Isaías
45, 1. 4-6; 1 Tesalonicenses 1, 1-5b; Mateo 22, 15-21
«Entonces
les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios»
22 Octubre 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Le pido a Dios
que limpie mi mirada para mirar sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero
ver la belleza. Descubrir lo que hay de verdad que complementa lo mío. Quiero
vivir en la luz»
No sé bien cómo manejar la incertidumbre en mi propia
vida. Cómo hacer para no temer ante el futuro
incierto, cuando no consigo tener certezas. Me da miedo enfrentarme a lo que no
controlo. No ser dueño de los tiempos. Ni del resultado de mis apuestas en la
vida. Me asusta ver que la paz o la guerra no dependen del deseo de mi corazón.
No quiero dejar que me lleve la rabia al vislumbrar caminos que no deseo. Ni
que el miedo me impida avanzar cuando todo parece difícil e incierto. No quiero
que el fin justifique los medios que empleo para alcanzarlo. Aunque el fin sea
bueno a veces los medios puede que no sean tan buenos. No quiero ofuscarme por
poseer lo que deseo. No quiero que los sueños e ideales que escucho y se
apoderan de mí lleguen a manejar mi alma. No quiero confundirme y pensar que lo
que logro hacer es todo lo que se puede hacer y nada más. No sé bien qué hacer
cuando las posiciones opuestas se enfrentan sin un aparente camino de salida.
Todo es oscuro a mi alrededor. Y a la vez hay mucha luz, mucha esperanza. Es
verdad que no sé qué ocurrirá mañana. Ni los días siguientes. No sé bien cuál
es el deseo de Dios para mi vida. No conozco su deseo más íntimo. Lo pronuncia
dentro de mí pero yo no lo oigo. Tal vez el ruido del mundo me perturba.
Siguiendo los pasos de S. Ignacio leía: «Buscar
la voluntad de Dios. Una propuesta inmensa y difícil al tiempo. ¿Nunca te lo
has preguntado? ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Nunca te lo ha planteado alguien,
llenándote de incertidumbre? En la vida te conviene buscar la voluntad de Dios»1. Buscar el querer de Dios cuando todo
se llena de dudas y miedos. Buscar su voluntad cuando yo pretendo seguir sólo
mis deseos. Buscar su voluntad cuando no controlo mis pasos en medio de la
noche. ¿Cómo elegir la posición correcta? ¿Cómo saber lo que de verdad me
conviene? ¿No me equivocaré y erraré el camino? ¿Y si fracaso en mis opciones
de vida y pierdo amigos, seres queridos, incluso la vida entera? A veces sólo
pretendo asegurarme el futuro. Temo tanto la muerte. Me da tanto miedo perder
lo que amo. Lo único que debería preocuparme es vivir de verdad cada momento.
Amar sin poner barreras. Soñar con lo más alto, con lo bueno, con lo noble, con
lo bello. Pero en este mundo inquieto y lleno cambios, me turbo. Y no sé bien
cómo hacer para elegir la posición correcta, el bando adecuado, el lugar
pacífico. Unos me dicen que siga un camino. Otros me señalan el contrario. En
los dos hay algo de verdad. En los dos algo es atractivo. En los dos hay
también mentiras. No sé cómo optar por mi camino. Reza un proverbio hindú: «Dondequiera que el hombre pone su pie, pisa
cien senderos». ¿Y si no sé descubrir mi camino entre tantos posibles?
¿Cómo hacer para no errar mis pasos, para no dejar heridos con mis opciones de
vida, para no hacer más daño? ¡Hay tantas cosas inciertas en este camino que
recorro! ¿Cómo saber lo que Dios me pide? ¿Cómo saber dónde quiere que entregue
mis fuerzas? ¿Cómo saber cuándo camino tomado de su mano? Jesús pasó por la
tierra liberando los corazones. Acogió a unos y a otros. Le pusieron tantas
veces en la misma encrucijada:
«En
aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para
comprometer a Jesús con una pregunta». Buscaron encasillarle en una
postura, en un grupo. Quisieron hacerle enemigo de los contrarios. Quisieron
que decidiera del lado de quién estaba. Su posición. ¿Había venido Jesús para
todos o sólo para algunos? Jesús no se dejó engañar. No cayó en el juego de los
hombres. No se alineó con unos dejando de lado a otros. Eso siempre me
impresiona. Podía haber optado por los
poderosos del mundo para imponer su reino.
