Levítico 13, 1-2. 44-46; 1 Corintios 10, 3 1 -11, 1; Marcos 1, 40-45
«Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo
tocó, diciendo: - Quiero: queda limpio»
11 febrero 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Quiero
que Jesús me enamore más de sus pasos. Y me haga creer que sus palabras
imposibles están hechas para mí. Sin reducir su mensaje a la altura de mis ojos»
El gran drama del tiempo que vivimos es la soledad. Es la gran enfermedad del hombre de hoy. Escribía el poeta inglés John
Donne: «Ningún hombre es una isla». Pero
el otro día leía una noticia: «El Reino
Unido es una nación de hombres-isla. Nueve millones de británicos (casi una
quinta parte de la población) confiesan que se sienten solos». Tantas personas
que viven solas. Que no tienen con quien compartir la vivienda, los sueños, el
camino. Tanta soledad en el corazón del hombre que vive aislado. La incapacidad
por romper las cadenas del alma, los muros que separan. Esa llave del corazón
que he decidido tirarla en el fondo de un pantano. Para que nadie la encuentre.
Porque no quiero que nadie me conozca y me hiera. El P. Kentenich vivió en lo
más profundo la enfermedad del hombre de hoy. Vivió esa soledad desde su
infancia. Y allí, en el vacío más absoluto del alma, se encontró con Dios. Él
decía: «Si Dios quiere usar hombres para
una gran tarea, sucede siempre así: los conduce a la soledad; ellos, de alguna
manera, vienen de la soledad, del desierto»[1]. La soledad es parte del camino para
encontrarme con Dios. La soledad del desierto puede ser el comienzo de mi
camino de entrega. La miro entonces como un bien, como un paso necesario. En mi
soledad, en lo más hondo de mi alma, está Dios. Allí cuando me adentro y dejo
de vivir en la superficie, me encuentro con Él. Esa soledad se convierte en un
espacio sagrado para caminar a su lado y desde ahí ir al encuentro de los hombres.
Pero hay otra soledad que me hace daño. Me aísla, me seca. Es una soledad en la
que también me cierro a Dios. A Dios y a los hombres, y me lleno de amargura.
Leía el otro día: «Muchas personas en
esta vida sufren porque están ansiosas buscando un hombre o una mujer, un hecho
o un encuentro que los libere de la soledad. Pero cuando entran en una casa
donde realmente se da la hospitalidad, pronto ven que sus propias heridas deben
ser entendidas no como fuente de desesperación y amargura sino como signos de
que tienen que seguir avanzando, obedeciendo a las voces que les llaman, las de
sus propias heridas»[2]. Creo que aprender a vivir con mi soledad como un bien para mi vida, es el
camino que he de seguir para ser capaz de abrirme a otros. Para entrar en
diálogo y encontrarme en la profundidad sin caer en la masificación. «Si en el fondo no logramos una profunda
comunión de dos con Dios, que cultiva una cierta soledad ante las personas, no
podemos esperar que nuestras raíces se hundan profundamente en Dios, en cuyo
caso debemos temer que la comunidad se convierta en masificación»[3]. Quiero aprender a vivir en paz con mi soledad. Sin caer en la amargura ni
en la desesperación. Necesito ahondar, llegar lo más dentro posible de mi alma.
Contemplar mi vida en silencio, sin miedo a estar solo. Detenerme en el
instante presente. Y calmarme. Puedo estar solo todo el tiempo que sea
necesario. Sólo necesito aprender a caminar solo para poder darme más tarde
desde lo más propio, desde mi verdad. ¡Cuántas personas buscan en seguida a
otra que esté a su lado cuando han perdido a un ser querido! No pueden estar
solos. Pretenden calmar un dolor profundo llenando el vacío. Quiero aprender a
besar la herida de mi soledad. De la insatisfacción del alma al no vivir la plenitud
del amor. No quiero caer en una entrega enfermiza y obsesiva a cualquiera. No
quiero llenar de cualquier manera el vacío de mi soledad. Pretendo que otros
calmen mi sed. Llenen todo lo que me falta para estar completo. Compensen la
falta de amor. Lo que no recibo del mundo ni de Dios. Lo que no me han dado.
