Miqueas 5,1-4; Hebreos 10,
5-10; Lucas 1,39-45.
«¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Dichosa tú que has creído, porque
lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»
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23 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Me gusta perder el tiempo
con los que quiero. Saber
que estoy donde me lleva el alma. Es Adviento. El Niño nace en mi alma para darme su aliento.
Anhelo esa paz que necesita
mi corazón inquieto»
En este Adviento se han hecho virales dos videos.
En
uno de ellos se hacían preguntas en una cena navideña. El que no sabía
responder a la pregunta tenía que abandonar la mesa. Las preguntas iniciales parecían fáciles. Eran sobre la
actualidad o sobre series y temas que estaban de moda. Las respuestas fluían
con facilidad. Entonces todo se complica. Las preguntas tienen que ver con el
pasado, con la historia personal de las personas con las que comparten la mesa.
El pasado de mi abuelo, las decisiones de mi hermana, los anhelos de mi
cónyuge. Todo se complica. El silencio es la respuesta. El asombro. Muestra una
realidad de mi vida. ¡Cuántas veces no sé cosas de la vida de las personas a
las que más amo! ¿Dónde hicieron su luna de miel? ¿Qué renuncia fue importante
en su vida? ¿Qué sueña en estos mismos
momentos? ¿Qué le quita la paz? Tal vez me muestra que me falta tiempo para
escuchar, para preguntar. Me falta tiempo de calidad, de intimidad. No creo que
el uso excesivo del móvil sea la causa. Aunque claramente no ayuda. Tal vez la
causa está en las pocas conversaciones profundas que tengo con aquellos a los
que amo. Doy por supuestas muchas cosas. Me parece evidente que son de una
manera determinada. No profundizo en sus decisiones, ni pregunto por su pasado. Es como si no quisiera saber
más de lo que ya sé. O no me interesara. O no tuviera tiempo. El tiempo es
corto y lo desperdicio tantas veces. Me parece que no tengo bien puestas mis
prioridades. En el otro video viral habla del reencuentro con un amigo, con un
familiar, al que hace tiempo que no veo. Quiero mucho a esa persona. Es
prioritaria en mi vida. Pero luego analizo el tiempo pasado a su lado y veo que
me encuentro con él muy pocas veces. Hay ahora una aplicación que me muestra el
tiempo que me quedaría con esa persona si siguiera viéndola tan poco. Pueden
ser días, incluso horas. Veo entonces que digo una cosa. Afirmo mis
prioridades. Y luego no me comporto consecuentemente. Es absurdo, pero es así.
Veo muy poco a personas a las que digo querer mucho. Y mi tiempo de calidad con
ellas es escaso. No invierto en la amistad que amo. No dedico tiempo a aquel que es importante. Creo tener las
prioridades claras y no me comporto en consecuencia. Tal vez no sé distinguir
lo urgente de lo prioritario. Y acabo perdiendo el tiempo. Dejo de disfrutar a
aquellos que me hacen bien y me importan. Y dedico mi tiempo a cosas que no son
tan prioritarias. Es cuestión de tiempo. Es cuestión de prioridades. Pero no
aprendo. Decido perder el tiempo haciendo lo que no llena mi alma. Y descuido a
las personas a las que quiero. Las pierdo. Me pierden. Y no aprovecho esa vida
que es limitada. El tiempo es oro. Quiero saber lo que pasa en cada alma, en
cada vida. Y yo mismo hablar de mi vida, de mis cosas. Pero me pierdo en los
mundos no verdaderos que no son prioritarios. Nunca lo son. Y al final no sé lo
que importa y no estoy con quien me importa. El Adviento me invita a elegir
bien mis prioridades y a poner orden en mis opciones. Miro a José y a María camino
a Belén. Cargados
de eternidad. Tienen
claras sus prioridades. ¿Cuáles son las mías?
Importa el tiempo. Y el contenido del tiempo. Lo que escribo y lo que
cuento. Las elecciones que hago. Con quién estoy y con quién no. Eso importa.
