Fiesta
de Cristo Rey
Ezequiel
34, 11-12. 15-17; Corintios 15, 20-26. 28; Mateo 25, 31-46
« ¿Cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te
dimos de beber?; ¿cuándo forastero y te hospedamos, desnudo y te vestimos?»
26 Noviembre 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Dios siempre
me acompaña cuando sufro y sabe sacar algo bueno de una desgracia. Sabe sacar
luz de la oscuridad. Y risas del llanto. Creo en ese Dios que se abaja a mi
vida a buscarme»
¡Qué importante es en la vida aprender a confiar! ¡Pero qué difícil es lograrlo! El amor se construye sobre la
confianza. Si no confío no puedo amar de verdad. Cuando confío, no necesito
saber todo de la persona amada. Pero sé también con qué facilidad puedo dejar
de confiar. Una duda, una sospecha, un comentario, algo que me dicen, o que yo
veo. Me da miedo caer en la desconfianza sin tener motivos. Si falla la
confianza, falla el amor. No quiero dar motivos para que desconfíen. No quiero
creer todo lo que me dicen. No quiero desconfiar de aquellos a los que quiero.
A veces hablo más de la cuenta. ¡Cuánto daño pueden hacer mis palabras! Pueden
crear sospechas. Mis comentarios son hojas lanzadas al viento. Nadie puede
detenerlas. Siembran dudas y desconfianza. Creo que el amor más verdadero se
construye desde una confianza a prueba de fuego. Durante mucho tiempo de entrega.
Una sola palabra,
un mal gesto, pueden romper esa confianza. Quiero que mi confianza se haga
fuerte frente a la sospecha. Sé que la vida es muy larga. En ella tomó
decisiones, doy pasos, amo y me comprometo. Confío. Genero confianza. Me tomo
en serio el camino que tengo por delante. Decido apostar por la eternidad y no
por la fugacidad de mis días. Siembro para un mañana lejano que aún no veo.
Construyo sobre rocas que duren eternamente. Aun sabiendo que mi corazón es
débil. Me juego las cartas que recibo apostando por lo más alto. No quiero ser
cobarde. Confío poco en mí y más, mucho más, en Dios. No confío en mi propia
fidelidad, pero sí confío en que Dios me sostiene en medio de las pruebas. Él
es siempre fiel. Amo la vida que Dios me ha dado. Amo el mundo que ha puesto a
mis pies. Reconozco que soy frágil a la hora de elegir bien. Tantas veces me he
confundido.
En mis juicios,
en mis decisiones. Pero sé que tengo que tener mi corazón bien puesto para no
dejarme llevar por el mar revuelto. No quiero ir con mi corazón en la mano,
como ofreciendo sueños. Lo llevo dentro del alma, guardado, bien seguro. Para
darlo sólo cuando he decidido amar. Cuando he sido amado. Hoy es tan frecuente
hablar de infidelidades. Parece todo tan frágil, pasajero, débil. Cada vez que
me toca bendecir un matrimonio me alegro. O cuando celebro un nuevo
aniversario. Es como un destello de luz en medio de las dudas. Una pareja que
pronuncia asombrada su sí a los pies de Dios. Y sueña con lo imposible. Es un
canto de esperanza en medio de voces que denuncian a los que han caído antes de
nosotros. Los que no fueron fieles. Los que no se contuvieron y arruinaron su
vida. Es fácil juzgar desde fuera. No quiero poner en la misma bolsa a todos
los que han fallado. Quiero ser fiel. El testimonio de los santos me conmueve.
Fueron fieles en medio de pequeñas infidelidades y caídas. Pero a veces a mi
alrededor me dicen que no es posible. Como si el sí de un día se acabara
convirtiendo en un quizás con el paso del tiempo, en un no con la llegada de
las dudas. Es como si mi decisión pasada dejara de ser tan firme de golpe, o
poco a poco, por no haber cuidado con mimo el amor recibido, el amor entregado.