Podía haber elegido a los más sabios y conocedores de la ley para allanar su
camino. Podía haberse protegido. Pero no lo hizo. No cayó en el juego de los
engaños. Buscaban su ruina. Él vino a salvar a todos. A los buenos y a los
malos. A los puros y a los impuros. A los de un lado y a los del otro. A los
que nadie quería y a los que todos amaban. Jesús se hizo carne de todos. Alma
de un mundo herido. Y quiso amar a los que tantos rechazaban. Su corazón
inmenso me muestra un camino a seguir. Jesús fue un hombre libre que amó a
todos hasta el extremo de la cruz. Su libertad estuvo en el amor, no en el
odio. No defendió con odio su postura. No recurrió a la violencia para hacer
vencer sus puntos de vista. El que usa la violencia pierde la razón. Tagore
decía: «La verdad no está de parte de
quien grita más». Él guardó silencio. Otros gritaban. Jesús me ha mostrado
cómo tengo que vivir yo. Quiere que yo
ame hasta la muerte. Quiere que entregue mi corazón y al mismo tiempo viva
libre para darme. Quiere que lo deje todo por seguir siempre sus pasos: «Jesús les invita a dejar la casa donde
viven, la familia y las tierras pertenecientes al grupo familiar. No es fácil.
La casa es todo: refugio afectivo, lugar de trabajo, símbolo de la posición
social. Romper con la casa es una ofensa grave para la familia y una deshonra
para todos. Pero sobre todo significa lanzarse a una inseguridad total»2. Jesús me invita a vivir en la incertidumbre de los
caminos sin buscar seguridades. Me invita a no aliarme con los poderosos, a no
esconderme entre los que protegen mis pasos. Me quiere libre, sin ataduras, sin cadenas. Así quiero vivir yo.
Jesús me invita a
caminar por la vida llevado de su mano. Me conduce con su paso
rápido y ligero porque su carga es liviana. Quiere que lo deje todo por amor a
Él. Lo que me da seguridad. Lo que me pesa. Quiere que renuncie incluso a mis
deseos más profundos por un amor más grande. Quiere que busque mi seguridad
sólo en Él. Hoy escucho: «Te llamé por tu
nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro;
fuera de mí, no hay dios». No hay otro Dios fuera de Él. A veces busco el
dios del poder, del dinero, del éxito. Todo lo oriento persiguiendo a esos
dioses fugaces e inciertos. Pero no soy feliz. Ni cuando los busco. Ni cuando
los retengo con mano firme pensando que durarán siempre. No es lo que me da
paz. No es lo que me llena de verdad. Puede ser que no sepa bien lo que Dios me
pide. Con frecuencia no distingo el camino correcto ni sé la forma cómo quiere
que actúe. Pero sí sé que quiere que esté a su lado en medio de la tormenta y
aprenda a caminar por sus caminos cuando nada parezca claro. Quiere que confíe
y aprenda a vivir tranquilo en la incertidumbre. Aunque no pueda controlarlo
todo. A menudo tengo miedo del poder de los hombres. Me asustan el odio y la
mentira que crea ese deseo enfermizo por ser poderoso, en esa lucha por marcar
el rumbo de los caminos, el destino de los hombres. A veces no sé siquiera manejar
el pequeño poder que tengo. Es tan difícil ser justo, amar desde el poder,
permanecer humilde. ¡Qué fácil despreciar al que tiene menos poder! Decía Jean
Vanier: «A veces, aquellos de nosotros
que tenemos más poder, más dinero, más tiempo o más conocimientos nos
inclinamos ante quienes tienen menos poder, menos conocimiento o menos riqueza;
hay un movimiento desde lo superior a lo inferior». Así lo hizo Jesús.
