domingo, febrero 17, 2019

Homilía P. Carlos Padilla


VI Domingo Tiempo ordinario
Jeremías 17, 5-8; 1 Corintios 15, 12. 16-20; Lucas 6, 17. 20-26
«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis»
17 febrero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Mi vida dada por amor. Mi servicio generoso que no busca el propio bien, sino el del prójimo. Acepta el sacrificio diario con alegría y sonríe en medio de la tribulación. Es el martirio del amor»
Mi corazón no desea el martirio. No quiere saber nada de renuncias, ni de dolor ni sufrimiento. Cuando escucho el relato de las actas martiriales siempre me conmuevo. En el martirio de S. Fructuoso y S. Eulogio se puede leer: «El gobernador Emiliano preguntó a Eulogio: - ¿Tú también adoras a Fructuoso? Eulogio contestó: - Yo no adoro a Fructuoso sino a aquel a quien Fructuoso adora». Los mártires mueren no por una ideología, ni por una forma de pensar, mueren por amor a Jesús. Mueren contra su voluntad porque adoran a Dios y no a los hombres. Es cierto que si no hubieran muerto podrían haber hecho tanto. Pero ellos están convencidos de que su sangre será semilla de nuevos cristianos. Nunca he deseado el martirio. No me parezco a tantos santos que lo anhelaron. Desearon decirle a Dios que eran capaces de un amor heroico hasta dar la vida. ¿Es más heroico un minuto de dolor que una larga vida de sufrimientos? ¿Una muerte agónica vale más que una vida sacrificada? No lo tengo tan claro. Pero no deseo un minuto intenso de dolor martirial. Duele morir. Duele perder a los que mueren. S. Fructuoso anima a los cristianos que se quedan huérfanos: «Jamás os faltará pastor. Y no podrán fallar el amor y la promesa del Señor ni en este mundo ni en el otro, porque esto que ahora contempláis es breve como el sufrimiento de una hora». El breve sufrimiento de una hora. ¿Es eso deseable? No sólo ese sufrimiento, sino el final de una vida de bienes, de amor, de entrega. ¿No es mejor un cristiano vivo antes que muerto? Las categorías cristianas parecen ser otras. Pero yo me aferro a pensar como los hombres y no como Dios. No me gusta el martirio. No me gusta la muerte. Pero me sobrecoge la entereza de los santos mártires el ver acercarse el momento de su entrega total. Tiene que haber una coherencia, eso sí. El martirio de una hora es posible cuando he vivido mi vida sólo para Jesús. Esa libertad interior, esa santa indiferencia en el momento crucial, no se inventa de un momento para otro. Las palabras de S. Fructuoso brotan de un corazón enamorado que va a encontrarse con el Señor para siempre. Le apena dejar solos a los que ama. Le conforta saber que dentro de nada estará con Jesús. ¿Acaso no vamos a morir todos algún día? Lo único que puedo hacer ante esa hora del martirio es retrasar el momento de mi muerte. Aun así, lo cierto es que lo más normal es que yo no enfrente esa posibilidad en mi vida. Y no por eso quedo eximido de otro tipo de martirio. Es el martirio del amor. Decía Santa Juana Francisca de Chantal: «Muchos de nuestros santos padres en la fe, hombres que fueron pilares de la Iglesia, no murieron mártires. ¿Por qué creen que fue así? Yo mismo creo que fue porque hay otro martirio: el martirio del amor». A ese martirio siempre soy invitado. El acto de amar con toda el alma, con todo mi cuerpo, es un gesto martirial. El que ama de verdad, no el que dice amar a todos y luego no ama a nadie. El que ama en concreto, a rostros concretos, a vidas concretas. Ese hombre enamorado de lo humano y de lo divino, vive el martirio cada vez que ama. El amor es renuncia. Y si no lo quiero ver, es que no sé amar. Estoy acostumbrado a que me cuiden, no a cuidar. A que me den, no a dar. A que se sacrifiquen por mí, no a sacrificarme por alguien. El martirio del amor exige mucha entrega, confianza y abandono. Lo mismo que el martirio de los que murieron mártires. Pero no se juega en una hora. Se juega en la entrega diaria de toda una vida. El otro día escuchaba hablar de un diácono de cien años que seguía sirviendo en la eucaristía, proclamando el evangelio, acompañando a la comunidad cristiana. Dice de él su párroco: «No solo tiene cien años, sino que está lleno de vida y es muy activo». ¿No es eso un martirio del amor? O la vida de tantos matrimonios que cuidan a sus hijos y cuidan el amor conyugal renunciando a lo propio por amor. ¿No es también eso martirio? La vida bien vivida, en Dios, da fruto abundante como hoy escucho: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto». Mi vida dada por amor. Mi servicio generoso que no busca el propio bien, sino el del prójimo. El que acepta el sacrificio diario con alegría y sonríe en medio de la tribulación. Ese martirio del amor es una gracia que pido cada día. Para no buscarme a mí diciendo que busco a Dios. Para no querer que me sirvan, diciendo que soy yo quien sirve.