Cargo pesados fardos sobre los que me rodean exigiéndoles más de lo que me
pueden dar. Les exijo que me den todo lo que necesito. Todo lo que me falta y
que lo hagan siempre. Y en esa búsqueda de un amor infinito vivo frustrado,
enfermo, demandante. Hay muchos hombres que viven solos porque de tanto exigir
se han quedado solos. ¿Qué hay detrás de una soledad no deseada? ¿Incapacidad
para entrar en contacto profundo con el otro? ¿Inmadurez en el amor que ha
alejado de sí a los que quería tener cerca? ¿Incapacidad para el compromiso al no
querer depender de nadie? ¿Un amor herido que no sabe amar sanamente y se da de
forma enfermiza? ¿O es una soledad que acepto con paz, como parte de mi camino?
Puede haber muchas causas. Hoy las redes sociales parecen llenar el vacío del
alma. Pero no es así. Hablo con más gente que nunca. Pero no profundizo. Digo
tener más amigos. Pero son pocos los de verdad. Y al final me encuentro más
solo de lo que nunca he estado. ¿Acaso me ayuda saber lo que los otros hacen en
cada momento del día para tener un profundo vínculo de amistad? No, parece que
no sirve. Saber lo que otro hace me acerca, pero no me deja cavar en lo hondo
del alma. Puede que sepa de su vida, pero no me he sentado a escuchar lo que
está viviendo. El drama de la soledad es
una epidemia que acaba por llevar a la desesperanza.
Creo que en la vida a veces trato de controlarlo todo. Tal vez me atrae ese pensamiento alemán que alguna vez escuché: «La confianza es buena, pero el control es
mejor». Quiero controlar la vida. Lo que me ocurre, lo que me puede llegar
a suceder. Temo perder el control sobre mí mismo, sobre los demás. Lo tengo
claro, el control es poder. El poder sobre la propia vida. El poder sobre los
acontecimientos. El poder oculto de mis palabras que manejan los hilos de todo
lo que sucede. El control sobre los demás. Al final me parece inútil, imposible,
controlar lo que va a ocurrir. ¿Cómo puedo controlar el devenir de una
enfermedad? ¿Cómo puedo controlar lo que hacen o dejan de hacer los que me
rodean? Puedo prevenir, puedo adelantarme a los hechos, pero no puedo
controlarlo todo. La vida se me escapa de las manos sin que yo pueda
controlarla. Pierdo días, años de mi vida, sin poder parar el reloj. Y eso que
lo intento. En la vida hay dos luchas importantes que me quitan el sueño, como
leía el otro día: «Una señora muy
mayor, que tenía casi cien años, me dijo: - A lo largo de la historia las dos
preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas: ¿Cuánto me
quieres? y ¿Quién manda aquí? Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del
amor y el control nos saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos
hace padecer enormes sufrimientos»[4]. El amor y el control sobre la vida, sobre los demás, son las grandes
preguntas. El deseo de ser amado es muy profundo y no tiene límites. Quiero ser
amado siempre y en profundidad. Por todos, no sólo por algunos. Amado de forma
incondicional. Amado pase lo que pase. Siempre. Ese deseo del amor también me
tensiona. Quiero siempre más. Busco siempre más. Quiero agradar. Amar y ser
amado. No quiero que nadie me rechace y me deje solo. Es cierto. Necesito
aprender a amar bien para ser feliz. Pero hay otra lucha que consume también mis
fuerzas. Es el afán por controlarlo todo. ¿Quién tiene el control aquí? ¿Quién
manda de verdad? ¿Quién gobierna la vida? ¿Quién maneja el poder? Quiero