Desde su poder se
hizo impotente. Se abajo y pasó por uno de tantos. No hizo alarde de su fortaleza.
A mí me cuesta renunciar a mi poder y descender sobre el que nada puede. Me
escondo en mis poderes. No renuncio. Incluso el poder de la mentira me vale.
¡Cuánto poder puede tener la mentira que asumo como verdadera! Confundo muchas
cosas en mi alma. Y me convenzo de estar haciendo lo que Dios me pide cuando
tal vez sólo hago lo que yo deseo. No lo sé muy bien. Me abrazo al Dios de mi
historia que me hizo un día dejarlo todo para seguir sus pasos. Por amor. Yo lo
sigo. Tal vez tengo que aprender a vivir más en las profundidades de mi alma
para conocer bien lo que hay dentro de mis mares. Y dejar de lado esas
superficies de mis pasos donde no descanso. Allí en lo hondo sé que es donde
puedo encontrarme con Dios escondido en los pliegues de mi alma. Tengo tantos
deseos de hacer bien las cosas. Quiero construir un mundo nuevo, lleno de paz y
esperanzas. Me gustaría unir los lazos rotos. Sanar las heridas profundas
causadas por el odio, estando yo herido. Me gustaría calmar la ira que surge
muy dentro de los hombres, desde mi propia rabia pacificada.
Someter las
mentiras que se confunden con verdades, renunciando a mis propias mentiras.
Levantar puentes en medio de vidas rotas cuando hay tantas barreras elevadas
hacia al cielo que me impiden el paso. Quiero salvar a los que están perdidos y
no encuentran el rumbo. Quiero saber lo que Dios me pide a mí, sin compararme
con otros, sin vivir ansiando ese poder que yo no tengo. Por eso elijo
la verdad y no la
mentira como estilo de vida. Opto por lo que construye, dejando de lado la
violencia que me mata. Me abajo desde mi poder para acercarme al que no es
poderoso. Desde arriba desciendo hacia abajo. Aunque en verdad no hay «arriba» ni «abajo», sólo somos hombres en camino. Quiero sembrar un mundo más
humano a mi alrededor. Construir caminos de paz mientras el mundo viaja a la
deriva en medio de guerras. Entre el ego personal que confunde las miradas
elijo el amor al otro que siempre es un descenso de las alturas. Elijo el amor
que es servicio y entrega. Salgo de mí mismo para no perderme por los caminos
que no deseo. Acepto que las cosas no sean como yo quiero. Quizá otros tengan
más razón que yo y su postura sea más verdadera. Decido vivir seguro en medio
de las incertidumbres que no controlo. Esas que me duelen tanto y me hacen
temer por lo que aún no sucede. Quiero elegir la verdad siempre. Quiero que
Jesús me enseñe cómo se ama. Que sea de verdad mi maestro. Decía el P.
Kentenich: «Nadie puede quitar el
idealismo a quien trabaje en su propia purificación. Él experimentará en sí
mismo el poder de las ideas de la verdad y del bien»3. Quiero que Jesús me enseñe la verdad
de mi vida y así no perder nunca mi idealismo. La verdad del camino que me
manda seguir. Si me esfuerzo por amar la verdad y el bien en mi interior. Dios
me dará la gracia de vivir en la verdad. Es
el camino que deseo seguir.