Como leía el otro día: «No se me ocurre
una soledad más grande que pasar
el resto de mi vida
con una persona
con la que no pueda
hablar, o, peor
todavía, con la que no pueda estar en silencio»1. Las elecciones son prioritarias. Los
pasos que doy y los que retengo. Puedo
pasar la vida sin hablar con quien estoy, sin que me hable. Importa lo
que pregunto para
saber y hacerme solidario. Cuenta también lo que callo,
porque no es necesario contarlo
todo. Guardo silencio.
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1 Mary Ann Shaffer, La sociedad literaria y del pastel de piel
de patata Guernsey
Pienso en mi Adviento esperando a ese ángel
que me alegre
el alma. Y al Niño
entre pañales que viene
a mi encuentro. Pienso en el silencio de Belén. Donde no hay gritos, ni
violencia. Y donde todo es importante. El silencio, las palabras y el tiempo.
¿Dónde me siento
en deuda con las personas
a las que amo? ¿Qué no sé de ellos que debería saber?
¿Qué no cuento
que sería bueno
que los demás
supieran? Silencios y palabras. El tiempo que pierdo, el que gano, el
que invierto. Me gusta aprovechar mi tiempo.
Y a veces creo que lo pierdo.
Entre un después
y un mañana. Entre un silencio y una palabra vacía. O una pregunta que no
espera respuesta. Me gusta pensar que sé lo que está viviendo cada persona a la que quiero. No quiero perder
el tiempo haciendo sólo lo que debo, lo que es necesario.
Me gusta la poesía y la música. Y perder el tiempo con los que quiero. Y
saber que estoy donde me lleva el alma. Y el corazón que ama. Es Adviento. Es
Navidad. El Niño nace en mi alma para darme su aliento. Anhelo esa paz que necesita mi corazón inquieto. Eso es lo que quiero.
Sólo eso.
La verdad
es que no me gusta
mucho el morado
para el Adviento. Prefiero el rojo, más de Navidad. Más de anhelo, de fuego en el
alma, de amor de Dios que se hace carne. No veo tan necesarios el sacrificio y la renuncia para preparar el alma en Adviento. Y sí el cultivo de la alegría
y del anhelo. Es el Adviento
una espera confiada
porque Jesús viene.
No hay muerte. Hay vida.
Mucha vida que nace.
Jesús ya está vivo en el vientre
de María. Camino
a Ein Karem, camino a Belén. Un niño hecho
carne al que aún
no veo y ya sueño.
No conozco su rostro y anhelo su presencia misteriosa. Ya es real.
Está la cuna vacía.
Pero no el alma. Vacío
el pesebre que
espera su venida.
Pero no María,
que está llena
de Dios, de su carne, de su vida.
Me gusta el Adviento de fuego. En el que el corazón
se va ensanchando al ritmo de las velas
que se encienden. Más luz, más
esperanza. Menos noche,
más sol y estrellas. Más vida. Más campanas que rompen el
silencio de la espera. Campanas que resuenan en mi alma. Es Navidad. Jesús
llega para nacer en mi alma. Para poder ver a Jesús necesito acostumbrarme a la
noche. Para percibir la luz que lo ilumina todo. Y necesito hacer silencio,
para poder escuchar las campanas que rompen
la rutina. Hay un cuento
de Anthony de Melo que habla de una isla hundida
en el mar y de un monasterio que se hundió con ella. Cuando la isla todavía era visible, antes de hundirse, las campanas del monasterio repicaban en días de tormenta. Su sonido traía
la paz y alejaba
el miedo. Cuando se hundió
hay una leyenda
que dice que si uno escucha con atención puede oír el repicar de las campanas
bajo el agua.
El cuento habla
de un hombre que llegó
al pueblo más
cercano a la isla hundida con
el deseo de oír las campanas. Lo intentó durante muchos días, pero sólo oía las
olas del mar rompiendo en la playa. Intentaba apagar su ruido monótono para
poder escuchar las campanas. No podía.
Al final se dio por vencido en la lucha.
Él no sería nunca capaz
de escucharlas.
