Miqueas 5,1-4; Colosenses 3, 12-21; Eclesiástico 3,
2-6. 12-14.
«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un
hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que
significa 'Dios-con-nosotros'»
30 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Saber
que soy increíble me hace más increíble todavía. ¡Cuánto poder tiene la fe! Si
creo en mí llego más lejos. Si creen en mí subo a las alturas. Jesús cree en
mí. Soy increíble para Él. Eso me basta»
El otro día recibí en mi ordenador este mensaje: «Eres increíble, y lo sabes». Y todo porque acababa de realizar una compra por
internet. Me pareció bastante curioso. La tienda on line me decía que yo era
increíble sin conocerme. Sin quererme. Me lo dicen y no lo saben. Y yo me
alegro. ¡Qué curioso! Y a lo mejor los que lo saben, no me lo dicen. Se callan.
Y a mí me duele. Y yo también sé que algunas personas a las que quiero son
increíbles, pero no se lo digo, me lo guardo, me lo callo. Siguen siendo
increíbles y yo no les hago creer que lo son. Mi campaña de marketing es peor
que la de esa tienda. Aquellos a los que amo no escuchan de mis labios nunca un
te quiero. No les hago saber lo maravillosos que son. No les expreso mis
sentimientos más verdaderos. Los conozco, los quiero, pero no les digo lo que
pienso y siento. No lo escribo. Me lo guardo. Pero esta tienda que no me conoce
sí me lo dice. Suena a broma, sonrío al leerlo, pero hay una verdad escondida y
algo se alegra en mi alma. Me lo repito muy despacio. Soy increíble, lo sé. De
verdad lo soy, aunque me cueste creerlo y vea tantas veces mis límites, mis
caídas, mis pecados. Tal vez por eso necesito que me lo repitan para creérmelo
de verdad. Pero no cualquier tienda, que no me conoce. Sino alguien que de
verdad me quiera. Alguien a quien le importe de corazón. ¿Tan necesitado estoy
de reconocimiento que necesito esos halagos? No deseo cualquier halago. Esa
frase dicha así, en la fría pantalla de un ordenador, suena a falsa. Ellos no
me conocen, ¿cómo voy a ser increíble para ellos si no saben cómo soy? A veces
las personas me dicen cosas sin conocerme. Halagos unas veces, otras veces son
críticas y juicios. En realidad, todo me afecta. Pero ellos, si lo pienso me
doy cuenta, no me conocen de verdad. Aún así me afecta lo que me dicen, lo que
opinan sobre mí. ¿Tienen el mismo peso las palabras independientemente de quien
las diga? En realidad, no. Pero me afectan. Me duele mi vulnerabilidad. Quiero
que todos me acepten y digan que soy increíble. Que me aplaudan y me elogien.
Es como si necesitara continuamente escuchar un reconocimiento. Un like de
alguien desconocido. Un aplauso sin rostro. No me conocen, pero el halago me
eleva. Y sin conocerme, la crítica me hunde. Me juzgan y dejo de crecer, de
confiar, de creer. ¡Tienen tanto poder las palabras! Hoy muchas personas me
felicitan la Navidad. Muchos lo hacen por costumbre, sin detenerse a pensar en
mí y felicitarme a mí. Lo hacen sin rezar por mí. Otros sí lo hacen con un
cariño profundo. No llega igual cada mensaje de Navidad. Me gusta lo personal,
no lo general. Yo también caigo en lo mismo. Digo las cosas sin conocer, sin
querer de forma personal, sin detenerme a pensar en cada uno. Las prisas son
malas y no me dejan detenerme a rezar, a pensar, a estar con Jesús. Pienso en
este niño Dios hecho carne. Miro al Belén en el que descansa este Niño que me
quiere a mí, que me busca a mí, que me conoce. Sus palabras resuenan en mi
corazón con la fuerza de un latido. Jesús sí que me dice hoy: «Eres increíble, y lo sabes». La verdad es que no lo sé. O más bien no me lo creo y
se me olvida. No acabo de comprender que soy el más querido por Dios. Que soy
su hijo predilecto. Tengo muchos talentos, muchas virtudes. Una historia
increíble. Una vocación maravillosa. Pero yo no acabo de entonar mi magníficat
como María agradeciendo a Dios todo lo que hace en mí. Soy maravilloso. Soy
estupendo. Soy el jardín de Dios. Soy su establo más preciado. Tengo un alma
grande. Un corazón inmenso. Una hondura en la que las raíces de Dios crecen con
fuerza. Tengo la suerte de amar mucho y de ser muy amado. Me gusta la palabra
increíble. Tiene que ver con el asombro y la sorpresa. Con lo que rebasa todas
las expectativas y supera todos los sueños. Es increíble que yo sea como soy.
