Isaías 25, 6-10a; Filipenses 4, 12-14. 19-20;
Mateo 22, 1-14
«La boda está preparada, los convidados no se la merecían. Id
ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a
la boda»
15 Octubre 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero mirar a través de mis odios y
rencores para poder ver la bondad escondida en el alma de los hombres. Ver en
ellos la imagen de Dios. En el alma de aquel a quien amo aunque me ignore»
Con frecuencia he pensado que mi ego es demasiado
grande. Todo comienza conmigo y acaba conmigo. Lo
que yo necesito, lo que me falta. Lo que siento, lo que me alegra. Lo que me
entristece, lo que me duele. Lo que sueño y lo que anhelo. Lo que pienso, lo
que temo. Mi verdad, mis pasos y mi camino. Mi vocación y mis expectativas. Mis
fracasos y mis victorias. Lo que los
demás me hacen. Lo que piensan de mí. Lo que esperan. Conjugo en primera
persona desde niño casi por inercia. Soy yo quien gano. Son otros los que
pierden. Yo venzo. Otros me quitan mis méritos y me hacen fracasar. Son los
culpables. Yo soy inocente. Cuando pierdo nunca es mi culpa. Cuando gano soy yo
el que se lleva el aplauso, me lo merezco. No sé si es culpa mía o es algo que
alguien me ha metido desde pequeño en la cabeza. No sé si puedo culpar a otros
de mi egoísmo, de ser autorreferente y vivir centrado en mi ego. Sólo sé que el
mundo en el que vivo me ha educado así. He aprendido mirando a otros. Sus egos
grandes ocupan mi interés. Mis ídolos son los que vencen solos, los
invencibles. Los que triunfan solos incluso formando parte de un equipo. Me
dicen que lo que cuenta es el grupo, el trabajar en equipo. Pero el premio se
lo lleva al final sólo el que destaca. Me hablan de darlo todo por el triunfo
de una comunidad. Pero yo me desmarco queriendo definir mi camino y dejar mi
huella. Quiero ser yo quien venza. Otros me hacen perder. Sucede cuando trabajo
en equipo. Miro a las grandes estrellas, del deporte, del cine, de la política.
Pertenecen a un grupo. Pero brillan ellas solas. Buscan que su nombre quede
marcado en letras doradas y recordado por los siglos de los siglos. El
personalismo vence. El protagonismo excesivo se convierte en estilo de vida.
Por encima de la comunidad a la que pertenecen está el ego. La necesidad de dar
alimento a mi egocentrismo.
Necesito más cuidados, más mimos. Necesito
más afecto, ser más tomado en cuenta. Necesito ser valorado, admirado. Busco
ser más ensalzado. El otro día leía: «Tantas
veces tenemos la angustia de no ser suficientemente reconocidos, y por eso
desvalorizamos a los demás. Cuando el alma está interiormente llena de la
corriente de amor misericordioso, no nos perturba el ser conocidos y
reconocidos por otros en nuestras debilidades»1. Sé que el déficit en todas mis necesidades me llena
de tristeza y amargura. No me siento
tan valorado como otros y pienso que la culpa será suya. Ojalá mi corazón
estuviera lleno de un amor muy grande. De una misericordia inmensa. Pero no es
así e incluso, aunque a veces lo niego, llego a sentir algo semejante al odio.
No sé cómo es posible. Pero la ira llena mi alma. Me rebelo contra la
injusticia. Mi ego herido. Tengo envidia. Tal vez por vivir tan centrado en mí
acabo sintiendo odio en mi interior. Muy dentro de mí. Eso me sorprende. Quiero
amar y el rencor es el origen de un odio antes desconocido. No lo entiendo. El
amor quiere ser mi consigna, mi forma de vida. Pero odio. Soy un hombre que
guarda rencor. No a flor de piel. No sale en seguida en mis palabras y gestos.
Pero sé que si escarbo un poco lo encuentro. Ahí está escondido, latente, ese
odio dentro de mí. Ese odio que sale cuando menos lo espero. Ante una ofensa.
