domingo, marzo 10, 2019

I Domingo Cuaresma


Deuteronomio 26, 4-10; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13
«En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo»
10 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«No quiero construir desiertos con mi ira, con mi odio, con mi desprecio. Quiero construir jardines llenos de esperanza. Entregando amor, paz y alegría. Un jardín lleno de vida»
Siempre me resulta algo extraño recibir ceniza en la frente como bendición. Una ceniza bendecida. Los ramos de olivo del domingo de ramos de hace un año convertidos en cenizas. Cenizas bendecidas con agua bendita. Colocadas en forma de cruz sobre mi frente. Para que no me olvide de dónde vengo, de a dónde voy. ¿Vengo realmente del polvo? ¿El cielo acogerá mi polvo bendecido? El polvo me recuerda que soy pequeño. ¿Me hace falta? Hay ya tantas personas a mi alrededor que me lo recuerdan. ¿No deberían decirme al bendecirme que soy maravilloso? ¿Tanto hincapié en mi necesidad de ser humillado? No lo sé. Al bendecir pronuncio unas palabras: «Polvo eres y en polvo te convertirás» o «conviértete y cree en el Evangelio». Puedo elegir. O hablo del polvo y de la humildad de mi carne. O pido que el alma se convierta y crea. En ambos casos lo que importa es el signo, la ceniza en forma de cruz sobre mi frente. Para recordarme que soy pobre y que sin Dios nada puedo. Para que otros vean en mi frente la señal de humillación. Me hace falta mirar a Dios. Mirar a Jesús caminando a mi lado en la desolación de mis días, en mi dolor y en mi cruz, en mi soledad. Verlo abrazándome y diciéndome al oído que no tema, que mi vida es maravillosa y que conmigo va a hacer grandes milagros. ¿Me lo creo? Me quedo quieto con una sonrisa extraña y una cruz más extraña aun sobre mi frente. Saldré a la calle convencido de una cosa: mi vida es maravillosa y yo soy maravilloso. Y esa cruz es como la corona, o la señal que me distingue. Me ha marcado Jesús con su cruz para que no me pierda. Soy de los suyos. Lo he elegido a Él, lo he buscado. Me ha nombrado, me ha venido a ver. Y ha dejado su huella, su marca, su señal de posesión. No necesito que me humillen más. Ya bastante lo hace el mundo. Sí necesito comprender que no puedo salvar mi vida yo solo. No me levanto sobre la tierra. No soy capaz de elevarme por encima de la muerte. Necesito que Jesús me eleve. Me llame. Me encuentre. Y para ello me ha marcado. Y yo salgo con una sonrisa. Y me pongo en camino. Y sé que lo que tengo por delante son cuarenta días de camino, de conversión, de dejarme hacer por Dios de nuevo. Sobre los tres pilares que se me regalan: el ayuno, la oración y la limosna. Así los explica el Papa Francisco al comenzar la Cuaresma: «Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad». Miro mi corazón ávido de bienes, ansioso, inquieto. Y deseo que se calme en el corazón de Dios. Es la Cuaresma un tiempo para detener el tiempo. Para salir de mí mismo en un éxodo sagrado al encuentro con Dios. Un despojarme de tanto peso que carga mi alma apegada profundamente a la tierra. Deseo tener una piel nueva. Un corazón nuevo. Para entender que mi vida sólo tiene sentido cuando se entrega por amor. Habiendo sido amado. Me inclino para recibir la bendición. Me arrodillo ante Dios para ser abrazado por su amor. Jesús me quiere a mí como soy en mi pobreza. En el polvo de mi vida que me ahoga tantas veces. No sé amar como quisiera. Y siento siempre que el mundo está en deuda conmigo. O Dios mismo por no haberme dado todo lo que le he pedido. Soy polvo. El polvo que se pega a los zapatos. El polvo que molesta al meterse en los ojos. El polvo que cubre los caminos por los que voy y vengo. Soy polvo en este tiempo que me aturde con su devenir pausado. Mañana habré dejado sólo la huella en el polvo de mi paso ligero por la vida. ¿Cómo es que me ato tanto a este camino caduco? Hoy la cruz en mi frente me recuerda a quién le pertenecen mis días. El hambre de infinito que tengo sólo en Dios será calmada. Un día. Cuando sea eterno.
