domingo, septiembre 30, 2018

FECHAS IMPORTANTES OCTUBRE

Mes del Santo Rosario


1.   Santa Teresita del Niño Jesús
2.   Santos Ángeles Custodios
4.   San Francisco de Asís
4     100 años muerte de José Engling
7.   Nuestra Señora del Rosario
12. Nuestra Señora del Pilar
13. Última aparición de Nuestra Señora de Fátima
15. Santa Teresa de Jesús
21. Día de la madre en Argentina
22. San Juan Pablo II
Padre, vamos contigo

martes, septiembre 18, 2018

CARTA DE ALIANZA SEPTIEMBRE 2018


Con la celebración de los 50 años de la partida del Padre Kentenich todavía fresca, queremos celebrar un nuevo día de alianza. ¡Bendiciones, querida familia de Argentina!

Le demos gracias a Dios por el regalo de la vida y obra de nuestro fundador. A través de su persona nos regaló una manera original de vivir la fe. El vínculo a él es parte de nuestra espiritualidad y este año se ha plasmado en una corriente de numerosas alianzas filiales selladas en diversas ciudades del país. Nos vinculamos al Padre y Fundador porque nos acerca la paternidad misericordiosa de Dios y nos ayuda a experimentar en lo humano el actuar de Dios.

De esa manera, lo humano es traspasado por lo divino y surge la confianza. Confianza que como argentinos necesitamos imperiosamente. En gran parte, nuestra situación económica financiera es complicada y delicada porque no tenemos confianza en nosotros mismos, en nuestros gobernantes, en lo que será de nuestra patria. Esa desconfianza opera produciendo mayor descalabro en el sistema. Sé que la realidad es más compleja aún y mis líneas no pretenden tener un tinte político partidario sino simplemente valorar lo que la confianza produce en nuestra vida y sociedad.
Como argentinos nos cuesta esa confianza, ponernos de acuerdo y tirar todos para el mismo lado. Por eso veo como una gracia lo ocurrido el pasado fin de semana largo de agosto cuando el trabajo sostenido en el tiempo de muchos jóvenes y asesores de la JM Argentina en la búsqueda del ideal nacional arribó a buen puerto.

En un ambiente de cenáculo, el soplo del Espíritu tomó cuerpo y se hizo ideal que reza: “Con María, pasión que transforma”.

Con María, siempre María, pasión por ella es un distintivo de nuestra JM. Pero la pasión es en primer lugar la entrega de Cristo por nosotros. Esa pasión transformó la historia de toda la humanidad y transforma nuestra historia personal. La JM Argentina quiere vivir esta pasión con tanta intensidad que transforme también a los demás, a cuantos estén cerca, a los ambientes donde se muevan, barrios, ciudades, ¡a toda la Argentina!

El P. Kentenich escuchaba de manera especial los ideales de los más jóvenes, dejemos que este ideal, como llamada a la santidad, penetre también nuestra alma y nos impulse en nuestra vida de Alianza.

Para la familia cordobesa, la partida del P. Kentenich y la bendición del Santuario de Villa Warcalde están muy unidos. Semanas antes de aquel 6 de Octubre del 68, día de la bendición, fallecía nuestro Padre Fundador. En Córdoba se repite que es el primer santuario bendecido por el Padre desde el cielo. Es también vox populi que el Padre tenía los pasajes listos de su vuelo a Argentina para venir a la bendición. Nos acercamos al 50 aniversario de aquella bendición significativa para el desarrollo del Schoenstatt argentino. Gracias, Mater, por todos estos años de presencia silenciosa y fecunda en “la Villa”. Desde ahí se ha gestado una gran familia que te pedimos sigas guiando, educando y multiplicando.




Quedamos en eso, permanecemos fieles.
P. Pablo Gerardo Pérez

lunes, septiembre 17, 2018

Domingo XXIV Tiempo ordinario

Isaías 50, 5-9a; Santiago 2, 14-18; Marcos 8, 27-35

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. El que quiera salvar su vida la perderá; el que pierda su vida por mí la salvará»



16 Septiembre 2018    P. Carlos Padilla Esteban

«Estoy llamado yo a decirle a mi Madre: «Aquí tienes a tu hijo». Aquí estoy dispuesto a dar la vida.