Por fin en su último día, ya casi desesperado, se detuvo a la orilla por
última vez. Entonces no intentó calmar las olas del mar. Y en ese ritmo
cadencioso de las olas fue haciendo silencio. Y en el silencio, súbitamente,
escuchó primero una débil campana. Luego otra y otras. Al final, cada una de
las mil campanas del templo repicaban en armonía. Se conmovió. Se llenó de
asombro y de alegría. En el silencio
de su alma, mirando sencillamente el mar, pudo al fin escuchar las campanas de
Dios. Una canción habla de esas campanas
que siguen repicando bajo el mar: «En el
fondo del mar, oigo campanas. Campanas de cristal,
dentro del alma.
Voces que hablan
de Dios, voces
que anuncian sombras,
luces y paz
en un pesebre. Canta
y corre el agua de mi alma,
canta en las alturas, canta
al viento, cantan
las campanas en el mar,
a mi Dios que se ha hecho niño.
En el fondo del mar
oigo canciones, Canciones que me hablan
de mi infancia, sueños que se durmieron en las olas
y descansan en paz junto
a la playa. En el fondo del mar, oigo
mi nombre, el nombre que me entregas
en la noche. Quiero seguir
tus pasos sobre
al agua cuando
siento que naces
en mi alma». Necesito apagar los ruidos del alma para escuchar
las campanas. No
tengo que apagar
todos los ruidos. No tengo que
huir de mi vida, de mi mar que suena al golpear la playa.
Sólo detenerme sin oponer resistencia. Mirar las olas.
Escuchar su sonido. Lentamente
tocaré el silencio.
Se calmará mi alma. Y escucharé las campanas de Dios repicando dentro de
mí. En medio de mi
vida. Leía el otro día:
«Para nosotros el silencio significa una ascesis
y un deseo. Una ascesis
porque hay que tener en cuenta que el silencio exige un esfuerzo; pero
también nos atrae
y nos es necesario. Lo sencillo siempre
es difícil de explicar. A quien
quiera escuchar el canto de un pájaro
le molestará bastante que un avión
cruce el cielo,
porque su espacio de percepción se reduce
y no puede escuchar al pájaro. No nos equivoquemos. No buscamos el silencio por
el silencio, sino por el espacio
que proporciona»2. El silencio me exige esfuerzo. Es un paso necesario. La
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2 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
renuncia del Adviento. Menos ruido. O más capacidad
para guardar silencio. Más adentrarme en mi alma para oír la campana, las mil
campanas repicando al mismo tiempo. Para oír el nombre, mi nombre pronunciado
por Dios. Muy quedo. A mi oído. La melodía que da vida a mi alma. Hay mil
campanas que me pierdo por no hacer silencio en mi vida. Por no calmarme y
quedarme quieto a la orilla del mar de Dios. Las campanas en lo profundo siguen
sonando. Anuncian que Jesús está vivo. Que vive dentro de mí. En el mar de mi
alma. Que me ama con locura y sabe lo que me hace feliz. Si me dejo hacer. Me
gusta el color rojo para el Adviento. Me gusta encender el fuego en mi alma. No
quiero calmar las olas. Sólo dejo que mueran en la orilla. Sigo escuchando. El corazón en ascuas porque sabe que Jesús
está muy cerca. Una vela más. Jesús ya está en mí. Ya vive.