No quiero tener miedo a confiar siempre. Es posible ser fiel en medio de la
pobreza. Aunque me sienta inseguro. Comenta el Papa Francisco en la exhortación
Amoris Laetitia: «Para cumplir la promesa
de crear un hogar con una persona, se requiere soberanía de espíritu, capacidad
de ser fiel a lo prometido aunque cambien las circunstancias y los sentimientos
que uno pueda tener en una situación
determinada». Una fidelidad que es una gracia, no es fruto de mi fortaleza
interior. Creo que no puedo juzgar desde fuera a los que no han sido fieles.
Desde que un día Dios me regaló poder confiar creo que me he vuelto más
comprensivo. No juzgo tan rápidamente. No condeno. Porque conozco también mis
propios pecados. Y me doy cuenta de la debilidad del alma. Y de que
sólo confiando en Dios es posible seguir
amando cada día un poco más. El P. Kentenich habla de entregar nuestra
fidelidad a María sabiéndonos frágiles: «Queremos
ofrecer a María nuestra buena voluntad, nuestra disponibilidad. ¿Qué nos queda
sino ponernos sin reservas a su disposición, aceptar sus deseos, entregarnos
nuevamente a Ella y dejarle la responsabilidad por la gran obra, en la cual
nosotros, dependiendo de Ella, queremos cooperar, sufrir, sacrificarnos y
rezar? María está desvalida. Ella sola no puede realizar la tarea. Y nuestro
honor es poder ayudarla»1. En su fidelidad
descansa mi fidelidad. Pero yo de nuevo cada mañana me pongo manos a la obra,
comienzo ahora. Vuelvo a entregar mi sí. Cojo con cuidado mis infidelidades y
se las entrego a Dios. Para que me sane. Para que haga más hondo mi amor. Me
siento tan desvalido como Ella. Y me conmueve que siga confiando en mí después
de haber caído tantas veces. María no es como yo. Cuando desconfío me cuesta
volver a confiar. Es un milagro. Se lo pido. Ella confía de nuevo en mí. Cree
en mi capacidad de amar. Pone otra vez delante de mí un horizonte amplio. Y me
invita a decir que sí nuevamente, con timidez. Sabe que conmigo puede hacer
cosas grandes. Si yo me dejo. Aun
sabiendo que soy tan frágil.
Me gusta creer en la fidelidad de Dios. Él me busca, nunca se olvida de mí. Dice el profeta: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas,
siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las
ovejas se le dispersan, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas y las libraré,
sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad
y nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas, Yo mismo las haré sestear.
Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas;
curaré a las enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré
como es debido». Me gusta ese Dios cercano y personal que viene a mi vida a
buscarme. Allí dónde yo estoy me sale al encuentro. Me gusta pensar en un Dios
siempre fiel. Un Dios que no olvida. No me deja solo. No me abandona. Esa
fidelidad de Dios me parece maravillosa. No imagino cómo Dios puede ser infiel.
Pero es verdad que tantas veces no siento su presencia. O me parece ausente
cuando sufro. Estoy convencido de que Dios no me manda cruces para educarme, o
para probarme. No creo en ese Dios que juega con el hombre. No me manda dolores
para ver si aguanto. En realidad Dios siempre me acompaña cuando sufro y sabe
sacar algo bueno de una desgracia. Sabe sacar luz de la oscuridad. Y risas del
llanto. Creo en ese Dios que se abaja a mi vida a buscarme. No me quita las
cruces que detesto. Por mucho que uno se diga a sí mismo: «Si Él quisiera podría hacerlo». Ese pensamiento, más que animarme
y consolarme, me amarga. Si puede, ¿por qué no lo hace? Es lo que pienso.