Aunque me duela. La pierdo para ganarla. La pierdo para que tengan vida»

A veces no sé bien en quién creer, a quién seguir. Me gustan las personas auténticas, verdaderas, nobles, buenas. Me gustan los que tienen fuerza y parece que saben dónde pisan, a dónde van. Me gustan los que sueñan y no se conforman con salir del paso, con pasar de puntillas por la vida, sin hacer ruido. Me gustan los que no lo controlan todo ni se sienten seguros en la vida, dueños de certezas absolutas. Dudo de los que nunca se han caído, de los que siempre tienen la verdad entre sus dedos. De los que juzgan y condenan. De los que observan la vida desde una barrera imaginada.
Aquellos que nunca arriesgan y siempre tienen el corazón saltando de rama en rama. El otro día leía que el psicólogo Norman Dixon describe en su libro clásico de 1976: «Sobre la psicología de la incompetencia militar», a líderes que no saben tomar decisiones en tiempos duros. Esas personas que en tiempos de crisis hacen lo mínimo para cumplir el expediente. Ese líder es aquel que quiere tener éxito y ser popular. Quiere ser reconocido y gustar. Caer bien, agradar. Sólo eso. Pero detrás de ese deseo se esconde un deseo más hondo, el deseo de no ser nunca criticado. En medio de la batalla no parece que quiera ganar la guerra. Tampoco parece que sueñe con ello. Más bien resulta que sólo quiere que no le critiquen, desea guardar su fama y no cometer errores. No quiere confundirse nunca en el camino emprendido. Cualquier error se paga caro. Sueña con una jubilación tranquila. Con la paz al final de la jornada. Que me dejen tranquilo, piensa. A veces me puedo llegar a sentir así yo mismo. Puedo actuar cuidando mi imagen, mi nombre. Pretendiendo cuidar esa fama que resulta tan efímera. Deseo que no hablen mal de mí. Casi prefiero que no hablen, que no mencionen mi nombre. Así, oculto para este mundo de redes sociales, me salvo. Sólo acepto los halagos. Y niego o tapo las críticas. Y para no sufrir el juicio, me escondo. Me aíslo en un torreón para no correr el riesgo del fracaso si llego a arriesgar mi corazón. Por eso no lo pongo como prenda. Me doy cuenta de que no pongo todas mis fuerzas en juego, no vaya a ser que me quede vacío al final de la batalla. Prefiero guardar mi ropa antes que perderlo todo. Sueño con retener lo poco que poseo, para que perderlo. Pienso que todo tiene que ver con una actitud narcisista ante la vida. Me miro a mí mismo en un espejo. Hay en mi vida de oración, en la búsqueda continua de Dios, una búsqueda oculta de mí mismo. Decía Santa Teresa en las Moradas: «Torno a decir que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar, porque si no procuráis virtudes, siempre os quedaréis enanas. Ya sabéis que quien no crece, decrece»1. No quiero buscarme a mí mismo. No busco ser siempre valorado y admirado. No quiero esconderme en mi oración. Quiero salir. Pero a veces pienso que tengo algo de narcisista cuando me busco a mismo.
Cuando sólo deseo estar bien y que me vaya bien en la batalla. Algunas preguntas me desenmascaran cuando me las hago: «¿Por qué deberían contratarme o trabajar conmigo? ¿Cuáles son mis superpoderes?
¿Tengo debilidades? ¿Cómo defino el éxito? ¿Siento que mi aporte es imprescindible?». Esas preguntas hacen que exprese mi deseo de reconocimiento, de prestigio y de poder. Mi sueño de ser único, irrepetible, inimitable. Como si el mundo sin mí se perdiera lo más grande. No sé bien qué tipo de líder soy. No sé si creo en un líder en concreto. Pero temo esconderme en la batalla por miedo a caer. O dejar de luchar por miedo a morir. La vida es algo tan grande que no merece la pena esconderla en un lugar seguro.
Estoy dispuesto a perderla para ganarla para siempre. No quiero convertirme en un hombre narcisista enamorado de mis propios caminos. Quiero mirar más allá. Salir de mis seguridades. No quiero buscar



1 Santa Teresa de Jesús, Las moradas

sólo mi bienestar espiritual. Me fio de Santa Teresa. Sin el equilibrio entre el amor a Dios y al prójimo es imposible que cambie el mundo que me rodea con la luz de mi vida.