La imagen del desierto me acompaña al comenzar el camino de la Cuaresma. El desierto es el lugar de las tentaciones. Es el lugar de la búsqueda interior de Jesús. Allí descubre quién es. Bajo la luz de las estrellas. En el desierto el cielo es más ancho, la mirada más amplia y las estrellas brillan más. Hasta allí impulsado por el Espíritu recibido en el Jordán: «En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto». El desierto es lo opuesto al vergel, a la vida, a la abundancia. En el desierto hay anhelo de paraíso, de vida plena. «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). El desierto me recuerda la soledad, la sequía, la falta de esperanza. Ir al desierto significa adentrarme en mi propio mundo interior. Mundo de opuestos, de tensiones. En mi alma todo clama expectante por el cielo que no poseo. Veo a mi alrededor signos de desierto. Comenta el Papa Francisco: «En este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte». La amenaza del mal que pretende destruir el bien. El desierto de un mundo llamado a ser vergel, paraíso. El pecado se ha introducido en la piel del hombre. Y el paraíso ha dejado de serlo. Continúa el papa: «El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto. Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás». Vivo en un desierto anhelando el jardín. Es la Cuaresma ese proceso que me lleva al jardín. Dice el Papa Francisco: «La Cuaresmadel Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original». Es lo que yo anhelo al comenzar estos días. Siempre me impresiona que muchas películas que hablan de un tiempo futuro muestran una realidad más parecida a un desierto que a un jardín. Un mundo de hormigón, de cemento, de soledad, de destrucción. Han muerto los bosques. Se han secado los mares. Un desierto en el corazón de los hombres. El pecado que ha roto el vínculo profundo del hombre con Dios. El corazón humano que deja de buscar a Dios para pasar a creerse él mismo Dios. Me da miedo que mi vida sea un desierto. Que el mundo en el que vivo y crezco tenga más de desierto que de jardín. Me gusta mirar cómo crecen las plantas con su ritmo cadencioso. O pensar en los árboles que hoy abrigan con su sombra y hace tanto eran sólo un tronco incipiente. Me sorprende el desarrollo lento de la vida, desde dentro. Entrar en un jardín me habla de vida que crece desde dentro. Nada sucede rápidamente. Ni la muerte, ni la vida. Todo comienza en momentos apenas perceptibles. Tal vez es como mi propia vida. No crezco rápidamente. A veces pienso que no crezco. Luego, con el paso del tiempo lo veo claro. He crecido, o he envejecido, o he madurado. Todo a fuego lento. O me he acercado a Dios sin darme cuenta. O me he alejado de Él torpemente. La fidelidad y la infidelidad son el final de una secuencia. Se juegan en momentos insignificantes que se suceden. Entre el jardín y el desierto hay cientos de instantes sagrados. Se suceden sin que me dé casi cuenta. Así es la vida. No ocurre todo de golpe. No cambia un entorno al instante. No se seca mi alma en un solo latido. No llego a la meta sin un sinfín de momentos de lucha. La vida se juega en instantes. Eso lo entiendo. No en uno, en muchos. Siempre puedo volver a sembrar con la esperanza de la vida. O puedo arrancar lo plantado en un gesto de ira, acercándome al desierto. Yo construyo jardines. O con mi vida logro que crezca el desierto. Puedo ir en una dirección. Puedo ir en la otra. Puedo lograr el oasis dentro del desierto. Puedo hacer que mi vida sea un desierto en medio de jardines. Leía el otro día una reflexión sobre el desierto: «El término desierto significa, etimológicamente, sin hombres, pero también lugar sin lluviasy, por ende, sin plantas. Para