¿En quién o en qué suelo poner mi confianza? Confío en que las cosas van a salir bien. Mi agenda y mis planes. Confío en mis fuerzas, en mi salud, en mí mismo haciendo obras grandes. Me cuesta quizás más confiar en Dios: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche». Donde tengo mi corazón es donde encuentro la alegría, o la tristeza, depende de cómo vayan las cosas. Si mi gozo está en mis planes humanos, en mis sueños de grandeza, estaré triste cuando no resulten. Comenta el P. Kentenich: «La humildad se nutre de una sana desconfianza en las propias fuerzas y la confianza en las fuerzas divinas»[1]. Desconfiar de mis fuerzas, de mis capacidades. No es tan sencillo cuando al mismo tiempo me dicen que lo sano es confiar en las fuerzas que hay en mí, en las potencialidades de mi alma. ¿En qué quedamos? Por un lado, tengo que confiar en mí, para no tener baja autoestima y andar por la vida mendigando atenciones y cariño. Por otro lado, necesito una sana desconfianza de mí mismo. ¿Dónde está el justo equilibrio? Sé que tengo que ser de fiar, una persona confiable. Alguien como una roca en medio del mar revuelto. Un oasis en el desierto para los que tienen sed. Un vergel en medio de la sequedad de la vida. Un paraje lleno de paz allí donde abunde la guerra. Alguien digno de confianza. Y encuentro que son blandos mi querer y mi voluntad. Y lo que ayer parecía una decisión firme hoy tiembla al tomarla entre mis manos. Quiero que confíen en mí y no hago nada por ser roca firme. No educo mi voluntad ni mis afectos. No sé muy bien lo que está bien y lo que está mal. Todo depende del rumbo que tomen los acontecimientos. ¿En quién confío? Miro mi corazón y veo que confía en algunas personas. Sé lo que piensan y sienten. Sé lo que dicen de mí, estando yo presente o ausente. Son de una pieza. No se dejan seducir por palabras vanas. Me dan confianza. Pero luego desconfío de algunas personas que recorren mi camino. Quiero confiar. Pero me fallan. Una y otra vez hablan mal de mí a mis espaldas. No me dicen todo lo que piensan. Quieren ser veraces, pero ocultan su verdad. No sé lo que piensan porque cambian de idea cada día, cada hora. Son como las aguas de un río que cambian continuamente en el curso de la vida. Se ocultan entre las nubes. Y su palabra no siempre es fiable. Miro los dos extremos. ¿A quién me parezco yo? No sé si soy digno de confianza. Me parece una afirmación tan llena de valor. Una persona en la que se puede confiar pase lo que pase. Cuando cambien las circunstancias. Cuando surjan los problemas de la vida. Necesito tener personas en las que confiar, porque con su solidez me hablan de un Dios misericordioso que ha puesto su mirada en mí. Su forma de acoger mi fragilidad refleja el abrazo de Jesús en medio de mi camino. Me sostienen brazos humanos que prolongan la luz de Dios. El rasgo que define a Jesús es la misericordia. Comenta el Papa Francisco: «Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales». Jesús es misericordia. Confío y creo en quien es para mí reflejo de esa misma misericordia. Y yo estoy llamado a ser misericordioso. Sólo entonces seré digno de confianza. Podrán llegar a mí y descansar porque antes que cualquier juicio hallarán en mí una mirada misericordiosa. Encontrarán acogida y respeto. Sabrán que los quiero por lo que son, pasando por alto sus caídas y errores. Pero a veces me pesa mi lenguaje no verbal. Hablo con gestos, con miradas, con expresiones que no controlo. Es como si dentro de mí habitara un juez iracundo