"Apareció una
gran señal en el cielo"
Texto: Apoc 12, 1-6 y 13-18
"Mientras
hay vida, hay esperanza", dice el refrán. Se trata de un consejo bastante
pragmático que invita a aprovechar hasta la última oportunidad, a confiar en el
último y posible golpe de suerte. Pero si invertimos los términos del refrán,
resulta una afirmación mucho más densa, que entraña una profunda filosofía: "Mientras
hay esperanza, hay vida". Así lo siente todo hombre sano: vivimos porque
esperamos algo; luchamos porque tenemos metas que alcanzar; nos esforzamos,
porque creemos que la felicidad es posible. Si no esperáramos nada, no se
justificaría ninguna lucha y ningún esfuerzo. Porque no habría metas no
posibilidad de felicidad. Porque la vida del hombre no tendría sentido y
estaríamos caminando hacia la nada. Entonces el único sentimiento legítimo
sería la angustia. Así lo ha proclamado el existencialismo: una filosofía
decadente, producto de una civilización decadente que ya no cree en los ideales
que otrora la animaron. Es como un cuerpo sin alma. Se palpa a sí misma y se
siente muerta. Entonces proclama que la vida consiste en la angustia y la
náusea del sin sentido y de la muerte.
Aunque
no compartamos esta filosofía, formamos parte de un cuerpo en descomposición de
la civilización que la engendrado,. Y nos afectan sus convulsiones y espasmos.
Muchas veces nos sentimos viviendo en medio de un caos que parece no ir hacia
ninguna parte. Entonces se nos adentra en el alma la angustia y nos quema la
pregunta: ¿Tiene sentido todo? ¿Tiene sentido mi vida? ¿Hay alguna esperanza de
superar este desorden, esta desorientación, estas injusticias, esta soledad,
esta incomprensión que me aplasta? ¿Hay alguna esperanza?
Cristo
vino a la tierra para decirnos que sí. Para confirmarnos que la felicidad plena
es posible. Para revelarnos que él dará respuesta a todas nuestras esperanzas.
Porque él ha vencido el pecado, el dolor y la muerte, las fuerzas que frustran
nuestra felicidad y oscurecen el sentido de nuestra vida. Por eso Cristo
resucitado es el triunfo vivo, universal y definitivo de la esperanza. El mismo
es nuestra esperanza personificada. Pues nos hay ningún anhelo de nuestro
corazón que en él no tenga respuesta. Sin embargo, el mismo Señor sabía que nos
costaría creerlo. El sabía que nos resistiríamos, que intentaríamos desvirtuar
la realidad y la plenitud de su esperanza, deshumanizándola, olvidando la
realidad de su encarnación y mostrándolo a él como un ser lejano, que nos
ofrece una esperanza demasiado espiritual que casi nos pasa por encima como sin
tocar nuestras angustias físicas.
Se trata
ciertamente de un error de nuestra parte. Pero, en su bondad, el Señor quiso
prevenirlo. Y para quitarnos toda duda, quiso resucitar anticipadamente a su
Madre y mostrárnosla desde el cielo, junto a él, como luminosa señal de
esperanza. Es la "Mujer vestida de sol y coronada de estrellas", de
la cual nos habla el Apocalipsis. Aquí ya no hay disculpa posible. María es
humana por donde se la mire, pertenece por entero a nuestra raza. Sin embargo,
la luz de Cristo resucitado colma ya su alma y su cuerpo. Ella es la prueba de
que esa luz es comunicable a nosotros. Ella es el anticipo de la plenitud que
aguarda a la Iglesia, a cada uno de nosotros.
Por eso
los cristianos rezamos: "¡Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra!".
El cielo
cristiano no es para almas; es para hombres completos. La felicidad cristiana
no es meramente espiritual, como la que propugnaba Platón. Es también para
hombres completos. Por eso la esperanza cristiana, como lo muestran Jesús y
María resucitados, abarca el alma y el cuerpo. Esto marca la actitud del
cristiano frente a lo corporal. El cuerpo no es tan sólo "el hermano
asno", o un envase desechable y transitorio.
Dios ha
asociado indisolublemente al alma; lo ha hecho instrumento para amar, para
darse, para luchar. Desde el bautismo lo ha convertido además en templo suyo,
en santuario de su presencia. Por eso lo ha destinado a compartir un día la
esperanza y la gloria del alma. Es esta convicción la que debe impulsar al
cristiano a luchar contra la pobreza, el hambre, la violencia: porque pretenden
negar al cuerpo humano la dignidad a que está llamado. Por el mismo motivo
combate el cristiano la pornografía y la reducción del cuerpo de la mujer a
simple símbolo sexual y objeto de placer. Porque cada cuerpo femenino está
destinado a compartir la dignidad de María resucitada y asuntas a los cielos.
Por eso
el cristiano respeta su propio cuerpo. Y por eso no se desespera ante el dolor,
la enfermedad o las privaciones que puedan aplastarlo. Porque sabe que un día
triunfará en él la esperanza de Cristo.
Pidamos a María esa esperanza que nos ayuda a vivir. Sepamos
confiar. En el cielo late un corazón de Madre, enteramente humano, que en todo
instante intercede junto al Señor por nosotros. Con la Iglesia, sintamos a ese
corazón como nuestra esperanza, tanto en las cosas del alma como en las del
cuerpo. Y cuando nos envuelva la noche de la angustia, alcemos la vista hacia
la Gran Señal, hacia la Mujer vestida de sol.
¡Que así sea!
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