Me
gusta pensar que estas palabras hoy me las dirige Dios a mí: «Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que Él os ha
elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo
palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». La acción del
Espíritu obra milagros en mi vida. El Espíritu cambia mi corazón. Me gusta
pensar que soy un amado de Dios. Él me ama tanto. Me envía su Espíritu para
darme la vida, para darme su amor. Me colma de bendiciones. Me elige y me llama
por mi nombre. Esa predilección de Dios conmigo me conmueve. Su llamada a estar
con Él me calma. Soy suyo, le pertenezco para siempre. No quiero pertenecer a
la iglesia sólo por inercia. Me gusta pensar en el camino de Dios conmigo y
volver a optar por Él. Pienso en los momentos en los que se escondía en medio
de mi noche. Recuerdo mis momentos de luz en los que me decía que me amaba. Me
gusta saberme amado por Él. Me ama y me lo muestra, para que no me olvide. Es
verdad que me hace tanto bien el amor humano. Sé que los amores humanos me
llevan al amor de Dios. Y al mismo tiempo no puedo exigirle a ese amor humano
lo que sólo será posible en el cielo. Comenta en la Exhortación Amoris Laetitia
el Papa Francisco: «Es preciso que el
camino espiritual de cada uno le ayude a desilusionarse del otro, a dejar de
esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un
despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a
su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la
convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la
propia existencia. Hay que dejar de exigir a las relaciones interpersonales una
perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos
encontrar en el Reino definitivo». No quiero exigir al amor humano una
perfección que sólo me será dada en la vida eterna. Es cierto que ese amor
infinito es lo que deseo. Para ese amor estoy hecho. Pero aquí en la tierra
sólo puedo amar y ser amado de forma imperfecta. Será sólo un reflejo del amor
eterno. Dios me ha amado antes de que yo lo amara. Siempre esa exclusividad en
el amor de Dios hacia mí me conmueve. Decía S. Francisco de Sales: «¡Créete amado, siéntete amado, sábete
amado!». No quiero que se me olvide. Dios no me ama porque yo lo ame. No me
ama porque se sienta en deuda conmigo. No me ama cuando lo hago todo bien. Es
así de increíble, Dios me ama de forma gratuita. Sin esperar nada a cambio. Y
esa experiencia despierta en mi corazón el amor: «Cuando no nos asusta entrar en nuestro propio centro, introducirnos
hacia la agitación de lo más íntimo de nuestra alma, llegamos a conocer que
estar vivo significa ser amado. Esta experiencia nos dice que podemos amar,
sólo porque hemos nacido del amor; dar, porque nuestra vida es un don, y
liberar a los demás porque hemos sido liberados por Aquel cuyo corazón es más
grande que el nuestro»4. He nacido de un
amor más grande. No estoy en la tierra por azar. Dios tiene un plan de amor
para mí.
Me ha creado desde el amor. Me sé amado en mi
pobreza. Amado en lo que soy. Eso me sostiene. No tengo que hacer grandes cosas
para recibir amor. Ni alcanzar grandes metas. No hay que cumplir muchas
exigencias. Me gusta sentir ese amor gratuito que me ama y se alegra en mí haga
lo que haga. Decía el P. Kentenich: «Alegría
es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere. Vive
con alegría, el Señor dirige su mirada hacia ti y te mira. El que lo logra es
un portador de alegría,
3 J. Kentenich, Textos pedagógicos
4 H. Nouwen, El Sanador herido
un
maestro de alegría»5. Esa forma de
amar es la de Dios. No es la mía. Porque yo exijo siempre algo a cambio de mi
amor. Quiero que se cumplan ciertas condiciones para dar todo mi amor. Pero un
amor que no espera nada me parece imposible. Así lo hace Dios en mí. Me llama y
me ama porque así lo quiere. Se rompe para que su amor me cubra y me sostenga.
Me sé amado por Él y eso hace más firmes mis pasos en la noche. Más confiados.