controlar a los que se me confían. Controlar a los que quieren controlar a su
vez mi propio camino. Controlar las decisiones que otros toman. Mover los hilos
sin que nadie lo perciba. ¡Cuánto mal me hace esta lucha enfermiza! Me
tensiona, me hace sufrir. Y al final tengo que ceder, bajar los brazos y
aceptar que la vida siga su curso. No puedo lograr que las cosas sean siempre
como yo he decidido. No puedo cambiar los acontecimientos que a veces me duelen
y hieren por dentro. Tal vez es por mi afán de perfección que me hace desear
que todo salga bien. Quiero tener una vida plena y perfecta. Sin manchas,
inmaculada. Y cada vez que no lo logro y toco la dureza de mis imperfecciones,
sufro y me hundo. Callo y me duele el alma por dentro. Cuanto más me afano por hacer las cosas bien, por tocar todas las cumbres a
las que aspiro y lograr todo lo que me propongo, más experimento la fragilidad
de mis fuerzas. Me hace bien saberme débil. Me hace bien saber que no puedo
controlar la vida. Que no tengo que pretender controlar a las personas. Que
tengo que confiar más en Dios, en los hombres, en mí mismo. ¿Por qué tengo
tanto miedo a perder el control? No lo sé. Mi inseguridad de hombre herido.
Dios me hizo frágil. Para que aprenda a ver en mis cimientos rotos un camino de
vida. Decía el P. Kentenich: «¿Por qué Dios quiso
esos cimientos vacilantes? Porque quiere que dependamos de Él, que demos el
salto mortal de la oscuridad y la incertidumbre a su mente y su corazón. Sólo
con esta perspectiva es posible hacer un acto de fe. Cuanta menos seguridad del
intelecto, tanto más han de abrazarse a Dios el amor, la voluntad. Y hacerlo
con todo fervor»[5]. Mi camino de santidad me exige vivir dando saltos de fe continuamente. Confiando
en un Dios que viene a mi vida para hacerme feliz. Para que en mí todo encaje.
No aquí en la tierra, ya lo sé. Pero sí en el cielo. Quiere que ponga mi
corazón en el suyo y confíe en su amor incondicional. No deseo planificar mi
vida a la perfección. Hay muchas cosas que no entiendo. No sé el para qué ni el
por qué. Pero no importa. Decido no calcular los días que me quedan. No me
obsesiono por la salud queriendo conservarla. No quiero que el mundo gire
alrededor de mis planes. No me agobia que alguien estropee lo que he tejido con
mis manos hábiles. Vivo sin miedo a que Dios pueda echarlo todo a perder.
Necesito ser más confiado. Confiar en lo que los demás hacen sin pretender controlar
por detrás cómo lo hacen. Confiar en lo que Dios va realizando en mi vida sin
querer atarle las manos a base de oraciones. Confiar en que el bien que yo
deseo tal vez no sea el bien que necesito. Confiar en que los planes que
fracasan tal vez no eran los planes que iban hacer mi vida más plena. Confiar
cuando lo haya perdido todo y tema perder también la vida. Confiar contra toda
esperanza en medio de la tormenta. Dice una oración del «Hacia el Padre»: «Hasta ahora tuve yo el timón en las manos; en el barco de la vida tan a
menudo te olvidé; me volvía desvalido hacia ti, de vez en cuando, para que la
barquilla navegara según mis planes. ¡Concédeme, Padre, por fin la conversión
total! En el Esposo quisiera anunciar al mundo entero: el Padre tiene en sus
manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta». Confiar cuando no sea capaz de llevar la barca de mi vida a buen puerto.
Hoy decido poner las riendas de mi vida en las manos de Dios. El timón, para que sea Dios quien me
conduzca. Me gustaría confiar siempre.