que no cree en la misericordia y salta lleno de rabia al ver cualquier acto incorrecto. Entonces mi corazón tiembla. Al descubrir en los demás gestos que no comparto y actitudes que no veo bien. Dejo de lado mi misericordia. ¿No pueden entonces confiar en mí? Antepongo la justicia a la misericordia. Condeno sin abrazar. Como si mi abrazo significara connivencia con el pecado, aceptación de todos los errores. Quiero ser digno de confianza. Quiero ser hogar para el que necesita tierra donde echar raíces. Ser aceptado antes que escuchar el juicio. Quiero confiar en las personas que me muestran el rostro de Dios. Que me miran con sus ojos. Un lugar seguro en el que dejar el alma. Necesito confiar más en Dios en medio de mi vida. Que mis raíces se hundan en su corazón de Padre. Sólo así podré caminar seguro. ¿En quién tengo puesta mi confianza? Sólo en Dios descanso tranquilo. Él me mira con ojos de misericordia. Me acoge, me abraza. A veces puedo ser más duro yo que Dios. Más severo. Más estricto. No conozco su amor. Es como si sólo amara sus normas. No reflejo su rostro, sólo su deseo de cumplir sus normas. Esas normas que me darán la felicidad. Quiero creer en un Dios que conoce mi debilidad y me abraza en mis caídas.
El otro día me quedé mirando mi viejo reloj de cuco. Siempre da las medias y las en punto. Con una fidelidad impresionante. Abre la puerta y canta. Y observa su entorno guardando muy dentro los segundos pasados, los minutos y las horas. Con esa cadencia eterna del que vive observando la vida que pasa ante sus ojos. Sin querer cambiarla. Abro la puerta del cuco buscando recuerdos guardados. ¿Cuántos momentos habrá retenido que yo ya he olvidado? Tantos años pasados. Quiero sumergirme en su memoria eterna y navegar por ella. Me adentro en las imágenes que fluyen de un lado para otro evocando un pasado lejano, cuando yo era niño. Mi viejo reloj de cuco ya casi olvidado. Me trae a la memoria tantas historias que marcaron mi vida. Mis risas y mis llantos. Abrazos y palabras. En un mar hondo e inmenso que no quiero que se pierda en un olvido lento. Mi viejo reloj de cuco. Guarda en su interior palabras que había olvidado. Escenas llenas de sueños. Y cantos que me dan vida. Sin pretender ser nostálgico asumo que soy un montón de recuerdos prendidos en mi alma. Vivo en ellos y a partir de ellos. No me entiendo sólo en un presente sin raíces. O en un futuro lleno de promesas. Soy esa historia sagrada tejida en manos amigas. No quiero olvidarla. Una historia de corazones que se abrieron y rompieron para darme la vida. No me deshago de ellos, no los olvido. Porque son míos. Algunos duelen. Otros alegran el alma. Como dice el P. Kentenich, quiero «nadar en las misericordias de Dios, repasar gota a gota todo ese mar de misericordias divinas. Mi ocupación favorita será exclamar siempre: - ¡Cuánto me amas, Dios mío! ¡Me amas como a las niñas de tus ojos!»[2]. Miro mi historia oculta en mi reloj de cuco. Y me admira ver tanto amor de Dios guardado dentro. Ha tenido Él misericordia. Me ha querido. Me ha buscado. No quiero dejar de agradecer tantos recuerdos. Tocarlos con algo de nostalgia. Dejarlos ir de vez en cuando para centrarme en el presente y soñar con el futuro. Quizás por eso aprendo a dejar fuera de mí cosas y objetos viejos que ya no siguen conmigo. Me desprendo de todo lo que me pesa. Pero me quedo feliz con la patina que los años dejaron en ellos. Las historias guardadas en sus entrañas y que mi viejo reloj de cuco desgrana con su tono