¡Cuántas veces he escuchado este comentario! Hasta yo mismo me he pillado haciéndomelo. ¿Por qué no
interviene? Hay tantas injusticias en el mundo. Hay tantas muertes absurdas,
sin sentido. ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? ¿Por qué ese niño tan pequeño? ¿Por
qué otra vez a esta familia tan herida? Si Dios es fiel, ¿por qué no hace algo
ahora mismo para mostrarme su fidelidad? En realidad son preguntas muy humanas
las que brotan del alma. Y reconozco que no me gusta la enfermedad, ni la justa
ni la injusta. No me agrada la muerte, ni la temprana, ni la que se retrasa en
exceso. No me gusta la ira, ni el odio. No me gusta la guerra, porque siempre
es injusta. No me gustan las críticas, porque me hieren muy dentro. Detesto la
agresividad y las palabras hirientes, duele el alma. No quiero el corazón
endurecido que me trata con desprecio, habiendo dado antes yo amor. No me
parece bien el abandono, cuando no lo he querido. No me contento con los sueños
que no se realizan, porque había soñado tan fuerte. No acepto la renuncia
impuesta, cuando no la he elegido. Me molesta el frío en un abrazo, cuando
quise ser cálido. Y no quiero las palabras vacías de contenido, estando las
mías tan llenas. No me gustan las apariencias que a veces yo mismo busco. Ni
amo ese deseo de poder tan profundamente arraigado en el alma, que de repente
siento. No quiero el desprecio que está a flor de piel, ni en los otros ni en
mí mismo. Ni la soledad obligada, queriendo yo compañía. No me gusta el
fracaso, la derrota, la humillación, habiendo luchado con todas mis armas por
el triunfo. Detesto los gritos y las voces altas, cuando yo guardo silencio o
hablo pausado. En todo ello veo a veces la injusticia. Y quisiera acabar con
todo lo que no quiero. Busco a ese Dios fiel que actúa. No lo veo. No ocurre lo
que deseo. El mundo sigue su ritmo. Yo el mío. Y veo que Dios es fiel aunque no
cambie nada en los acontecimientos de mi vida. Sigue amaneciendo cada mañana.
Cae el sol cada tarde. Es curioso, lo que cambia es mi vida al tocar su amor.
Lo que cambia es mi mirada al ser mirado de otra forma. Quiero aprender a
vivir, porque se me olvida pronto. Busco responsables a mis causas perdidas, a
todos mis males. Y siempre es Dios el que sale culpable. Porque si puede y no
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1 J.
Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito
de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
lo hace, es que no me quiere tanto. Y no
entiendo el absurdo de una cruz en lo alto de un calvario. El aparente olvido
de Dios. El abandono más cruel. La dureza de la noche y el silencio. Y si no
noto su abrazo creo que ya es infiel. O se ha olvidado de mí sin yo saberlo.
Quiero buscar a Dios en mi camino. Quiero encontrar su abrazo. Porque sé que su
fidelidad no depende de que acabe con todo lo que detesto. Sólo sé que en medio
de mis muertes logra una obra de arte y sabe sacar lo mejor para mi vida. Sabe cambiarme
por dentro cuando yo me resisto al cambio. Y me abraza. Hoy el P. Kentenich me
invita a mirar a María que siempre es fiel: «Le
regalamos nuestra disponibilidad y ella nos regala su disponibilidad. Le
regalamos nuestra fidelidad y ella nos regala su fidelidad. Presentamos a María
nuestro desvalimiento, y ella nos regala su desvalimiento, pero también su
disposición a ayudarnos. ¿Qué pide en cambio de nosotros? Reconocer nuestro
desvalimiento»2. Reconozco mi
incapacidad para ser fiel siempre.
Reconozco mi desvalimiento para aceptar las
injusticias. A cambio de mi entrega Ella me hace confiar y creer más en mí. Y cambia mi alma por dentro cuando me
resisto a aceptar sus planes.
Hoy
la liturgia me habla de un Jesús que es rey. Es la fiesta de Cristo Rey.