Me gusta
la sencillez de estos días de Adviento y Navidad. Este tiempo de sueños y alegrías. De esperanzas y
nostalgias. Me gusta que en lo cotidiano venga Jesús a mi alma allí donde menos
lo espero. Quiero hacerme un poco más niño para dejarme sorprender por estas
fiestas. Tal vez he perdido la inocencia que tenía de pequeño. Cuando sentía el
paso ligero de los reyes al entrar en mi cuarto sin casi darme cuenta. O me conmovía
ante ese niño que nacía entre mis manos y parecía ya mayor de golpe, pero era
tan niño. Tal vez he racionalizado tanto mi fe que me resulta muy árida al no
tocar mi corazón. La he convertido en normas firmes, en pecados o gracia, en
deber y pureza imposible. Me he quedado con los razonamientos precisos que
pretenden explicarlo todo y comprender a Dios. Para no dudar de nada. He
querido convencerme de que todo tiene un sentido, aunque muchas veces no lo
vea. Quizás me da miedo perder la fe en Jesús y acabar creyendo cualquier cosa. Es tan común ver a personas
que no creen en nada. Y curiosamente, como dice Chesterton, creen
en todo: «Lo malo de que los hombres
hayan dejado de creer en Dios no es que
ya no crean en nada, sino
que están dispuestos a creer en todo». Es
curioso, cuando no creo en lo fundamental. Cuando dudo de lo que marca mi vida, empiezo a creer en
cualquier cosa. ¡Qué frágil es mi alma que se deja llevar por lo aparente
y vive en la superficie de las cosas! Leía el otro día una cita de Thomas
Merton:
«Para mí ser santo
significa ser yo mismo. Entonces
el problema de santidad y salvación es de hecho
un problema de encontrar quién
soy yo y descubrir mi verdadero yo». Me dio mucha claridad. Miro el pesebre
vacío a los pies de María y José. Pienso en la
espera de ese niño que lo cambia todo cuando nace. El orden de los poderosos.
El sentido de una vida avocada a la nada. Ser santo no significa ser perfecto
como a veces creo. No soy santo si logro hacerlo todo bien. Ser santo es algo
más hondo, más sencillo, más grande. Significa tan solo ser yo mismo. Pero
¿quién soy? Sería tan fácil como descubrir dentro de mi alma lo que realmente
Dios ha puesto como semilla. Dejar que crezca, eche raíces y brote un tronco
firme que pueda dar fruto algún día. Una santidad de andar por casa. Una
santidad de verdad y hondura. Siento con frecuencia que me falta profundidad en
mi alma. Vivo en la superficie de las cosas. Es como si apenas pudiera
profundizar algo en los temas realmente importantes. Cuando intento hacerlo
para calmar la sed, veo que mil ruidos me perturban y me impiden seguir
avanzando en la maraña de mis sentimientos e inquietudes. Me falta fe para
creer en el niño que se encuentra escondido muy dentro de mí, en lo más hondo. El otro día llegó a
mí una publicidad en la cual un hombre, al mirarse en un escaparate de la
calle, veía reflejado en el cristal al niño que era. Ese niño que soy en lo más
profundo. Mi verdadera identidad tiene ojos de niño. Ese niño soy yo mismo y
miro el mundo con una mirada inocente. Me quedo pensando en ese niño que me
habla de lo que de verdad importa. Tal vez para eso tengo que profundizar más.
Me quedo en silencio ante José y María, de rodillas, muy quieto. La cuna está
aún vacía porque no ha llegado todavía la Navidad. Tal vez estoy esperando a
que algo milagroso ocurra en medio de mi rutina. Quiero que los demás cambien y
me pidan perdón. Quiero que pongan más de su parte para alegrarme la vida.
Siempre son los demás los que están en deuda conmigo. Los que me han fallado,
los que me han herido. No lo sé. Acepto con humildad cuánto me falta para ser
santo, para ser bueno, para ser yo mismo. Detrás de tantas máscaras que
intentan disimular mis deficiencias me escondo yo en mi verdad. Ese niño tímido
y alegre es el que llega ante José y María en este Adviento. Llega con el alma inquieta en ese torbellino que son las fiestas navideñas, o mejor dicho los
días previos. Intento
llegar a toda prisa
para felicitar las fiestas, compro
los mejores regalos,
intento cocinar las mejores comidas, lucho por vivir y disfrutar las
mejores cenas. Y me falta tiempo para detenerme y pensar y mirar muy hondo. Y
de repente me doy cuenta del vacío profundo que hay en mi alma. Un vacío muy hondo, una sed muy grande.
Avanzo dentro de una caverna escondida en lo profundo que clama por estar
llena. Llena de una paz infinita que tanto añoro. Llena de luz y
esperanza. Llena de sueños y verdad. Llena
de risas y fiestas. Quisiera
traer mi vacío
ante José y María
esta Navidad que pronto llega y pronto pasa. Quisiera poner mi vida ante María
y su niño oculto, escondido. Ese niño tantas veces
olvidado que llevo
dentro y soy yo mismo.