Me gusta hacer las cosas con rapidez. A veces me precipito y no lo hago todo perfecto. Pretendo hacer dos o más cosas a la vez. Pensando que puedo. Anhelo resolver los problemas cuando se presentan y no esperar a mañana. No quiero dejarlo todo para el día siguiente. No me gusta agobiarme pensando en lo que tengo que hacer y no hago. En lo que puede llegar a suceder, cuando todavía no sucede. El otro día leía sobre la palabra Procrastinación. Un sacerdote había escuchado a un penitente confesar este pecado. Al principio no entendía muy bien por dónde iba su falta. Al final entendió que era un pecado parecido a la pereza. Es la tendencia a retrasar lo que tengo que hacer. Lo retraso, tardo en hacerlo. Dejo para mañana lo que puedo hacer hoy. Pospongo sin una razón suficiente lo que puedo hacer inmediatamente. Al pensar en este pecado del cual hoy muchos se confiesan, creo que quizás no lo cometo. No me gusta tardar mucho en hacer algo. No dejo de hacer lo que tengo que hacer ahora.
No lo sé, no es una virtud. Más bien es una tendencia natural que a veces me juega malas pasadas. Por eso yo más bien me confieso de un pecado distinto. Lo definiría con una palabra inventada, precrastinación. Es la tendencia a hacer de forma imperfecta y precipitada ciertas cosas que podría haber hecho con más calma y cuidado. Tal vez no peco por no hacer algo. Pero sí puedo pecar por hacer las cosas de forma imperfecta o hacerlas mal sencillamente. Esta tendencia mía facilita que haga las cosas sin miedo a equivocarme y sin el afán de hacerlo todo perfecto. No pretendo que todo salga sin errores. Sufro menos en la realización, aunque luego encuentro fallos, carencias, límites que he pasado por alto en mi velocidad para hacerlo todo. Quizás me libro del pecado de la omisión o de  dejar de hacer lo que me toca hacer. No dejo de exponerme haciendo algo, como aquel que por miedo al ridículo y al rechazo no se arriesga nunca y no pierde su vida. Yo me arriesgo. A veces en exceso y pierdo la vida. Hago lo que deseo hacer. No dejo de realizar obras. No permanezco pasivo en mi fe.
Dice hoy el apóstol: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?». Pero puede que mis obras sean imperfetas, estén incompletas o inconclusas. Puede que cometa errores que podía haber evitado. En el fondo de mi alma sé que quiero hacerlo todo bien. Eso es lo que más deseo. Y quiero hacerlo rápido. Quiero hacer el bien a los hombres. Ahora, siempre. No quiero dejar nunca de ejercer la caridad. No quiero que mi fe sea una fe muerta. Me gusta actuar, ponerme en camino. Sé que una fe muerta no me salva: «¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: - Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago. y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?». Me da miedo caer en la inacción, en la omisión, en la parálisis de mi alma. Pero también me asusta hacer las cosas mal por precipitarme en mi entrega. Es verdad que es imposible que se equivoque el que nada hace. Que rompa algo el que no ayuda en nada. El que no se mueve no altera el mundo que lo rodea. Pero su omisión se convierte en el pecado de tibieza que más detesta el Señor. Y yo no quiero ser tibio, no quiero permanecer ocioso, quieto. No quiero ser el que omite y se ausenta. Entre la perfección y la inacción hay muchos matices. No sabría definirlos ni decir dónde me encuentro yo. Pero sueño con hacer las cosas bien. Con hacerlas de todos modos, porque es mi obra la que da fuerza a mi fe. Hoy así lo escucho: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probare mi fe». Una fe que se muestra en obras tiene sentido. Un deseo profundo del corazón que se hace amor concreto merece la pena. Hay tantas personas que sufren por no hacer lo que desean. Se propusieron muchas cosas en el amanecer de sus vidas. Soñaron con un camino mejor. Con mejores proyectos. Y ahora se encuentran en el mediodía de la vida con un cierto pesar por lo que no hicieron nunca. Se arrepienten de sus miedos, de su pereza,  de su dejadez. Sufren porque no fueron capaces de lograr llevar a la vida lo que habían soñado. Como decía una persona: «Yo tengo las buenas ideas. Alguien las realizará». Esa mirada me pareció algo cómoda y aburguesada. No muevo un brazo por realizar lo que he pensado. Lo que he soñado. Lo que más deseo realizar. No quiero que me pase. Pero tampoco quiero caer en lo que dice el filósofo coreano Byung-Chul Han: «Ahora uno se explota a mismo y cree que está realizándose. Se ha pasado, del deber de hacer una cosa al poder hacerla. Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede». Uno quiere realizarse. Quiere hacer lo que desea hacer. Y entonces surge una angustia nueva de hacer para ser más, para ser mejor. Como si haciendo más cosas fuéramos más plenos y más felices. Me han dicho que mi vida es muy importante. Y vivo en un constante deseo de que sea verdad. Quiero llegar a la meta del camino trazado. Alcanzar todos los logros que imagino. Si quiero, puedo. Me convenzo. Es

ese afán por hacer cosas el que me crea una cierta ansiedad. Cuando no lo consigo. Cuando alguien se interpone en mi camino. Cuando no puedo. Entonces pierdo. Me repiten muchas veces que si yo quiero hacer algo puedo hacerlo. Pero no siempre sucede. No siempre logro lo que pretendo. Pueden fallarme las fuerzas, o el cuerpo. Puede la falta de dinero o de medios impedir que siga el camino trazado. No quiero angustiarme por hacer cosas. No siempre hacer muchas cosas va a ser lo más importante. Es más valioso dejarme hacer por Dios que hacer por hacer. Más valioso estar con Él que angustiarme haciendo mucho.

Creo que necesito aprender a agradecer y a alabar a Dios por todo lo que hace en mí. Agradecerle por los pequeños y grandes milagros que veo cada día. Se me olvida hacerlo. Estoy centrado en lo que me falta. Me quejo mucho de lo que no tengo. No valoro tanto mis pequeñas conquistas. A la luz de mis grandes pérdidas me parecen insignificantes. Al cumplirse los cincuenta años de la muerte del P. Kentenich pienso en su forma de mirar. Él quiso que la Iglesia de la adoración en Schoenstatt fuera un símbolo para toda la familia. Un canto de gratitud por su vuelta a casa. Una alabanza por su vida llena de cruces. El misterio del dolor que da la vida. Habían pasado tres años desde su regreso del exilio.
Estaba todo dispuesto para su bendición. Se dio una conjunción particular. Fue un sello del cielo sobre su vida. El P. Kentenich muere al acabar su primera misa en esa Iglesia. Era la misa inaugural. Muere en la sacristía. Era domingo y la Iglesia celebraba el 15 de septiembre la fiesta de La Virgen de los dolores. En el Evangelio de ese día: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre». Esas palabras de Jesús habían marcado la vida del Padre Kentenich desde niño. Desde que entró en el orfanato.
Fueron palabras claves en su vida y en su misión. Se había sentido hijo de María. Y Ella como Madre había salvado su vida. María sufrió el dolor por una espada que atravesaba su corazón al pie de la  cruz. Jesús moría y tenía todavía aliento para entregar a su Madre a Juan y a Juan a su Madre. Y en Juan me entrega a mí. Entrega mi vida para que aprenda a ser hijo. Y sepa agradecer y mirar mi vida con ojos abiertos, claros, llenos de luz. Ojos de niño. Ese día en que María miraba al P. Kentenich celebrando y cantando un cántico de gratitud, lo tomó en sus brazos y lo condujo al encuentro del Padre. Fue un abrazo eterno. Para siempre. Era el día del dolor de María. El día al pie de la cruz en el que Jesús nos daba una Madre. Ese mismo día el Padre emprendió un camino solo. Nos marcó un camino. Nos enseñó una forma de vivir. Nos enamoró de una misión para los tiempos de hoy. Nos  hizo profetas, hijos de María, niños confiados en las manos de Dios. Nos entregó una Madre. Y por eso yo estoy dispuesto a seguir sus pasos. Dice la estrofa de una canción: «Padre y profeta, elegido por Dios seguimos tu camino por las tormentas y sombras de hoy, mar adentro en tu corazón. Padre de pueblos, llevamos tu luz, vida nueva en la Alianza de Amor. Vamos contigo, Padre. Tu Alianza nuestra misión. Somos tu familia. Padre nuestra misión. Tu Alianza nuestra misión». La misma misión del Padre hecha vida en la fiesta de María rota al pie de la cruz. Rota en su dolor y en su agonía. La misión de ser luz, de ser esperanza en medio de tantas vidas rotas. En Berlín hay una escultura sencilla de una madre con un soldado muerto en sus brazos. En su sobriedad refleja el dolor de una madre por su hijo muerto. Ella permanece fiel, haga frío o calor, ante las injusticias y guerras. El amor de una madre es poderoso. Un amor silencioso y sólido. Así es en una madre humana. ¡Cuánto más es María! Ella está siempre en mi dolor. Ella fue siempre fiel porque vivió lo que he repetido en el salmo: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida». No dudó. Dejó de temer abrazada por Dios. No se turbó. No dejó de luchar. Una madre no abandona al hijo muerto, al hijo enfermo, al hijo solo, al hijo pecador. Eso es lo que me enseñó el P. Kentenich con su vida. Sé que para poder ser yo consuelo en el dolor de los otros, tengo que entregar con mis manos abiertas mi propio dolor: «Antes de poder aceptar el dolor de otra persona, primero tiene que haber una aceptación del propio dolor. También ha de haber una interpretación positiva del muerte y pérdida»2. Tengo que haber cruzado rutas dolorosas, umbrales amargos. Haber caído en medio de un dolor terrible atravesado, como María, por una espada. Y luego tener paz en el alma para seguir caminando, abrazando, levantando, sosteniendo. Así es María. Así lo vivió el P. Kentenich que nos confió la misión de ser yo María en medio de los hombres heridos. Lo expresaba así: «La pequeña María también ha de tener ese dinamismo del corazón de la Santísima Virgen. Corazón como un cántaro del cual manan aguas que corren hacia Cristo. Porque si no tiene ese dinamismo, si su rostro está vuelto sólo hacia los hombres, no es