Hoy S. Pablo me invita a hacerlo todo por amor a Dios: «Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para
gloria de Dios. No deis motivo de escándalo a los judíos, ni a los griegos, ni
a la Iglesia de Dios, como yo, por mi parte, procuro contentar en todo a todos,
no buscando mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven. Seguid
mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo». Tengo claro que me gustaría vivir siempre así. Poniendo a Dios en el
centro de mis pasos. Y al prójimo a quien amo. Queriendo su bien, y no el mío
propio. Queriendo que todos se salven, no yo solo. Siguiendo a Jesús en los que
lo siguen. Haciendo las cosas por amor y no buscando mi propio provecho. Dice
el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Estamos
llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas. La libertad para elegir permite proyectar la propia vida y cultivar lo
mejor de uno mismo, pero si no tiene objetivos nobles y disciplina personal,
degenera en una incapacidad de donarse generosamente». ¿Cuál es la motivación que mueve mis pasos? ¿Cuál es el amor que me lleva a
dar la vida por muchos, para que se salven, para que su vida sea plena? No
quiero que decidan por mí. A veces me encuentro con personas que esperan que la
Iglesia decida por ellas. O un sacerdote. U otra persona en la que confían. No
sé si detrás está el miedo a equivocarse, asumiendo responsabilidades. O el
miedo a no hacer lo que Dios les pide en cada momento. Creo que a veces no
conocen a ese Dios al que dicen amar. No saben cómo es y no entienden sus
deseos. Creo que la fe que profesan no ha bajado de la cabeza al corazón, no ha
penetrado todas las fibras de su ser. Como decía el P. Kentenich: «Si en el alma no existe una fuerte receptividad para lo religioso, si no se
cultiva lo religioso, entonces en esta época tenemos que contar con que las
raíces de la fe queden demasiado adheridas a la cabeza y no lleguen al corazón.
Y aun cuando hayan calado un poco en el corazón, que no lleguen sin embargo al
subconsciente»[6]. Una fe inmadura. O una fe de ideas. De normas, de preceptos. Una fe de
voluntad firme y recia. Una fe de creencias y dogmas. Una fe desencarnada. Como
si Jesús no se hubiera hecho carne de mi carne para mostrarme el camino. Una fe
tan vacía en la que el seguimiento a Jesús y a los que creen en Jesús se hace
sin hondura, sin profundidad. Me da pena esa fe infantil que me exige a mí tomar
decisiones por ellos. Y decirles lo que está
bien o mal. Si yo no sé decidir en mi corazón es que no tengo una fe verdadera,
madura y formada. Tal vez a veces deseo que otros confirmen mis decisiones. Aun
sabiendo yo muy bien que están equivocadas. Que no sigo el camino que me hace
bien. Necesito la aprobación del mundo antes que la de Dios. Y por eso la exijo
o la espero. A veces resulta que no todo lo que hago está orientado hacia Dios.
Me busco a mí mismo poniendo detrás de mis intenciones una idea vaga de un Dios
lejano al que no conozco de verdad. Me gustaría tener una fe más auténtica, más
libre, más verdadera. Quiero que Jesús me enamore más de sus pasos. Y me haga
creer que sus palabras imposibles están hechas para mí. Sin reducir su mensaje
a la altura de mis ojos. Aceptando que yo solo no puedo hacer lo que me pide
porque supera mis fuerzas. Sin su gracia nada puedo. Escribía Benedicto XVI: «Las palabras de Jesús son siempre más grandes que nuestra razón. Superan
continuamente nuestra inteligencia. Es comprensible la tentación de reducirlas,
manipularlas para ajustarlas a nuestra medida. Un aspecto de la exégesis es
precisamente la humildad de respetar esta grandeza, que a menudo nos supera con
sus exigencias, y de no reducir las palabras de Jesús preguntándonos sobre lo
que ‘es capaz de hacer’. Él piensa que puede hacer grandes cosas. Creer es
someterse a esta grandeza y crecer paso a paso hacia ella»[7]. Quiero aceptar que sus planes superan mi capacidad humana, siempre es así.