Sé que el amor de Dios llega a todo hombre. Sea cual sea su comportamiento. Eso
me impresiona. ¿Es posible ese amor tan grande? A veces no experimento en mi
vida ese amor tan generoso. Y me duele. Sé que y yo no soy así en mi amor. Amo
esperando algo. Amo cuando me aman. Y si no me aman surge en mí el desprecio,
la indiferencia, el odio, la rabia. Pero no el amor. Yo no reacciono así ante
el que me ofende. Ante el que habla mal de mí. Ante aquel que me critica. De
cara o a mis espaldas. No devuelvo amor por odio. No doy abrazos ante los
golpes que recibo. No tengo un corazón tan grande en el que quepan los que no
piensan como yo. Los rechazo y levanto muros que los alejen de mi vida. Cuando
no me siento amado por los hombres surge en mí el desamor. No amo pase lo que pase. No puedo hacerlo. Sé que el amor
es lo que me sana por dentro. Es el amor de donde vengo. Es el amor hacia el
que voy: «La clave no está en hacer
muchas o pocas cosas, ni siquiera en tener éxito en el intento, en el proyecto,
en la huella… sino en amar. Vivir con una pasión que nos empuje a arriesgar, a
emprender, a dar todo lo posible, y a veces un poco más. No por voluntarismo.
No porque «hay que» hacerlo. Porque algo te quema dentro, y te dice que es
posible. Porque cuando das un paso, luego viene otro, y otro, y otro más, y con
ellos la alegría honda. Porque la vida es para darla, y eso no tiene que ver
con cómo morir, sino con cómo vivirla. Buscando. Amando. Creciendo por
dentro y construyendo por fuera.
Dejándose envolver por un Dios distinto»6. Desde el momento en que me sé amado es posible
emprender un camino nuevo. Puedo así recorrer la vida de forma diferente. Amar
como respuesta al odio. Abrazar ante los rechazos. Es ese amor de Dios el que me salva.
Hoy los fariseos quieren poner a prueba a Jesús: «Dinos, pues, qué opinas:
¿es lícito pagar impuesto al César o no?». No les
importa la respuesta. Quieren sólo que se posicione. Que diga lo que piensa.
Que se aclare en su postura. Buscan su descrédito y su muerte. Muchas veces en
la vida quiero que los demás se posicionen. Que digan lo que de verdad piensan.
Y opten por una postura clara. Quizás cuando tengo al otro encasillado en su
respuesta me es más fácil atacarlo, o descalificarlo, o incluirlo en el grupo
de aquellos a los que desprecio, o ignoro, o no admiro. En la vida muchos
quieren que yo también opte. Que diga de qué lado estoy. A quién apoyo. A quién
rechazo. Que diga si soy blanco o soy negro, del norte o del sur. De izquierdas
o derechas. Para tenerme localizado en un punto exacto. En un grupo. En unas
ideas determinadas. De esa forma soy más controlable. Así mis opiniones estarán
marcadas por mi pertenencia. Estaré posicionado para siempre. Diga lo que diga.
Haga lo que haga. Tendrá valor mi vida o dejará de tenerlo dependiendo de la
posición de quien me escucha. Los fariseos querían que Jesús hiciera lo mismo.
Querían que tomara una posición. Querían quedar bien ellos y dejar en evidencia
a Jesús delante de la gente. Me conmueve y entristece pensar en Jesús
recibiendo palabras engañosas. Hay doblez en ellos. Murmuran contra Él. Son las
estrategias del mundo. Pero Jesús no es así. Él vino a buscar a todos. Aunque
no todos lo siguieron. Algunos no lo siguieron pero fueron honestos con Él.
Otros quizás le conocieron fugazmente pero continuaron con su vida lejos de Él.
A algunos les cambió el corazón, les cambió la vida. Otros se posicionaron
contra Él y actuaron con engaño. ¡Qué duro el corazón de los que le juzgan
creyéndose en posesión de la verdad, dueños de la religión! ¡Qué dureza en
aquellos que se burlan y buscan que Jesús pierda autoridad delante de la gente!
