Sofonías 3,14-18; Filipenses 4,4-7; Lucas. 3,10-18.
«Yo os bautizo con agua; pero viene uno que
puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os
bautizará con el Espíritu Santo y fuego»
16 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero
la paz alegre que me da el saber que mi vida descansa en las manos de Dios. Y
tiene una lógica, aunque yo no la vea. Me fascina esa felicidad del niño que
disfruta cada momento»
Me dicen que cuando peco hago daño. Que me hago daño a mí
mismo. Y también le hago daño a Dios. No lo sé. Me cuesta entenderlo bien. Sólo sé apreciar que mi ira hiere al
que la recibe y a mí mismo. Y mi indiferencia entristece. Y mi infidelidad
decepciona. Mis omisiones son vacíos de amor. Y mi amor egoísta es un mal amor,
porque ata y retiene. Entiendo que mi pecado me aleje de Dios cuando pretendo
negar su presencia y huyo. Dejo de amarlo. Y ya no me siento amado. Tal vez resulta
más importante dejarme amar que amar. Y más importante perdonar que pedir
perdón. No quiero esperar que siempre me perdonen. Tal vez mi debilidad sea
ignorar mis propias faltas. No reconocer cuándo me equivoco. Y vivir pensando
que son los demás los que no me quieren, los que me hieren, los que me matan,
los que me ofenden. Y yo sentirme libre de toda culpa. Decía el P. Kentenich: «Sembrar o suscitar una infancia espiritual
honda y cálida es al mismo tiempo profundizar una sana conciencia de pecado»[1]. Huyo de los extremos que me
matan. El sentir que todo lo hago bien. Y el creer que de todo soy culpable. En
los dos caigo sin casi darme cuenta. Ninguno de los dos me deja levantarme y
mirar con paz a Dios. No quiero alimentar un insano sentimiento de culpa. Me
hace daño. Una culpa medida me hace bien. Me lleva al arrepentimiento y me da
fuerzas para volver a empezar. Mi indiferencia ante el mal causado me duele muy
dentro. Siempre peco, aunque no me dé cuenta. Sé que importa lo que hago y lo
que no hago. Mi amor y mi desamor. Creo en el abrazo de un Dios misericordioso.
Eso es el Adviento. Un Dios niño que me abraza y yo le abrazo. Me hace tanto
bien querer a un Dios Padre rico en misericordia. Necesito el perdón cuando he
fallado. Sé que mis caídas son sólo una ocasión para levantarme y correr de
nuevo al encuentro de mi Padre. Huele a hogar, a pan rallado, a descanso, a
luna creciente. Huele su abrazo a calor de chimenea, a palabras dulces, a paseo
al borde de un acantilado mirando el mar profundo. Huele a consuelos, a miradas
tiernas, a sonrisas hondas y verdaderas. Amo a ese Dios misericordioso que me
espera con los brazos abiertos para abrazarme. Conozco y conoce mi fragilidad.
Su perdón me sana tanto por dentro. Une las piezas rotas de mi alma. Cura mis
heridas más hondas, más sucias. Mi pecado es carencia de paz interior. Es fruto
de mi desorden. ¿Quién podrá poner algo de armonía en medio de tanto caos que llevo
dentro? No lo logro. Es tan difícil. Y mi pecado brota de mi insatisfacción.
Tomo caminos desviados. No sé amar como Dios me ama. Hago el mal que deseo
evitar. Y el bien soñado queda en el olvido. Me siento tan frágil, tan herido.