El reinado de Dios hecho carne entre los hombres. Asocio siempre la realeza al
poder. Pero el poder de Jesús es la impotencia. Y su forma de reinar es desde
el trono de la cruz. Hay una serie de televisión en la que muchos quieren
gobernar en un trono de hierro. Se creen con derecho a mandar sobre todos. Y
utilizan todos los medios para conseguir el fin que desean. El fin justifica
los medios. Muchas veces lo veo a mi alrededor. Personas que buscan el poder y
hacen todo lo posible por conseguirlo y después por retenerlo. Yo mismo tengo
esa tentación del poder. ¡Es tan sutil! La información es poder. La capacidad
de decisión es poder. La influencia en las decisiones. La capacidad de mando
sobre otros, aunque estos otros sean muy pocos. El poder siempre es atractivo.
Lo busco, lo retengo. Me obsesiono. Pero el poder de Dios no es el de los
hombres. El otro día leía: «Hablamos de
un Dios que, al hacerse humano, se abajó. Es una imagen poderosa. Y real.
Porque sin ella uno corre el peligro de vivir instalado en pedestales. De honor
y de riqueza, de sabiduría y de elocuencia, de triunfo y fortaleza, de ideas y
proyectos.
Pedestales que al tiempo te protegen y te aíslan. Y
que, si te descuidas, te van encerrando en burbujas herméticas y asépticas»3. El poder me aísla de los hombres. Me
guarda. Me protege. En mi poder soy inaccesible. Dejo de ser misericordioso.
Estoy lejos de los que sufren. No me interesan. Lejos de los que no tienen
poder e influencia. Me da miedo no tratar igual al poderoso que al necesitado.
No actuar de la misma manera ante el que me puede hacer un favor con su poder
que al que no tiene nada que ofrecerme. Y me da miedo rendir pleitesía a los
poderosos de la tierra. Buscando beneficios. Todo en aras de un bien mayor,
todo por el reino de Cristo. Pensando que el fin justifica los medios. Temo
aferrarme yo a mis cargos e influencias. Buscar mi bien. Proteger mi vida para
que nadie pueda hacerme daño y quitarme lo que poseo. Temo mi vulnerabilidad
que se deja encandilar por el que tiene poder. No quiero arrodillarme ante
ningún hombre. Miro sus coronas llenas de oro. No las quiero. No deseo pasar de
largo ante la corona de espina de Jesús en la cruz. Miro los calzados lujosos y
desdeño los pies descalzos de Jesús. Miro la mano que gobierna el mundo con el
poder del mundo. Pero no quiero dejar de mirar los pies descalzos y heridos.
Busco la mano silenciosa de Dios que dirige el mundo sin que yo lo vea. Quiero
aceptar que no puedo hacer muchas cosas, porque no soy todopoderoso. Mi poder es
tan pequeño y frágil. Pero yo me quejo. Y quiero tener más poder. Quiero poder
hacerlo todo bien. Quiero tener éxito y reconocimiento siempre. La sicóloga
Mirta Medici comenta: «Que aprendas a
tolerar las ‘manchas negras’ del otro, porque tú también tienes las tuyas, y
eso anula la posibilidad de reclamo. Que no te condenes por equivocarte; no
eres todopoderoso. Que crezcas, hasta donde y cuando quieras. Te deseo que
logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque vivir». El reino de
Jesús no es de este mundo. No se juega en mis categorías humanas heridas por el
pecado. No tiene que ver con mis prioridades, a veces mal establecidas. El
reino de Dios crece en la humildad, en la impotencia, en la fidelidad en medio
de la noche. Es el reino que trae la paz en medio de la tormenta. El poder que
Jesús manifiesta me sorprende. Porque brota no del miedo, sino del amor. Es el
poder del que me ama y consigue así de mí todo lo que quiere. Porque ante el
amor que recibo me siento vulnerable. Es cierto. Aquel que me ama tiene un
extraño poder sobre mí. El que me ama de forma incondicional e inmerecida tiene
un poder inmenso que me deja indefenso. No puedo hacer nada frente a tanto
amor. Me siento en deuda ante el
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2 J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael
Fernández
3 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
que me ama. Jesús
tiene un poder inmenso sobre mí. Pero mi seguimiento no lo compra, no lo exige.