Miro a Jesús y veo en Él a
ese niño que soy yo. Ese niño escondido en mi alma y quizás
marcado por las heridas que alguien le hizo. O él mismo
se hizo sin darse cuenta.
Porque he descuidado lo importante dando valor a lo que no
lo tiene. Y he vivido volcado en las cosas, en las prisas, en la superficie de
las aguas sin ir mar adentro. Quiero calmar
mis voces. Mis gritos. Quiero
pedirle al niño
que me revele
mi rostro. Para
al menos conocerme yo. He desistido de la idea de que los demás
me conozcan. No lo pretendo. Sé que me malinterpretan y juzgan. O yo mismo
me escondo tanto que no dejo ver mis verdaderas intenciones. Y se confunden. No los juzgo.
Pero ya no espero que sepan quién
soy de verdad. Eso sí.
Quiero
tenerlo al menos yo claro. Quiero ser yo mismo en mi verdad esta noche en el
pesebre.
Desnudo, pobre, vacío, para llenarme de Dios.
María no se queda
esperando el nacimiento de su hijo.
Se pone en camino
presurosa: «En aquellos
días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo
de Judá; entró
en casa de Zacarías y saludó
a
Isabel». Me gusta la actitud de María. Sale
de su comodidad. No se queda feliz
en Nazaret esperando la llegada del Mesías.
No cuida el don que ha recibido
para evitar que le suceda
algo malo. Sale de su hogar, se arriesga, pone
en peligro su vida y la de su hijo.
Y camina a casa de su prima
Isabel. Siempre me imagino
este camino a Ein Karem de la mano de José. Muchos cuadros lo dibujan así. Un
encuentro en casa de Isabel entre María y su pariente. Entre José y Zacarías.
Un encuentro de esperanza. Me conmueve
pensar en ese camino lleno
de peligros. María
no está a punto de dar a luz.
Pero ya lleva en su seno la semilla de eternidad. El Verbo hecho
carne. No se cuida, no se protege, no se guarda. Se da. Isabel, su pariente mayor en edad,
necesita su servicio, su generosidad. Y María entonces camina presurosa a la
montaña. Entre Nazaret y Ein Karem hay más de ciento cuarenta kilómetros. Una distancia larga
en ese tiempo.
María no lo duda. Quiere
ir a ver a su pariente cerca
de Jerusalén. Una niña que se sabe madre
de Jesús. Una niña que ha creído
en la promesa. Va a prisa.
¿Cómo le contaría María a Lucas esa visita? Lucas dice que fue a prisa.
Que tenía prisa en llegar a ayudar. O
tal vez quería escuchar lo que Isabel pensaba de todo lo sucedido. Al fin y al cabo, ella era más mayor y más sabia. María quiere saber
más. Quiere comprender cómo ella siendo estéril estaba esperando el nacimiento
de Juan. Sabía que para
Dios nada era imposible. María
lo deja todo y se pone en camino a prisa. No tarda, no se
entretiene en otras preocupaciones. Va a
ayudar a su pariente. Me
gusta esa forma de vivir, de actuar.
Vence la pereza, la dejadez, la desidia. María es una mujer fuerte. Tierna y firme. Sabe lo
que quiere y lo hace. No se entretiene en cosas sin importancia. No se distrae
por el camino. Sabe cuál es el sentido de
sus pasos. María
toma una decisión
que aparentemente va contra la prudencia. Se arriesga porque ha puesto
su confianza en
Dios. Se deja hacer
por Él. Leía el otro día: «Cuando el hombre está dispuesto a dejar las riendas de su propia
vida y de su propio camino
de santidad en manos de Dios, la fragilidad del hombre es una bendición y un
motivo de esperanza»3. María en su fragilidad es un motivo para la esperanza. El que no tiene
poder, el que no se siente seguro, es el que suele esperar. Espera el que es
pobre e indigente. El que
está vacío y no controla sus
días. Ese es el que espera. Me gusta pensar en «la imposible posibilidad de Dios. Como algo que se puede cumplir en la
medida pequeña y limitada de su existencia terrenal, en los subterfugios de su
corazón. Es la posibilidad imposible del hombre de experimentar en su interior sentimientos del Hijo
y aprender el sabor
insólito de las bienaventuranzas, o de gozar
con trabajar solo por la gloria de Dios y sentirse envuelto por la mirada de quien ve en lo secreto, amando
el escondite y todo aquello
que parece oscurecer al yo, sin preocuparse demasiado por la autoestima y mucho menos
cuando se es calumniado, ni cuando los méritos del propio trabajo le son atribuidos a otros. Saborear
la sabiduría de la cruz
y de querer como quiere
Dios, amando a quien no ha hecho el bien y abrazando y besando, como Francisco, un rostro poco atrayente como el del leproso»4. Para Dios nada hay imposible. Una estéril embazada.