Ante una palabra hiriente. Al ver un gesto amenazador. Surge entonces con
fuerza. Decía el Papa Francisco: «Odio
por odio sólo intensifica la existencia del odio y del mal en el universo». Mi
odio alimenta otros odios. Mi rabia otras rabias. Mis gritos hacen nacer otros
gritos. Es siempre así. Una cadena de odio sólo se rompe con amor. Una persona
rezaba: «Me gustaría dar un sí a mi
miseria, darte un sí a ti. Me gustaría entender un
1 J.
Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21
1963
poco
todo lo que está pasando en mi interior. A veces, en mi desconocimiento
personal, pienso que me gustaría incluso tener un poco menos de corazón. Pero
no es cuestión de tener más o menos corazón sino de tenerlo limpio para ti.
Limpio y aún más grande. Reconozco que mi corazón no es perfecto y se llena de
sentimientos mezquinos cuando no lo cuido en ti. En él hay incomprensión y
falta amor. ¡Estoy tan lejos de lo que sueño! No quiero que mi corazón sucio
sea impedimento. Adoro el corazón que me das para amarte». Quiero aprender a
amar más y mejor. Con más hondura. Quiero acabar con ese odio que a veces
siento. Quiero cambiarlo por ese amor que me queda dentro. Ese amor que he
recibido aunque a veces no me parece bastante. Normalmente el odio viene por
una carencia de amor. Esperaba más amor en la vida y obtuve menos. Y entonces
me amargo y siento rencor. Y de ahí al odio hay un paso muy pequeño. Me siento
envenenado por dentro y no sé cómo eliminar ese veneno. Sé que yo sólo no puedo
hacerlo. Hablo de ciertos temas y surge el odio. Recuerdo ciertas
conversaciones y surge el odio.
Vuelvo a revivir
una escena pasada, y me lleno de rabia. Para mí no es posible cambiarme por
dentro. Pero sé muy bien que para Dios todo es posible. Tal vez tengo que
aprender a mirar con otros ojos. Dejar de pensar en mi ego herido y buscar la
belleza en el alma de mi enemigo. Es curioso, también tengo enemigos. Los que
no piensan como yo. Los que no me quieren. Los que me atacan.
Los que me desprecian. Los que me ignoran.
Los miro y veo su maldad enconada. Y me pesa tanto mi ego herido. Comenta el
Papa Francisco: «La persona que más te
odia, tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno
en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella. Y cuando
llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo
que la religión llama la ‘imagen de Dios’, comienzas a amarlo ‘a pesar de’. No
importa lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del
que nunca puedes deshacerte». Quiero mirar a través de mis odios y rencores
para poder ver la bondad escondida en el alma de los hombres. Ver la bondad en
el corazón del que me odia, de aquel a quien odio. Ver en ellos la imagen de
Dios. En al alma de aquel a quien amo aunque me ignore. En el alma de aquel que
me odia. Quiero ver la bondad entregando mi bondad en ese intercambio de
miradas. Ver la bondad en los demás seguro que disminuye mi odio. Lo intento
cada día. Más bondad. Menos odio. Más amor. Menos ira. Más paz. Menos rabia.
Parece tan sencillo. Mi alma envenenada me mata por dentro. Lo he comprobado.
Sólo el amor hace fértil mi tierra. El odio la seca. Se pudren las semillas y
muere toda la vida del río que recorre mi alma. Quiero aprender a vencer mi
odio con amor. A mirar con amor a todos.
Sin distinciones. Sin ver enemigos. Sin mirar con orgullo.
Este
gesto sólo es posible cuando logro que mi ego se reduzca. Sólo cuando mi
orgullo insano deja paso a la humildad. Mi búsqueda enfermiza de mi comodidad y
felicidad, cede ante el deseo de hacer felices a los otros. Es un camino largo.