monocorde. Soy hombre con memoria. No me olvido de mi historia. La pongo ante Dios conmovido. Voy pisando en tierra firme dejando huellas que no se desvanecen. A veces me duele descorrer el velo que cubre mis heridas, mis caídas, mis errores. Pero lo hago con respeto infinito. Acariciando el alma rota que sangra y llora. Y dejo que Dios con su mano calme mis angustias. Otras veces me detengo conmovido al ver la vida, la alegría, la paz, el descanso. Momentos que quisieron ser eternos. El mismo paraíso perdido aquí en la tierra. Todo forma parte de mí. Lo que me duele y lo que me alegra. El viejo reloj de cuco lo canta todo. Los segundos de paz. Los segundos de guerra. En su ritmo cadencioso, regular, siempre el mismo. Sin prisa. Sin pausa. Recorre la piel de mi tiempo desgranando los días. Y yo quiero vivir con cada cuco. Con cada sonar de horas en punto o y media. Y sonrío recordando rostros. Miradas profundas en lugares grabados en mi alma, muy dentro. Y sé que desde ahí parto siempre de nuevo. No me dejo retener por lo que me pesa. Más bien me tomo en serio la vida que tengo por delante. Puedo recorrer caminos nuevos. Andar nuevas rutas. Construir catedrales cargando piedras. Puedo decir las palabras no dichas. Y callar con cariño ante el dolor ajeno. Puedo inventarme horas nuevas llenas de vida. Con la alegría del niño que comienza a latir cada mañana de nuevo. Desalojo mi casa para albergar más vida. Nuevos sueños. Y me siento muy niño. Naciendo desde dentro. Con la esperanza dibujada en mis ojos puros. Un día lo fueron. Hoy vuelven a serlo. Y no temo el mañana que aún no canta mi cuco. Lo miro con pasión, sin miedos, sin perezas. Lo miro y lo descubro caminando muy quedo. De dentro hacia fuera, como todo en la vida. Porque lo que de verdad importa surge dentro del alma. Y se hace carne en mis manos. Amor, sonrisa, abrazo, canto. Y continúo escribiendo a la luz de la luna. Repasando callado las horas ya cantadas. Los minutos ya idos. Y voy hacia delante, porque volver no puedo. Sólo quiero comenzar mi vida otra vez. Siempre de nuevo. Con la alegría de los niños que lo han entregado todo. Sin miedo a nada. Con valor, con audacia. Nada temo.

Mi vida mira a Jesús resucitado. Mira hacia delante pensando en la vida eterna. No como consuelo para los males de este mundo. Sino como el paraíso perdido que anhela mi corazón insatisfecho. Anhelo la plenitud que no poseo. Hoy escucho: «Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos». Mi felicidad de ahora tiene su descanso en una felicidad plena en el cielo. Aquí sonrío con los pequeños regalos de la misericordia de Dios. En el cielo sonreiré sin miedo, sin descanso, sin vacíos ni nubes. Allí sólo el sol brillará por encima de tantas sombras que carga hoy mi alma. Me gusta ver mi vida así. Como la antesala de un cielo que sueño, anhelo y deseo. Miro hacia delante sin temor a la muerte. Soy bienaventurado ya aquí en la tierra porque poseo las primicias de lo que será la vida para siempre. Sin sombras, sin temores. Es verdad que no puedo abarcar la eternidad en la que no rige el tiempo. Un paraíso en el que no hay comienzo ni final. No lo entiendo. Porque estoy acostumbrado a medir las horas. A calcular los días. Y una felicidad eterna se escapa de mis manos. Acostumbrado como estoy a dar sólo pequeños sorbos de una alegría pasajera. No concibo un sí eterno, un amor eterno, un abrazo eterno. Sé que el cielo que deseo es un don, pero Dios cuenta conmigo, con mi sí torpe y lánguido. Dice S. Agustín: «Aquel