Mi seguimiento brota del amor que recibo. El amor de Jesús a los hombres no
impidió que lo mataran. Algunos se cerraron a ese amor imposible. Su aparente
impotencia produjo rabia e ira en los que querían matarlo. No tenían poder
sobre Él, porque no temía perder la vida. Jesús era libre y se convirtió en
alguien insobornable. El que no tiene nada que perder, nada teme. Uno se
muestra impotente ante el que se ha abandonado en las manos de su Padre. Ese
poder de Jesús se hace pleno en la cruz. Desde ese madero ama a todos y más aún
al que lo odia. Acoge al que lo persigue. Es imposible amar así. Normalmente no
esperamos amor cuando odiamos. Ni siquiera un abrazo cuando despreciamos. Pero
así es Dios. Me ama aunque yo no lo ame. Pero necesita mi amor, quiere mi
entrega. No lo necesita para poder amarme. Él siempre me ama primero. Pero sí
lo necesita porque el amor quiere recibir algo a cambio. Y Dios me mira lleno de
amor y esperanza. Cree en mí y espera y me ama con un amor mucho grande del que
yo puedo darle. Hoy me arrodillo ante la impotencia de Dios. Su amor infinito
es el mayor poder de Dios ante los hombres. Pienso que ese amor es su forma de
reinar. Reina desde el servicio. Desde la humildad. Mi forma de reinar es
diferente. Quiero otro tipo de poder. Hoy Jesús me mira para que aprenda a amar
y a servir como Él me ama y me sirve. Es un cambio en mi mirada. Su reino no es
de este mundo. Mi reino busca el poder del mundo. Quiero cambiar las leyes.
Acabar con la injusticia y el odio. Implantar todos los valores cristianos que
deseo vivir en mi entorno. Y sufro en mi impotencia. Y critico a la Iglesia que
no hace nada. Estoy tan lejos de tocar su reino en la tierra. Y aun así veo
vestigios de ese reino. Donde un corazón ama ahí está Dios amando. En el
silencio de la vida veo tanta santidad que refleja su amor. Me conmuevo. Y sé
que es posible su amor. El reino de Dios sigue creciendo en la tierra. No como
los hombres esperan. Crece de manera
misteriosa en el sí de cada hombre.
El reino de Dios me habla de un Dios que quiere reinar
en mi vida. No me habla de un Dios ausente. No me
hace pensar en un Dios lejano: «Un Dios
que no reina indiferentemente en un trono por encima de las nubes, sino que
está presente en la vida de cada hombre. Un Dios que tiene un plan para el
mundo»4. El
P. Kentenich hace siempre hincapié en el papel que tiene un Dios que es Padre y
conduce mi vida con amor: «Todo lo que
existe y acontece en este mundo y en la vida de los hombres y tal como existe y
se desarrolla, es efecto y realización de un plan divino eterno»5. Dios quiere mi bien y no se
desentiende de mi vida. La conduce con amor. Aunque yo no vea sus manos
actuando. A veces me cuesta comprender tanta injusticia, tanto mal, tanto
dolor. Y creer en un Dios que me ama con locura pero permanece impasible sin
hacer nada por salvarme, por salvar a los que amo. Me gustaría más un Dios al
que pudiera recurrir en cualquier momento obteniendo su ayuda tal como se le
pido. Un Dios que sembrara aquí en la tierra una paz eterna. Un Dios que
siempre hiciera milagros extraordinarios. Pero no es así. Es verdad que yo no
sé muy bien lo que pido. No sé si todo me conviene, aunque hay cosas que me
parecen evidentes. La salud de mis hijos. La vida de mi cónyuge. La vida de una
madre joven. Una vida sin injusticias. Un trabajo digno. El fin de las guerras
y los atentados. La desaparición de esas muertes sin sentido. ¿Cómo se puede
entender que Dios reine en mi vida cuando está llena de injusticias? ¿Cómo
creer en un Dios que me conduce con amor cuando yo sólo percibo odio y
desprecio? Sé que Dios no me manda desgracias. Pero me da la fuerza necesaria
para sacar lo mejor de todo lo que me toca vivir. Quiero creer en ese Dios que
me busca y sostiene cuando me siento pobre y desvalido. Sé que su reinado me
muestra a un Dios presente, vivo y amante. Un Dios que no se desentiende de mí.