Como esos niños que pretenden alcanzar las estrellas y no logran elevar sus
pasos. Quizás me he empeñado en hacerlo yo todo bien, yo solo. Sin ayuda. No
asumo que la perfección es de Dios y no me la exige. Sólo quiere que me haga
niño. O mejor aún, que confíe y crea como un niño. Que no pretenda resolver
todos los desafíos que tengo por delante. Quiero aceptar la fragilidad de mi
pecado. Miro a Jesús en su bondad, en su amor ilimitado. ¡Qué lejos vivo de
tanta belleza! Miro a María y a José. Hogar de Belén. Cuna de un amor que me
resulta imposible. Más que no pecar lo que quiero es aprender a amar. Lo hago
tan mal. Soy tan torpe. Estoy tan lejos del amor de Belén. Del amor de esa
tierra de paz en medio de la guerra. Tan lejos de una vida plena en medio de
mis vicios que me consumen. En medio de mi desorden que me hace perderme. Me
falta amor. Y renuncia. Y alegría. Y paz del alma para cargar con tantos. Para
salir de mí con el corazón cargado. Para eso sirve el Adviento. Para romper los
muros que frenan mi carrera. Para no perder el tiempo envuelto en egoísmos.
Adviento es salir de mi rutina y buscar al que está cerca, al más próximo y
abrazarlo. Porque el tiempo es corto y no quiero que me pase lo que describe Jorge Luis Borges: «Con el
tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir
que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba,
ya no tiene ningún sentido. Pero desafortunadamente, sólo con el tiempo». Con el tiempo no quiero
descubrirlo. Quiero saberlo ahora. Empezar hoy ya el camino que me saca de mí
mismo. Y perdonar siempre. Y aprender a pedir perdón. Aprender a amar. Quiero
ser amado. Quiero recorrer ese camino
infinito que me lleva fuera de mí. Y me adentra en el corazón del otro.
En el Adviento siempre me gusta detenerme a beber junto a
la fuente de mi alegría. Me regocijo, me
alegro. Dejo de lado mi tristeza. Así lo dice el profeta: «Regocíjate, hija de Sión,
grita de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén». Así me lo recuerda S. Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os
repito, estad siempre alegres». La
alegría es un don que pido y necesito. Es un grito que brota de lo profundo de
mi alma. Lo sé. Deseo la alegría como agua fresca. Deseo ser feliz siempre y
disfrutar de la vida que llevo. Quiero estar siempre alegre, pero no siempre lo
consigo. Decía el P. Kentenich: «¡Hambre
de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aún:
puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada
alegría. Esa hambre de alegría es un instinto primordial en la naturaleza
humana»[2]. Tener una actitud alegre ante la vida es una necesidad, es la salvación.
Pero ¡qué pocas veces lo logro! Añade el Padre: «La maestría en la alegría no nos llueve del cielo. Por naturaleza
estamos demasiado poco educados para la alegría, y la vida actual no impulsa
por sí misma a la alegría. No entiendo por alegría la diversión. Cada cual
podrá hacerlo a su manera, pero no es suficiente que estemos de buen talante en
lo exterior. Lo más importante es la alegría interior, espiritual, que tengamos
una actitud fundamental alegre, y aunque sólo se base en que digamos: estoy
fundado en Dios; en que nos digamos: la Providencia de Dios, la sabiduría de
Dios me lleva por caminos de sabiduría, por caminos de bondad y de misericordia»[3]. La alegría no se fundamenta en la diversión. No estoy alegre sólo cuando
la vida me sonríe y todo resulta como me esperaba. No soy feliz cuando se
cumplen mis deseos. No es así. Es algo más hondo y estable. Una forma alegre de
vivir. Una mirada alegre sobre las personas. Una sonrisa dibujada en el alma en
medio de las dificultades. ¿Cómo se logra estar siempre alegre y no sólo cuando
todo me sonríe? No hay recetas. Comenta el P. Kentenich: «Una alegría sencilla es una llave mágica que puede abrir los corazones
de los hombres, una varilla mágica que descubre y vivifica misteriosas fuentes
de fuerza en la persona que tenemos delante»[4]. La alegría de mi alma me cambia a mí. Y cambia a aquellos que tengo