Entender que seguir sus pasos es siempre desproporcionado. Mis piernas son
cortas. Él me pide más de lo que yo puedo lograr. Es más grande de lo que mi
mirada abarca. Es más imposible de lo que mi corazón me dice que yo puedo
hacer. Pero no me desanimo. Lo hago todo por Él. No quiero hacerlo todo
perfecto. Pongo mi vida en sus manos. Que Él la tome. Yo la entrego con
humildad. Consciente de mi pequeñez. Abandonando mis planes tan humanos y
queriendo que su luz ilumine mis pasos. Tomo decisiones audaces que superan mis
fuerzas. El P. Kentenich quería formar hombres autónomos y libres: «Es la persona autónoma, con alma, pronta a
decidir, responsable de sí misma, interiormente libre, que no se deja
esclavizar por las formas, pero que tampoco cae en el capricho de no reconocer
vinculación alguna»[8]. Quiero aprender a decir sí al amor eterno. Entregando toda mi vida sin
medir mis fuerzas. Amando sin medida, sin calcular cuánto recibo a cambio.
Dando sin esperar. Amando sin querer siempre ser amado. Ese amor sin medida de
Dios ha de gobernar mis pasos. No deseo
vivir asustado entre los límites de la norma que pone freno a mis pasos.
Un leproso se acerca hoy a Jesús. Se salta las normas que
ponían límites humanos: «En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
- Si quieres, puedes limpiarme». Se acercó
cuando la ley le decía que debería estar lejos. Tenía que gritar desde lejos
que era leproso, que era impuro. El leproso sabe que está condenado. Es impuro
y no puede acercarse a los que están sanos. Así lo dice la ley de Dios: «El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado,
con la barba tapada y gritando: - ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la
afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento».
Está condenado a morir solo, abandonado. Este leproso habría
oído hablar de Jesús. Viviría fuera, apartado, pero hoy se arriesga y se
acerca. Al fin y al cabo no tiene nada que perder. Cree en Jesús. Esa fe me
conmueve. No pone a prueba a Jesús. Está seguro de que sí puede. El ser leproso
estaba asociado con la impureza. Él rompe las normas, porque es audaz. Se
arriesga al rechazo de Jesús, de la gente, de Dios mismo. A veces soy tan poco
audaz. A veces espero que me lo den todo hecho, que me lo solucionen todo. Y
exijo. Me duele que la vida no me dé lo que busco. Mi grupo de amigos, de
compañeros, no responde a mis anhelos. Esperaba otra cosa de las personas. De
los que me prometen amor fiel. De la Iglesia. Todos me defraudan. Espero más.
Pero no hago nada. Quiero ser más audaz, moverme, dar un salto. Quiero buscar
fuera de mí lo que me falta. Eso hace hoy el leproso. Hace lo que nadie hace.