que nos creó y nos redimió sin nosotros, no nos lleva a la eterna bienaventuranza sin nosotros». Necesita que le diga que lo amo. Que deseo estar con Él. El cielo no se gana. Aunque diga a veces esa tradicional expresión: «Te estás ganando el cielo». Como si el cielo fuera un pago por mi esfuerzo constante, por mi entrega generosa. Desaparece así de mi alma la gratuidad. Y eso es lo que no quiero. Quiero, más que nada, que el cielo sea un don. Que Jesús mire mi miseria y mi pobreza y se conmueva. Y me abra los brazos para recibirme a la puerta de un amor eterno con el que me sostiene. Leía hace poco: «La muerte no es una calamidad para el que muere, lo es sólo para quienes quedan atrás; porque la muerte es la liberación, el gozo, la paz eterna y la tranquilidad. Los días del hombre son cortos y están llenos de pesadumbre. ¿Qué hay en el mundo que pueda ofrecerse como un consuelo?»[3]. Esa mirada sobre la tierra no es la mía. No miro así mi vida ni la vida de tantos que sufren. No la juzgo como un duro valle de lágrimas. La miro como un paso que lleva a la vida verdadera dejando atrás el camino recorrido. Pienso en la vida que llevo y me alegra vivir el presente. No anhelo llegar ya al cielo. Quizás puede esperar. No conozco a tantos que deseen su pronta muerte. Quiero aprender a vivir el hoy sin miedo. Sabiendo que son sólo piedras que cargo construyendo un castillo en el cielo. Recuerdo a la Madre Teresa: «No se trata tanto de hacer muchas cosas o de hacer grandes cosas sino más bien del amor que ponemos en todo lo que hacemos». Amar en todo lo que hago. Tal vez sea el camino más corto de la felicidad. Y no creerme nadie especial por hacerlo. Cuentan que un joven sacerdote le preguntó a la Madre Teresa qué tenía que hacer para llegar a ser santo. Y ella le contestó: «Lavar muchos baños». Me conmueven sus palabras. No le pidió que predicara muchos retiros. Le pidió sólo que lavara los pies como hizo Jesús un jueves santo. ¿Como camino al cielo? Seguramente. El cielo está lleno de personas humildes. O casi mejor, la tierra tiene más cielo cuando abundas las personas humildes que lavan baños. Que se arrodillan para servir. Que entregan su vida lavando los pies sucios de sus hermanos. Hace falta mucha humildad para vivir así la propia vida. S. Felipe Neri, al ofrecerle cargos muy dignos en la tierra, dijo: «Prefiero el paraíso». Huyó de las dignidades humanas. Yo necesito ser más humilde. Mi orgullo me lleva a levantarme. Se rebela ante las injusticias. No quiere que mi amor propio sea herido. No se conforma con recibir un poco, quiere siempre más. Y si se siente digno por algún motivo, detesta las humillaciones y los servicios en apariencia poco dignos y reconocidos. Prefiere los primeros lugares y desea el reconocimiento de los hombres. Sin importarle tanto el de Dios. Mi corazón no se humilla para besar la tierra. Es altivo y busca besar el cielo. Se eleva a la altura de las estrellas. Y siente que todos deberían alabar su belleza. ¡Cuánta pobreza tengo dentro de mi alma! ¡Cuánta vanidad hace que mi corazón sea engreído! No tengo la humildad para servir a los hombres. No me abajo para lavar los baños. ¿Mi camino de santidad? Busco ser reconocido y dejar huella en este mundo. Acaricio la tierra de mi presente como si fuera la última estación de mi viaje. Miro a las estrellas. No me conformo. Camino hacia el cielo con paso quedo. Puedo dar siempre más. Puedo amar con un corazón más grande, más roto, más de niño, más humilde. Yo también prefiero el paraíso.