Me quiere y acepta como soy. No es un Dios lejano e impasible. Él sufre
conmigo. Sufre por mí. Me busca cuando he caído para levantarme. Y noto su
abrazo cuando me siento pobre y sin ánimos. Me gusta ese Dios personal que
camina conmigo en medio de mis pasos. Y muy dentro de mí. No me ama desde
lejos. El reino de Dios sucede entonces de forma misteriosa. Ocurre en la
semilla que crece lentamente y bajo tierra, aunque yo no lo vea. Aparece en el
amor silencioso entre dos personas, cuando se aman con un corazón sincero. Se
muestra en la vida entregada en un servicio no reconocido, que no es noticia.
Creo en ese reino que acontece donde menos lo espero. No llega con trompetas ni
con gritos de júbilo. No copa las portadas de la prensa. Ocurre en el silencio
del que nadie habla. En el corazón
que se convierte sin que nadie sepa. Y en la vida de aquel que se entierra
para dar vida a otros en lo oculto de su amor. Así crece un reino
invisible. Donde está el amor, allí está Dios. Actuando, salvando, sanando.
Sueña con mi vida. Y cree en todo lo que puedo llegar a dar si me dejo hacer.
Si me convierto en instrumento dócil en sus manos. Y usa mi herida para dar
vida a otros.
«No ha habido otro modo de extender el reino que no
sean las obras y la vida del cristiano que lucha cada día por cumplir la
voluntad de Dios»6. El reino se realiza en mi sí diario y sencillo. En mi entrega honda
y verdadera. En mi seguimiento fiel en medio de las luces y de las sombras. El
reino viene a mí cada vez que abro la puerta de mi vida a Jesús. Para que venga
a cambiarme. Él reina en mí cuando me dejo conducir por sus deseos. Cuando es
Él con su poder el que reina y no el mundo o mis pasiones, o mis gustos y
deseos. ¡Qué fácil dejar que sean otros los que reinen y decidan en mi corazón!
Me apego al mundo y a sus deseos. Y dejo que sean otros los que gobiernen mi
vida. Otros los que manden en mí. Quiero abrir mi vida para que en ella Jesús
entre y reine. Su reino pertenece a mi corazón. Y en su silencio puede cambiar
mi vida y la de muchos. Jesús necesita mi sí, mi entrega silenciosa, mi alegría
y mi fuerza. Comenta el P. Kentenich al volver la vista atrás y mirar su vida: «Sin embargo, me siento como si no hubiese
hecho nada. En efecto, en estos cuarenta años no he hecho otra cosa que decir
´sí´ cada minuto, y nada más»7. Dios no puede hacer muchas cosas sin mí. Necesita mi vida para dar
vida a otros. Su reino crece dentro de mí y llega a otros. Mi sí a su voluntad
abre la puerta. Mi sí a mi vida tal y como es. Mi sí como el de María en la
anunciación a un plan que no conozco. Que no controlo. Ese sí mío, débil y
apasionado, es el que me hace nacer de nuevo. Vuelvo a decir que sí. Sí a su
voluntad hasta en los planes más pequeños y frágiles. Me cuesta tanto decirle
que sí a Dios. Me resulta tan difícil aceptar siempre sus planes. Pero es la
única forma de que se haga vida en mí su reino. De que venza en este mundo el
amor de Dios. Me conmueve pensar en esa docilidad al Espíritu. No la tengo, pero la deseo.
«Venga a nosotros tu reino». Le digo cada día.