Lo pienso y me alegro. Una sana autoestima me enseña a amar de forma sana. Miro
a Jesús en el pesebre. Ya está aquí. Ha venido en silencio. Es increíble esa
presencia misteriosa. Él es mucho más increíble que yo. Me mira a mí con
alegría y se asombra. Y me repite esas mismas palabras. Me pide que me lo crea,
que confíe en el poder de sus palabras. Es el hijo de Dios. Él me hace nacer de
nuevo y me recuerda que valgo más de lo que pienso. Que no me mire mal y confíe
en lo que puede hacer conmigo. A veces me centro en lo que hago mal, en mis
carencias y límites. Y esa mirada no me hace crecer. Decía el P. Kentenich: «Si yo dijese
reiteradamente en mis pláticas, en un sesenta a noventa por ciento: ‘tú
no puedes hacer nada, pero Dios ha hecho de ti algo valioso’, esa afirmación tiene que causar una falta
de alegría en mi relación con Dios y, por eso, se busca la alegría en otra
parte: en el mundo de las alegrías sensibles y del pecado»[1]. Justamente Jesús me mira y ve lo valioso que hay
en mí. No se queda en mi pecado, en mi pobreza. No hace algo grande a pesar de
mi barro, sino contando con él. Tengo una potencialidad escondida. Un don
sagrado que estoy llamado a entregar. Hay una semilla en mi alma que habla de
eternidad. Necesito saberlo para poder darlo. Saber que soy increíble me hace
más increíble todavía. ¡Cuánto poder tiene la fe! Si creo en mí llego más
lejos. Si creen en mí subo a las
alturas. Jesús cree en mí. Soy increíble para Él. Eso me basta.
Jesús llega a mi vida sin que yo esté preparado. Nunca suelo estarlo para las grandes ocasiones. Me dejo llevar por las
prisas y no me detengo ni un instante. Quiero que el nacimiento de Jesús se dé
en en mí tal y como mi vida está ahora. Así pasó en la vida real: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera». Fue de una manera silenciosa, sin llamar la
atención. El nacimiento fue en huida. En la pobreza de un pesebre. ¿Qué hubiera
pasado si alguien con alma de niño hubiera abierto su posada? ¿y si en lugar de
un establo hubiera nacido en una familia, en la paz y el remanso de un hogar en
calma? Hubiera sido de otra manera el nacimiento. Pero no sería Jesús. Él quiso
nacer a su manera. Y su manera duele, incomoda, altera mi paz y mi sosiego. Su
manera inquieta, es como una astilla que se mete en mi piel haciéndome daño. Su
manera no se adapta a la horma de mi zapato. O es más pequeña o es más grande.
Quiero encajonar a Dios para que se adapte a mí, a mis deseos. Dicen que le
atribuyo a Él sólo los bienes. Y los males digo que los observa impotente, pero
no es responsable. Como si quisiera exculparlo de todas mis desgracias. ¿No
tengo que perdonarlo a veces cuando permite algo que me duele en lo más hondo?