Hoy Jesús habla a una multitud sedienta de sus palabras. «En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón». Son las conocidas bienaventuranzas que tanto me inquietan: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Jesús ve sus rostros llenos de angustia y preocupación. Se conmueve al ver su dolor. Y sabe, como dice el P. Kentenich, que anhelan vivir alegres: «¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aun: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría»[4]. Tengo en mi corazón un deseo inmenso de ser feliz. Y tantas veces no lo soy. Me da miedo vivir amargado o deseando una felicidad inalcanzable: «Ese club de la mayoría de adultos que se confiesan soportablemente infelices, y que están muy cerca de ser ellos mismos los insoportables»[5]. No quiero vivir infeliz. Muchas veces lo soy cuando no soy capaz de llevar con paz y buen ánimo las contrariedades de la vida, los imponderables, todo lo inevitable. Una felicidad a prueba de oscuridades. No es tan sencillo. Estoy tan lejos. Me muevo en estados de ánimo cambiantes que no me dejan saborear esa plenitud que mi alma anhela. Deseo el cielo en la tierra. Ser feliz aquí y ahora. Con lo que tengo, no con lo que quisiera poseer. Tal vez Jesús me habla hoy de esa bienaventuranza. Me dice que son bienaventurados y felices los que ahora tienen hambre, lloran, son odiados, excluidos, insultados, proscritos. Me impresiona. ¿Cómo puedo ser feliz en medio de las tribulaciones de la vida? Me parece imposible. Cuando lloro, lloro, estoy triste y no veo la esperanza. Cuando me persiguen, o excluyen, u odian, no puedo ser feliz. ¿De qué me habla Jesús? Tengo hambre de alegría y de cosas buenas. De abrazos, de sonrisas, de éxitos, de paz cotidiana. ¿Cómo voy a estar alegre cuando todo se tuerce a mi alrededor? La alegría del alma se torna tristeza. Y Jesús me habla de la paradoja de la felicidad en Él. Cuando vivo en Él todo lo demás deja de tener peso. Pierde importancia. No me quita la paz. La felicidad no la encuentro en el mundo inquieto que me turba. Sino sólo cuando descanso en Jesús. Cuando lloro sé que reiré. Cuando soy perseguido por su causa, triunfaré con Él. La felicidad verdadera me la da Él. En Él descanso. Mi llanto. El rechazo. La persecución. El odio. La injusticia. La marginación. Todo pasará. A veces mi felicidad la centro en esta vida caduca. En objetivos muchas veces inalcanzables. Quiero ser bienaventurado, feliz, pleno. Con las bienaventuranzas del mundo. Feliz si logro lo que quiero. Feliz si me aplauden y reconocen. Feliz si no me juzgan ni condenan. Feliz si no pierdo a ningún ser querido. Feliz si la vida me sonríe. Feliz siempre y cuando todo vaya como yo deseo. Esa felicidad tan condicionada es imposible. Es pasajera, caduca, inalcanzable. Me gustan más las bienaventuranzas de Jesús. Quiero que sean ya en la tierra y no en el cielo, cuando deje de soñar. Quiero ser feliz aquí y ahora, en medio de las contrariedades de la vida. Me ayuda la bienaventuranza de la Madre Teresa: «Bienaventurados los que dan sin recordar, y los que reciben sin olvidar». Me gustaría dar sin exigir aplausos. Así sería más feliz. Y no quiero olvidar nada de lo que recibo. Agradeciéndole a la vida todo lo que tengo. Mi felicidad en medio de la tribulación. Todo es un don de Dios. Una gracia que me viene del cielo. ¿Cómo voy a ser feliz de otra forma? Imposible. La felicidad me la da Dios cuando dejo de atarme a la tierra y a los sueños caducos de este mundo. Dejo de pensar en mí egoístamente. Centrado exclusivamente en todo lo que deseo. El otro día leía: «No creo que él lo sepa, pero Dawsey tiene un raro don de persuasión: nunca pide nada para sí mismo, así que todos están ansiosos por hacer lo que él pide por los demás»[6]. Hay personas que sólo piden para los demás. No para ellos. Piensan en los otros antes que en sus propios intereses. Esa forma de mirar y actuar me conmueve. Su felicidad está en que los otros sean felices. No tanto ellos mismos con sus deseos y anhelos. Que los otros encuentren su camino y tengan tiempo para ellos. Quisiera ser así. De esa forma sería más feliz. Eso seguro. Porque la mayoría de las veces mi infelicidad procede de mi incapacidad para realizar mis planes, para lograr lo que deseo. Bienaventurado si sigo a Jesús en medio de mis cruces. Bienaventurado si doy la vida por Él sin buscar tanto mi interés y mi deseo. Bienaventurado si dejo de poner el objetivo de mi vida en realizar todos mis planes. Pido hoy de rodillas esa bienaventuranza que deseo.