Jesús me dice hoy que al final de mis días seré
examinado en el amor. Pero yo, cuando escucho la
palabra juicio, me rebelo. No me gusta que me juzguen. No quiero los juicios.
Tal vez sea mi deformación por haber estudiado derecho. Veo la condena como una
posibilidad real al final del camino. Hago cosas mal. Otras bien. Pero, ¿cómo
voy a estar a la altura de lo que se espera de mí? Nunca seré digno del cielo,
de la vida eterna. Temo ese juicio por mis obras, por mis omisiones. Por mis
palabras, por mis silencios. Por mis infidelidades, por mis mediocridades. Me
cuesta el nunca o el siempre como decisión final. Me duele el castigo eterno
como amenaza. Es cierto que para los judíos el juicio tenía mucho más que ver
con la realización de la alianza, con su plenitud, con el cumplimiento de la
promesa. Jesús viene a dar plenitud a la alianza sellada entre Dios y el
hombre. Sé que al final de mis días me encontraré con esa mirada de Dios sobre
mi vida. La mirada de un Padre que me ama. Me preguntará por el amor: «Él separará a unos de otros, como un pastor
separa las ovejas de las cabras: -Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad
el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve
hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y
me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en
la cárcel y vinisteis a verme». El otro día, en una charla, el P. Ángel
Strada, un padre que conoció al P. Kentenich, contó algo que me conmovió. Él
conjeturaba que el ideal personal del Padre sería algo parecido a esto: «Yo conozco a mis ovejas y las mías me
conocen a mí». El sacerdote modelado según la imagen del Buen Pastor. El
pastor que conoce por su nombre a las ovejas. Que ama a todas. Que las carga
sobre sus hombros y les habla dulcemente. Que sabe quién es cada una. Jesús es
la puerta por la que pueden entrar y salir libremente. Es el pastor. Es el
pasto. Es todo para ellas. Me encanta pensar que Jesús no dice que separa las
ovejas buenas de las malas. Todas las ovejas están a su lado. Eso me da paz. Da
la vida por los suyos. Da la vida por sus ovejas. Por todas. Le pertenezco. Él
sale cada día a buscarme, me espera, me carga sobre sus hombros. Me conoce
hasta la última fibra de mi corazón. Y en el juicio, que no es un juicio de los
méritos, sino del amor, tomará mi corazón torpe, pequeño e insignificante. Y me
amará con su corazón grande, invencible, tierno e incondicional. Me gusta esta
mirada de Dios. Pienso siempre que al final de la vida habrá un abrazo entre el
Buen Pastor y cada oveja. No un examen, no un juicio. Sé que, al mismo tiempo,
las obras de misericordia cuestionan mi vida y me siento pequeño. Veo dónde no
hago lo que tengo que hacer. Dónde no amo y dónde sí amo. El reino de Dios es
el reino del amor. Donde entro desde la
humildad y el
servicio. Dios mira hasta lo más pequeño que hago y que soy. Él ve todo el amor
que he puesto. Mira lo bueno que hago, hasta lo más pequeño. Eso me da tanta
alegría, tanta paz. Cuando visito a un enfermo, cuando visto al desnudo, cuando
doy de comer al hambriento o de beber al sediento. Me gusta que me pregunte
sobre el amor concreto y personal. Me gusta pensar que valora hasta un vaso de
agua que doy. Su mirada es benévola, no juzgadora. Dios ve mis buenas obras
cuando ni yo mismo sé verlas. O me parece tan pequeño lo que hago frente a lo
que debería hacer que no le doy valor. Y a menudo no veo a Jesús detrás. Como
en la parábola. Los que han hecho el bien no saben que se lo hacían a Jesús.