Lo quiero recorrer. Leía el otro día: «De
ahí la necesidad de abnegación. Que no es negarse a sí mismo, sino sobre todo
afirmar al Otro. Abnegación es otra palabra que nos asusta. Y nos debe asustar
si la entendemos como una anulación de la propia identidad, como una forma de
perfeccionismo moralizante o como un puro voluntarismo. ¿De qué se trata
entonces? En un mundo a veces excesivamente ego-centrado, se trata de recordar
que la única afirmación válida no es la de uno
mismo.
Abnegarse es la
cruz de la moneda. Afirmar algo –Dios y el prójimo– es la cara. Abnegarse es
dejar que disminuya un yo que, si se infla demasiado, me cierra a Dios y a los
otros. Todos conocemos gente tan llena de sí que nada más cabe. Abnegarse es,
en realidad, afirmar a los demás y al Dios que nos vincula a los otros tanto
como a uno mismo»2. Necesito ser más
abnegado para abrirme a la belleza de Dios y de los hombres. Más abnegado para
mirar con amor y bondad también al que me rechaza, al que no me quiere, al que
habla mal de mí, incluso al que me odia. Quiero un corazón más grande y lleno
de bondad en el que la abnegación sea una forma de ser, una forma de vida. El
otro día una persona me dijo que quería renunciar a algo que le correspondía en
justicia. Yo no estaba de acuerdo y trataba de convencerla de lo contrario.
Pero me dijo algo que me enseñó mucho, me dejó pensando: «Quiero hacerlo porque estoy convencida de que vivir así es lo que de
verdad cambia el mundo». Yo le dije que no lo entendía: «Pero si no lo va a ver. No va a ver tu
renuncia. Y no va a cambiar su forma de mirar». Pero añadió: «No importa que lo vea. Basta con que Dios
sí lo vea. El mundo cambia por dentro. Como la semilla enterrada». Le di la
razón. Mi abnegación silenciosa y no valorada cambia el mundo por dentro aunque
aparentemente el mundo siga siendo igual de injusto. Parece una renuncia
inútil, un gesto de abnegación perdido que no sirve
2 José
María Rodríguez Olaizola, Ignacio de
Loyola, nunca solo
para nada, un
acto de amor estéril. Pero no es así. Pienso en la vida de los santos anónimos.
¡Cuántas semillas caídas en tierra que han muerto para dar vida! Nadie sabrá
tal vez de mis renuncias, de mi abnegación. No verán mi amor generoso. No
sabrán de mi amor oculto. Pero no creo que importe. Mi gesto mudo de abnegación
tiene tanto sentido porque acaba cambiando mi propio corazón. Tal vez no lo
vean. Incluso puede que algunos lo malinterpreten e imaginen intenciones
ocultas en mí que yo no tengo. Pero estoy seguro, es mi fe, es mi certeza, que
al cambiar mi vida por dentro cambia también el mundo que yo toco. Venzo mi ego
en el silencio de mi entrega. Y el tú se llena de una vida que viene de Dios
como una cascada. Mi semilla enterrada da un fruto que yo no veo. Lo tengo
claro, esa forma de vivir es la que cambia todo. Mi renuncia hace brillar el
cielo lleno de estrellas. Tal vez vivir así es lo que merece la pena. Aunque
duela. Porque el sacrificio siempre duele. Pero yo renuncio a mi ego para que
crezca el amor verdadero y disminuya ese odio y ese rencor que tanto mal me
hacen. Quiero aprender a vivir así. Enterrando mi ego. Seguro que así mi vida
será distinta, más fecunda, eso seguro. Por eso decido vivir sin derechos. No
quiero sentirme con derecho a nada. Seré más feliz porque no esperaré nada de
la vida. No pensaré que es injusto cuando no alcance lo que deseo. Nadie me
ofenderá nunca. No tendrán poder sobre mí. Sé que viviré más libre cuando no
espere ningún reconocimiento, cuando no espere alabanzas por mi entrega, cuando
no busque privilegios en la vida. Creo que aún me queda mucho por aprender.