muchos es un lugar vacío, sin vida, monótono, sin paisaje. Para otros, el desierto es el mundo de los detalles. Puede provocar multitud de sensaciones: miedo, soledad, desubicación, placidez, euforia». El desierto habla de todo eso. Un espacio vacío de hombres, de lluvias, de plantas. Un espacio sin vida. Pienso en el desierto como el lugar que teje mi propia vida alrededor. Cuando el pecado se mete en mi alma y me envenena. Me aísla. Acaba con la vida que hay en mí. Con la vida que he sembrado. Y me seca. El pecado que me hace solitario, incapaz de vínculos, amante de espacios vacíos. Me da miedo ese desierto de extremos. Calor extremo. Frío extremo. Ese desierto en el que falta el agua que calma la sed. Y las sombras que dan cobijo a mis miedos. Me da pánico construir desiertos en lugar de jardines. Caer en la tentación de alejar a los hombres de mí. Y no ser para ellos lugar de acogida, espacio sagrado en el que pueden echar raíces y dar fruto sano. Anhelo el cielo en la tierra. El oasis en el desierto de mi vida. La armonía amenazada por el pecado que mata la vida. Destruyo lo que florece para intentar construir mi propio desierto. Se seca la vida porque no la cuido. Deja de haber sombras porque he matado la esperanza. La creación expectante está aguardando el paraíso, la vida eterna, la vida plena. No quiero construir desiertos con mi ira, con mi odio, con mi desprecio. Quiero construir jardines llenos de esperanza. Entregando amor, paz, alegría. Un jardín lleno de vida.
Me gusta iniciar el camino de la Cuaresma de la mano de María. No sufrió Ella sólo cuarenta días. Fueron muchos más. El dolor más hondo de María. El abrazo de Jesús muerto en su regazo. El fracaso humano de su hijo, el hijo de Dios. Albergando la esperanza de la vida eterna en su seno. Soñando con el imposible de volver a verlo en la tierra. Sin miedo cuando todo parecía desmoronarse. ¡Cuánto dolor en el pecho de María! ¡Cuánta soledad y cuánta angustia! Y el miedo tan humano, tan verdadero. ¿Cómo no temer cuando todo se ha perdido? Ella conservaba la fe y la esperanza. No dudaba de su Hijo al que amaba tan íntimamente. Pero los hechos hacían pensar otra cosa. María vivió su vía crucis, su Calvario. El dolor desgarrado de una Madre. El silencio sobrecogedor entre lágrimas. María estaba firme al pie de la cruz. Guardaba silencio ante tanta violencia. Sin gestos. Sin palabras. «La madre de Dios ama a un Dios que no hace ruido y que consume la violencia humana en el fuego de su amor misericordioso»[1]. Yo también quiero amar a ese Dios del silencio. Me gusta su calma. Su misericordia infinita. María vive como vive el Dios al que ama, como el Hijo al que adora. Abraza también en silencio. No hay gritos en sus labios. Ni gestos de furia impotente. No hay deseo de venganza. Ni rencor. Sólo perdón y misericordia. Es el mismo Dios al que ama. Como yo que amo a ese mismo Dios. Pero me siento pequeño al comenzar mi camino hacia el Calvario. A menudo siento rabia y deseos de venganza. No soporto las injusticias, ni los gritos, ni la maldad. Hoy me detengo a mirar a María. Leía el otro día: «A tu lado María me gusta ser pequeña. Acercarnos a Ella y aprender a amar nuestra pequeñez. La ternura de María y su sonrisa nos animan»[2]. María es Madre, es educadora, es reina cuando le entrego mi impotencia. Me enseña a amar como Ella ama. Me enseña su ternura, su delicadeza, su respeto. Me enseña a guardar silencios y a acoger callando. Me enseña a admirar amando y a amar sirviendo. Quiero mirarla a Ella al comenzar estos cuarenta días. Ella se hace firme al pie de mi cruz sujetando en sus manos el cáliz con la sangre de su Hijo. Nada se puede perder. Ella permanece firme sin temer la