Una niña virgen
esperando a Dios hecho carne.
¿Cómo se puede creer en lo imposible? ¿cómo se
llega a esperar contra toda esperanza? Estoy acostumbrado a calcular mis
fuerzas. Pongo mis talentos al servicio de un amor
más grande. A veces
pienso que soy creyente sólo
porque creo amar
a Jesús torpemente. Pero mi fe es frágil.
Creo en mis
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3 Amadeo Cencini, La hora de
Dios
4 Amadeo Cencini, La hora de
Dios
manos que tienen fuerza. En mis pies que corren. En
mi corazón que cree amar. Pero luego no soy capaz de poner mis pecados, mis
debilidades, mis carencias, al servicio de un amor imposible. Soy creyente de lo posible.
¿Qué mérito tiene?
Cuando algo es posible es fácil de creer. Es más fácil
confiar cuando cuento con mis fuerzas y me siento poderoso. La
posibilidad imposible de Dios me parece todavía una quimera. Y me cuesta creer
en lo que no está bajo mi control. No quiero soltar las riendas. No quiero confiar
en lo que no veo. Creer en lo que no ven mis ojos es esperanza. Creer en lo que
no parece razonable o creíble. ¿Cómo se puede llegar tan lejos? Una fe que
mueva montañas. Una confianza ciega. Hoy falta en mi corazón, en tantos
corazones. Una fe que crea en la posibilidad imposible de Dios. Para
Él nada hay imposible. Leía
el otro día: «Si el deseo
no es conocido, desentrañado
y madurado, y si el límite no es tenido
en cuenta o es rechazado como algo negativo, la persona se ve en la
imposibilidad de decidir;
de ahí el miedo a comprometerse en una elección determinada, sobre todo
si es definitiva»5. El sí de María parece imposible. El sí de Isabel
que era estéril. Las dos mujeres confían, creen. Las dos se encuentran esa
tarde en Ein Karem. Son capaces de decidirse porque no lo tienen todo bajo
control. No controlan nada. No saben nada. No tienen nada asegurado. Y se
encuentran esa tarde después de un camino imposible. De un riesgo excesivo. De
una imprudencia que supera lo razonable. María cree. Isabel
cree. Se encuentran.
Isabel se siente pequeña
e indigna al recibir a María en su casa:
«En cuanto
Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel
del Espíritu Santo
y dijo a voz en grito: - ¡Bendita tú entre
las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que
me visite la madre de mi Señor?».
Isabel
se sabe pequeña como
la ciudad de Belén: «Pero tú, Belén de Efrata, pequeña
entre las aldeas
de Judá, de ti
saldrá el jefe de Israel». Un sentimiento sano de humildad es bueno. El
hombre de hoy, que cree que puede hacerlo todo sin Dios, sin ayuda, necesita
experimentar la pequeñez. Necesita saberse necesitado. Quizás por eso hoy
tantas personas se quiebran cuando no logran lo que quieren, cuando fracasan y
se sienten solas y abandonadas. Incluso llegan a decir que Dios no les sirve,
ni la Iglesia, ni la fe, cuando experimentan que sus fuerzas se quiebran. No
quiero caer eso. Necesito tocar de vez en cuando el fracaso, me hace bien.
Sentirme pequeño como Isabel. Como Belén, la más pequeña de las ciudades.
