Tesoro en el
cielo
Jesús habla a los suyos sobre el uso de los bienes terrenos. Les propone
acumular bienes espirituales y eternos, en lugar de cosas materiales y
perecederas: “Haceos un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los
ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón”.
Y ya sabemos que no es el dinero o la riqueza como tal, sino su abuso lo
que es condenado por Jesús. Porque siempre existe el gran peligro de que el
hombre no sea el dueño de sus bienes, sino que se convierta en su esclavo. Y el
verdadero cristiano, el hombre nuevo debe ser un hombre libre: libre de toda
esclavitud interior, de toda atadura incontrolada a los bienes y riquezas
terrenas.
Y la codicia es una de las muchas formas de nuestro egoísmo, el que está
muy metido dentro de nosotros mismos, y contra el cual tenemos que luchar
durante toda nuestra vida.
Por lo general, Dios no nos exige renunciar al dinero y a los bienes
materiales. Lo que nos pide es que los pongamos al servicio de los demás. “Dad
limosna; y haceos un tesoro en el cielo”. El que tiene bienes materiales debe
saber que la verdadera riqueza no es la que posee, sino la que da a sus
hermanos necesitados. El hombre será siempre más feliz dando que recibiendo. Y
dando de su riqueza experimentará la generosidad de Dios.
Pero la riqueza lleva consigo un peligro todavía más grande que la
esclavitud interior. Y es que no acerca el hombre a Dios, sino que lo aparta de
Él. El rico cree que puede prescindir de Dios. Pone toda su confianza en sus
bienes. Corta sus relaciones con la Divina Providencia. Cree que sus riquezas
le permiten dejar de lado a Dios. Espera seguir adelante él solo, por sus
propios medios, sin tener que recurrir a Dios.
En cambio, el pobre, es decir, el hombre que busca tener un tesoro en el
cielo, se da cuenta de que depende totalmente de Dios. Tiene una conciencia
clara de su limitación humana.
En el fondo, cada hombre aún sin saberlo ‑ es un pobre. Y la pobreza material es el signo visible de esa pobreza mucho más profunda y universal: nuestra pobreza moral, nuestra fe miserable, nuestro amor raquítico. Todos somos pobres ante Dios, con nuestra culpa, nuestra miseria, nuestras deficiencias.
El rico se aparta de Dios, pero se aparta también de los hermanos. Al contrario, el pobre es fraternal: se abre a los demás como se abre a Dios, comparte con ellos sus cosas. Él sabe bien que nuestros bienes son bienes de familia, el servicio de todos los miembros. El pobre no es una persona que no tiene nada, sino una que hace servir todo lo que tiene. Se da cuenta de que es mejor dar que recibir.
Pero no todos lo reconocen ante Él. Sólo aquel que conoce y reconoce su debilidad y pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en Él, espera todo de Él, busca su protección poderosa. En esa actitud se vacía de sí mismo y se entrega filialmente al Padre. Y porque está abierto y disponible para Dios, hay lugar para el actuar divino.
“Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” ¿Y dónde está mi tesoro? ¿Busco yo los bienes de este mundo o busco las riquezas de Dios? ¿Dedico mi tiempo a los intereses terrenos o los intereses de Dios? ¿Cuál es el sentido, la verdadera meta de mi vida?
El Padre José Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt solía decirnos: El sentido de mi vida de cristiano es buscar a Dios, volver a Dios, caminar hacia el Padre.
Preguntas para la reflexión
1.
¿Dónde está mi tesoro?
2. ¿Tengo
en el ropero, ropas que no uso hace años?
3.
¿Ayudo a instituciones de caridad?
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