Son los que murmuran. Jesús vivió en su vida lo que vivo yo mismo. Me cuestan
las personas con doblez. Las que no son claras y directas. Las que murmuran a
mis espaldas. Las que no tienen una sola intención y lo que dicen o hacen va
siempre con segundas. Me cuesta estar con personas que te dicen una cosa hoy
pero piensan otra distinta. Te adulan, pero por detrás hablan mal de ti. Tienen
intenciones ocultas. Guardan cartas debajo de la manga. Elaboran estrategias
buscando tu caída. Urden planes contra ti, disfrazados, ocultos. Me da pena la
gente que no es directa, ni trasparente. Aquellos que han perdido la inocencia.
Lo reconozco, me gusta la gente pura. Los que se enfadan y piden perdón acto
seguido. Los que te miran sin doblez, y te hablan sin indirectas. Sabes por
dónde vienen. No hay segundas intenciones. Me gustan los que son capaces de
5 J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
6 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
alabar lo bello.
Admiro a los que se dejan complementar y no buscan imponer su verdad a toda
costa. Me gustan los que dicen su opinión sin miedo a mi respuesta, de frente.
No tienen pliegues ocultos. Me gustan las personas con luz. Nunca me van a
engañar. Me duele la falta de inocencia de los fariseos. Jesús, que es la
verdad, tuvo que enfrentarse con la mentira. Él que es la luz tuvo que
enfrentarse con la oscuridad. Veo cuánto le cuesta a Jesús la falsedad. Recibió
ese dolor de no ser querido por todos. Mucha gente lo seguía y tal vez su fama
despertó envidia en otros acostumbrados a tener poder y autoridad. ¡Qué humano
es todo! Quieren rebajar a Jesús delante de los demás para brillar ellos.
Quieren que renuncie a su libertad fundamental acotando sus opciones. Que
renuncie a su esencia de hombre libre, de hijo de Dios. Quieren que tome
posiciones que dividen. Adopte
opciones que excluyen. Tal vez da miedo aquel que no está posicionado. Da miedo
el hombre libre porque uno no sabe cómo va a reaccionar. No lo tengo
encasillado en una postura rígida donde conozco sus opciones de vida, su forma
de pensar. Bien acotado el hombre posicionado es controlable. El hombre libre se escapa de todo control.
Jesús es siempre tierno y misericordioso con los
pecadores. No juzga al que cae, lo acoge, lo
abraza, lo sana y lo perdona. Levanta a la adúltera y al ladrón, al recaudador
de impuestos. Pero no soporta la hipocresía: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?». La hipocresía es dura como la
piedra. El hipócrita es soberbio y no se deja perdonar. Los fariseos se
confabulan contra Jesús. Se trata de algo premeditado que han hablado antes.
Jesús conoce su corazón y los ve por dentro. Le duele en el alma la mentira. En
realidad es su fracaso. No pudo llegar a ellos porque tenían un corazón duro.
Eran los primeros invitados a la mesa del banquete del reino, y no quisieron
ir. Adulan a Jesús con palabras verdaderas: «Maestro,
sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad;
además, no te importa de nadie, porque Tú no miras lo que la gente sea». Saben
cómo es Jesús. Buscan su mal con mentiras y le llaman maestro de la verdad. Es
fácil adular para conseguir otros fines. El corazón humano es tan frágil. El
mío se deja llevar por las adulaciones. Ellos saben que a Jesús no le gusta el
engaño. Que es verdadero y auténtico. Que ama la verdad y le cuesta la mentira.
Son palabras aduladoras, pero ciertas. A Jesús no le importa con quién habla,
acoge a todos. A mí me gustaría mirar como Jesús mira. Sin hacer distinciones.
Sin quererme ganar el favor de nadie. Un corazón puro y verdadero. Un corazón
sin doblez y libre. Me impresiona lo diferente que es el corazón de los
fariseos. La verdad es que prefiero al hijo pródigo que peca pero sin
disfrazarse de bueno. Me gusta la adúltera que cae pero sin querer parecer otra
cosa. Si no somos ni siquiera capaces de ser honestos con nosotros mismos,
¿cómo vamos serlo con los demás y con Dios? Jesús detesta la hipocresía, la
falsedad, la mentira. Los fariseos son hipócritas. Tal vez piensan que el fin
justifica los medios que nos permiten alcanzarlo. Sean estos legítimos o no.