Renuncio a mis derechos, a mis privilegios, también a aquello que me
corresponde en justicia. Me pongo manos a la obra. Desde dentro cambio el
mundo. Poco a poco. La semilla de paz enterrada en la tierra dará fruto. Quiero
cambiar este mundo tan lleno de odio. Con gestos que lo cambien todo. Esos
gestos que no sé hacer, pero que Dios me enseña. Esos gestos sencillos y
silenciosos que el mundo no valora. Esa abnegación por la que me niego a mí
mismo. Dejo de lado mi ego. Y me dejo
hacer por Dios.
Hoy
Jesús me invita a una fiesta. Me invita a celebrar su alegría con Él, en su
boda. Así es el reino de Dios. Un lugar de fiestas y esperanzas: «El reino de los cielos se parece a un rey
que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los
convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados,
encargándoles que les dijeran: - Tengo preparado el banquete, he matado
terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda». Me gustan
las fiestas. Me gusta que cuenten conmigo para celebrar la alegría. Me gusta
disfrutar la vida cuando se llena de luces. Me gusta que me inviten a una
fiesta. Me gusta reír y alegrarme. A veces temo ver en la alegría sólo
frivolidad. No es lo mismo. Hoy Jesús no me habla de una fiesta frívola. Sino
de una alegría honda, profunda, verdadera. Su fiesta es la fiesta eterna en la
que no hay ocaso. Su reino no pasa nunca. Me gusta esa alegría que dura y no se
apaga. Nadie podrá con ella. Por eso quiero aprender a reír en circunstancias
difíciles. La alegría compartida se multiplica. Y los momentos difíciles
llevados con alegría cambian el mundo. Se ensancha el corazón cuando río. Y me
quedan las arrugas en el rostro. Porque me he reído. Me río con suavidad. O a
carcajadas. Me río de mí mismo. De la vida. De los fracasos. Me gusta estar con
aquellos que también ríen. Me cuestan las personas tristes, amargadas,
pusilánimes. No quiero ser así. Quiero hacer reír a otros. Quiero reírme por
dentro, no sólo con una mueca. Una sentencia
dice:
«Enamórate de aquel que te haga reír». Conozco muchas personas dadas al drama y a la melancolía. No me
hacen reír. Pero sé que no es su culpa. No pueden hacerlo de otra forma. Quisiera
cambiar su amargura en risas. A su lado mi sonrisa se congela. Y se ausentan
las bromas de mis labios. Y no me río, no sonrío. Y no sé cómo hacer para
convertir sus lágrimas en sonrisas. No logro inventarme nada nuevo para cambiar
sus gestos. Las bromas no valen. ¡Qué difícil alegrar a los que Dios pone en mi
camino cuando no quieren vivir con alegría! Definitivamente, me gustan las
fiestas. Y la alegría de Jesús. La boda es lo que me aguarda al final del
camino. Una fiesta plena. Es lo que Dios quiere. Pero,
¿y si resulta que
mi alegría no es la suya? Me da miedo no saber bien lo que a Él le alegra. ¿Le
alegran mis bromas y mis chistes? ¿Se ríe con mi mismo humor? ¿Le gustan mis
planes? Puede que yo tenga otras alegrías distintas a las suyas. Disfrute en
otros caminos. No lo sé. Hoy me recuerda Jesús una forma de ser que yo a veces
no tengo. Lo hace en las palabras de S. Pablo: «Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo:
la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel
que me conforta». Quisiera ser capaz de vivir alegre allí donde Dios me
ponga. Vivir feliz con un corazón abierto a todo. Pase lo que pase. Alegre en
el hambre y en la hartura. En la escasez y en la abundancia. En las lágrimas y
en las risas. Porque hay lágrimas alegres. Y risas que pueden ser tristes. Y yo
quiero que mi risa siempre sea alegre. Y quiero que mis lágrimas
se vistan de alegría. Me gustaría ser así
siempre. Igual de feliz en la sequedad del desierto que en la frescura del
torrente. Creo que me falta la capacidad para disfrutar el hoy tal como viene.
Ese momento presente y sagrado que Dios me regala. Bueno o malo. No importa.
Vivir alegre en la fiesta y en la turbación. En el éxito y en el fracaso. Ese corazón
que se adapta a la vida y no vive quejándose o exigiendo. Igual de feliz en
todo. Igual de festivo. Ahora aquí. Mañana en otro lugar. Sin miedo a perder
las seguridades que ahora me sostienen. Feliz en la abundancia. Feliz en la
escasez. Con una alegría de fiesta honda que se expresa en mi rostro, en mi
cuerpo. Tengo derecho a la fiesta, a la alegría. Es un derecho del hombre como
dice el P. Kentenich: «La naturaleza
humana no puede existir a la larga sin la alegría que le corresponde. Por
tanto, es falso y erróneo cuando se dice aquí y allá que la alegría no es más
que un trago de una botella de champaña que muy pocos mortales pueden adquirir.
¡No es verdad!
Todo
aquel que pueda decir que posee naturaleza humana tiene un derecho inalienable
a la alegría. Por eso mismo, el instinto de alegría debe ser
satisfecho de alguna manera pues, de lo contrario, la naturaleza puede
enfermarse, puede sufrir una quiebra irreparable»3. Tengo derecho a la alegría. Y por eso creo tan
importante mi misión de alegrar los corazones. Vivir yo alegre, en toda
circunstancia, para transmitir una forma distinta de vivir la vida. Tengo
derecho a la fiesta. Y quiero ser capaz de alegrar a los que viven cerca de mí.
La alegría se contagia y se enseña. Ser
capaz de vivir la vida con alegría es un don, una gracia que le quiero pedir a
Dios cada mañana. Para mí. Para todos.
Hoy Jesús me
recuerda que la fiesta es para todos. Cuando algunos rechazan su
invitación manda buscar a todos los que encuentran los criados por los caminos.
Invita a los que nadie invita: «La boda
está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de
los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda». Me gusta
que sea así. El corazón de Jesús es un corazón generoso en el que todos caben.
En el mío no es así con frecuencia. No soy tan generoso como Jesús. No tengo
hueco para los que no piensan como yo. No dejo que entre cualquiera que no
pueda invitarme después a su fiesta. Creo que a veces utilizo a las personas
para mis intereses. Cuando no me son tan útiles las ignoro. ¿Es así? Me da
miedo que me suceda. Me gustaría ser más hospitalario, más acogedor, tener un
corazón sin barreras y no acoger solo a los que me quieren. El otro día leía:
«Cuando nuestras
almas están intranquilas, cuando somos llevados por miles de estímulos
diferentes y a menudo conflictivos, y nos sentimos metidos por absoluta
necesidad sicológica entre las personas, ideas y preocupaciones del mundo.
¿Cómo podemos crear un espacio donde alguien diferente a nosotros pueda entrar
libremente sin sentirse un intruso?»4. En mi corazón no caben todos porque está lleno de
las cosas del mundo. Y construyo barreras y muros para que no entren todos. No
tengo ganas de levantar puentes. Tal vez por eso a veces tampoco cabe Dios y lo
que a Él le mueve y alegra. Pero yo quiero tener un corazón grande. Sin puertas
cerradas. Quiero invitar a muchos a caminar conmigo por el jardín de mi alma.
Leía el otro día: «Se trata de la
capacidad de mirar, cara a cara, las dimensiones de una fraternidad rota. Y en
ella descubrir las semillas del Reino. Se trata de traer esperanza. De iluminar
(a uno mismo y a otros) en los lugares de sombras. Con una luz distinta. Con
ese amor infinito que nos hace tan humanos y nos acerca a Dios»5. Esa mirada nueva sobre los demás trae luz en la
oscuridad. Esa mirada cambia mi forma de acoger a los que están lejos de mí.
Todos pueden participar en mi fiesta. Mi fiesta no necesita entradas
exclusivas. Pero tantas veces no es así. Me cuesta compartir mi alegría. Me la
guardo. No invito a los que no se lo merecen. No invito al que no puede
devolverme lo mismo que yo le entrego. Me siento tan egoísta. No salgo por los
caminos a buscar a todos como hace Jesús hoy. Él sí que sale. Su fiesta es para
todos. Él no quiere estar solo en su fiesta. A mí parece importarme menos estar
solo en mi fiesta. Sufro la soledad. Me duele. Pero me cuesta compartir mis
alegrías y mis penas. Una alegría no compartida es menos alegría. Quiero tener
un corazón en el que cualquiera pueda sentirse en casa a mi lado. Quiero ser
capaz de hablar de cualquier cosa con cualquiera, sin prejuicios. No quiero
hacer acepción de personas. Ni tener temas tabú en mis conversaciones. No
quiero vivir dejando a unos de lado y acogiendo a otros. No quiero poner
barreras. Muchas veces las pongo. Hago distinciones. Elijo. Este sí. Aquel no.
No me dejo invitar por cualquiera. No me gusta cualquier fiesta. Y no invito a
cualquiera a mi fiesta. Porque me parece que
3 J. Kentenich, Las Fuentes de la Alegría
4 Nouwen, El Sanador herido
5 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
no encaja. O
pienso que mi alegría no es la misma que la suya. O tal vez no quiero compartir
y abrirme y me vuelvo egoísta. Me gustaría ser más generoso con lo que a mí me
hace feliz. Llenar de luz las oscuridades de los que sufren. Dar esperanza en
su desánimo. Me gustaría yo mismo tener una fiesta en mi corazón en la que
todos pudieran participar. Pero a veces estoy de duelo y mi corazón de luto. Sufro
y hago ver mi dolor y mi tristeza a los demás, para que sufran conmigo. Se me
olvida que Cristo ya ha vencido. O me olvido. No tengo fiesta en mi alma. Y si
me alegro no lo comparto. O dura poco mi alegría y se viste pronto de tristeza.
Tal vez no amplío el número de mis invitados a la boda para no sentirme
incómodo. Quiero iluminar los corazones de los hombres. Temo no hacerlo. Quiero
sembrar semillas del reino con mis palabras y mis gestos de apertura, de
misericordia. Sé que mi amor puede cambiar el mundo. Lo dice el P. Kentenich: «El amor verdadero es como el sol, que
abriga y da calor. Estimula y alienta todas las semillas que hay en el ser
humano para que se desarrollen en plenitud»6. Mi amor lo puede cambiar todo. Cambia el corazón de las personas.
Las eleva hacia lo alto. Hace germinar sus semillas. Cambia también mi corazón.
Porque el odio me seca y el amor me hace fecundo. Quiero decir con voz fuerte
que todos caben en mi alma, en el reino que Jesús ha sembrado dentro de mí. El
invita a todos a compartir su vida. A compartir mi vida. Jesús lo hace y yo
también quiero ser así. Me cuesta a veces. Quiero
que todos quepan en mi alma. En el espacio sagrado de mi fiesta. En el amor de
Dios en mí.
Temo no ser capaz de vibrar con lo mismo con lo que
Jesús vibra: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí
sin vestirte de fiesta? El otro no abrió la boca. Muchos son los llamados y pocos los escogidos». Tal vez mi traje no
sea un traje adecuado para la fiesta. Sé que no es un traje sin manchas. Es un
traje alegre y simple.
Manchado.
Sencillo y pobre. Arrugado por las luchas de la vida. Quizás yo tampoco pueda
responder nada cuando Jesús me pregunte y yo no abra la boca. No quiero que sea
así. Quiero estar abierto a dejarme tocar por Dios y experimentar su
misericordia. Con mi traje pobre. Quiero que no me acepte Jesús por
merecimientos. Soy un invitado. No vengo porque tenga un derecho. Soy de esos a
los que Jesús llama a última hora. Vengo a la fiesta con lo que tengo. Con lo
que soy. Con el corazón abierto. No me exige Jesús una pureza en la que no haya
reproches. No es así. Le basta un corazón vacío y pobre. Pero es un banquete y
quiere que llegue alegre hasta Él. No quiere que mi actitud sea del hijo mayor
de la parábola del hijo pródigo. Quiere que participe en la fiesta. El padre
quería que su hijo mayor también estuviera en la fiesta compartiendo la alegría
por la vuelta de su hermano. Pero el hijo mayor no participa. Siente que la
fiesta no es para él. Surge la envidia. A veces yo también temo no estar feliz
en la fiesta. Temo no estar vestido con el traje adecuado. Quiero alegrarme con
la alegría de Jesús. Sin envidias. Pero a veces busco alegría en cualquier
parte. Y me quedo triste cuando esa alegría pasajera no dura. ¿Cuáles son mis
alegrías hoy? ¿Cómo son las fiestas que me llenan el alma? Creo en la alegría
de ser cristiano. En la alegría de pertenecer a Dios. La alegría de estar con
Él todos los días de mi vida, cada día. Muchas personas no ven la vida del
cristiano como una fiesta. Se aburren en misa y en la oración. Decía el P.
Kentenich: «¿Acaso no es cada santa misa
un medio de alto grado para un amor recíprocamente intensificado?»7. Detestan el cumplimiento de lo que
Dios pide. Ven la norma, no ven el amor. La misa es una fiesta inmensa en la
que mi amor crece. Pero hay cristianos que se sienten como el hermano mayor. No
han probado el cordero cebado y piensan que han trabajado mucho sin recompensa.
Se ha portado bien y no les han premiado.
Muchos cristianos
se aburren de estar siempre en casa. Viven con frecuencia en tensión intentando
ser perfectos. Con el ceño fruncido. Con los dientes apretados. No tienen paz
en el alma porque siempre encuentran algo reprochable en su vida. Y temen el
castigo. Y no se sienten queridos por Dios. O creen que sólo pueden en la
fiesta con ese gesto duro. Sin sonrisas. Porque piensan que hablar de fiesta en
la Iglesia suena a frívolo. Y optan por lo dramático porque así no hay risas
indebidas. Y por eso tantos predican más del dolor del infierno que de la
alegría del cielo. Es más sencillo, más eficaz. Es como si la alegría del reino
estuviera reñida con la alegría en la tierra. Me gustan las fiestas. Y me gusta
ser invitado a una fiesta. Y quiero pasar la vida de un lado a otro disfrutando
de lo que tengo. Pero, ¿por qué no logro ser más feliz, más alegre? Quiero
llenar de alegría los corazones que me rodean. Apaciguar sus penas. Regar sus
sequedades. Calmar sus iras.
6 Rafael Fernández. Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt
7 J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
Iluminar sus noches. Para eso quiero tener
siempre una fiesta en el alma. El Papa Francisco les dijo a los jóvenes en
Cracovia en la última jornada mundial de la juventud: «Él, que es la vida, te invita a dejar una huella que llene de vida tu
historia y la de tantos otros. Él, que es la verdad, te invita a desandar los
caminos del desencuentro, la división y el sinsentido. ¿Te animas? ¿Qué
responden ahora tus manos y tus pies al Señor, que es camino, verdad y vida?». Quiero
dejar huella en otras vidas. Llenar de vida sus vidas.
Quiero dejar la
huella de Jesús. Su alegría verdadera. Para eso tengo que ir a la fiesta de
Jesús. Participar de su alegría para tener el corazón lleno de gozo. Pero no es
tan sencillo. Quiero que en mí haya más sonrisas que lágrimas. Más amor que
odio. ¿Y si todo no sale como yo espero? En la fiesta siempre hay paz. Todo es
plenitud. Es una alegría sencilla y desbordante. El Hijo se ha casado. Es su boda.
No hay temas densos. No hay motivo para la tristeza. No hay seriedad ni
discursos en los que se hable del peligro que acecha. Es una alegría del hoy
pero proyectada en el tiempo. Aunque cambien las circunstancias, la alegría va
a permanecer. Sé que en mi corazón no suele ser así. Muchas veces los miedos me
quitan la alegría. El miedo a vivir peor. El miedo a amar y ser herido en la
entrega a una persona. El miedo a ser odiado, despreciado, rechazado. El miedo
a que las cosas pasen y no siga la fiesta. El miedo a morir y que la vida
eterna no sea como he soñado. El miedo a hacer las cosas mal y no merecer la
alegría verdadera. El miedo a herir a otros con palabras y gestos. Mi alegría
muere muchas veces por culpa de mi miedo. Me pongo serio. Pienso en los pros y
contras de cualquier decisión. Vivo con angustia la vida agobiado por cosas que
aún no han sucedido. Me falta libertad
interior para vivir en presente lleno de alegría.