Jesús les muestra a los que le escuchan el camino de la infelicidad: «Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas». Infeliz si soy rico. Cuando precisamente me obsesiona el dinero, la comodidad, la seguridad, el bienestar. Necesito el dinero para vivir tranquilo. La falta de dinero me quita la paz. Tensa mis vínculos. Me vuelve desconfiado. Me llena de amargura. ¿Por qué no seré feliz si soy rico? Porque ya tendré mi consuelo. Porque estaré saciado. Porque esa dependencia de mi dinero no colmará mis ansias de infinito. Eso lo sé. Rico de bienes en la tierra. Vacío de bienes en el cielo. No quiero vivir saciado. Además, nunca estaré saciado del todo. Siempre surgirá en mi alma una nueva necesidad. Un clamor dentro de mí. Un deseo incontrolable. Brotará de mi corazón un ansia que no puedo calmar. Y necesitaré seguir buscando. Siempre más. Me volveré ambicioso. La ambición me hace perder otros valores por el camino. ¿Qué estoy dispuesto a hacer por lograr estabilidad económica, o más bienes, o más dinero? ¿Qué principios puedo llegar a dejar de lado por tener más? Entro en la rueda del dinero. Me acostumbro a conseguir más y mi nivel de vida me pide más. Llega un momento en el que ya vivo por encima de mis posibilidades. Me endeudo. Entro en la rueda. Busco estar saciado, vivir colmado, lleno. ¿Soy feliz? En esa rueda, rodeado de los que como yo tienen dinero y están saciados, me siento insatisfecho. Algo en mi alma me dice que ese no es el camino. Y yo accedo. Acepto la realidad. No puedo vivir saciando todo deseo que brota en mi alma. Cuando llego a una meta anhelada, a un éxito deseado, vuelve la tristeza. Leía el otro día: «En psicología, esto se conoce como depresión por éxito, como si la persona, una vez concluida la empresa y alcanzada la meta, hubiera perdido con ello el caudal de energías y motivaciones que hasta entonces había invertido en ello»[7]. No quiero ese éxito que cuando lo toco me deja triste y deprimido. No quiero una alegría tan pasajera que con prontitud me deja marchito. Me dice Jesús que tenga cuidado si ahora sólo río y disfruto de la vida que toco cada día. Y vivo encerrado en mis asuntos ajeno al mundo que sufre junto a mí. No miro al que sufre y llora a mi lado. Infeliz yo si sólo busco mi bienestar y no me inquieta el dolor y el llanto de mi prójimo. Puedo hacer algo y no lo hago. Infeliz cuando sólo pienso en mí y en mis intereses, olvidando los de mi hermano. Infeliz si pongo mi felicidad en el mundo que me rodea, en las fuerzas que lo mueven. Infeliz si me alegra ver que miles de seguidores me aplauden y reconocen, más que a nadie. Pretendo ser yo el primero, el mejor, el más buscado. Me da miedo la felicidad de saber que todos hablan bien de mí sin que nadie me critique. Me preocupo. Ese reconocimiento unánime de los hombres no me da la felicidad. Me aclaman y alaban, no me conocen. No me basta. No soy feliz. Aunque me sienta alegre a veces al tocar ese reconocimiento y admiración del mundo. No es la felicidad que sueño. Tengo demasiada tierra pegada en mi alma. Demasiado apego al qué dirán, al qué pensarán de mí. No me hace feliz estar tan volcado en el mundo. No quiero depender de ese reconocimiento y admiración. Porque todo es pasajero y sólo el cielo me habla de una felicidad eterna que es la que de verdad añoro. Decía el Papa Francisco: «La tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. ¡Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al evangelio!». No quiero que hablen bien de mí. Sólo deseo que Dios me mire bien. Eso me basta. No me tiene que importar tanto mi fama. ¿Por qué me afecta tanto cuando la pierdo, cuando me calumnian, cuando me difaman? Si yo me quisiera más a mí mismo tendría más paz en el alma. Sería más feliz si mi corazón estuviera anclado en el de Jesús.




[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Caldwell, Taylor, Médico de cuerpos y almas
[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[5] Mary Ann Shaffer, Annie Barrows, La sociedad literaria de Guermsey y el pastel de piel de patata
[6] Fernando Alberca, Todo lo que sucede importa
[7] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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