Sean verdad o mentira.
Parece que el fin
es lo importante. Y entonces merece la pena usar todos los caminos para
lograrlo. Incluso la mentira y la oscuridad. La murmuración y la crítica.
Incluso el odio. Todo vale para quitar de en medio a este agitador llamado
Jesús de Nazaret. El que estaba aferrado al poder y a la posesión de la verdad
ve en Jesús una amenaza. Es lo que pasa hoy también. El conservador es el que
teme perder lo que tiene. El revolucionario quiere cambiar lo que ahora vive.
Quiere mejorar. Yo temo caer en la hipocresía. A veces temo que lo nuevo me
saque de mi zona de confort, donde lo controlo todo. Y prefiero desvalorizar al
que me habla de lo nuevo, antes que ponerme con honestidad frente a Dios y
preguntarle: «¿Qué hago, Señor? ¿Cuál es
tu voluntad?». Veo a los fariseos y la imagen que me viene es la de
cerrazón absoluta. Quiero estar siempre abierto y no cerrado. Quiero romperme y
ser capaz de abrir el corazón a Dios. Quiero ser veraz y no vivir en la
mentira. Quiero dejar que venga a mí Jesús cada día en lo nuevo y en lo viejo.
Le pido que limpie mi mirada para saber mirar a los demás sin sospecha, con
limpieza, sin doblez. Quiero saber ver la belleza del otro. Saber descubrir lo
que hay de verdad en aquel que me complementa. Quiero vivir en la luz.
Pero
Jesús no cae en la trampa y no se deja tentar por sus palabras.
Jesús actúa con inteligencia:
«Comprendiendo
su mala voluntad, les dijo Jesús: - Enseñadme la moneda del impuesto. Le
presentaron un denario. Él les preguntó: - ¿De quién son esta cara y esta
inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Quieren que Jesús
opte pero no lo consiguen. Jesús sabía que si decía que era lícito pagar al
César, estaba del lado de los romanos. Y si no estaba de acuerdo con el pago de
los impuestos, era un rebelde. Quieren pillarlo en
una trampa. Las
palabras a veces son engañosas. Quieren que se posicione. Es una estrategia.
Según responda quedará mal con la gente o con las autoridades romanas. A ellos
les da igual la pregunta. Jesús comprende su mala voluntad. Él ve la intención
oscura. Ve el corazón. Se entristece. Responde con mucha inteligencia. Diríamos
que en esta discusión gana Jesús. Pero la pena permanece en su alma. En
realidad, ha perdido. Se trata de un pequeño fracaso en su misión de amar. Algo
se ha roto en su vínculo con los fariseos. Los llama hipócritas, falsos. Y les
da una respuesta que hoy sigue resonando en nuestro corazón. Dar al César lo
que es de César y a Dios lo que es de
Dios. Contestó con verdad. Usó algo oscuro para dar luz. ¿Qué me quiere decir
Jesús con esto? ¿Que Dios no debe estar en la vida pública? ¿Que la política es
para los hombres y la vida de oración es el mundo de Dios? Pienso que quizás
Jesús quiere decir algo distinto. Por un lado me pide que sea cumplidor en mi
deber como ciudadano. Me dice que tengo que ser fiel en lo pequeño, en lo
cotidiano, en el trabajo, en la sociedad. Que no viva una doble moral. Por un
lado Dios y mi misa. Por otro lado mi forma de actuar con el dinero, en los
negocios. La justicia social. Quiere que le dé a Dios lo que le pertenece. ¿A
qué se refiere Jesús? En primer lugar me pide que le dé mi corazón. Mi vida. Mi
tiempo. Mis deseos. Eso es lo que quiero darle a Dios. A Él le pertenezco. Y
sólo a Él. Mis opciones de vida son por Él. Mis decisiones en el trabajo y con
mi familia son por Él. Lo mejor de mi corazón y de mis sueños es para Él. Mi
voluntad entera es suya. A veces me pierdo en el mundo y relego a Dios a la