2 Anji Carmelo, Déjame llorar

María, la que dio a luz a Cristo y es portadora de Cristo»3. Un corazón vuelto hacia los hombres y vuelto hacia Dios. Ese fue su testamento espiritual. Murió ante María rota abrazando a su Hijo. Murió roto él mismo, después de haber sido herido y abrazado a su Madre. Tal como lo veo en esa escultura de la madre y el soldado. En esa piedad que imagino en el Calvario. Un abrazo eterno lleno de dolor y esperanza al mismo tiempo. ¿Cómo puedo agradecer cuando estoy llorando? ¿Cómo puedo llegar a agradecer lo que me duele, lo que no amo, lo que me hace tanto daño? Parece inhumano. Sólo un milagro de Dios en mi alma puede hacerme capaz de agradecer llorando. De soñar sufriendo. De esperar lamentando. El corazón de María es así porque ve más allá de la oscuridad de ese calvario.
Como hubiera hecho al día siguiente el mismo P. Kentenich si hubiera tenido que explicar la trascendencia de su propia muerte. Le quedaba todavía tanto por hacer. Había tantos planes, tantos proyectos por delante, tantas fechas marcadas. Poco importan en ese abrazo eterno entre Madre e hijo las obras inacabadas. En ese abrazo profundo todo cobra sentido. Un abrazo sencillo, hondo. Hoy el P. Kentenich me vuelve a animar para seguir luchando. Para que no me detenga en medio de mis dolores y cruces. Para que no me queje ni me desespere cuando se me cierren caminos. Para que mire a María como siempre él lo hizo y confíe. En el Santuario surge un hombre nuevo. Ahí estoy llamado yo a decirle a mi Madre: «Aquí tienes a tu hijo». Aquí estoy dispuesto a dar la vida. Aunque me duela. La pierdo para ganarla. La pierdo para que tengan vida.