Sentir que no puedo, que no soy capaz. La sana humildad es la raíz del árbol de
mi vida, a veces lo olvido. Quiero educarme en una sana humildad llena de amor.
Amor y humildad van de la mano. Una humildad sana es el mejor remedio contra mi
afán de valer y mi complejo de inferioridad. Decía el P. Kentenich: «Está bien
que aspiremos a toda una cantidad de virtudes tales
como la humildad, la obediencia, la pureza,
etc. Pero ninguna
de ellas transforma tanto al hombre
como el amor»6.
La humildad
tiene que ver con el amor y la verdad. Soy humilde desde lo que soy, desde mi
verdad más íntima. No quiero dejarme llevar por mi orgullo y vanidad. Intento
hacerlo todo solo, me creo con derechos, espero más de los demás y les exijo
que me traten de una determinada manera. Espero lo imposible, porque no sé
pedir cariño, ni atención. Pero luego pido un abrazo, o un gesto, o un tiempo
gratuito. Lo exijo sin pedirlo y me quejo cuando no lo recibo. No entiendo el
significado de la gratuidad. Creo que tengo derecho siempre a más. Espero más.
Isabel se siente pequeña. Sabe en su interior lo que ha sucedido. No necesita
palabras. Algo salta en su vientre. Y comprende. No se siente digna. Hay
personas que siempre agradecen. Que todo les parece mucho, no se sienten dignas
de nada. Hay otras personas que actúan de forma contraria. El regalo que
reciben les parece pequeño, o inapropiado. No les hacía falta. No era lo que
esperaban. Isabel se siente pequeña e indigna. Es demasiado grande lo que ve y toca. El mismo Señor se abaja para abrazarla. Y ella se conmueve. Dios llega a su casa a verla. Isabel se sabe indigna. Yo no.
Llega Navidad. Jesús va a nacer de nuevo en mi vida. Y yo me siento digno. Me
creo con derechos. Espero mucho de Dios, de las personas que me quieren. Espero
que me cuiden, que me traten con cariño, con delicadeza. Una persona me decía el otro día: «Yo no esperaba
que me solucionara mis problemas. Lo único que
quería de él era que
me abrazara con ternura». Tal
vez no sé pedir. Tal vez no saben interpretar
mis insinuaciones. No lo digo con claridad. No saben lo que espero. Y lo reclamo. Lo exijo. Lo pido. Y me lleno de amargura. Se me olvida
que soy pobre.
No tengo derecho al amor
porque ser amado es un don, no un derecho. No tengo derecho a un abrazo, porque
recibir un abrazo es una gracia. No tengo derecho al amor de Dios, porque es un
misterio que sucede
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5 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
en mi vida. Simplemente, sin exigencias. ¡Cuánto me
cuesta agradecer los pequeños detalles de amor que recibo cada día! Son
detalles sencillos y pequeños. Vivo reclamando sin agradecer nada. Vivo
recibiendo sin agradecer. Me quejo de lo que me falta sin valorar lo que tengo.
Necesito ojos de niño para mirar la vida. Ojos asombrados que se ríen y se
alegran. Ojos que saben reconocer el don de Dios en todo lo que tienen cada
día. Parece sencillo. Pero no lo es cuando mi vida está rota. Sangro por mi
herida. Experimento el desamor de nuevo en mi carne. Porque ya me han herido
con anterioridad.
Porque ya he acariciado el fracaso que duele en lo más profundo. Entonces
no es tan sencillo mirar agradecido la vida. Espero
más. Quiero recuperar el terreno perdido. Quiero recibir amor
por una vez, en
lugar de desprecios. Le pido a Dios la gracia para
mirar sorprendido. Para agradecer alabándole al sentirme indigno y pequeño. Una sana
humildad me hace
mirar la vida
de forma diferente.
En la víspera de la Navidad,
en el último domingo del Adviento, es la alegría
el sentimiento que se
impone: «En cuanto tu saludo llegó
a mis oídos, la criatura
saltó de alegría
en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho
el Señor se cumplirá». La alegría
del Evangelio, de la buena
nueva que se hace carne en María llena de gracia,
llena de la alegría de Dios. Hoy exclamo en el salmo: «Oh Dios, restáuranos, que brille
tu rostro y nos salve.