Hace quizás lo que nunca antes en su vida había hecho. Tal vez no se había atrevido
a exponerse al insulto, o a las piedras. Se acerca y llega donde está Jesús. Se
acerca a Él. Cree en Él. No le pregunta a Jesús si puede limpiarlo. Lo afirma: «Si quieres, puedes limpiarme». Le deja
hacerlo. Le invita a hacerlo. Me llama mucho la atención esa fe firme. Cree en
Jesús. Espera que intervenga. Se lo pide. Sólo si Jesús quiere. No le dice que
le sane sino que le limpie. Se sentía sucio. Le habían hecho creer que estaba
sucio por dentro. Le habían puesto la etiqueta de impuro. Sólo porque su piel
se secaba. Sólo porque contaminaba con una enfermedad de muerte. Él se lo había
creído. La lepra es sencillamente una enfermedad contagiosa que acaba
destruyendo el cuerpo. Pero en esa época está asociada a la impureza, a la
suciedad. Y trae consigo la obligación de apartarse de los limpios. El leproso
sólo puede vivir al margen, en soledad. Era la peor enfermedad porque te
apartaba de todo. De la vida. Del camino. De los otros. De la familia. Soledad
en cuevas. Lejos de la ciudad. Me conmueve ese hombre que se acercó a Jesús y
saltó por encima de los prejuicios de los hombres. Se detiene ante Jesús. Cree
en Él. Se lo dice. Tiene los ojos puros, sabe mirar el corazón de Jesús. Le
tachaban de impuro pero sus ojos limpios me impresionan. Es mucho más puro que
los que le condenan. A veces es así. Tengo la etiqueta de puro y a lo mejor mi
alma está enferma y mi mirada sucia. Y al revés, me tachan de impuro, pero mi
corazón es inocente y está limpio. Me puedo quedar en la apariencia de las
cosas sin mirar la profundidad. Me puedo quedar en la norma, en lo que todos
dicen y creen. Me puedo convertir en acusación pública. Y me dejo llevar por la
fama que tiene cada uno. Hoy Jesús me
pide que mire el corazón. No la apariencia. Y venza mi prejuicio.
Este leproso está tan necesitado y suplica con tanta fe,
que Jesús se conmueve ante su petición: «Sintiendo lástima». Nos lo
dice el evangelista. Tuvo compasión de su dolor, de su marginación, de su
soledad, de su impureza. Se conmovió al ver su fe, su necesidad, su humildad. Siempre
me impresiona cuando Jesús se conmueve. Se emociona. Es tan humano. Su corazón
da un vuelco. Algo vio en esa mirada que tocó su alma. No permanece indiferente
ante la vida. Corro el peligro de construir un muro en torno a mi vida para no
sufrir. Para que no me haga daño el mundo adverso. Para que no me toque la
lepra de los enfermos y menesterosos que me rodean. Me hago una protección para
que nadie se acerque. Jesús hoy se conmueve. Pero además sucede algo más
importante. Jesús lo toca: «Extendió la
mano y lo tocó». Eso es más fuerte todavía que el milagro. Jesús mira al
que nadie mira. Se conmueve con aquel del que todos huyen. Y toca al que nadie
se atreve a acercarse. Jesús toca al que es intocable. Se podía contagiar. Era peligroso.
Si Jesús contraía la lepra, ya no podría ayudar a nadie. Su vida hubiera sido
inútil, en vano. Jesús parece poco prudente. Me sorprende. ¿Qué sentido tiene
tocar a un leproso? Lo podía haber curado desde lejos. Con una palabra era
sufiente. Pero esta es la vocación de Jesús. Se hizo carne de mi carne para
tocar a los hombres, para acariciar sus heridas. Para bajar a mi dolor y
sacarme de mi tumba. Jesús toca a los enfermos en su enfermedad. No desde la
distancia. Los sana con sus manos. Los sostiene entre sus brazos. Jesús se
mezcla con todos, no se rodea de «puros».
Toca justo donde más duele. En la herida más honda. Toca su lepra, su carne
enferma. Al tocarlo sana su alma. Porque alguien se ha preocupado de él. Porque
alguien lo ha tocado por amor, arriesgándose a enfermar. A veces deseo vivir en
una burbuja, en un ambiente protegido con los que son iguales a mí. No me
quiero contaminar. No quiero tocar ni acercarme. Quiero que mis hijos no se
contaminen de los distintos. Que tengan amigos como ellos. Iguales en su forma
de pensar y vivir. Con padres parecidos a mí. Quiero que todos estén de acuerdo
conmigo, con mi forma de pensar. Me protejo de los diferentes, de los ajenos,
de los que están equivocados en sus juicios. Los aíslo. O mejor dicho, me
aíslo. Me construyo una isla protegida. Donde nadie pueda hacerme daño. Hoy
miro cómo actúa Jesús. Creo que tengo que mirarlo mil veces en mi vida para
comprender cómo mira. Mira con misericordia. Mira el corazón y se deja tocar
por un enfermo. El leproso no es invisible. Jesús se detiene, lo mira, lo toca.