delante. Pienso en una alegría sobria, franca, sincera. No en la risa que es
carcajada. Más bien me quedo con la sonrisa profunda. Con la calma honda. Con
la paz alegre. Esa alegría estable que no pasa como una ráfaga de viento. Sino
que permanece como una brisa constante, sin pausa. Me gustan las personas
alegres que me hacen reír. Es más, me gustan las que se ríen de sí mismas y
contagian esa alegría que es como si la vertiese un ángel en sus entrañas. En
las mías. Quiero la paz alegre que me da el saber que mi vida descansa en las
manos de Dios y no en mis propias manos. Y tiene una lógica, aunque yo no la
vea. Me fascina esa felicidad del niño que disfruta cada momento. Incluso sabe
recoger las piezas del juguete roto para imaginar otras mil fantasías con los
restos. Me gustan las personas que saben sacar una sonrisa en momentos de
dolor. Y aquellas otras que tienen la esperanza dibujada en el alma en momentos
de penumbra. En lo hondo del pozo desde el que todo parece tan oscuro. Me
gustan los que alegran con su risa, con su sonrisa y saben reír con los ojos. Amo
a los que en su sencillez se ríen de sus manías más grotescas y de sus pobrezas
más humillantes. Me dan pena aquellos que pretenden reírse de mí, sin que yo me
ría. Quieren mofarse de mi fragilidad, sin que yo me alegre. Me gusta compartir
la vida y reír a manos llenas. Dicen que si río mucho se me limpia el alma. Y
me lleno de un agua pura que viene del cielo. Aumentan las arrugas, es cierto,
pero el alma se ensancha. Me gusta pensar que mi alegría será plena en el
cielo. Pero ya aquí en la tierra tengo la misión de sacar sonrisas de los
llantos y descubrir amaneceres entre las negras nubes. El otro día no lograba
encontrar la luna en el cielo. Tan menguante era que se había vuelto luna
nueva. Casi no existía. Me entró algo de tristeza en el alma. Pero pronto
sonreí de nuevo. Pensé que seguía estando la luna, aunque yo no la viera. Y es
así en la vida. Incluso cuando no parece haber esperanza y las cosas no salen
como había soñado. No tengo motivos para estar triste. La salvación, el amor de
Dios, la esperanza, siguen estando ahí, aunque yo no los vea. Nada deja de
existir porque yo no lo vea. No tengo ese poder. No hago desaparecer las cosas.
Pero es cierto que cuando no veo lo que amo, pierdo la alegría. O cuando pienso
precisamente en lo que me falta, que era lo que más amaba. Y le exijo a Dios
milagros que ya no puede hacer. Le exijo un regreso al pasado que no es
posible. Y lloro con amargura echándole en cara que no existe la luna, pero
sólo resulta que yo no la veo. Que está oculta. Y no logro ver la luz del sol
que otros días refleja ufana en medio de mil estrellas. Así me pasa con mis
días cuando echo tanto de menos lo que era causa de mi alegría. ¿Cómo sonreiré
en medio de la noche sin luna? No es posible para los hombres. Pero sí para
Dios que me enseña una forma nueva de mirar la vida. Estar siempre alegre en el
Señor. Estar siempre alegre en medio de mi dolor. Sonreír entre lágrimas. La
mayor paradoja del cristiano que tiene puesta su confianza en Dios y por eso
sonríe. Mira más lejos. ¿Estará loco? Quiero en este Adviento revisar las
fuentes de mi alegría. ¿Qué me causa profunda alegría? ¿Qué me entristece? A
veces la vida me exige tanto que descuido lo importante y me pierdo en un
intento por llegar a todo lo que tengo que hacer. Quiero una vida sencilla, sin
prisas. Una vida de paz, de compartir los momentos más sencillos, los más
sagrados. ¿Dónde están mis fuentes sagradas desde las que brota mi risa a
carcajadas? Personas, amistades, encuentros, actividades. Un paseo, una canción,
un silencio. Una buena comida me hacer esbozar sonrisas. Una conversación me llena
de luz. Una mirada que recibo. Un perdón. Un abrazo. Un te quiero. Un compartir
la intimidad de lo que vivo. Un estar con el que llora simplemente ahí, en
silencio, consolando. Quiero estar siempre alegre. Pero sé que es un don de
Dios. Una gracia que pido. Para no quedarme encajado en la queja. O agobiado en
los problemas. Una alegría serena, que
dure siempre.
