El Buen Pastor conduce a
su manada a praderas de pastos abundantes. ¿Cómo son estas praderas? ¿Cuál es
el alimento que Jesús ofrece a sus ovejas? Lo sabemos es su propia carne y
sangre. Su vida es pan para la humanidad. “Quien coma de ese pan –nos lo dice muy claramente- vivirá
para siempre... El pan que yo les voy a dar, es mi carne para la salvación del
mundo” (Jn 6,5l). He aquí el gran misterio: Jesús nos ofrece su carne, su
cuerpo y su sangre; nos dice que comamos y bebamos de ellos para que tengamos
vida. Y vuelve a repetirlo: “En verdad os digo: quien no coma mi carne y no
beba mi sangre no tendrá vida en Él” (Jn 6,53). ¿A qué vida se refiere el Señor
aquí? Se trata de la vida del Hijo de Dios en nosotros. Y la Eucaristía es naturalmente
el alimento que tenemos que recibir tan frecuentemente como sea posible, para
que esa vida no se extinga. Así cuida de su rebaño el Buen Pastor.
En cuanto
al significado y los efectos de este alimento, los teólogos nos dicen que reparemos en el contenido simbólico de la
comida y la bebida. ¿Qué contenidos de significación subyacen en el comer y el
beber? El alimento, sea lo que fuere lo que comamos o bebamos, se incorpora a
nuestra vida; forma una unidad de vida con nosotros; se asimila a nuestra
naturaleza y vida. En la Eucaristía hallamos un proceso similar, sólo que en el
orden inverso. En ella somos nosotros los
asimilados e incorporados a la vida del Señor.
¡Qué
enorme importancia reviste esta incorporación! Jesús nos lo dice con total
claridad. Nosotros lo sabemos, pero no lo entendemos. “El que come mi carne y
bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él! (Jn 6,56). Se trata de una
profunda biunidad que, en virtud de la santa comunión, se hace permanente y más
honda aún. “Permanece en mí, y yo en
él”: unidad de vida, unidad de amor. Y más adelante nos dirá: “Yo y el Padre
somos uno” (Jn 10,30). Así como el Padre que vive me envió, y yo vivo por Él,
así, quien come mi carne tendrá vida eterna. (Jn 6,57). Difícilmente se puede
expresar, con mayor transparencia y de manera tan clásica, esa misteriosa
biunidad entre Jesús y nosotros, los que comulgamos con Él, los que comemos su
carne y bebemos su sangre. (P. José Kentenich)
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