Hoy Jesús se acerca a los discípulos para saber lo que hay en sus corazones. Me gusta pensar que Jesús acude con preguntas sinceras. No hace teatro. No usa una pregunta trampa para saber algo más. Jesús necesita el sí de Pedro y sus amigos, necesita saber la verdad, para comprender mejor su propia vida y su misión. A veces busco negar la verdad, porque duele, y vivo tapándola. Como leía el otro día: «La mayoría de los hombres prefería negar una verdad dolorosa antes que enfrentarse a ella». Intento negar la verdad que me hace daño. La que me habla de mi pecado, de mi debilidad, de lo frágil que soy. Esa verdad lacerante. La de mi realidad. ¡Cuántas personas niegan su verdad! Tal vez para sobrevivir. No se sienten con fuerzas para enfrentarla. Quizás es un mecanismo de defensa. Son supervivientes. No soy nadie para juzgar. Me miro a mí mismo y me pregunto si hay verdades de mi vida que no  enfrento, que niego, que oculto, que maquillo. Tal vez sí. Hoy se las entrego a Dios. Mis verdades más hondas. Mis mentiras profundas. ¿Quién soy yo para Dios? ¿Cuál es la verdad de mi alma? Siempre me impresiona este momento en la vida de Jesús en que pregunta a los suyos quién dicen los demás y ellos mismos que es Él. En la película «Killing Jesús» este pasaje aparece situado justo después del anuncio de la muerte de Juan Bautista. Es posible que fuera así, no lo sabemos. En ese momento Jesús se retira a orar, conmovido y triste por la muerte de su primo. ¿Qué sentido tiene todo? Es de noche.
Sus discípulos permanecen juntos en torno al fuego. No saben bien lo que piensa Jesús en ese instante. Tampoco saben qué decir. Pasa el tiempo y Jesús se acerca a ellos. Está serio, conmovido, triste. Y entonces les hace la pregunta. ¿Por qué en ese momento? Jesús quiere saber primero quién dice la gente que es Él. Los hombres. Los enfermos. Los fariseos. Los pobres. Los ricos. Los que lo desprecian. Los que lo siguen. No es curiosidad. Creo que en el fondo de su alma quiere conocer lo que su misión despierta en el corazón de los hombres. «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, pregunto a sus discípulos: - «¿Quién dice la gente que soy Yo?». ¿Qué sentido tiene la vida si no es para despertar vida y amor en otros? Jesús quiere saber lo que despiertan sus milagros, sus palabras llenas de vida eterna, su misericordia, el misterio de su vida. ¿Se les habrán abierto los ojos? Las respuestas no le dan mucha luz: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas». Los hombres buscan explicaciones. Normalmente quiero entenderlo todo en mis categorías. Quiero encasillar a las personas para que no me incomoden. No me gustan los misterios. No me gusta lo que no encaja. Quiero racionalizar mi vida para estar más tranquilo. Así interpreto muchas veces lo que me sucede. Una enfermedad, una cruz, una ausencia. Quiero que todo encaje. Busco respuestas.
Que todo tenga un sentido. Y cuando no lo tiene me desespero. Cuando algo se escapa de la razón me desconcierto. Lo mismo con las personas. Trato de entender quiénes son en lo profundo. Su lugar en  mi historia personal. Quiero meter a Dios en mis coordenadas. Para que no se escape, para que no me pida lo imposible. Para que no me haga hacer lo que no quiero hacer. En el fondo a Jesús le interesa más la respuesta de los suyos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Es una pregunta difícil. Les pregunta a



3 Kentenich Reader Tomo I: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

ellos que han visto sus silencios y han oído sus palabras. A ellos que han amado sus pisadas y han sufrido por no tener un lugar en el que reclinar su cabeza. A ellos que lo aman y lo han dejado todo  por estar a su lado. Ellos tienen que saber quién es Jesús en lo profundo. Pero, ¿lo conocen de verdad? Muchas veces, al leer el evangelio, me conmueve que los discípulos no sepan muy bien cómo es Jesús. No conocen su misericordia. No entienden sus gestos llenos de vida. Se asustan ante su impotencia cuando es rechazado por los hombres. Tal vez esperan más de Él. Un milagro asombroso, o que no los deje nunca. Esperan mucho más de sus obras. No saben quién es porque no se acaba de desvelar el misterio. Incluso aunque Pedro afirme hoy una verdad tan profunda: «Tu eres el Mesías». No lo saben y no lo sabrán hasta Pentecostés. No habrá luz en su alma hasta que el Espíritu les revele la verdad más honda de Jesús. Hasta que coma con ellos y les haga ver cuánto los ama. Sólo entonces comprenderán lo que hoy Jesús les pregunta. Es verdad que intuyen que Jesús es Dios, que es hijo de Dios. Pero dudan de tantas cosas. Tienen miedo de Dios. Tienen miedo a la vida. No saben cómo es Jesús. No conocen sus entrañas. Jesús se escapa de todos sus esquemas y racionalizaciones. En medio de su turbación la pregunta queda suspendida en el aire. Pedro responde. Los demás se esconden en esa respuesta llena de misterio. También lo hago yo con frecuencia. Digo que Dios es un misterio. Que nadie entiende sus planes. Que no sé cómo es de verdad aunque pongo nombres misteriosos a preguntas difíciles. Y me siento seguro. Encajono a Dios. Lo limito para que no sea tan infinito.
Acorralo su omnipotencia, para no sentirme tan frágil a su lado.