Se deja tocar por pecadores. No se aparta, se acerca, vive y come con ellos.
Hoy es un leproso quien le pide limpiarse. No está sucio. Sólo enfermo. Eso es
lo primero que le dice Jesús al tocarlo. Su fe es tan pura, su mirada es tan
pura, su dolor tan grande, que Jesús no se resiste. ¡Cuántos que viven cerca de
Él no creen como este hombre que padece la lepra! Por eso lo toca. Con ternura.
Sin miedo. Se expone a morir. Su amor es más fuerte que el miedo. Su compasión
abre las compuertas de su corazón. Brota de Él la vida. Jesús sana en las
distancias cortas. Esas que a mí me cuestan a veces. Me quedo a distancia para
que no me roben mi tiempo. Me construyo un muro para no sentir, para no
conmoverme. Mejor así, pienso. Soy yo el que vivo aislado. Soy yo el leproso
que no entra en contacto con nadie. Una soledad buscada, egoísta, protegida. En
la que me siento bien conmigo mismo. Bien a solas, puro, sano, salvo. Pero no me doy, no amo, no me entrego.
Y entonces sucede el milagro: «Quiero, queda limpio. La lepra se
le quitó inmediatamente, y quedó limpio». Le contesta como el hombre desea.
Lo limpia por dentro y por fuera. Le devuelve la posibilidad de vivir con los
demás, de ser uno más. Le quita la soledad pegada a su piel. Acaba son su miedo
a la muerte y al rechazo. Y de golpe le quita la etiqueta de impuro. Rompe ese
muro en el que habían encerrado su alma. Y lo toca. Y lo sana. El leproso se
salta la ley. Pero Jesús también. Limpia al que sólo tenía suciedad en el
exterior. Ya nadie lo rechazará con la mirada. Ha dejado de estar solo. ¿Quién
está apartado de mí? ¿Quién se acerca a mí y tantas veces me cuesta su
presencia? A veces yo decido dividir el mundo entre los puros y los impuros. Ente
los que me hacen bien y los que son una amenaza para mi seguridad. Entre los
que me pueden dar algo y los que sólo me exigen y piden. Entre los que me
amenazan con su manera de pensar distinta a la mía y los que piensan como yo.
Entre los que viven y aman de una forma que yo considero pecaminosa o ajena a
mi vida. Y los que se comportan como yo lo hago. Aparto a los distintos. Los
juzgo en mi corazón. Decido además que son impuros. Y yo me creo puro quizás
por ser cristiano, por ir a misa los domingos, por cumplir con ciertas normas.
Y es mentira. No soy tan puro. También yo estoy necesitado de Dios. Necesito
limpiarme. Yo estoy sucio y a veces esa suciedad que llevo en el alma, no la
veo. Pero a veces esa suciedad me aparta de los demás. O me aparta de Dios. No
soy como este hombre que cree que Jesús puede curarlo. No me acerco a Él para
suplicar misericordia. Pienso que no me merezco que me sane. Pienso que mi
suciedad no tiene cura, ni perdón. Y no creo en el amor de Jesús que, como con
este hombre, es capaz de acercarse dejándolo todo por mí. Se acerca para
tocarme justo en mi lepra. Jesús se acerca es este hombre leproso. El leproso
hizo un largo camino hasta Jesús. Desde que lo pensó hasta que se aventuró
pasando por encima de lo conveniente y lo políticamente correcto. Primero el
paso fue en su alma. Siempre es así. Decidimos en el corazón. Dudaría,
sopesaría riesgos. ¿Y si se decepciona porque Jesús lo rechaza o no tiene poder
para curarlo? Después de la expectativa la decepción sería aún más dura. Casi
no merece la pena arriesgar tanto. A veces prefiero quedarme como estoy.