Mi capacidad de creer tiene el poder de crear una
realidad que antes no existía. Mis palabras crean. Cuando
yo creo que puedo subir a lo alto de
la montaña, lo imposible llega a ser posible. A menudo tengo creencias
limitantes que no me dejan crecer. Niegan mi capacidad para hacer algo y no
creen en mí, me cortan las alas. Me incapacitan con sus palabras faltas de fe.
Su actitud al mirarme me hace incrédulo. Y dejo de soñar y de crecer. No
avanzo. Porque tengo miedo a caer, a hacer realidad lo que me han dicho que
haré. Dios mira a María en toda su belleza y Ella se conmueve. Dios la mira
como nadie más la ha mirado nunca. A mí me cuesta creerme que Dios me mire de
esa manera. Me cuesta pensar que Dios vea en mí una belleza oculta que soy
incapaz de ver. Pero Él sí lo logra. Tiene ese poder. Siempre me recuerdan que
Dios no elige a los más capaces. Lo que hace es capacitar a los que elige. Y
entonces les da el poder para volar hasta las estrellas. Me conmueve el poder
de la mirada de Dios sobre María. Y el poder de su mirada sobre mí. Y también el
poder de mi propia mirada sobre los que me rodean. Cuando los demás me miran,
su mirada pesa. Y cuando acojo esa mirada, cambia todo. Cuando acojo la fe del
que cree en mí. Entonces pronuncio con libertad mi Hágase. Decía el Papa
Francisco en Evangelii Gaudium: «Cada vez
que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del
cariño. Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los
demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización». Me
conmueve el poder de la mirada de María sobre mí. Cree en lo que puedo llegar a
ser. Su mirada es un acto de fe. Dios puede hacerme de nuevo si yo me dejo
hacer. ¡Cuánto me cuesta conjugar los verbos en pasiva! Me cuesta tanto dejarme
hacer, dejarme amar, dejarme conducir, dejarme llevar. Me cuesta abandonarme en
las manos de Dios. Normalmente soy yo el que hace, el que ama, el que conduce a
otros. Soy yo el actor principal de mi película. Creo en mi poder casi
ilimitado. Por eso me cuesta más dejarme hacer por ese poder de Dios que me
transforma. Pero creo que para ser cristiano tengo que aceptar la pasividad
como forma de vida. Dios me capacita haciendo algo grande en mí. Usando mis
manos, mis labios, mis pies, mi fuerza. Utilizando mis heridas, mis torpezas,
mis defectos, mis vacíos. Dios me hace de nuevo cuando pronuncio esa palabra
llena de poder: hágase. Y abro la puerta de mi alma. Y Dios entra y hace. Ama y
cambia. Y yo dejo de hacer, de actuar, de protagonizar todo lo que hago. Él lo
hace en mí. Y todo cobra una vida nueva. Tiene más fuerza. ¡Cuánto poder tiene!
¡Cuánta ha de ser mi impotencia, mi debilidad, mi impericia para dejarme hacer!
Sé que sólo así se verá en mí la luz de su poder y no mis talentos. Tiene que
ver el camino a Belén con dejarse llevar, con dejarse hacer a fuego lento.
Mientras arden las velas señalando el camino yo me dejo quemar en sus manos de
fuego. En medio de la noche. Soy llevado. Me mandan. Me conducen adonde no quiero
ir. Normalmente soy yo el que manda, el que conduce y lleva a otros. Y me
cuesta tanto la pasividad. Tengo que llegar al límite o estar roto, para
dejarme hacer. Entonces miro mi pequeñez y me sobrecoge mi indigencia. Tal vez
Dios me mire como hoy escucho: «El Señor,
tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en
ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta». Se alegra al
mirarme. Sonríe al ver mi indefensión. Él me salva. Soy salvado en sus manos
poderosas. Yo no me salvo. A veces lo intento con pasión. Busco repetir actos
de devoción. Acumulo méritos. Busco tener para cuando me pidan. No perder para
no quedarme vacío. Intento comportarme siempre bien para no fallar nunca. Deseo
que mis manos hagan tantas cosas para tener algo que regalarle al niño. No
quiero llegar con las manos vacías. ¿Y si me pasa como al pastor del cuento?