Sí. Le perdono. Pero me parece que me he inventado un Dios que nace a mi
manera. Cuando yo quiero, cuando lo necesito. Y cuando me decepciona lo vuelvo
a reservar en el sagrario. Lo escondo, lo oculto. Allí donde no me molesta en
mi silencio. Calla. Y parece dormido. Demasiado quieto mi Dios. Demasiado
impotente. Demasiado pequeño. O tal vez tan grande que se queda lejos de mí. En
algún lugar lejano en el que yo no habito. Tengo claro que mis decisiones
importantes pasan por el corazón. Sin él no puedo decidir nada bien. No sé lo
que de verdad me conviene hasta que lo medito todo en mi corazón. Allí sucede
lo importante. Pero a veces siento que mi corazón va a contracorriente. No se
adapta a los tiempos de los hombres. Vive con un reloj distinto. No sé si es el
de Dios, o es el de mi alma. Lo que sé es que a mi ritmo Dios me habla. En sus
silencios confirma mis intuiciones. Y con sus susurros suaves calma no sé bien
cómo mis miedos. Me arrodillo hoy cansado, con barro en mis manos, el alma
vacía, delante de mi Dios niño, mi Dios de carne, mi Dios tan humano. ¡Cuánta
paradoja hay en el pesebre! ¡Cuánta impotencia para salvar el mundo! Un Dios
hecho hombre, hecho niño, hecho límite. Decía el P. Kentenich: «El rostro humano del
Padre Eterno vuelto hacia nosotros, nos revela de manera sensible y palpable,
de modo auténticamente humano, cómo concebir humanamente el interés espiritual
de Dios Padre por cada individuo»[2]. El rostro de un niño con sus ojos grandes es el rostro humano de la
misericordia de Dios. Dios hecho hombre se acerca al hombre. Dios con nosotros
que no quiere dejarme solo. Dios conmigo para que sienta cada día su abrazo.
Dios me ama y viene a mí, pero a su manera, eso sí, no a la mía. Es mejor la
suya, lo sé, aunque no la entienda. Me empeño en querer razonarlo todo. Y mi
vida se juega en el corazón, no en la cabeza. Me salvo en el corazón que a
veces tengo tan desordenado, tan sucio, tan limitado. Y yo quiero que Jesús
nazca en mi vida a mi manera. Cuando esté todo en orden, pienso, será distinto.
Cuando tenga éxito y logros que justifiquen mi vida. Entonces le dejaré entrar
y quedarse conmigo. Pero no es así. Soy víctima del caos de mi alma. Y me
siento inquieto y perdido con frecuencia. En medio de las nieblas de mis
desánimos me arrodillo en silencio ante el Niño que nace. ¿Qué hubiera hecho yo
esa noche de invierno? ¿Hubiera dejado a José y a María entrar en mi vida? Me
temo que no. Me incomodan los que molestan. Tengo miedo y me cuesta aceptar la
manera de Dios. Por egoísmo, por pereza. Tantas veces me guardo de los hombres
que me incomodan. Y creo que tengo que vivir a mi manera. Que es la que de
verdad vale. La que me hace feliz, la que se adapta al tamaño de mi alma. ¡Qué
mirada tan pequeña, tan pobre, tan ciega! Quiero aprender a dejar nacer a Dios
en mi vida a su manera. Dejarlo entrar. Aunque no entienda yo lo que Él hace
cuando habita en mí. Dios conmigo en medio de mis días. En medio de mis nervios
e inquietudes. Dios que viene a romper la santa armonía de mis rutinas
sagradas. En las que no me desprendo de mi yo queriendo ser el dueño de mi
vida. Miro a José y María y obedezco: «Mirad: la Virgen
concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa
'Dios-con-nosotros'». Los miro en la
noche de Navidad. Cuando todo está a oscuras y una luz se enciende en el
pesebre. Una lámpara en la noche. Una señal de esperanza entre tantas desesperanzas.
Jesús nace a su manera y no lo comprendo bien. Unos pañales, una madre, un
padre. Pobreza, soledad y silencio. Jesús nace a su manera. En la persecución.