misa del domingo o al rato de oración con mi grupo cristiano. Lo relego al
momento «religioso» del día, de la
semana. Y el resto se lo doy «al César». Es
curioso, porque Jesús, con esa frase, me empuja a que libremente y en
conciencia, me pregunte: ¿Qué parte de mí corresponde a Dios? ¿Qué parte de mí
le corresponde al mundo? ¿Cómo es mi entrega en mi trabajo, en la sociedad, con
mi dinero, con mis bienes? ¿Se me nota que sigo a Jesús en mi apego a la
verdad, en mi honestidad, en mi fidelidad, en mi integridad? Hoy puedo hacer un
ejercicio sincero. Quiero ver cómo pongo mis pies en la tierra, mientras
mantengo mi mirada en el cielo. Me pregunto si vivo como decía el P. Kentenich:
«Con la mano en el pulso del tiempo y el
oído en el corazón de Dios». ¿Cómo son mis elecciones? Miro mi forma de
vivir en oración: ¿Plasma mi vida más cotidiana? ¿Tomo las decisiones de mi
vida de la mano de Dios? En mi vida diaria, en el ajetreo del mundo, en mi
trabajo y en mis retos cotidianos, ¿vivo unido a Dios en oración? No hay una
parte de mí para el mundo y otra parte para Dios. Mi corazón no se puede
dividir. Dios y el mundo son las dos caras de la misma moneda. Pienso que en lo
más humano está Dios y en lo más sagrado de mi vida está el mundo, lo más
humano. Eso es lo que me enseña Jesús. Me enseña a ir con Él caminando sea lo
que sea que esté viviendo ahora. En momentos de intimidad con Él en oración. Y
en el bullicio de la vida atado a Él. En los dos campos de mi camino está su
amor esperándome. Esta semana hemos celebrado el 18 de octubre. Ese día el P.
Kentenich dio un salto de fe, un paso audaz. En el comienzo de la primera
guerra mundial en 1914 le pidió a María que se estableciera en el Santuario. En
medio de una crisis mundial pareciera como si se escondiera con miedo en las
cuatro paredes de una capilla pequeña. Pero no era así. A Dios lo que es de
Dios. Al César lo que es del César. Esos jóvenes no podían detener la guerra. Y
seguramente serían llamados al frente. En ese momento necesitaban adentrarse en
el silencio, en la oración, para vivir anclados en Dios. Luego, con el corazón
en Dios, podrían ir al mundo. Podrían sanar heridos desde su herida. Y sostener
a los desesperanzados dándoles esperanza. Era necesaria esa vida honda en Dios
para poder ser fieles en medio de las bombas. Es un movimiento necesario hacia
dentro para poder ir con fuerza y con paz hacia fuera, al mundo, al hombre que
está tan roto y en guerra. Dos caras de una misma moneda. Dios y el mundo. Dios
y César. Una armonía que deseamos. Estar en el mundo con raíces hondas. Llevar
al mundo la paz recibida en el corazón de la mano de Dios.
Contemplativos en acción. Hombres de Dios que
aman la tierra. No tenemos un corazón divisible. Es el mismo. Para Dios, para
los hombres. No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo.
Pero sí podemos cargar el corazón en Dios, ser transformados, para salir al
encuentro del hombre que sufre. «Desarrollemos
la sensibilidad para rastrear a Dios, para detectarlo en todo lugar; ver
realmente a Dios detrás de todo y acogerlo siempre, a Él y a sus deseos»7. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. Me habla en
todo y todo lo mío le importa. Se oculta en lo más mundano, esperando que vaya
allí llevando las respuestas escuchadas en el corazón. Desde dentro hacia fuera. Desde el mundo al interior del alma. Todo
está unido en Dios.
7 J.
Kentenich, Envía tu Espíritu
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