muerte. María ama como Madre. Ama con un corazón grande, con ternura, con una sonrisa. Me sostiene a mí para que aprenda a sostener mis pasos. Me vuelvo niño pequeño en su regazo consciente de mis límites: «Cuando en lugar de hablar de ser niñohablamos de ser pequeños, la mirada psicológica vuelve al primer plano. Con pequeñez de niño nos referimos a la encantadora humildad del niño»[3]. Me veo pequeño a su lado. Me veo necesitado. Menesteroso. Me gusta mirar a María al comenzar la Cuaresma para sentir su fuerza. Doy los primeros pasos de su mano de Madre. Me gusta mirar a María como la mira el P. Kentenich: «Si hemos puesto nuestra vida a entera disposición de María, ella, de modo similar, también se da totalmente a nosotros: su brazo poderoso, el brazo de su omnipotencia suplicante, el Niño en sus brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído el Ave, en sus labios el Magníficat y la espada de siete filos en el corazón»[4]. María lleva en sus manos a Jesús. Lleva el Espíritu Santo en forma de lengua de fuego. El Fiat en su corazón. La gratitud del magníficat en su alma. El dolor de la cruz en su corazón herido. Miro a María para que me enseñe a dar la vida como Ella. Y me enseñe a agradecer, a ser generoso. Soy instrumento dócil en sus manos. Me dejo llevar por Ella para cambiar el mundo: «María actuará, pero no sin nosotros. Queremos colaborar. Precisamente esa idea de la colaboración dio pie al Capital de Gracias. Nada sin nosotros. No sólo debemos nutrirnos del Capital de Gracias, sino multiplicarlo»[5]. Vengo al santuario a entregarle a María mi vida. Es mi ofrenda. Nada sin mí, sin mi sí, sin mi entrega, sin mi vida puesta a su servicio. Necesito decirle que sí con mi Fiat. Y agradecerle su abrazo constante con mi magníficat. María me salva en medio de las dudas y los miedos. Me salva, me utiliza porque soy su instrumento. Sin su poder no puedo hacer nada. Su brazo fuerte. Su misericordia infinita. En su silencio me sumerjo para guardar silencio. Pero no me desentiendo de la vida. Puedo dar más, ser más generosos. Cargando con mi cruz me convierto en instrumento de paz, de sanación para los que cargan a mi lado. Miro su confianza ciega en Jesús. La miro a Ella porque deseo tener una mirada pura, un alma inmaculada, un amor profundo y cálido. Es lo que quiero. En sus manos puedo.
El demonio tienta a Jesús. En la soledad del desierto es tentado: Jesús «era tentado por el diablo». Ser tentado es lo más humano. La tentación me toca en mi debilidad. La debilidad de Jesús era ser hombre. Había renunciado al poder de Dios. No lo sabía todo, no lo podía todo, no estaba en todas partes, no era inmortal. Se había limitado en el tiempo y en el espacio. No podría hacer uso de su esencia divina. Era Dios y era hombre. No conocía el pecado. No estaba roto por el pecado original. No tenía la fragilidad que al hombre lo lleva a hacer el mal. Hay en mí dos fuerzas internas que luchan continuamente. Una de ellas surge de la bondad de mi alma. De ese Abel que tengo muy dentro. Y otra fuerza me lleva al mal. A querer el mal. A buscar la maldad que en realidad no deseo. El pequeño Caín que llevo dentro. Y el demonio conoce mi fragilidad. Sabe que estoy roto y que puede fácilmente vencer mis resistencias. Puede insinuarme paraísos terrenos que calmarían mi sed de infinito. Me muestra un cielo en la tierra que él se ha inventado. Haciéndome creer que seré feliz si como de ese árbol prohibido. O sigo sus pasos hacia el vergel que él me presenta tan atractivo en medio de mi desierto, un espejismo. El demonio conoce la renuncia de Jesús. Es el hijo de Dios. Sabe cómo puede tentar a Jesús. Porque Jesús ha abrazado la carne humana. Y conoce al mismo tiempo