Cuentan que los pastores llegaron al portal. Todos llevaban bienes para el Niño.
Comida, animales, mantas, sus pequeños tesoros. Pero un pastor más pobre y
humilde no tenía nada que llevarle al niño. Pero quería ir. Quería adorar a
Jesús en la gruta. Fue con todos los pastores tratando de pasar desapercibido
en medio de la masa. María fue recibiendo a los pastores. Y para acoger sus
regalos, viendo a un pastor con las manos vacías, puso al Niño Jesús en sus
brazos. Mientras tanto iba recibiendo a todos. Él no tenía nada. Ni méritos, ni
obras. Sólo sus manos vacías y abiertas. Y su sí en los labios, en el alma. Y
pudo acoger a Jesús en sus brazos conmovido. Se llenó su vida de luz. Más de lo
que hubiera esperado. Así quiero llegar yo a Belén este Adviento. En esta
tercera semana veo que no tengo muchos logros ni méritos. No sé bien cuáles
pueden ser mis regalos. Tal vez a María le baste con mi presencia. Hágase, le
digo. Y me dejo hacer. No me resisto. No me pongo tenso. Dejo que Dios me haga
de nuevo. Duele, eso lo sé. Pero no pretendo acumular logros que justifiquen mi
presencia en el portal. No soy digno. Nunca lo seré. Sonrío al ver a Jesús en mis manos. Y mi corazón se llena de esperanza.
Hoy escucho un mensaje liberador que me llena de alegría.
«El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor
será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás». Con frecuencia el miedo me quita la alegría y me entristece. Me da miedo
que me traten de acuerdo con mi debilidad. Que descubran mis carencias y no me
quieran. Que me juzguen y me encuentren culpable del delito de la debilidad. Y
entonces pierdo la sonrisa de mis ojos y dejo de esperar. Saber que el Señor ha
cancelado mi condena y ha expulsado a mis enemigos me da paz. Ya no temeré
porque Dios me ama. Ya no tengo nada que temer, nada que perder. El Adviento me
llena de esta esperanza. Jesús viene a reinar en mi vida. Viene a ocupar el
lugar central en medio de mis angustias y mis miedos. Él lo puede todo. Puede
vencer en mí aun cuando no me deje. Quiero colocar ante el pesebre los miedos
que me turban. Las inquietudes que me quitan la paz y la sonrisa. Las heridas
que duelen en lo más hondo de mi alma. Hoy puedo exclamar con las palabras del
salmo: «¡Qué grande es en medio de ti el
santo de Israel!». Es grande. Mucho más grande que mis temores. Y por eso
puedo estar alegre porque no estoy solo. Jesús me invita con las palabras de S.
Pablo a estar tranquilo: «Que vuestra
mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino
que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras
peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobre pasa todo
juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús».
Paz, ausencia de temor, mesura, despreocupación. ¿Es eso posible? Vivo en este
mundo tan inquieto. Veo guerra, violencia, esclavitudes. No encuentro paz. Y me
habla el Adviento de esta paz del que se sabe dueño de su vida. ¿Soy dueño yo
de mi camino? Me veo queriendo controlar mi futuro. Me asusta dar pasos en
falso. Temo no controlar todas mis decisiones. ¿Miedo al fracaso, miedo a no
ser feliz, miedo a perder el sentido? Son miedos tan humanos. Tiene que ver con
el sentido de mi vida. Querer controlarlo todo me quita la paz. No estoy dispuesto
a poner mi vida en las manos de Dios. Me cuesta tanto dejar que Jesús reine en
mi vida. Sin control, sin seguros. Me duele el alma al ver mis esclavitudes. Me
asusta mi fragilidad no reconocida. El P. Kentenich recuerda las palabras de S.