Brota con fuerza la pregunta hoy en mi pecho: «¿Quién soy Yo para ti?». Me lo pregunta Jesús. En medio de mi noche y de mis miedos quiere saber lo que pienso, lo que siento, lo que sé. Intento responder buscando mis respuestas dentro de mí. ¿Dónde está mi experiencia personal con Dios? Hoy me pregunto a mí mismo quién es Jesús para mí. Me lo pregunto de nuevo. Me lo pregunta Jesús mientras me mira. Y yo intento responder titubeando. ¿Quién es Jesús realmente en mi vida? ¿Cuál es mi experiencia de Dios más honda, más auténtica? Recuerdo a mi madre cuando era pequeño al pie de mi cama. Tenía que dormirme. Mi madre me besaba y me daba paz. Yo no quería que se fuera. La retenía tirando de su brazo. Creo que esta es mi primera experiencia profunda de Dios. Un Dios que no quiero que me deje solo nunca. Luego aprendí a tocarlo rezando el rosario. En el silencio escuché su voz amiga. Su llamada. Más tarde tuve un encuentro profundo con Jesús. Corriendo en una tarde lo sentí a mi lado, muy cerca de mí. Caminando a mi paso para siempre. Una canción habla de ese encuentro: «¿Quién eres Tú, que llegas, de repente, incendias e iluminas, mi corazón? Despiertas melodías, dormidas y olvidadas, que yo nunca supe escuchar. Tu mano acaricia los sentidos, cobija mi ser, sana las heridas, y bendice mi vida en su silencio. Caminas a mi lado, corres, te detienes, sin avisar. Recorre tu mirada, mi miseria que se esconde y no quiere ante tu vista aparecer. Tu sangre recorre mis mejillas, lava mi alma, aflige mis entrañas, y conduce, mis pasos a la cruz. Es tuyo acaso el fuego que me enciende, el alma y da calor a cada miembro. Y despierta la vida dormida. Eres Tú, el pobre Hijo ofrecido, en la cruz». Jesús es el caminante silencioso, el peregrino. El que me abraza cuando me siento frágil y me sostiene para que no caiga. El que parte su pan ante mis ojos haciéndome ver cuánto me quiere. El que enciende en mí el fuego del amor para que aprenda a amarlo sin medida. El que navega a mi lado en mi misma barca en medio de la tormenta. El que me sostiene entre las aguas cuando me hundo y me pide que confíe. El que me  mira mientras yo lo miro o esquivo su mirada. El que sana mi herida abierta, esa herida profunda que me hace sufrir tanto. Aquel al que yo miro buscando respuestas, aunque no las encuentre. Me   importan su mirada, su paz, sus silencios. Me gusta ese Jesús que corre a mi lado para no dejarme nunca solo, y se detiene sólo cuando yo me detengo. Me sorprende su luz que lo inunda todo. Me emocionan sus lágrimas y su sonrisa. Esa mirada suya tan profunda, tan verdadera. Me gusta el Jesús que se pone en camino y se acerca a mí. No tanto el que hace milagros. No sigo a aquel que soluciona mis problemas y resuelve mis conflictos. Me gusta el Jesús pobre y desvalido que necesita mis manos, mis pies, mi voz. El hombre frágil lleno del Espíritu. El que permanece fiel siempre junto a mí. No me gusta ese Jesús que dice sólo cosas bonitas. Me gusta más el que calla y guarda silencio abrazando mis fracasos. Me gusta ese Jesús humillado y atado que no puede defenderse. Así lo miro yo en medio de su pobreza. Le digo quién es para mí. Decirlo es importante. Pienso también en su respuesta. ¿Quién soy yo para Él? Soy hombre, soy pobre. Soy hijo, soy niño. Soy frágil, soy un hombre herido. Soy su amante, soy débil. Soy desvalido e incapaz. Soy pecador y aspiro a ser fiel. Soy frágil en mis decisiones y lucho por ser firme. Me mira como mira a Pedro ese día. Ve en mucho más de lo que soy ahora

mismo. Ve mi propio ideal personal hecho carne imperfecta. Ve lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer en sus manos. Ve mi misión de vida que completaré en el cielo. Ve mis torpezas y se conmueve. Tengo una belleza oculta que Él ve mucho mejor que yo. Tengo una gran pasión por la vida que Él tanto aprecia y valora. Tengo una alegría que permanece siempre, en el éxito y en el fracaso. Tengo un corazón que se emociona con lo importante. Y llora, y sufre. Jesús conoce mi verdad y me quiere como soy. Sabe de mis logros y de mis caídas. Conoce mi pecado y mi debilidad. Y me quiere con todo lo que soy. Sabe perfectamente quién soy. Yo miro a ese Jesús que me llama con misericordia para que lo siga. Veo a ese Jesús que me da de beber un agua pura para calmar mi sed. Pronuncio su nombre de  rodillas. Y me detengo ante Él para que pronuncie el mío. Hoy se lo pregunto con cierto temor:
«¿Quién soy yo para ti?». Jesús me mira y me recuerda cuánto valgo. Y me llama mar adentro. Mi vida merece la pena. Se me olvida. Ve mi poder oculto en medio de mi sangre. Y me levanta de nuevo para que siga creyendo, para que siga luchando. Me gusta ese Jesús que camina a mi lado.