quién es su Padre que lo ama: «Este es mi hijo amado, mi predilecto». Escuchó su voz en el Jordán y algo saltó en su vientre. Un anhelo de infinito que encontraba un eco muy hondo. Era Dios. Era el hijo de Dios. Pero no tenía todo el poder de Dios. Limitado en su carne había abrazado el querer de hombre. Su voluntad débil. Su alma frágil. El demonio se acerca sigiloso en el silencio de su desierto. Lo ve con hambre, necesitado porque es hombre. Lo tienta con la posibilidad de no dejar de ser Dios. Es la mayor tentación para el Hijo de Dios. No tiene por qué renunciar a tanto. Podría ser Dios entre los hombres. Capaz de todo. Sin límites. Hacedor de milagros. Un mago. ¿Para qué tanta renuncia? ¿Qué sentido tiene? Podría salvar a todos. Ser adorado por todos. Respetado por todos. Incluso temido por todos. ¿Por qué no? El demonio tienta a Jesús que es hombre, que es Dios. También me tienta a mí como hombre. Quiero ser como Dios. Quiero ser perfecto y hacerlo todo bien. Quiero hacer todo lo que me propongo. El demonio conoce mi debilidad humana y se acerca. Tengo una fragilidad en mi alma. Dice el P. Kentenich: «El hombre siempre tuvo dificultades para arraigarse en el mundo sobrenatural porque su naturaleza está lesionada, agobiada e infectada por el pecado original»[6]. Soy débil. Tengo una herida, la mía, nadie más la tiene igual. La forma de mi herida es mi forma original de vivir. Estoy herido. Comenta S. Agustín: «Aunque en el Paraíso, antes de pecar, no podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo quería, y por eso podía todo lo que quería; pero ahora, el hombre se ha vuelto semejante a la vanidad [en vez de semejante a Dios]; pues ¿quién podrá referir cuánta inmensidad de cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí propio no se obedece?»[7]. Soy frágil en mi pecado. Ahora no puedo hacer lo que quiero hacer. Antes lo que no podía no lo quería. Ahora lo deseo, lo quiero. No acepto la renuncia. Me rebelo contra la impotencia. Sueño con lo que no he elegido. Desprecio lo que poseo. Anhelo lo que no me pertenece. Por envidia, por vanidad, por orgullo. El demonio conoce mi alma enferma y me seduce mostrándome como posible lo que deseo. Sabe que soy frágil en mis amores. Y que lo que hoy deseo mañana lo cambio sin problema. Conoce la facilidad con la que caigo en la infidelidad y lo rápido que me canso de las cosas. Conoce mi alma hasta lo más profundo y por eso me tienta. Me muestra como posible lo que mi alma apetece. Quiere que lo posea todo, que lo sea todo, que lo pueda todo. ¿Cuál es mi mayor tentación? Tendrá que ver con mi herida fundamental. Con mi carencia más honda. O no he sido tan querido como necesito. O no me han valorado en mi entrega y generosidad. O me han dejado solo y no me han buscado ni enaltecido cuando lo necesitaba. O no me han dejado la libertad que precisaba y estoy herido. Y entonces la tentación entra como el agua por la grieta. Se desliza suavemente sin hacer ruido. Cuando intento darme cuenta es tarde. Hay un fango en mi interior que retiene mis pasos. No puedo salir. La voluntad claudica y me veo arrastrado hacia dónde no quiero ir. Es un muro contra el que choco sin poder resistirme. Imposible resistir su fuerza. Tal vez demasiado tarde para oponer resistencia. Cuando he dejado entrar el agua suave, o la brisa suave, sin hacer nada por evitarlo. Ya está todo hecho. Una vez el agua dentro, o el viento dentro. No puedo pararlo con mi voluntad. He caído. Y me maldigo a mí mismo. Pero no es culpa mía por esa caída última. Es más bien antes cuando debería haber parado los pasos. Antes de todo. Cuando aún era más fuerte que el agua débil o que la brisa suave. En ese momento podía. Después ya no.