Despierta tu poder
y ven a salvarnos». Me
alegro porque Dios viene con su poder a salvarme. Ya
está aquí. Viene con su paz y mi corazón se alegra. Isabel está llena de
alegría. El niño Juan saltó en su seno. María es feliz porque ha creído. La
niña llena de gracia descansa en Dios.
Es su paz para siempre.
Hoy escucho: «Habitarán tranquilos, porque se mostrará
grande hasta los confines
de la tierra, y éste
será nuestra paz».
María está llena
de paz. Porque
ha creído, porque
se ha fiado. Y contagia esa paz y esa esperanza. María lleva la alegría
a Isabel. Me gustaría ser siempre portador de alegría. Transmitir paz con mis
palabras y gestos. No siempre lo consigo. En mis palabras hay reproches. En mis
gestos tensión. Vivo tensionado. En lugar de alegría transmito pesadumbre.
Mis quejas no alegran el corazón de nadie. María
llega porque ve la necesidad de Isabel. Y su presencia transforma la casa.
Llena del Espíritu Santo el corazón de Juan y de Isabel. Me parece increíble.
Si yo lograra llenar las vidas que toco del Espíritu Santo. Si lograra calmar
las iras y los miedos. Si consiguiera dar esperanza en medio de tristezas y
angustias. Si consiguiera sacar sonrisas de las lágrimas. Y vestir de sol la
oscuridad de muchas vidas. Para eso necesito estar yo lleno de alegría. ¿Dónde
se llena mi corazón de alegría? ¿Con quién me alegro? ¿En qué lugares sonrío
con paz? El amor y la alegría van de la mano. Donde hay amor hay alegría. Donde
hay desprecio, egoísmo y tensión, falta la alegría. El amor alimenta mi
alegría. Y mi alegría hace más vivo el amor. Quiero cuidar las fuentes de mi
alegría para llenarme de sonrisas. Porque lo tengo claro, como decía el P. Kentenich: «Si no recibo
alegría, si no tengo alegría
tanto por mi crecimiento interior en Dios cuanto
por el de los demás, ¿qué
efectos habrá? Si la alegría
es un instinto primordial, el hombre buscará
la alegría en otra
parte»7. Si no tengo fuentes en las que cultivar mi alegría, buscaré
sucedáneos. Acabaré bebiendo
agua en los charcos. Me descubriré perdiendo el tiempo en lugares que no
me llenan de una sana alegría.
Estaré amargado y triste sin saberlo pensando que
hago cosas divertidas. Pero no es suficiente. No se llena el alma. No tengo paz
interior. No descansa mi corazón en los bienes verdaderos que me llenan de
consuelo. Quiero pedirle a Jesús que calme mi necesidad de amor. Que venga a mí
como vino a Isabel a llenar mi corazón de luz. Sólo así podré yo dar luz a
otros. Cuando mi alma esté descansada. Cuando sepa dejar ante Dios mis miedos y
preocupaciones. Cuando descubra todo lo que Dios me quiere. El amor y la
alegría van de la mano. El desamor me entristece. Necesito un abrazo. Que me
entiendan. Que me digan que todo va a pasar. Que no tengo que temer. Que va a
ser mejor de lo que pienso. Quiero sonreír. María mira a Isabel y da gracias
rezando el magníficat. Se engrandece su alma al ver las maravillas que ha hecho Dios en Ella. Sonríe.
Isabel se alegra.
Ve que esa niña ha creído. La fe de los demás me alegra. Su fidelidad
y su generosidad. Su entrega hasta dar la vida. Esa actitud me alegra, me llena
de una felicidad que ensancha el alma. Aumenta mi magnanimidad. Ver que otros
son generosos me hace más generoso. Ver que otros dan la vida me anima a dar yo
la vida. Mi testimonio fiel enciende
y alegra a otros. No me olvido.
No quiero escandalizar con mi debilidad.
Ojalá mi alegría dé alegría a muchos.
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