Jesús hoy me enseña que mi vida va unida a la cruz. Yo detesto sufrir y evito lo que me duele. Hoy me dice: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por y por el Evangelio la salvara». Pedro ha querido disuadir a Jesús cuando ha empezado a hablar de su trágico final. ¿Para qué mencionar la muerte en medio de la vida? ¿Para qué hablar del fracaso cuando saboreo el éxito? Pedro es un hombre práctico: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo». No quiere oírle hablar del final de todo lo que sueña. Ya vislumbra un reino nuevo que cambiará su vida. No le gusta la cruz, ni la muerte, ni el  dolor. Me siento muy identificado con él. Yo, como Pedro, huyo de la muerte y del dolor. Evito el sufrimiento. Guardo mi vida. Esquivo la desgracia. ¿Qué sentido tiene tanta muerte? ¿Cómo entender esta vida marcada por la levedad del tiempo? Yo me afano por entenderlo todo. Detengo el tiempo con mis manos. Quiero estar al día de todo lo que ocurre. Saber lo que va a pasar. Descifrar todos los signos. Tengo en mi alma un deseo oculto de ser como Dios. El orgullo de ser hombre. Y saberlo todo. Y controlarlo todo. Pero luego toco mi fragilidad y me desespero como Pedro. Y escucho que Jesús me dice: «¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». No me sorprende la mundanidad de Pedro. Es la mía. Yo, como él, quiero que todo vaya bien. No deseo la cruz. Miro a un lado rehuyendo el dolor. Me escondo en el espiritualismo cuando no logro explicar mi vida. Utilizo el nombre de Dios. Pretendo razonarlo todo. Mi fe se acaba quedando sin obras. «Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sola está muerta». Se convierte en una fe desencarnada, en una fe muerta. Hoy Jesús me recuerda que mi camino de seguimiento me lleva a asumir la cruz que cargo en mis espaldas. Miro a Jesús sufriendo. Pienso en mi cruz. Yo puedo decir lo mismo que hoy escucho: «Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?».
No cargo solo mi cruz. Jesús va conmigo sosteniendo mis pasos. Creo en su amor compasivo que se detiene a mi ritmo. No me da miedo la cruz si Él va a mi lado. Paul Claudel escribió: «Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni siquiera a explicarlo. Ha venido a llenarlo de su presencia. Quedan muchas cosas oscuras; pero hay una que no podremos decirle nunca a Dios: no sabes lo que es sufrir». Él sufrió antes que yo. Sabe cuál es el camino del calvario. Conoce el peso de mi cruz y comprende que me cueste llevarlo. No me deja nunca solo abandonado a mi suerte. Va conmigo como un cireneo. Tal vez yo no lo vea en medio de mis miedos y noches. Dudo de su amor al sufrir yo tanto. Pienso que me ha olvidado. Pero  no es cierto. Sé que está conmigo sosteniendo mi vida con su cruz. Eso pacifica mi alma. Hoy miro mi cruz. Pienso en esa cruz que más me cuesta cargar. En la que no veo, pero está oculta en los pliegues de mi alma. En la que pesa en mi espalda. Le pongo nombre a mi dolor. Jesús conoce mi sufrimiento. Lo comprende. Entiende mi pesar y mi angustia. Pero me da fuerzas para que siga luchando. Para que confíe. Se lo entrego hoy todo en el altar. Pongo en sus manos mi cruz pesada, mi dolor, mi ausencia, mi pecado, mi angustia. Le doy gracias a Dios por no dejarme nunca solo. Cargo con la cruz de mis límites, de mis pérdidas, de mis renuncias, de mis fracasos, de mis enfermedades y fragilidades. En mi debilidad la cruz parece muy pesada. Demasiado grande para mi tamaño. Pero justamente ahí, en medio de mi pequeñez, está Dios cargando conmigo. En medio de mi pobreza brilla con más fuerza su amor infinito. En medio de mis torpezas brilla la luz de su amor. Mis obras no son nada si no está Dios en ellas. Entrego hoy mi orgullo, mi vanidad, mi deseo de ser alguien. Entrego mis obras imperfectas, en las que Él se hace fuerte. Entrego mi vida. Estoy dispuesto a perderla.