Inmóvil. Tengo una etiqueta, soy leproso, sucio. Y me acostumbro a vivir así.
¿Cuál es mi etiqueta? ¿Mi imagen? ¿Qué etiqueta me han puesto los demás o yo
mismo? Esa etiqueta en ocasiones me aleja de las personas y de Dios. Quiero
recorrer el camino del leproso. Desde mi soledad hasta Jesús. Jesús atrae
poderosamente. Su poder. Su bondad. Su mirada. Su manera de curar a enfermos. Su
estilo de vivir entre los hombres sin protegerse. El leproso cree en Él. Lo
necesita. Yo también creo. También lo necesito. Quiero dar un paso, salir de mí
mismo y caminar hasta Jesús. Ante Jesús me despojo de todo. Estoy a su merced,
vulnerable. Jesús se conmueve por mi dolor como se conmueve con el leproso. Me
enseña a tocar y a dar la mano. Me enseña a vencer los miedos. Se acerca y me
toca. Si me acerco me recibe con compasión y ternura. Mira mi corazón. Me limpia.
Quiero quedar limpio. Estoy sucio. Quiero acercarme a Jesús. Y que me toque donde más me duele. En mi
herida. En mi suciedad.
Este hombre que ha sido curado no puede callarse: «Él lo despidió, encargándole
severamente: - No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte
al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés. Pero, cuando se
fue, empezó a divulgar el hecho con grades ponderaciones, de modo que Jesús ya
no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado;
y aun así acudían a Él de todas partes». Suele ser así. ¿Quién puede callar
la alegría por haber sido amado de esa forma? Primero va al sacerdote para que
certifique que está limpio y pueda vivir en sociedad. Jesús es delicado, sabe
lo importante que es. Lo reintegra, ese es el milagro de verdad. Pienso en su
familia, en aquellos a los que ama y lo aman. Por fin puede vivir junto a ellos.
Le devolvió la esperanza de vivir con otros. No pudo callarse, se dedicó a
contar lo que Jesús había hecho con su vida. No le hizo caso a Jesús. No dejó
de contar que fue Jesús el que le cambió la vida. Lo comprendo perfectamente.
Le devolvió la alegría de vivir y eso no se puede silenciar. Todos buscan a
Jesús, más todavía. Para que los cure. Algunos lo buscarían sólo por el
milagro. Otros por ese amor que deprende y que habla de Dios. Yo, ¿por qué
busco a Jesús? ¿Qué necesito? Creo que sin Él no podría vivir en plenitud. Necesito
su amor incondicional. Sé que vivir con Él merece la pena. Quiero quedarme a su
lado. Creo que Él puede limpiarme. Si le dejo. Si me pongo a su altura. Si dejo
de tapar mis manchas y heridas en su presencia. Ese es el camino de mi fe.
Necesito ponerme frente a Jesús y mostrarme como soy, diciéndole que lo
necesito para poder amar y salir de mí mismo. Él lee mi corazón. Yo le digo: «Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de
liberación». Con Él ya no estoy solo. En Jesús tengo mi refugio. No puedo
dejar de acercarme hasta Él. Lo hago. Y miro lo que Jesús ha hecho en mi vida.
¡Cuántos milagros! Tantas veces no los aprecio. Me hace puro. Y yo no valoro el
milagro que Jesús ha hecho conmigo al tocarme. Al acercarse a mi impureza. A mi
asilamiento. A mi soledad. Ha querido sacarme de mi cerrazón. De la pobreza de
mi soledad llena de miedos. Viene a rescatarme de mi vacío. Quiere llenarlo con
su presencia. Quiere que mi amor se haga vida. Se haga entrega. Que no viva
solo para mí, encerrado en mi egoísmo. Quiero agradecerle a Jesús que me saca
de mi intocabilidad al tocarme. Me lleva
de la mano para que mi amor se haga entrega generosa.
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