El demonio tienta a Jesús con la posibilidad de satisfacer sus deseos. Le ofrece renunciar a sus límites para poder ser Dios: «Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: - Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: - Está escrito: - No sólo de pan vive el hombre». Es la primera tentación. Jesús tiene hambre y sed después de cuarenta días. Son necesidades básicas. Basta una orden suya para conseguir alimento. Aquel que resucitará a los muertos y dará de comer a tantos, ¿no podría en su necesidad satisfacer su hambre? Era sencillo hacerlo. Trasgredir una norma en beneficio propio. ¿Era ese el sentido de su camino en la tierra? ¿Había asumido mi condición mortal para satisfacer sus propios deseos? Una persona me decía hace un tiempo: «Yo nunca pido nada para mí. No puedo. Me supera. A veces pido para otros. Se lo pido con intensidad a Jesús. Y en ese momento estoy seguro de que Dios me lo va a conceder. Cada vez que lo he hecho, lo he comprobado». Me impresionaron sus palabras. No pedía milagros propios. Me reconocí en mi miseria. Yo sí que pido milagros para mí. Quiero mi bienestar. Busco satisfacer mi hambre. Intento siempre saciar mi sed y calmar mis ansias. Es verdad que no siempre obtengo lo que busco. Me frustro en mis peticiones y me amargo cuando veo que no hay respuesta. Clamo a Dios y me quejo ante Él porque no hace caso a mi súplica. Yo no tengo el poder de darme de comer a mí mismo. Pero si lo tuviera, caería en la tentación de utilizarlo, lo sé seguro. Uso mis dones para mi bien. ¿Es ese el fin de los dones que Dios me da? No lo creo. Me da tanto para que yo lo entregue. Para que me vacíe por amor. Para que piense en los otros antes que en mí. Para que ponga a los demás en el centro y así yo me descentre. Comenta el Papa Francisco: «Hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales». Pienso en el hambre del que está cerca de mí. El que sufre, el que está solo, el que no tiene. Yo vivo tantas veces saciado, colmado, satisfecho. Y no es ese el fin de mi vida. No soy cristiano para vivir así. Miro a mi alrededor. Dejo de mirarme a mí. Para mirar el corazón de los que Dios me confía.
Tienta el demonio a Jesús con la posibilidad de ser poderoso: «Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: -Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si Tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: - Está escrito: - Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto. Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: - Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: - Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y también: - Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le contestó: - Está mandado: - No tentarás al Señor, tu Dios». Dueño de todos los reinos. Inmortal. Invencible. ¿Acaso no era Dios? Esa tentación podía debilitar el corazón de Jesús. Podría hacerlo dudar. Hacer uso de su poder divino. Olvidarse de su impotencia. Renunciar a la pobreza de la carne. Y adorar al demonio. Volver el corazón hacia el mal. Me tienta el poder. De nuevo pongo el acento en mi yo. Quiero tener poder. Quiero que no me hagan daño. Quiero ser eterno. Lo llevo impreso en el corazón como un deseo con el que nazco. Que todo sea mío. Y a cambio, ¿arrodillarme ante el demonio? ¿Convertirme en su servidor para tener vida, para tener poder? A veces veo que tengo un precio. Estoy dispuesto a renunciar a mis principios, a mis creencias, a cambio de un bien que me ofrecen. «Si haces esto…». Hay siempre una condición. Si dejo de lado mi fe, mis creencias, mis principios. Si renuncio a mi pobreza. Si me callo. Simplemente tengo que decir que sí a lo que me piden. Parece sencillo, sólo es un trueque. Renuncio a ser honesto, verdadero, auténtico, fiel, honrado. Renuncio a amar, renuncio a poner al otro en el centro. Renuncio a mis límites. Me dejo tenar para conseguir un deseo que creo que me hará libre. Pero no es así. El límite forma parte de mi felicidad. Leía el otro día: «El deseo y la limitación constituyen dos aspectos inseparables de una misma componente, en el sentido de que ambos van siempre juntos, es decir, que sólo en la fantasía pueden concebirse por separado. Sin límites no puede haber orden y estabilidad»[8]. Mi corazón se deja tentar fácilmente. El límite forma parte de mi camino. Es mi verdad más profunda. Tengo límites porque soy mortal, contingente, humano, débil. Y yo quiero el poder. Me tienta que me obedezcan, que hagan lo que les pido. Y abuso de mi poder cuando lo tengo en mis manos. Soy poderoso sólo porque han confiado en mí. ¿Cómo uso ese poder? Quiero ser honesto. No renunciar a mis principios. Ser auténtico y fiel. El límite forma parte de mi vocación. Tengo límites que me hacen más humano. Los acepto. Hay deseos que no se harán nunca realidad. Lo veo con mucha paz y libertad. No deseo lo imposible que no forma parte de mi camino. Y sonrío ante esa renuncia que me hace más libre.