Agustín: «San Agustín dice con acierto:
Quien ame el rostro del Omnipotente no temerá el rostro de los poderosos de
este mundo»[5]. Si amo a Dios y lo coloco en el centro de mi vida dejaré de temer el
rostro de los poderosos. Los otros no quieren mi mal. Soy yo el que elijo mi
mal tantas veces huyendo por miedo a sufrir. Acabo eligiendo lo que no me
conviene, lo que me hace daño y me esclaviza. Huyo de mí mismo y no me
encuentro. Si me creyera que Dios ha perdonado mi culpa, ha perdonado mi pecado
y ha levantado mi condena. Continuamente me encuentro con una imagen de Dios en
mi corazón que me quita la paz. Creía que ya no estaba. Pero súbitamente surge
de detrás de las cortinas del alma. Renace de sus cenizas. Un Dios que espera
algo de mí. Que quiere un sí sin reservas. Que se escandaliza ante mi pecado,
ante mi egoísmo, ante mis noes y resistencias. Un Dios que me exige un
comportamiento ejemplar y se siente decepcionado cuando fallo. Nunca está
contento con lo que hago. Lo noto en su mirada. No acepta mis defectos y no
perdona mis debilidades. No entiendo cómo, pero vuelve a aparecer cuando creía
haberlo destruido. Cambio mi mirada. Miro a ese Dios en el que de verdad creo. Ese
Dios que me mira complacido. Y se alegra con mis éxitos. Se conmueve cuando caigo
derrotado. Sonríe con mi risa. Le duele mi tristeza cuando me oprime el pecho
sin razón alguna. Me mira diciéndome que mi vida tiene sentido y merece la
pena. Me dice al oído: «Te quiero hoy más
que ayer, antes de tu caída». No entiendo a ese Jesús que quiere reinar en
mí y pretende quererme de esa forma. Conoce mis límites, ha tocado mi debilidad
con rasgos de tristeza, y me dice que me ama más todavía. Más que antes cuando yo
pensaba que le ocultaba mis fragilidades. Mucho más que antes de caer. Yo, que me
pensaba dueño de mi vida, seguro de mis talentos y virtudes. He tenido que
acariciar la humillación para sentirme amado. He recorrido el camino del perdón
para poder encontrarme con sus ojos más verdaderos. La lucha entre esos dos
dioses que conviven en mi interior me desconcierta. Creo que ya vence el que me
mira bondadoso. El rostro de Dios Padre que me muestra Jesús, con su amor
tierno, incondicional y gratuito. Y surge de la muerte ese Dios juez que creía
ya muerto y olvidado. Y me juzga más incluso de lo que yo mismo me juzgo. O
quizás soy yo quien no me perdono. Y me miro mal. Soy parte de ese Dios que
creo haber conocido alguna vez en los recuerdos de mi vida. En algún rincón
escondido de mi alma vuelve a surgir su rostro agrio, lleno de rabia, distante
y perfeccionista. Un rostro que no es el Dios que me causa alegría. Sino ese
otro Dios que me tensiona y exige y entristece. Creía haberlo vencido y vuelve.
Y necesito entonces mirar a Jesús que me ama, me mira bien y no me juzga. El
niño que nace. Necesito encontrarlo. Dentro de mí. Y en otras miradas humanas
que me miran así y me hacen creer que valgo mucho más de lo que yo creo. Esa
creencia ya no me limita. Todo lo
contrario, esa fe me levanta, me alegra, me eleva sobre mis límites.
Hoy resuena en mi corazón la pregunta que me lleva a la
reflexión: «En aquel tiempo la gente preguntaba a Juan: - ¿Entonces qué hacemos? Él
contestó: - El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y
el que tenga comida, haga lo mismo. Vinieron también a bautizarse unos
publicanos y le preguntaron: - Maestro, ¿qué hacemos nosotros? Él les contestó:
- No exijáis más de lo establecido. Unos militares le preguntaron: - ¿Qué
hacemos nosotros? Él les contestó: - No hagáis extorsión ni os aprovechéis de
nadie, sino contentaos con la paga». ¿Qué tengo que
hacer para cambiar de vida, para mejorar, para ser feliz? ¿Qué tengo que hacer
para alcanzar la vida eterna? A menudo vierten sobre mí esa misma pregunta.
