»7. Quiero cuidar el respeto y el amor para que la atmósfera en la que me
mueve sea posible crecer y madurar. Pero al mismo tiempo me tocan hoy las
palabras de Jesús. Lo impuro procede de mi corazón. Hace tiempo leía: «El santo hace de la taberna una capilla. Y
el borracho de la capilla una taberna». Es así. Cuando en mi interior lo
veo todo con amargura, o estoy lleno de rabia y resentimiento, es imposible que
vea con paz y alegría lo que hay fuera de mí.
Contaminaré todo lo que toco. Haré impuro lo que es puro. Y ensuciaré lo
que está limpio. Es así de sencillo. A veces me cuesta verlo, pero
es así. Y si mi corazón en
puro acabaré purificando
todo lo que toco. Mi inocencia logra
crear ambientes sanos. Es entonces en
mi interior donde
surgen la envidia, los celos, el
odio, la rabia. Es dentro de mí
donde surge el
deseo de poseer
y del placer a costa de tantas cosas. Mi corazón se vuelve impuro en su
interior a veces sin que casi me dé cuenta. Quiero una pureza que me viene de
Dios. Una pureza que me hace noble. El peligro lo tengo dentro. Ese corazón mío, pobre y herido, que no
sabe amar. Hoy S. Pablo
me recuerda dónde
está la verdadera pureza: «La religión pura e intachable ante Dios
Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo». Una
pureza que me hace capaz de amar a los demás en el mundo, sin diluirme
en él. Una pureza que me lleva a volcarme en
un amor hacia el que sufre. Esa forma de mirar la vida,
al pobre, al necesitado, es la que me
purifica por dentro. Un amor confiado que no desconfía de todo. Un
amor entregado que no se vuelve ni egoísta ni
autorreferente. Me gustan las
personas que confían, que
están llenas de verdad y son
trasparentes, y no juzgan. Como Jesús. Habla el P. Kentenich de la necesidad de
que haya hombres «acrisolados en su vida interior
y exterior; hombres
que estén por encima de la inseguridad y las dudas;
hombres que por el cultivo de una santa soledad
con Dios reciban
la fuerza para
estampar a esta
época los rasgos
de Cristo»8. Sólo Dios puede purificar mi
corazón con su misericordia. Sólo Él
puede purificar mis impurezas y acabar con
mis rabias y odios. Importa menos
la purificación de lo externo. Importa más que
mi corazón sea puro en su forma
de amar, de entregarse, de servir. Una
pureza que me regala Dios porque yo solo
soy incapaz de poseerla.
7 J. Kentenich, Jornada
pedagógica 51
8 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de
Peter Locher, Jonathan Niehaus
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