Hoy siento que me gusta estar protegido y no caer. No quiero ser herido. No quiero morir. Pero también sé que no tengo que servir al mal para conseguirlo. Miro a Dios y escucho las palabras que hoy repito en el salmo: «Está conmigo, Señor, en la tribulación. No se te acercará la desgracia. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré». El Señor es mi Dios. Él me protegerá. No tengo que temer los infortunios ni las desgracias. Miro mi historia sagrada. Hoy escucho la historia de Moisés: «Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí. Luego creció hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel». Miro mi propia historia. He sido salvado. No tengo que renunciar a nada para vivir confiado. Dios me lleva en la palma de su mano. Miro a Dios que me quiere con locura y me recuerda que no me va a dejar nunca. Esa confianza es la que me salva. No tengo que vender mi alma para conseguir lo que deseo. Dios conduce mis pasos. Lo que sucede es que me olvido de mi historia de alianza. Dios me ha elegido, me ha llamado, me ha ido a buscar y nunca me ha dejado solo. Tal vez sólo tengo que vivir con más libertad interior en el presente sin desear lo que no me da la felicidad. En ocasiones me tientan poderes y bienes que no me harán feliz ni pleno. Y en medio de mi vida creo que son los bienes más importantes que deseo. Pero no lo son. Si tomo distancia. Si me alejo un poco. Si subo a lo alto de la montaña. Dejan de ser tan relevantes. No me atraen tanto esos deseos. Hoy escucho: «Nadie que cree en Él quedará defraudado». Miro mi camino. Dios me hará salir del desierto. O mejor, convertirá mi desierto en jardín. Hará que florezca mi alma. Calmará mi sed por dentro. Y me dará la paz que necesito. Esa es la certeza con la que empiezo la Cuaresma. A veces me agobio pensando en este tiempo. Como unas semanas en las que la renuncia está en primer plano. Pero no es lo central, me equivoco. Quiero cultivar en estos días el anhelo de una vida más plena. Más llena. Más de Dios. Quiero que el desierto de mi alma, donde reina a menudo el caos y el vacío, se vista de cielo y de jardín. Quiero que mis deseos inconsistentes queden al margen del camino. Porque con frecuencia no me hace feliz la mera satisfacción de mis deseos. Miro fuera de mí. Al prójimo. Miro a Dios en mi historia que es siempre fiel. Él nunca renuncia a mí, me busca, me sigue. Cuenta conmigo. Quiere que tenga paz y sea feliz. Eso es lo que le importa. Pero quiere que en este tiempo me libere de tantas tentaciones y cadenas que me atan y me quitan la libertad. Quiere que se ensanche mi alma para amar más. Quiere que haya más silencio en mi interior dejando de lado los ruidos que me enloquecen. Quiere que viva para Él buscándolo en los demás y en lo profundo de mi corazón. Son días sagrados llenos de luz, de misericordia. Miro mi historia. Dios me ama con locura. Lo he visto a lo largo de mi vida. Mi padre es un arameo errante. Así comienzo mi historia de salvación. Dios vino a sacarme de mi esclavitud para hacerme hijo suyo. Escuchó mis gritos de dolor y vino a abrazarme y sostenerme. Así de cercano y humano es ese amor que se hace carne para mostrarme desde sus límites humanos cuánto me quiere.



[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
[3] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] De Andraca, Rafael Fernández. Sí, Padre: Nuestra entrega filial a Dios
[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[7] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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