Buscan recetas, o caminos de esperanza, o respuestas a preguntas eternas. A mí
no me gusta vivir dando consejos. Pensando lo que a otros les conviene hacer.
Como si tuviera yo un recetario para la vida. Esa pregunta brota en el corazón
de cada uno. ¿Qué tengo que hacer? Me pregunto a mí mismo. Yo mismo quiero
encontrar la respuesta para mí. Aunque no tenga la respuesta para todos. Hoy,
ante Juan, cada uno llega con su pregunta. Y Juan responde de forma muy
concreta. Ellos lo acogen y quieren cambiar. Me impresiona su actitud. Ya saben
que no pueden exigir más de lo justo, de lo que corresponde. No pueden ser
egoístas con sus bienes. Han de dar de lo que tienen al que necesita. No pueden
aprovecharse del débil ni explotar a nadie. Convertirse significa cambiar de
vida, de hábitos. Dejar de hacer el mal, y comenzar a hacer el bien en su lugar.
Cambiar exige dejar de mirar la vida como antes. Para ser alegre, cambio la
mirada. Sé que pierdo la alegría por cosas sin importancia. Mi mirada es
estrecha, autorreferente. Me agobio cuando no coincide lo que deseo con lo que
tengo. La insatisfacción me llena de frustración. No soy capaz de ser feliz a contracorriente.
Dejando de sentir como todos sienten. Sueño con una felicidad que es más
profunda, que viene de dentro. Necesito la conversión del corazón. Quiero vivir
el Adviento de la mano de Juan Bautista que exige radicalidad de vida. Un
cambio profundo. Me gustaría cambiar de golpe. Me cuesta dar ese paso. Lo
intento. ¿Qué tengo que hacer? Le pregunto a Jesús camino a Belén. ¿Qué tengo
que dejar al borde del camino? ¿Qué tengo que cambiar para ser feliz, para
hacer que la vida de otros sea más feliz? A menudo me obsesiono queriendo estar
yo bien. Veo lo que me falta, lo que necesito. Pienso en mí, sólo en mí. En lo
que me falta para ser feliz. Y se me olvida que el cambio de mirada es lo que
cambia todo. ¿Qué tengo que cambiar para que otros sean más felices? Dejo de
pensar en mí. En mi necesidad, en mis gustos, en mis placeres. Pienso en no
hacer el mal. Pero sobre todo en hacer el bien. Crecer en generosidad, en
amabilidad. Me acerco a mi prójimo que camina conmigo en este Adviento. Aquel
que está a mi lado. Busco hacer felices a los que están conmigo. Eso supone un
cambio. Me intereso por ellos, por sus vidas. Pienso en lo que necesitan. ¿Qué
tengo que hacer? La vida no consiste simplemente en no hacer el mal. Hay que
hacer el bien. Hay que amar. No sólo consiste en no caer en el odio. El amor es
concreto. ¿Qué quieres que haga por ti? El amor son obras, no buenas razones.
Amar desde dentro, con mi vida, con mi entrega, con mis gestos, con mi tiempo.
Me gusta Juan que escucha y responde desde Dios. Aconseja y muestra una forma
de vivir. Quiero vivir de tal manera que mis actos sean testimonio de Jesús
hecho carne. Que no me haga falta hablar. Que sin palabras mis obras sean
Palabra de Jesús. ¡Qué lejos estoy del cielo! Creo que pienso mucho en mí, en
lo que necesito para ser feliz, en lo que me falta y me deja inquieto y triste.
¿De dónde viene esa tristeza que tengo? Del miedo. Soy un convencido. Si dejara
de vivir con miedo sería más feliz. ¿Qué tengo que hacer para no tener miedo?