Los que han hecho el mal tampoco saben que dejaron de amar a Jesús:
«Señor,
¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?;
¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo
te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: - Os
aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos,
conmigo lo hicisteis». Parece que no es tan evidente ver a Jesús en el
hermano. No habrá un juicio simétrico, así es Dios. Lo bueno pesa más que lo
malo. Yo, confío en su amor. Sé que es mi pastor que saldrá a vendar mis
heridas de oveja cuando llegue a su lado. Y me dirá: «Bueno, por fin estás conmigo para siempre». Y me mostrará cosas
buenas que he hecho que yo no sabía. No me agobio, no pienso en un Dios frío
que lo mide todo y lleva cuenta del mal. Jesús no sabe calcular. Su amor es sin
medida y su perdón, cuando llego humillado, es capaz de borrar de un plumazo y
para siempre mi pecado. Él cargó ya con mis faltas y heridas en la cruz. Esa es
mi esperanza. No es un Dios que juzga de lejos, sino que ama de cerca. Hoy escucho: «Venid, vosotros, benditos de mi Padre». Yo confío y me acerco.
Sé muy bien que es sólo el amor a los demás lo que
puedo presentar ante Dios cuando me encuentre con Él. No me hablará de obras ascéticas. Sino más bien de obras de
misericordia. En el pobre y necesitado está Cristo herido. Y a veces lo busco
lejos de los hombres. Porque cuesta ver a Jesús en el necesitado, en el
hambriento, en el que me ofende, en el que me agrede, en el que huele mal, en
el que sólo pide. Cristo se esconde en la piel de ese mendigo que duerme. En el
enfermo o en el despreciado. Pero también me cuesta verlo en el que me ama, en
el que me necesita. La pregunta fundamental son las obras de misericordia. Me
gusta pensar en ese Dios que mira el amor y no las palabras. Cualquier hombre,
creyente o no, cristiano o no, puede amar y tocar a Dios en el otro, aunque no
lo sepa. El que ama conoce a Dios. Y Dios lo conoce a Él. No hacen falta
grandes obras.
Bastan las
pequeñas, las cotidianas y escondidas. Sólo lo que he amado es lo que llevo al
cielo. Decía la Madre Teresa: «Lo que no
se da, se pierde». Y lo que doy, lo gano. Cuando llegue ante Dios me
llamará por mi nombre. Yo lo reconoceré como el Pastor de mi vida. Recordaré a
Aquel que oí por los caminos cuando estaba perdido. A Aquel que me llevó en
brazos y me susurró al oído que me amaba. Yo tampoco lo veo fácilmente. Me
habla en el cuidado de los que Dios pone cerca de mí. Leía el otro día:
«La
acogida del reino de Dios comienza en el interior de las personas en forma de
fe en Jesús, pero se realiza en la vida de los pueblos en la medida en que el
mal va siendo vencido por la justicia salvadora de Dios»8. Mi fe en Jesús se plasma en obras de amor. No hay un
amor a Dios verdadero que no se realice en gestos concretos de misericordia. Me
gusta esa imagen del Salvador que siempre está curándose sus heridas una a una
para estar disponible cuando lo necesiten: «La
historia del Talmud sugiere que, puesto que venda sus heridas una a una, el
Mesías no necesitará demasiado tiempo para preparase a ayudar a los demás.
Siempre estará dispuesto a servir a algún otro, olvidando sus propias heridas.
Jesús ha dado a esta historia una nueva plenitud haciendo de su cuerpo roto un
camino de salud, de liberación y de nueva vida. Como Jesús, el que proclama la
liberación está llamado no sólo a cuidar sus propias heridas y las de los
demás, sino también a convertir las suyas en la fuente principal de curación»9. Soy yo un sanador herido. Un cuidador necesitado de
cuidado. No cuido porque no tenga nada más que hacer. Cuido necesitando ser
cuidado. Amo necesitando ser amado. Doy necesitando recibir. Soy hogar para
otros necesitando yo un hogar. Esa imagen me da paz. Puedo hacer presente el
reino de Dios desde mi indigencia. No desde mi poder y mis capacidades. Cada
vez que haga el bien a alguien se lo estaré haciendo a Jesús. Y estaré haciendo presente el reino de Dios.