El perdón
Padre Nicolás Schwizer
“¿Cuántas
veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga?”. Esta pregunta
de Pedro es siempre actual para un cristiano: ¿Dónde está el límite de nuestro
perdón? ¿Tenemos que perdonar las ofensas siempre de nuevo y sin medida?
Jesús
nos da una respuesta muy clara: La medida del perdón es la medida del amor. Y
nuestra obligación es amar sin límites y, en consecuencia, también tenemos que
perdonar sin límites. De modo que no nos queda más remedio que perdonar
siempre.
Y
para ayudarnos a comprender el rigor de su mandamiento, Jesús relata la
parábola del siervo malvado: “Un rey quiso ajustar las cuentas con sus
empleados. Le presentaron uno que debía mil talentos.”
Se
trata de una suma fabulosa, que probablemente no tiene ninguno de nosotros.
Pero debemos entender la parábola en su sentido simbólico. Dios mismo es el rey
de la parábola. La suma enorme significa nuestra gran deuda para con Dios.
El
hombre es deudor de Dios. Cualquier niño, al nacer, es millonario. Pero nadie
se da cuenta de ello; nadie se reconoce deudor de tan gran suma. Y nadie se
preocupa de darle las gracias a Dios por todo eso.
Además,
el hombre aumenta su deuda ante Dios. Nos servimos de estos dones para pecar
malgastándolos.
El
servidor de la parábola reconoce su falta, su culpa, su deuda. Humillándose se
arroja a los pies del rey, diciéndole: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré
todo”. Y en ese momento se produce un cambio de escena inesperado: el rey no
sólo renuncia al castigo, sino que le perdona completamente su deuda.
Dios
es así. Dios es Padre. En seguida se siente conmovido ante sus hijos. Se
complace en hacerles regalos, pero aún más le gusta perdonarles. Para Dios es
ésta la ocasión predilecta para mostrar a sus hijos todo su amor de Padre.
Ante
esta prioridad del rey se destaca tanto más la maldad de su servidor: trata a
su compañero, que le debe unos pocos pesos, de una manera violenta e inhumana.
Y eso a pesar de que su compañero le suplica paciencia, repitiendo sus mismas
palabras.
Tal
vez nos indignamos ante este hecho. Pero ¿no hacemos nosotros a veces lo mismo?
En
resumen, la parábola nos dice lo siguiente: Para que Dios nos perdone nuestras
innumerables faltas, tenemos que cumplir con dos condiciones:
1.
La primera condición es reconocer ante Dios que somos pecadores, deudores. La
primera señal de la presencia del Espíritu Santo en un alma es que se reconozca
culpable. Por eso, los santos se ven cubiertos de faltas. Pero la mayor parte
de la gente, que tienen poco de santos, se creen personas buenas, sin pecados:
no roban, ni matan, ni cometen adulterio. Por eso se aprovechan tan raramente
del sacramento de la confesión, en el cual el hombre se reconoce pecador ante
Dios.
2.
La segunda condición para ser perdonados es, que también nosotros perdonemos a
los demás. Estamos rehusando el perdón de Dios si lo negamos a los demás. No
existiría el infierno, si los hombres hubieran imitado la misericordia de Dios.
Porque el infierno es el lugar donde no se perdona ni se quiere ser
perdonado.
Queridos hermanos, lo que nos dice Jesús, es sumamente decisivo para
nuestra salvación: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual
no perdona de corazón a su hermano”.
Preguntas para la reflexión
1
¿Me es fácil perdonar
a los demás como me perdono a mí mismo?
2
¿Es el perdón un
aspecto a cultivar en nuestra familia o comunidad?
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