Me pongo en camino. Es mucho lo que hay por delante. Mucho lo que me queda por
hacer. Me da miedo cambiar mis hábitos, mis costumbres. Tengo miedo de
preguntar, no vaya a ser que me exijan demasiado. Tal vez me he habituado a la
estabilidad y cualquier novedad me da miedo. En una película le decían al
protagonista: «Lo tuyo es publicidad
engañosa. Hablas de que te gustan la aventura y la novedad. Pero lo que realmente
amas es la estabilidad y los recuerdos». Me autoengaño. Digo que quiero el
riesgo de lo nuevo. La aventura de la inseguridad. Pero no es así. Me asusta
cualquier cambio de mis rutinas. Me da miedo perder los espacios seguros en los
que me creo feliz. Quiero dejar de controlarlo todo. Es tan difícil. Pretendo
asegurar el mañana. Quiero seguir igual, como hasta ahora, hasta el cielo. ¿No
tengo nada que cambiar? Sí, tengo mucho que mejorar en mi corazón. Pero me
resisto. Mis cadenas y seguros. Mis miedos al cambio y a perder. Mis mentiras
convertidas en hábitos. Mis egoísmos que me intentan proteger. Y los miedos que
se entrelazan como enredadera al tronco de mi alma. Y las nubes que ocultan la
sonrisa detrás de tristezas reconocidas. Puedo cambiar. Puedo hacer más cosas. Para que otros sean felices. Para que así yo
mismo sea más feliz.
Juan trae la alegría, la buena noticia. Muchos creen que él
es el Mesías. Pero no es así. Él sólo lo anuncia, lo señala entre los hombres: «El pueblo estaba en expectación, y
todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dejo a
todos: - Yo os bautizo con agua; pero viene uno que puede más que yo, y no
merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con el Espíritu
Santo y fuego. Exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio». Juan es
pequeño. No es Dios. Es sólo un hombre. No es el enviado. No es el Salvador. No
se lo cree, aunque muchos lo siguen y se lo dicen. Pero él sólo quiere hacer
las obras de Jesús. Quiere preparar el corazón de los hombres para que tengan
paz. Es lo que desea. Que Jesús viva en ellos y los cambie por dentro. Que su
vida tenga un sentido. No quiere que pase de largo y no lo reconozcan. Por eso
lo anuncia entre muchos hombres. Es sólo la voz, no es él la palabra. Pero en
sus obras está algo de su amor, de su presencia. Una persona rezaba así: «Jesucristo vivo está/ y sus obras
permanecen/ entre los que se estremecen/ cuando miran más allá/. Su gracia se
anunciará/ en lo profundo del alma/, donde reina mayor calma/ y acontece la
alegría/ de saberse en romería/ tejida de amor la talma». Juan sólo anuncia
al Mesías. El Adviento consiste en anunciar al que está junto a mí. En hablar
del que me precede. En mostrar su rostro con mis gestos, con mis obras pobres.
A menudo me veo queriendo yo ser Jesús. Buscando que me reconozcan y hablen de
mi valor, de mis capacidades. Quiero ser admirado por lo que hago, por lo que
digo. Me olvido de aquel a quien anuncio. El pueblo está expectante porque
quiere ver a Dios. Y yo me lo creo. Y pienso que me buscan a mí. No. Tienen sed
de Dios. No de mí. El hombre busca hombres perfectos. Y esos hombres no
existen. Quieren que los hombres de Dios sean perfectos, que yo sea perfecto.
Es imposible. No lo soy. Fallo, decepciono, confundo. Y entonces veo cómo mis
imperfecciones alejan a los hombres de Dios. Y sufro. Dios no cabe en la piel
humana. La desborda. Y la piel humana con pecado escandaliza al que la creía
perfecta. Y el hombre se aleja buscando a Dios en otra parte. Se siente
defraudado, engañado. Quiero no olvidarme de mi miseria. Para que nadie piense
que soy Dios, que soy perfecto. Fallo una y otra vez. Caigo. No respondo como
esperan de mí. No soy tolerante y paciente. No soy bueno con todos. No siempre
soy generoso. No doy la vida como digo que voy a hacerlo. Me duele el alma por mi pecado que aleja de Dios. Y no lo acerca.