En el dolor. En la pérdida. En el martirio. Nace en medio de la tensión. Cuando
no todo está claro ni en paz. Cuando el futuro es incierto. Me quiero adaptar a
su manera. Jesús tiene razón, todo es cuestión de tiempo. Dios se adapta a mi
tiempo. La eternidad se limita en horas y en días. No hay nada tan
incongruente. Dios todopoderoso se vuelve impotente. Dios omnipresente se
esconde en una cueva. Dios omnisciente vive en la ignorancia. Dios eterno
acepta la muerte. La naturaleza creada asume al Dios que la ha creado. El
creador sometido a la creatura. Me parece todo imposible. Su manera me
desconcierta siempre de nuevo. Su manera de hacer las cosas, de amar hasta el
extremo, me resulta imposible. Su soledad es un amor que desborda todas mis
pretensiones. Y yo pretendo someter a Dios a mi manera. Hacerlo actuar según
mis planes. Indignándome cuando no se ajusta a mi lógica o a mis gustos. Me
arrodillo cansado ante el pesebre. Ante mi Belén con José, María, el ángel, el
Niño, el buey y la mula. Y la estrella que me ilumina. Los pastores y la oveja.
Yo allí de rodillas queriendo sostener el mundo en mis manos.
Me conmueve el silencio de Navidad. Sobran las palabras. Los gestos. Sobran los
llantos y las penas. Me conmueve tocar el cielo en Navidad, viviendo tan atado
a la tierra. Y experimentar la distancia eterna entre mi carne herida y esa paz
del cielo de la que hablo, con la que sueño. Me duelen las palabras. Me hieren
los gestos. Y torpemente amo y guardo rencor al mismo tiempo. No sé por qué
sigo pensando que me deben algo. O que no todas mis cuentas están saldadas. Y
miro al cielo. Toco la carne de un niño indefenso esta noche, este día de
Navidad. Toco a Dios que viene a cambiar la tierra en carne de hombre. Parece
no cambiar nada. Porque un niño indefenso no puede cambiar nada. Y yo me
arrodillo creyendo en los imposibles de los que Dios me habla. ¿Cómo va a nacer
Dios en la carne de un niño? Tan limitado, tan pobre, tan impotente, tan
pequeño. Quiero que algo cambie esta noche. En mí, más que eso no pretendo.
Quiero cambiar mi mirada, mi forma de abrazar la vida. Quiero cambiar la suerte
de mis días jugándomelo todo a una carta. La de creer que existe ese Dios que
me pide hacer a mí todo lo imposible. La de creer que mi vida es mejor y tiene
más sentido si abrazo sus caminos y me adapto a sus sueños. Y dejo de aferrarme
rígidamente a mis pretensiones tan humanas. Me gusta esta noche de Navidad en
la que los miedos se detienen ante la puerta abierta que Dios me muestra. Hay
esperanza. ¿Cómo es posible? Se ha consumido el tiempo. No se ha logrado nada.
La derrota es segura. ¿Cómo va a vencer un niño en medio de mi tiempo limitado?
Yo quiero que todo suceda ahora, mientras estoy aquí, mirando. Quiero que
cambie las leyes y los poderes de este mundo. ¿Cómo voy a respetar esos tiempos
de Dios que no comprendo? Quiero que todo cambie para bien. Recuperar el tiempo
perdido. Devolver la vida a los que se han ido. Que me pidan perdón los que me
han herido. Que me abracen todos los que deben algo. Que me quieran más
aquellos a los que yo tanto quiero. Que no se acerquen los que desprecio. Que
me salgan bien las cuentas. Que me resulten mis planes. Que cambie la suerte de
mi vida. Que me dejen hacer lo que yo quiero. Miro mis peticiones escritas en
el alma a fuego. Veo que soy tan inmaduro, tan inconstante, tan superficial.
Nace Jesús en mi alma. Es lo que deseo. ¿Cómo va a poder cambiar todo lo que en
mí se resiste al cambio? Hoy es noche de imprevistos. ¿Por qué tuvieron que ir
a hacer el censo? «Subió también José desde Galilea, de la ciudad de
Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la
casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba
encinta». Todo se complica en su vida apacible. A veces le echo la culpa al
cielo cuando suceden cosas con las que no contaba. Cuando todo se complica.
Miro la ausencia y el fracaso. Un censo. Un pueblo lleno de gente. No hay
posada. No se puede dormir en ninguna parte. ¿Dónde dará a luz esa niña? Me
importa menos la suerte de los demás que la mía. Lo mío pesa más, es más grande
y duele. Y me duele pensar que no todo es como yo había dibujado. En mis sueños
de niño al pie de un Belén, junto a los míos. Ha pasado el tiempo y el alma se
vuelve dura y exigente. Necesito arrodillarme un año más ante el pesebre para
hacerme niño. Todo tan quieto, tan callado, tan lleno de una calma infinita. ¿Y
mi alma impaciente? Quizás quiera hoy Jesús cambiar mi suerte. Mi mirada. Mi
corazón enfermo. La forma de mi abrazo. El tamaño de mis ojos. El ritmo de mis
pasos. Me siento incapaz de cambiar yo mismo nada de lo que hago. De preparar
nada para la nochebuena. O el niño lo hace, o yo no puedo hacerlo. Cambiar mi
suerte, la de los míos. Me he vuelto duro para sufrir menos. El que menos ama
es el que menos sufre. Y no quiero sufrir, lo tengo claro. El que más distancia
toma con las personas. ¿Por qué quiso Dios hacerse hombre? Para tocar mi alma. Para
acercarse a mí. Y complicarme la vida con su presencia. Para volverse indefenso
en medio de mis días. Así lo encontraron los pastores. Y los reyes. «Y
encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre». Un niño
envuelto en pañales. ¿Cómo se puede creer en la promesa cuando no veo nada que
me dé esperanza? ¿No basta con un niño? Le pido mucho a la vida. Que sea como
yo quiera. Que todo cambie cuando yo quiera. ¿Cuáles son mis deseos en esta
noche? «Si el deseo es auténtico, no se extinguirá con el paso del tiempo ni tendrá
necesidad de cualquiera clase de atajos para realizarse»[3]. No tengo prisa. La Navidad es una noche sin prisas. Sin tiempos. Sin
urgencias. Simplemente es la noche para cultivar mi deseo. Ese deseo de
infinito que nace en mi alma. Abrazo al Niño muy quedo. ¿Qué sueño? Tengo el
alma llena de deseos eternos. No tengo prisa. No corro. No me apresuro sin
sentido. Miro al Niño en silencio. No todo está en orden. No todo perdonado. No
me han pedido perdón. No han abrazado mi alma herida. El orden soñado tiene que
esperar. Pero sonrío. Medito en mi corazón todo lo que me pasa. Los miedos y
las ausencias. Sonrío como puedo en esta noche de rebaños de ovejas y cantos de
ángeles. De soledad y paz de establo. De estrellas y esperanzas. Abrazo al niño
muy quieto, sin hacer ruido. Con mi alma tranquila. Sueño. Espero. Deseo. Y entono muy quedo unos villancicos que renuevan por
dentro mi alma.
Es la familia el lugar sagrado
en el que se forjan mis sueños de niño. ¡Qué difícil educar! ¡Cuánto cuesta vivir en
familia con una sana armonía! Hoy la familia está en crisis. Tantas familias
rotas. Tanto desamor. Tanto dolor. Miro a mi familia. Veo que no todo es el
reflejo de la armonía de la familia de Nazaret. Estoy tan lejos. Quiero en esta Navidad pedir por todas las familias que aspiran a vivir el
ideal de la familia de Nazaret. Una familia que crece en la espera de treinta
años ocultos en el tiempo. Treinta años de silencio. ¡Qué poco sé de su vida
esos años! María y José educando a Jesús. La unión familiar testimonio de un
amor del cielo. Jesús dignifica la familia con su presencia. Le da un carácter
sagrado. Me gusta pensar en la familia de Nazaret como un modelo para mi vida.
Como un camino de santidad. ¡Qué lejos estoy a veces! Aspiro a ese ideal de
verdad, de amor, de paz, de justicia. Que mi familia se parezca a la de
Nazaret. Que en ella se respete tanto la vida, la verdad de cada uno. Una familia
en la que haya perdón. Y una mirada positiva y enaltecedora sobre el otro. Hoy
es el día en el que pido por tantas familias rotas, imperfectas, heridas. Con
ausencias. Con dolores. Pido para que seamos capaces de construir familias como
la de Belén, como la de Nazaret. Hogares en los que reine el amor y se haga
fuerte la misericordia. Pongo en manos de María y José en el Belén mis vínculos
familiares rotos, heridos, fríos, cansados. Les pido que los hagan fuertes y
profundos. Misericordiosos y llenos de paz. Es lo que imploro esta noche santa.
Se lo pido a Jesús que me mira con misericordia. S. Pablo me recuerda cómo estoy llamado a vivir. Estoy muy lejos
todavía. El ideal es muy grande: «Como elegidos de
Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad,
dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga
quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por
encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la
paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido
convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Corregíos mutuamente. Cantad
a Dios, dadle gracias de corazón». Una familia unida que reza, da gracias, alaba a Dios, se perdona, se ama
sin límites. ¡Qué importante es la familia para formar corazones sanos! Hay
tantas heridas que vienen de mi infancia. He visto corazones rotos por el
desamor. Porque nunca se sintieron amados, ni escucharon un te quiero, ni se
supieron increíbles. Cuando no toco en los míos el perdón, la paz, y el abrazo,
es seguro que buscaré fuera sucedáneos que calmen la sed de mi alma. Una
familia unida en la paz de Dios es una familia en la que maduran corazones en
armonía. Donde Jesús está presente trae la paz. ¡Qué lejos me siento tantas
veces de la familia de Nazaret! Jesús me invita a perdonar, a pedir perdón, a ser
perdonado. Me pide que aprenda a agradecer, a abrazar, a amar con gestos y
palabras. Una familia santa y sana es expresión del amor de Dios. Miro a la
Sagrada familia en este domingo. Miro a José, a María, con el niño en sus
brazos. Los miro camino a Egipto, camino a Nazaret. El niño en medio de ellos
trayendo paz y silencio. Este tiempo de Navidad me enseña a detenerme y a
contemplar. Decía el Papa Francisco: «Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso
es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias: -
Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible»[4]. Contemplar exige un esfuerzo. Me exige dejar en una cesta el móvil para
estar con los míos y contemplarlos. Lo hago con mi cónyuge, con mis hijos, con
mis hermanos, con mis padres, con mis abuelos. Quiero estar con los que me aman
sin condiciones. Quiero ver la vida de los que quiero y desear decirles que
valen más de lo que piensan. El problema surge cuando soy invisible. O cuando
alguno en mi entorno es invisible para mí. No lo veo. No lo distingo. Y así no
crezco y no crece. Una familia es el lugar de la contemplación. Y si en casa
vivo volcado hacia el exterior, haré que muchos a mi alrededor sean invisibles.
Dejen de contar. Su vida no valga la pena. Y entonces no son increíbles. No quiero que esto sea así. No lo quiero.
Este domingo de la sagrada familia
escucho cómo Jesús es llevado al templo: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de
ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al
Señor». José y María cumplen con la ley judía. El hijo de
Dios nace y sus padres respetan lo que está escrito: «Todo varón
primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de
tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor». Siempre me impresiona la docilidad de José y María.
No dudan. No se saltan la ley. Hacen lo que está mandado. A veces creo que la
ley me la invento yo. Yo decido lo que está bien y lo que está mal. La norma
que cumplo y la que me salto. Yo marco los límites, los traspaso y los respeto.
Yo busco obviar la ley cuando no me gusta. Y la respeto cuando la estoy
cumpliendo. Condeno a los que la trasgreden, hasta que yo mismo lo hago.
Entonces me vuelvo repentinamente misericordioso, es curioso. Pero si yo cumplo
y me cuesta hacerlo, me erijo en guardián de la ortodoxia. Culpo a los
culpables. Condeno a los caídos. Y me siento mejor que muchos. Y si un día
caigo yo, mi moral se hace flexible. ¡Qué frágil es el corazón humano! Digo que
está bien la norma cuando me es fácil respetarla. Y si me resulta imposible, la
tacho de inhumana. O digo que no es el deseo de Dios. Uso con facilidad el
nombre de Dios en vano. Digo lo que Dios quiere sin yo saberlo. Digo cuáles son
sus deseos verdaderos siendo yo un ignorante en la materia. Me falta altura
para ser humilde. Para ser niño. Para ser dócil. Aceptar la norma y cumplirla,
aunque me cueste. Es difícil. Escribía el P. Kentenich citando a «Santo Tomás: - Los
dones del Espíritu Santo provienen del cielo, perfeccionan al hombre para que
obedezca con mayor rapidez al Espíritu Santo. Son capacidades sobrenaturales
especiales que nos hacen dóciles, a fin de que llevemos a cabo aquellas obras
eminentes que conocemos con el nombre de ´bienaventuranzas»[5]. Necesito que venga sobre mí el Espíritu Santo para ser hijo, para ser
dócil, para ser obediente. Y para llevar a cabo esas bienaventuranzas que Jesús
me pide. Hacer el bien y evitar el mal. Ser pacífico y bondadoso. Ser humilde y
sabio. Necesito una fuerza de lo alto porque yo sólo caigo en la soberbia y en
el individualismo. La obediencia es una gracia que Dios me da. Me gustan las
palabras del P. Kentenich: «Mi ideal de obediencia es este: cuando me dan una
orden con la que yo no estoy de acuerdo, no la cumplo como un esclavo que no
piensa, sino que lo hago manifestando al Superior mi desacuerdo y haciéndole ver
que actúo sólo porque él me lo manda, sin hacer mía la orden»[6]. Disponibilidad para hacer
lo mandado. Y franqueza para expresar mi opinión al hacerlo. Una obediencia
familiar. Como la que vivió Jesús en Nazaret. Una obediencia en familia en la
que el hijo obedece en una sana familiaridad. No la obediencia del temor, sino
la del amor. Don Bosco decía en su testamento espiritual: «Si quieres ser obedecido, debes lograr ser
amado. Si quieres ser amado, debes amar. Vuestros educandos no sólo han de ser
amados por vosotros. Sino que deben llegar a darse cuenta de ello. ¿Cómo ocurre
esto? Deberéis preguntárselo a vuestro corazón, él lo sabe». José y María
obedecen. Y luego aman. O quizás primero aman con profundidad a Dios y por eso
pueden obedecer. Y amando a Jesús logran que se despierte en él la obediencia: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él». ¡Qué difícil cuando no me obedecen! ¿Cómo se puede amar
al hijo que no me obedece ni respeta? Me hace falta un amor más grande que el
que tengo. Mi hijo tiene que ser amado por mí. Y tiene que saber que lo amo. La
obediencia va unida al amor. Si no amo a Dios. ¿Cómo voy a respetar sus leyes,
sus deseos, sus peticiones? Mi corazón obedece al que ama, lo que ama. Sigue la
línea marcada por el amor que brota en el corazón. Quiero aprender a amar de
tal manera que la obediencia me sea fácil. Quiero aprender a amar a otros de
tal forma que me obedezcan por amor, no por temor. Estoy tan lejos. La escuela
donde aprender a educar es compleja. No es todo tan sencillo como pintan los
libros. Dicen que el papel lo aguanta todo. Pero que luego la vida es más
difícil. Hablar de pedagogía siempre es bonito, enamora y fascina. Pero luego
aplicarla en un colegio es un desafío muy difícil. Porque la vida no es una
suma. Es mucho más difícil. Requiere que integre toda mi vida, toda mi alma. Requiere
que me dé por entero. Sin guardarme nada. Así desarrollará mi hijo el instinto
de la obediencia. Se hará dócil. Porque el orgullo es el que me impide tantas
veces obedecer y aceptar la norma impuesta. Mi orgullo independiente. Mi deseo
de hacer mi santa voluntad. De imponer mis criterios y mis maneras. Quiero
hacerlo todo como yo quiero. Y el decir de mis mayores no me importa. No lo
quiero. Entonces surge del alma una rebeldía inconsistente. Como si reclamara
en mi corazón un orgullo herido que quiere ser amado. Respetado. Y tomado en
cuenta. Quiero más humildad para ser obediente. Sólo si soy hijo obedezco. Sólo si soy niño me abro al querer de mi
padre. Me vuelvo dócil.
Simeón representa la espera y
el deseo de ver y tocar a Dios: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que
tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y
gloria de tu pueblo Israel». Lo ve y
sabe que ya puede descansar con Dios para siempre. Me impresiona esa mirada.
Lleva tanto tiempo esperando al Mesías. Ana también espera: «Como se
presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los
que esperaban la redención de Jerusalén». La espera es recompensada. Los dos ven a Dios. Tocan al niño. Creen que
detrás de la apariencia de la piel se esconde el rey de reyes, el Salvador. Me
impresiona su fe. Es bonito ver cómo hace Dios las cosas. Se hace niño humilde
y pequeño. Se hace dócil. Se hace hogar para muchos. Y se deja tocar por todos.
Ana y Simeón han recorrido un largo camino de espera. Han soñado con lo
imposible y lo que parecía inalcanzable se ha hecho realidad. ¿Cómo puedo
esperar tanto tiempo sin desanimarme? Tengo esperanzas clavadas en el alma.
Pero a menudo me desanimo. Dejo de confiar. Dejo de creer. Me han prometido el
cielo y vivo en el lodo. He soñado con las estrellas y no he alcanzado su
destello de luz. Pierdo la esperanza. Quiero creer en las personas y me fallan.
Creo que la Navidad es una escuela en la esperanza. Todavía no he visto al Salvador
y espero en él. Todavía no puedo irme a descansar porque no lo he tocado. Tengo
que seguir en pie, alerta, esperando. Leía el otro día: «Si no hay gratitud,
la vida no se abre a la esperanza y se encierra en un presente que se repite,
como una donación infinita de muchos pequeños instantes iguales todos ellos
entre sí, instantes que huyen hacia el vacío»[7]. La gratitud es la llave que me abre a la esperanza. Me ensancha el
corazón. Me hace más paciente con lo que todavía no ha sucedido. Necesito un
corazón que agradezca la vida que tengo. Soñando con una plenitud que aún no
alcanzo. Un corazón agradecido ante los míos. Ante mis hijos, mis padres, mis
hermanos, mis amigos. Paciente en la espera sin querer que suceda lo imposible
de golpe, inmediatamente. La espera se hace firme cuando agradezco lo que ya
poseo. Y espero lo que ha de venir con una sonrisa. Es la espera de un corazón
que no vive estancado en la queja. Quiero ser agradecido y feliz. Quiero un
corazón que espere siempre algo nuevo. Que sueñe y desee. Quiero un corazón que
viva deseando tocar el cielo y ver a Dios en la tierra. Quiero un corazón
paciente. Un corazón grande, tierno y alegre. Quiero tocar a Jesús como Simeón,
como Ana. Necesito paciencia. Lucho por ello cada día. Sin perder el tiempo. Sin desesperarme. Sueño con Dios en mi
alma, en mi tierra.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios,
328
[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad
[7] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad