Ezequiel 18, 25-28; Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32
«Un
hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero: - Hijo, ve hoy a trabajar en la
viña. Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue»
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1 Octubre 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero la paz, pero mi corazón no es pacífico. Reacciono de forma
desproporcionada ante la ofensa. Grito casi sin motivo cuando me contradicen»
No tengo muy claro cómo hacer
para construir la paz. Lo que
sí tengo claro es que anhelo la paz. Y no quiero ni la guerra ni el odio, ni
las barreras ni los muros. No quiero el insulto, tampoco el grito. Me duelen la
amenaza y el desprecio. El rechazo a mi vida tal y como es. La ofensa
imperdonable, las palabras dichas fuera de lugar. La ruptura, la separación. Me
da miedo convertirme en un intolerante con los que no piensan como yo.
Rechazando al que no comulga con mis ideas. Y lo hago a veces. Y construyo
muros. Pero sé que no quiero en mi vida lo que me hace daño. Quiero la paz, la
reconciliación y el entendimiento. Quiero el abrazo y la palmada en la espalda.
El perdón y el grito de ánimo. Quiero la sonrisa y la
palabra de reconocimiento. Quiero una mirada cómplice de un amigo. Un «te quiero» dicho con palabras, o con un
simple gesto. Me gusta recorrer el mismo camino con aquellos que no piensan
como yo. Sin temer las palabras hirientes. O las bruscas despedidas. No lo sé.
No sé cómo hacer para ser pacífico y pacificar mi mundo. De repente me asalta
como una ira por dentro. No está fuera de mí, viene de dentro. Es una fuerza
interior que yo casi desconozco y me turba. No me veo reflejado en esa furia
que no controlo. No soy yo. Pero me parezco. Es como una rabia desbocada que
sube desde lo hondo. Sin poder contenerla. Y digo lo que no pienso. O tal vez
digo lo que a veces pienso casi sin saberlo. O pienso lo que me hace daño y no
logro cambiar mis pensamientos. Y hiero. Sin querer o queriendo. Rompo la
confianza, o el amor que era hondo. Se desquebraja de golpe mi seguridad. Y me
veo avanzando en la dirección que no deseo, casi huyendo de mí mismo. Amenazo
al otro no queriendo perderlo. O soy violento contra el otro porque no piensa
como yo pienso. No sé querer bien. No logro retener mis pies. Tampoco acallar
mis labios.
No puedo sostener mis miradas para que no ofendan. No lo sé. Me
reconozco a veces en esa forma de ser tan descontrolada. Y no me reconozco al
mismo tiempo en esa furia inmadura. Pero también soy yo. Es muy dentro de mí.
En ese mar hondo en el que no hay contención para mi río desbocado. Quiero la
paz pero siembro la guerra. Quiero unir mientras divido. Amar cuando estoy
odiando.
Digo tantas
veces que deseo hacer el bien, dar amor. Pero no lo hago. Tengo odio. Hoy
escucho:
«Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la
maldad y muere, muere por la maldad que cometió». Me
veo a veces siendo injusto y muriendo. Sembrando el mal y dejando de tener
vida. Hablando mal de otros. Me vuelvo radical. Comento sus caídas. Ofendo a
sabiendas. Hiero con mis gestos. Yo, que quiero ser justo, me aparto de la
justicia. Y dejo de tratar bien a mi hermano. Lo hiero. Lo difamo. Lo mato.
Digo de él lo que detesto. Y no lo enaltezco con mis palabras. Estoy tan lejos
de hacer lo que de verdad quiero. Hago el mal en lugar del bien que deseo. ¡Qué
frágil mi vida que choca con el muro de mi orgullo! ¡Qué frágil mi voluntad que
no detiene mis pasiones! Me confundo. Es así de sencillo. No tolero que no
piensen como yo pienso. Y me refugio en aquellos que piensan como yo. Y detesto
al que no es de los míos. Levanto muros tan altos que casi se confunden con el cielo.
Imposibles de
traspasar. De un lado a otro no hay camino. Aborto todo diálogo posible. Porque
dialogar me compromete. Y no quiero el compromiso. No quiero comprender la
postura del otro. No quiero ceder ante sus pretensiones. Quiero cambiarlo. Una
mujer le decía a su marido: «Gracias,
porque desde que me conociste, nunca has querido cambiarme». Yo no soy así
ni siquiera con los que amo. Quiero cambiarlos. Más aún quiero cambiar al que
no quiero y no piensa como yo. Desde lejos es más fácil hacerlo. Si me acerco
me complico. Es más fácil no comprometerme con el otro. Cuando
1
me acerco, el
desconocido dejará de ser un lejano, dejará de ser una idea, tendrá rostro y
alma. Y pasará de golpe a ser alguien próximo. Mi corazón puede que se ablande
entonces. Y no podré despreciar con tanta fuerza al que es diferente. Porque
está demasiado cerca. Mientras esté lejos estoy seguro. Podré criticarlo con
mucha paz. Enorgullecerme de mis insultos. Sentirme fuerte desde mi atalaya
juzgando su vida equivocada. Si no le amo, seguirá siendo el otro, el enemigo,
el contrario. Entre él y yo habrá una distancia infinita. El otro será aquel al
que puedo despreciar sin ningún problema. Formará parte del grupo de los que me
odian. Donde no distingo. Todos piensan distinto a mí, a mi grupo. Y el muro
será infranqueable entre ellos y yo. Para que no me hagan daño. Para que nadie
pase de un lado a otro. Rompo los puentes. Evito las palabras que impliquen
comprensión, empatía, aceptación. Esas palabras que buscan sembrar paz y no
guerra. ¡Qué cerca está la violencia de mí cuando caigo en el odio! ¡Qué paso
más corto para agredir con furia al que no piensa como yo! ¡Qué bien entiendo
al que agrede, al que insulta, al que ofende! Yo quiero la paz y no la guerra.
Es cierto. Lo quiero. Y miro a Jesús sembrando paz con sus silencios. A veces
me cuesta comprender su mutismo. Decía Jean Vanier: «Pedro no conocía a un Jesús vulnerable. Por eso cuando dice que no lo
conoce tiene razón. Pensaba en un Jesús fuerte. Que iba a convertir a todos.
Iba a traer la paz. El mundo cambiará porque Jesús actúa. Y lo que ve es un Jesús
que no se defiende. Que está encadenado. Que es maltratado». Me duele como
a Pedro ese Jesús tan vulnerable, tan débil, tan frágil. Ese Jesús que acoge al
pecador que está tan lejos de amarlo a Él. Ese pecador que no cambia de vida y
se aleja por los caminos. Jesús lo abraza sin esperar nada a cambio. Se acerca.
Ama. Jesús ama al diferente y no quiere que cambie de golpe sus ideas. Sólo el
amor puede cambiarme. Jesús dialoga, escucha, atiende. Yo no amo al que es
distinto. Ni al que me juzga y critica. Ni al que se aleja de mí porque no
pienso como él. No lo amo. Siento rechazo. Siento que su diferencia es una
amenaza para mí, para mi posición de poder, para mi paz interior, para mi
seguridad. ¡Qué pobre es mi corazón que no sabe amar como Jesús ama! La amenaza
me inquieta. Quiero la paz, pero mi corazón no es pacífico. Reacciono de forma
desproporcionada ante la ofensa. Grito casi sin motivo cuando me contradicen.
Me altero cuando me tocan ciertos temas en los que no soy neutro. Y digo mi
opinión con furia, la arrojo como una piedra sobre el que no piensa como yo. Y
me alejo del que no acepta lo que yo pienso descalificando su vida. Sólo porque
piensa distinto y no he logrado convencerlo con mis argumentos. Lo bloqueo de mi vida, para que no me
moleste más.
Quiero
la paz, lo tengo claro. Y no la guerra. Pero no siempre se
consigue la paz sin renunciar a algo. ¡Cuánto me cuesta la renuncia! Tengo
claro que dos no pelean si uno no quiere. Decían que Santa Mónica, madre de S. Agustín, aguantaba con paciencia
los ataques de ira de su marido, porque no se enfrentaba continuamente con él.
Decía: «Cuando mi esposo está de mal
genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y
como para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, no peleamos».
¿Cómo reacciono yo cuando me gritan, cuando me ofenden con palabras y
desprecios? ¿Cómo reacciono cuando no piensan como yo y me lo hacen saber o
quieren cambiarme? ¿Cómo reacciono ante los violentos, ante los agresivos? Dos
no se pelean si uno no quiere. Pero tal vez tengo que vencer mi orgullo para
poder evitar que haya más guerras. Vencer mi vanidad, mi deseo de quedar por
encima. Miro a Jesús confundido entre los hombres: «No hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su
rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos». Me parece
imposible ser tan humilde, tan pobre, tan pequeño. Yo siempre deseo quedar por
encima. Tiendo a querer imponer mi punto de vista a los demás. Para que no me
contradigan. Decía el P. Kentenich: «El
segundo grado de la humildad consiste en que yo me alegro de ser conocido por
otros así tal como soy; Y el tercer grado consiste en alegrarse en ser tratado
por otros así como yo soy»1. La humildad es la
aceptación de mi verdad. Me alegra ser como soy. No quiero imponer nada a
nadie. Renuncio a quedar por encima. Me niego a mí mismo. La renuncia es el
coste que tiene la paz. Pero tal vez no soy un constructor de paz si yo mismo
no tengo paz dentro de mi alma. No puedo ser pacífico, ni pacificador, si vivo
en guerra dentro de mi corazón. No hay paz en mí si no logro saber quién soy y
cuánto valgo. Si no he tocado el amor de Dios en mi vida y estoy tranquilo con
lo que vivo y siento. Y me quiero así. Tengo claro que deseo esa paz que me
viene de lo alto, de Dios. Comenta Angelus Silesius en una cita del P.
Kentenich: «En cada uno está depositada
una imagen de lo que debe llegar a
ser;
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1 J.
Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21
1963
2
y mientras no lo consiga, su paz no será plena»2. Vivo sin paz mientras no logre ser lo
que puedo llegar a ser. Mientras no logre encarnar con mi vida el sueño soñado
por Dios para mí vida. Yo me comparo. Entro en una lucha feroz con aquellos a
los que veo mejores. Compito. Sé que no puedo solo desprenderme del aguijón de
violencia que hay en mi interior. Me lo recuerda el P. Kentenich: «El hombre no puede sacar por sí mismo el
veneno que hay en su alma, sino que debe intervenir Dios para limpiar toda
impureza en nosotros»3. A menudo me rebelo contra esa realidad al sentirme tan pequeño. Tal
vez la guerra surge cuando hay corazones que no tienen paz, y están llenos de
odio. No tienen amor, sólo tienen rabia. Tal vez sea así. No quiero juzgar al
agresivo, porque no conozco su herida, no sé de dónde viene, no he escuchado su
historia. No sé lo que ha sufrido y por qué odia. Sólo percibo su rabia y me
lleno de pena o de furia. Su vida podría ser más feliz si no me odiara. Y la
mía si yo no odiara. En la ópera escrita por Mozart a los dieciséis años, Lucio
Silla, un dictador, dice al final de la obra: «Ninguna victoria es comparable al triunfo sobre el propio corazón». El
protagonista, un dictador lleno de odio, recorre el camino desde la violencia
interior hasta el perdón y la paz. Desde el principio sólo quiere acabar con
sus enemigos, tratando de imponer su voluntad a todos. Al final recorre un
camino más difícil, el de la victoria sobre su propio corazón y acaba
retirándose y dejando su lugar a sus enemigos. Vence sobre su odio. Vence sobre
su rabia. A veces me parece imposible vencer sobre mi corazón. Es el camino más
largo que tengo que recorrer. Del odio al amor. De la guerra a la paz. Pero muy
dentro de mí. Nada es comparable con esa victoria. La victoria que logro sobre
mi propio corazón logra la paz en mi mundo. Mi renuncia lo cambia todo. Cedo y
el amor se hace hondo. Y dejo mi lugar al que antes odiaba. Al que antes
detestaba queriendo su muerte. Me sorprende que sea posible ese camino tan
difícil. Pero es el que más deseo. Hoy escucho:
«Manteneos
unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por
rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre
superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad
todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de
Cristo Jesús». Quiero los sentimientos de Cristo. Se trata de eso. Quiero educar mi
corazón para tener los sentimientos de Jesús. Un corazón manso, humilde, comprensivo,
misericordioso. Que busca el interés de los demás antes que el propio. ¡Qué lejos estoy de vencer sobre mi propio
corazón!
Creo que la palabra radical a veces se entiende mal. No quiero el fanatismo ni el radicalismo. No quiero los extremos que
me alejan de las personas. Me hacen intolerante y duro. Intransigente y rígido.
Decía el tenista Rafael Nadal: «El
radicalismo crea problemas en todos los ámbitos de la vida. Hay veces que se
confunden la emoción y la pasión con el fanatismo y el radicalismo. Se pueden
vivir las cosas con emoción y pasión sin llegar a la radicalización». El
fanatismo genera en mí reacciones que detesto. Me lleva a descalificar a otros,
a condenar a los que no son como yo, a criticar y alejar de mí al que no
comparte mis ideas. ¡Qué dolor cuando mis ideas construyen muros
infranqueables! Es verdad que tengo ideas claras sobre las cosas. Sé lo que
creo. Lo que quiero. Y quiero lo que pienso.
Tengo claro hacia dónde camino. De dónde vengo. Con esfuerzo distingo mi
verdad. Y entiendo lo que tengo que hacer para dar vida, para tener vida, para
amar bien. Pero eso no me lleva a ser radical, entendida aquí la radicalidad
como fanatismo. Una definición de esta palabra tiene que ver con ser
inflexible, categórico, o extremo. No quiero caer en esas posturas tan extremas
y radicales. No quiero ser inflexible, o exagerado en mis juicios. Quiero ser
tolerante, receptivo, abierto. Aceptar al que no piensa como yo ni comparte mis
puntos de vista. Ser capaz de convivir con el otro, con el extraño, con el que
no es como yo. Sin por ello dejar de lado mis ideas. Creo que es un milagro,
porque el corazón quiere otra cosa. Tiene más empatía con el que piensa y vive
como yo. Y se aleja tomando distancia del diferente. Eso pasa siempre en la
vida. Es un milagro entonces la tolerancia. Aceptar que alguien no piense como
yo sin imponerle mis ideas. Aceptar y amar al que no comulga con mi forma de
ver las cosas. Tolerar, aceptar, amar, integrar, escuchar. Es un camino muy
largo que sigo con el fin de construir puentes y no muros. Quiero huir de esos
extremos que me pueden volver fanático. De todas formas, me gusta la palabra
radical. Leía el otro día otra acepción de la
misma:
«Hace
referencia a las raíces. Supone, sobre todo, que aquello por lo que apuestas
forme parte de lo más profundo, lo más definitivo, lo más esencial. No es un
entretenimiento o algo anecdótico, ni algo pasajero o
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2 J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegria
3 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
3
caprichoso.
Es tan fundamental que no comprendes tu vida sin ello»4. Entonces me miro y pienso que quiero ser radical.
Quiero tener hondas raíces. Lo más esencial de mi alma, lo más verdadero, lo
que soy, eso es lo que amo. Es lo irrenunciable de mi vida. En ese sentido soy
radical. «Lo radical, en la vida de cada
uno, es aquello que te nutre y te sustenta, que se convierte en el motor y la
fuente de energía. Ese espacio donde creces fuerte, porque sabes que ahí estás
seguro: tu familia, tu tierra, tus amigos, tu Dios. Ahí está el reto y la
oportunidad. Dejarse enraizar en Dios. Dejar que la propia vida arraigue en la
tierra fecunda del evangelio. Que sea su lógica la que te guíe, su hondura la
que te atrape, su alegría la que te haga sonreír, su claridad la que te abra
los ojos para mirar al mundo con misericordia»5. Que mis raíces sean hondas. En mi hogar, en mi
entorno, en mi familia, en las personas concretas que amo. Radical en mis
amores. En mis vínculos. Y radical, esto es lo esencial, en mi amor a Dios. En
mi pertenencia a Él. Que esté mi centro en el Señor y en Él descanse. Como ese
péndulo que se mueve teniendo el centro claro. Decía el P. Kentenich: «Si el hombre es un ser pendular y
oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de
Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el
hombre»6. Tal vez esa radicalidad de mi fe es la que deseo.
Pero no una radicalidad que me aleje de otros que también creen, o de los que
no creen. Quiero ser radical en mi fe, en el sentido de tener bien firme mi
corazón en Dios. Esa radicalidad de vida es la que deseo. Una fe verdadera,
radical, honda, auténtica. No quiero una fe superficial. Quiero echar raíces
profundas en el corazón de Dios. En la tierra en la que habito. Radical en mis
decisiones. No pasar de una cosa a otra sin profundidad.
Quiero seguir
una línea de acción. Caminar en una dirección sin cuestionarme continuamente
las decisiones tomadas. Radical en mi fe. Si soy cristiano lo soy desde la
cabeza a los pies. En la totalidad de mi ser. Que mis sentimientos sean los de
Cristo. Que viva para Él. Si no es así no tendrá raíces mi fe y cuando llegue
la corriente de la cruz y el dolor, cuando me ataque la angustia de la vida,
perderé mi fe poco honda. No quiero vivir así, en la superficie. Hoy me
pregunto. ¿Soy radical en mis
decisiones? ¿Me tomo en serio mi fe?
Hoy
Jesús me invita a darle mi sí a Dios. Me habla y yo le escucho: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se
acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña». Quiere que
trabaje en la viña, como en la parábola de la semana pasada. Me busca. Me
pregunta. Se acerca. Soy su hijo y quiere que esté con Él. Y yo quiero seguir
sus pasos. Lo quiero. Pero no escucho. Comenta San Benito en la regla: «Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e
inclina el oído de tu corazón». Jesús me invita a ir a la viña. Pero yo no
lo escucho. Vivo centrado en mí mismo, en lo que necesito, en lo que me va
bien. Y me pierdo en lo que sucede a mi alrededor. Quiero escuchar con el oído
del corazón. Es lo más importante. Lo que no siempre hago. A veces intento
hacer dos cosas al mismo tiempo.
Digo que escucho pero pienso en mis cosas.
Digo que estoy atento, pero sólo a medias, intento hacer más cosas. En ocasiones
necesito que me repitan varias veces la misma idea. Para entenderla. Se me
olvida lo que alguien me dijo. No estoy atento del todo. Y eso me cuesta con
aquellos que me hablan con palabras humanas. Me dicen cosas. Me preguntan. Me
piden. Y yo no oigo. O voy a lo mío. O interpreto lo que me dicen antes de que
pronuncien una sola palabra. Creo que ya sé lo que piensan antes de que hablen.
Y no les dejo hablar porque sé lo que van a decirme. Tal vez me equivoco. Pero
lo sigo haciendo. No escucho el discurso que creo conocer. No me dejo
sorprender porque ya he prejuzgado en mi corazón. No me asombro. No me abro a
lo nuevo. Tengo un juicio ya hecho en mi alma. Y no dejo que entre la sospecha.
¡Qué mal escucho tantas veces! Llegan ante mí y yo no escucho. Pienso en mis
cosas. Está endurecido mi corazón. No logro escuchar a los hombres. Menos aun
los silencios de Dios. Leía el otro día: «El
silencio no es una ausencia; al contrario, se trata de la manifestación de una
presencia, la presencia más intensa que existe. En esta vida lo verdaderamente
importante ocurre en el silencio. La sangre corre por nuestras venas sin hacer
ruido y sólo en el silencio somos capaces de escuchar los latidos del corazón»7. Me gusta ese silencio en el que me habla Dios. Es
ahí donde puedo escuchar su voz. Entender su pregunta. ¿Qué quiere Dios de mí?
Muchas veces no lo sé. Me dejo llevar por la corriente. Por lo que otros hacen.
Por lo que el mundo espera de mí. Pero no
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4 José
María Rodríguez Olaizola, Ignacio de
Loyola, nunca solo 5 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo 6 J. Kentenich, Niños ante Dios
7 Cardenal
Robert Sarah, La fuerza del silencio, 30
4
estoy atento a
Dios. No sé cómo habla en mi corazón. Me duele su aparente silencio. Es como si
callara cuando realmente habla. Es como si su voz estuviera rota cuando
pronuncia palabras profundas. Y yo no soy capaz de hacer silencio para oír su
voz. Me gustaría poder hacerlo. Me pongo en camino cada mañana y el ruido, y el
móvil, y los requerimientos del mundo, me sacan de mi hondura. De mi mar. Me
llevan afuera a la orilla, allí donde no oigo a Dios. ¿Cuántos minutos de
silencio soy capaz de guardar durante el día? El bullicio se me mete dentro del
alma. Palabras.
Tantas palabras. No
encuentro la paz. No lo consigo. No escucho su pregunta. ¿Qué quiere Dios de
mí? Quiere que vaya a trabajar a la
viña. Pero me cuesta oírlo.
Me comparo con
los dos hijos de la parábola: «Él le contestó:
- No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo
mismo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que
quería el padre? Contestaron: -El primero». Uno dice que no al principio.
Yo tengo esa misma primera reacción tantas veces. Digo que no a cosas que me
podían dar vida. Digo que no por cobardía y no dejo que sucedan cosas grandes
en mi corazón. Por miedo, por pereza, por desidia. A veces digo que no primero
y luego lo acabo haciendo. Quiero ser capaz de cambiar mi no para que sea un
sí.
Cambiar es de
sabios. Como el hijo de la parábola. Mi respuesta primera es que no, que no
tengo tiempo. Que no quiero que me molesten. Es la reacción que a veces me
desconcierta en mí mismo. Tal vez no acabo de conocerme del todo. Me piden
algo, cualquier cosa, y me violento. Digo que no en mi fuero interno. A veces
lo digo con palabras. A veces con gestos. No sé por qué lo hago con tanta
rapidez. Tal vez quiero proteger mi descanso. O mi vida como es. No quiero que
se metan en mis planes. O no estoy dispuesto a dar tanto a cambio de nada. O
pienso que tantas veces soy yo el que tiene que hacer las cosas. Mientras otros
no hacen nada. Y no lo quiero. Porque lo considero injusto. Me niego. Digo que
no con voz fuerte, para que me oigan. Parece un no firme, radical, definitivo.
Es como si ya la decisión no pudiera cambiarse. Mi no parece mi última palabra.
A veces siento que me gusta decir que no. Hay peticiones exageradas que no
merecen un sí como respuesta. No puedo decir que sí a todo. Es cierto. A veces
un no aclara las cosas. Deja clara mi postura. Digo que no y el mundo ya sabe a
qué atenerse. Si digo que sí y después no hago lo que me piden no estoy
haciéndolo bien. Creo que en esta vida tengo que ser asertivo y decir lo que
pienso y siento. Olga Castanyer explica: «La
persona asertiva conoce sus propios derechos y los defiende, respeta a los
demás, por lo que no piensa ganar en una disputa o conflicto sino que busca de
forma positiva los acuerdos»8. Me gusta esta asertividad que me lleva a defender mis derechos, mi
postura. Es importante aprender a decir lo que pienso, lo que quiero, lo que
deseo. Para no vivir siempre poniendo excusas y despertando expectativas. Lo
digo con fuerza: No quiero ir. No quiero hacerlo. No estoy disponible. No me
comprometo. La claridad del no tiene fuerza. Me gusta ese no dicho en momentos
importantes de mi vida. Me permite abrirme a otros síes. No todo lo que me
piden es de Dios. No siempre lo que Dios quiere es que diga que sí. A veces mi
no es lo que me pide. Pero también sé lo importante que es mi sí. Quiero que mi
sí sea firme. No un sí cambiante. Pienso en tantas personas que pronuncian un
sí poco creíble. Hoy dicen una cosa. Dicen que sí serán fieles a lo prometido.
Pero su sí
tantas veces es papel mojado. Mañana dicen que no. Su sí anterior no vale nada.
No es firme. Quiero ser alguien en quien se pueda confiar. Que mi palabra valga
porque está avalada con mi vida. Eso es lo que deseo. Un sí grabado sobre la roca.
En el hierro firme. No un sí escrito sobre la arena de la playa. Un sí borrado
por las olas. Me da miedo a veces ser tan cambiante que mi sí de hoy pueda ser
un no mañana. Que mi sí de amor, de apoyo, de fidelidad, sea un no cobarde
cuando cambien las circunstancias o mi corazón se sienta frágil. Quiero decir
que sí allí donde he dicho otras veces que no. Quiero estar disponible para
llegar al que pide mi vida. No quiero que Jesús me diga:
«Os
aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el
camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de
la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le
creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le
creísteis». Yo que me siento tan santo, tan cerca de Dios, muchas veces le niego,
no lo sigo, no escucho su voz. No me hago carne de su carne. No asumo la vida
que me invita a vivir. Y digo no a sus deseos. No tengo sus sentimientos. Digo
que no con voz fuerte o con gestos elocuentes. Y no dejo que su vida penetre mi
alma enferma y herida. Quiero cambiar mis noes por síes valientes. Es el
desafío de mi
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8 Olga
Castanyer, La asertividad: expresión de
una sana autoestima. Ediciones Desclée de Brouwer, 1997
5
conversión.
Pasar del no al sí por obra del Espíritu. De la cobardía al valor. De la pereza
a la diligencia. Del odio al amor. De la guerra a la paz. Quiero hacerme
disponible para los planes de Dios. Digo que no a lo que me aleja de Dios. Digo
que no a al odio y a la rabia. Que no a mis críticas y mis juicios. Que no a mi
orgullo y mi vanidad. Y digo que sí a todo lo que me acerca a su corazón de
Padre. Allí donde estoy seguro. Quiero vivir y no morir y sé que mis noes son
un signo de muerte. Por eso le digo que
sí a Dios. Grabo mi sí sobre la roca.
Creo que el sí es la palabra más bella que puedo
pronunciar con mis labios. El sí de María en la
anunciación del Ángel cambió la historia de los hombres. Un simple sí dicho
desde la experiencia de la propia pequeñez. Un sí audaz y valiente. Tal vez mi
felicidad consista en ser capaz de decirle sí a Dios cuando me invite a seguir
sus pasos. Sí a estar con Él. Sí a mi vida tal y como es hoy, en este mismo
momento. Sí al peso de la cruz que cargo y a la renuncia que me exigen mis
pasos. Sí a mis talentos. Sí a mis defectos. Sí a las personas con las que
comparto el camino. Tengo claro que hay muchos síes en medio de mi vida que me
cuesta dar. Siempre de nuevo vuelvo a ellos, para no olvidarme, para no dejarme
llevar por las prisas, por los vientos. Vuelvo a poner mi mano sobre el madero
de la cruz. Mi mano firme. Y con voz pausada digo que sí. Y de repente lo veo
de nuevo, mi sí cambia el mundo. No sé cómo sucede pero lo cambia. Mi sí
construye la vida. Cambia mi propia vida. Es curioso. Cambia mi forma de vivir,
de esperar, de soñar, de mirar. Y al cambiar mi vida cambia también la de otras
personas. Mi sí afirma mi corazón en terreno seguro y afirma el corazón de
otros. Pero a veces siento una resistencia dentro de mí a decir que sí. Dudo,
me da miedo, me asusta. Es como si dudara de las capacidades de Dios para
conducir mi vida. Si Él es Padre, si Él me quiere, ¿por qué tengo miedo? ¿Por
qué no me entrego por entero y me abandono? Trato de retener las riendas en mis
manos. Para que la vida no vaya por cualquier lado. Me da miedo. No sé si
decirle sí a los planes de Dios para mi vida. ¿Y si no me gustan? ¿Y si pierdo
demasiado al confiar de forma inocente? ¿Y si Él que conduce mi vida no sabe
tan bien como yo lo que me conviene? Entonces me doy cuenta. Vivo tantas veces
inquieto y con angustias. Angustiado por lo que puede venir. No tengo
seguridad. Me siento frágil en medio de un mundo lleno de violencia y de odio.
Dudo de mi capacidad para ser fiel al sí dado hace tiempo. Dudo de mi amor que
tantas veces es inmaduro.
Dudo de mi fuerza de
voluntad para levantarme de nuevo cada mañana y empezar un nuevo día. Dudo de
mis afectos desordenados. Dudo de mi honestidad para ser fiel a mis valores y
principios y no dejarme llevar por lo que el mundo piensa. Dudo de mi valentía para
levantarme de nuevo después de una caída. Dudo de tantas cosas que suceden a mi
alrededor y me hacen temer por mi vida. Dudo porque no sé si seré capaz de
hacer lo que me piden. Dudo y me angustio. Y busco en el mundo, entre los
hombres, la seguridad que necesito. Y no lo logro. Me siento inseguro. Pero yo
insisto una y otra vez. Y choco con la misma piedra que me impide el paso. Y no
lo logro. Quiero una seguridad para caminar tranquilo. Pero no la obtengo.
Decía el P. Kentenich: «No pretendamos
tener la seguridad de una mesa sino aquella del péndulo. Aquí en la tierra no
hay seguridad alguna que pueda serenarnos. Sólo hay un péndulo que oscila en el
aire. La solución de todos los problemas reside en la vinculación íntima,
sencilla y filial al Padre. Si no os hacéis como los niños, no podréis entrar
en el reino de los cielos»9. No hay en la tierra una seguridad que pueda
serenarme. Esta afirmación me da paz.
Entonces cobra
más fuerza mi sí filial. Es un sí sólido y profundo que repito cada mañana,
cada noche. Quiero ser capaz de darle el sí a los miedos que me amargan. A los
temores que me angustian. Sí a lo que pueda pasar. Sí a lo que temo con nombre
y apellidos. Sí a lo peor que pueda suceder. Sí de antemano. Si ocurre ya no
será tan duro, porque el sí ya se lo habré dado antes. Ese sí me salva en el
presente, porque me permite vivir con paz. Y me salva en el futuro, si es que
llega a suceder lo que temo ahora. Es la santa indiferencia que viven los
santos. Jesús me invita a seguirlo hasta la cruz, cargando con mi cruz. Y yo le
digo que sí. Se lo digo con fuerza, desde dentro, desde lo hondo. Una fuerza
interior mueve mi corazón. Quiero pensar en todas mis angustias. En todas las
cosas a las que me cuesta decir que sí. Se lo digo de rodillas. Como ese hijo
que dice que sí con su vida. No sólo de palabra. Quiero que mi sí se haga
carne. En obras, en gestos. ¡Cuántas veces le he dicho que sí a Dios con los
labios pero luego veía mi corazón anclado al mundo, oscilando de un lado a
otro, mecido por las olas! ¿Cómo es mi
sí a Dios y a mi vida como Él la quiere hoy?
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9 J.
Kentenich, Niños ante Dios