Hoy algunos de
los invitados deciden no ir a la boda: «Los
convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios;
los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos». No lo entiendo.
¿Tendrían algo mejor que hacer? Sin duda pensaban que no les merecía tanto la
pena vivir en esa fiesta. No quisieron ir porque tenían otros asuntos que
atender. En la fiesta iban a perder su tiempo tan valioso. En el trabajo, en el
mundo, había muchas cosas que resolver antes de ir a una fiesta. Les pasa como
a mí tantas veces que ando desparramado sobre el mundo queriendo solucionarlo
todo. No me quiero entretener en otras cosas menos urgentes. Vivo tratando de
resolver todos los problemas. ¡Cuántas veces vivo intentando arreglar todo lo
que no está bien en mi vida!
Vivo estresado
queriendo llegar a todas partes. No hay tiempo para nada frívolo. No hay tiempo
que perder. El mundo está en llamas, me digo, y creo que hace falta mi
presencia. Me da miedo perder la vida de fiesta. ¿Qué me pide Jesús que haga?
¿Quiere que deje lo importante para vivir de fiesta? No. Quizás no es eso lo
que me dice hoy. Sí creo que espera que disfrute más la vida. Quiere que deje
de lado mis miedos y mis angustias. Que pase página con mi tristeza y mis
rencores. Que no viva angustiado temiendo futuros inciertos. Quiere que descanse
en sus manos y disfrute con Él de la fiesta, de su fiesta, de mi fiesta. Se
alegra conmigo y yo con Él. Pero a veces no es así. Me ausento de la fiesta. Me
quedo en mis cosas. No vivo con alegría mi fe. No disfruto de lo que tengo y
siempre veo la botella de mi vida medio vacía. Puedo tener más de lo que ahora
tengo. Todo podría ser ser mejor. ¿Dónde queda la fiesta? La dejo para más
adelante. Hay mucho que hacer ahora en mi vida para vivir frívolamente. Conozco
alguna persona con la que no es posible hacer bromas. Siempre se las toma por
el lado serio. No sonríe y me contesta con seriedad a lo que sólo era simple
humor. No tiene mala voluntad al hacerlo. Le sale así simplemente. Pero tal
vez, creo yo, no disfruta tanto de la vida. Todo es serio, importante,
fundamental. Quizás ve a Dios como un Dios serio y exigente.
Sentado en lo
alto de una cumbre, mirando desde lejos. Distante y duro. Incapaz de reír. Tal
vez a veces yo tampoco me imagino el cielo como una fiesta sino como un pago
por mis méritos y esfuerzos. No sé disfrutar del gozo de vivir hoy, aquí, con
las personas que Dios me regala. Hoy Jesús no me pide que viva de fiesta sin
hacer nada. Pero me dice que estar a su lado es una fiesta, es una alegría. Que
tengo que buscar más su cercanía para tener esa paz que me falta. Me recuerda
que la vida no es tan seria como yo la pinto. Que vivir a su lado es motivo de
alegría. Y que nadie debería perderse esa fiesta que Dios me ofrece. Vivir a su
lado es fácil. No tengo que temer nada. Es tan sencillo como eso. Pero yo a
veces lo complico y lo tiño de exigencia. Quisiera vivir así, como Jesús me
dice. Disfrutando mis días en la tierra. Compartiendo todo lo que tengo. Sin
miedo a perder. Sin miedo a que me hagan daño. Riéndome de mis miedos y
torpezas. Alegrando la vida a otros. La fiesta del reino de Jesús es una fiesta
para todos. Todos caben en ella. No quiero hacer distinciones.
Quiero dejar que todos
puedan compartir el camino conmigo. Es lo que deseo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario