Génesis 22,1-2. 9-13.15-18; Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10
«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados»
25 febrero 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Quiero
aprender a renunciar por un amor más grande. Un sacrificio por amor. Es lo más
grande que puede desear mi alma enferma»
Hay preguntas que no puedo formular con facilidad. O son preguntas que no tienen una respuesta clara. O preguntas cuya respuesta
temo escuchar. ¿Voy a salir de esta situación de dolor? ¿Va a acabar algún día
el sufrimiento? ¿Cuándo encontraré la felicidad que busco? ¿Me voy a curar?
¿Seré fiel siempre? ¿Me vas a dejar? ¿Podré volver a confiar y ser feliz? Son
preguntas que surgen en el corazón herido en medio de las luchas. Los miedos
nublan el ánimo. Y la desconfianza surge con fuerza. ¿Será posible encontrar un
camino mejor en la tormenta? Surgen las dudas y los miedos. Y callo las
respuestas que temo. No pregunto por ese futuro que desconozco y me abruma. A
veces al caer la tarde los problemas parecen más grandes que por la mañana. Dicen
que es por el efecto de la luz. Por la mañana todo está más claro. Pesa menos
la vida. Hay menos nubes, o menos tormentas. Dicen que en la hondura del valle
pesa más la vida que en lo alto de la cumbre. Porque desde lo alto los
problemas parecen más pequeños e importan menos. No lo sé. Lo que sí sé es que
en ocasiones siento que todo se torna gris, o pierde vida de pronto. Y dejo de
creer en las eternas promesas. Comenta el cartujo Agustín Guillerand: «No debemos tener miedo ni de nosotros
mismos ni de los demás. Hay que mirar la vida real cara a cara. Esa mirada
profunda y prolongada nos dará a Dios. Porque Dios está en el fondo de todo»[1]. Quisiera mirar así la vida real. Cara a cara. Mirarme así a mí mismo,
mirar así a los demás. Sin miedo a lo que pueda ocurrir. Sin temer lo que pueda
pasar. Me gustaría mirar la vida como
la miraba María. Desde aquel primer «No
temas» del Ángel, María aprende a confiar. Comenta Benedicto XVI: «¡Cuántas veces habrá vuelto interiormente
María al momento en que el ángel de Dios le había hablado! ¡Cuántas veces habrá
escuchado y meditado aquel saludo: ‘Alégrate, llena de
gracia’, y sobre la palabra
tranquilizadora: ‘No temas’! El ángel se va, la misión permanece, y junto con ella
madura la cercanía interior a Dios, el íntimo ver y tocar su proximidad»[2]. María guarda todo meditándolo en su corazón. Miro a María. Siempre me da
paz ver su mirada, ver su paz. Me consuela. Tengo yo otra mirada y otros miedos
que me turban. Me escapo de mi mundo interior dejándome llevar por las olas de
mi alma. Abrumado en la superficie de las cosas. En temblores sostenidos. Desde
mi dolor miro a María. Me gustan las palabras del P. Kentenich que me motivan
al recorrer estos cuarenta días de desierto, de búsqueda, de miedos y de
esperanzas: «De ahora en adelante daremos
en todas partes el siguiente testimonio: - Somos de María. Quien dice María
dice gracia: - Alégrate, llena de gracia, escuchamos que el ángel dice a la
Madre del Señor. Quien dice María dice interioridad: - María guardaba todas
estas cosas, y las meditaba en su corazón. Quien dice María dice disposición al
sacrificio: -Estaba María al pie de la cruz»[3]. Miro a María y pienso en su actitud interior. Llena de gracia. Sin temor.
Confiada. Dispuesta al sacrificio. María se sabe arropada por Dios en lo más
hondo de su corazón de hija. Allí todo lo medita en silencio. Lo guarda con
celo. Así sí es posible mirar la cruz con paz, con el corazón en calma. En
medio de la tormenta. Las preguntas imposibles siguen sin respuesta. Pero al
menos ahora no quiero saberlas. Porque confío. Dejan de asustar mi corazón de
hijo. Y guardo en el alma la respuesta que siempre me conforta: Dios no me
deja. No se baja de mi barca. No se aleja de mi camino. Me sostiene cargando mi
madero, mi cruz, como mi cireneo. ¿Por qué voy a tener yo miedo si Jesús va
conmigo? Miro a María y confío. ¿Qué misión puede haber más grande que la suya?
Me da paz mirarla a Ella en medio de mis olas, en medio de sus olas. «No temas» escucho muy dentro de mi
alma. ¡Cómo no voy a confiar en Ella que me ha dado la vida! La miro recogida
en su interior. Guardando todas las palabras. Allí me recojo también yo buscando
consuelo, paz y descanso. Escucho muy quedo la voz de Dios hecha en mí palabra.
No quiero buscar respuestas a preguntas que dejan de tener sentido. No quiero
sujetar yo el timón marcando una ruta que desconozco. Espero en Dios. Espero en
María. Es la actitud de la cuaresma. Confío. La esperanza, la confianza, el
abandono. Camino por los caminos del desierto. Asciendo por las montañas más
altas en las que encuentro a Dios y veo más claro mis problemas. Confío. Frente a mis miedos. Confío.
Tengo que reconocerlo, no me gusta renunciar a lo que
deseo. Porque justamente el deseo es lo que mueve mi corazón y
me hace sediento y hambriento. Mueve todas las fibras de mi ser. Me pone en
camino. El deseo es el motor de mi alma. El deseo más hondo es el ansia de
infinito que tengo muy dentro. Un ansia de ser eterno. De amar para siempre. De
ser amado para siempre y sin límites. Sin condiciones. Sabiendo que yo mismo
tengo límites y condiciones. Escribe R. M. Rilke: «Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos
infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser
amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo
en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se
resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es
signo». Es el deseo que arrasa mi corazón. Amar de forma infinita. Ser
amado de forma infinita. Choco con los límites. La frágil capacidad de amar se
enfrenta con sus límites. Pero es Dios el que sostiene mi deseo. Por eso no quiero
abandonar mis deseos. Y pensar que por mi torpeza son sólo quimeras. Como
observa al respecto Brugués: «No se trata
de renunciar al deseo en sí mismo - lo que sería inhumano-, sino a su
violencia. Se trata de morir a la violencia del placer, a su omnipotencia»[4]. No renuncio a lo que deseo. Pero sí a su dictadura sobre mi voluntad. No
quiero ser esclavo de mis deseos. Pero quiero caminar mirando ese amor más
grande, infinito, que me sostiene y levanta. No quiero la violencia que a veces
siento al no lograr lo que anhelo. Leía el otro día: «Somos personas pasionales, por lo que matar las pasiones sería como
impedir el crecimiento de nuestra humanidad, secarla. Nos haría predicadores de
muerte. Tenemos, en cambio, que ser libres para cultivar deseos más profundos,
dirigidos a la bondad infinita de Dios»[5]. Cuido los deseos más hondos y verdaderos que brotan en medio de la maraña
de deseos pequeños que me confunden. Quiero ser fiel al deseo más verdadero, al
más pleno, al más infinito. Dejo pasar ante mis ojos sin violencia los deseos que
me sacan de mi paz, los que me impiden pensar en el bien de los otros. Los que
no me dejan sino buscar obsesivamente lo que es objeto de mis sueños
egocéntricos. Quiero saber bien qué hacer con lo que arde en mi alma. Encontrar
un sentido a mi vida y darle cauce al río que corre por mis venas. Y descubrir
que la renuncia es parte de mi camino. Y no es tan duro renunciar a muchas de
las cosas que deseo. Esa renuncia es un bien que me da alas. Es un valor y no
una carencia. Aunque duela. Pienso hoy en el acto de Abraham en Moria: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a
Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los
montes que yo te indicaré». Escucha la voz de Dios. Dios le había prometido
antes las estrellas. Y ahora parece que quiere que le ofrezca el hijo que más desea.
Parece su único camino para hacer realidad la promesa de plenitud que Dios le
hizo cuando dejó su tierra. El acto de Moria es la renuncia más grande que
puedo sufrir. Renunciar al único camino de plenitud y de esperanza que yo veo.
Es entregarle a Dios lo que más quiero. Entregarle lo que creía que era también
su deseo. Es poner en sus manos mi vida, para que no me aten mis miedos. Para
no apegarme a mis sueños de forma enfermiza y apasionada. Supone renunciar al
deseo más grande de mi corazón. Y surge la pregunta. ¿Cómo va a querer Dios que
renuncie a lo que me hace feliz? El acto de Moria es un acto supremo de
libertad interior. Abraham lo hace, obedece y entrega a su hijo. Si este es el
camino trazado para él, lo besa, besa en él la cruz. Se libera. Se abandona. No
cede a la esclavitud de su deseo. ¿No es cierto que a veces me apego
enfermizamente a lo que más deseo? Mi pasión gobierna mi vida. Me apego a mi
sueño de grandeza, de plenitud. Me dejo llevar por ese anhelo de hacer realidad
todos mis sueños. ¿Qué sentido tiene esta renuncia? Abraham se libera. Entrega
lo que más quiere y confía. Tal vez en la confianza está la llave para
entenderlo todo. A menudo desconfío. No tengo claro que el camino que deseo no
sea el que me hará pleno, feliz y libre. Y entonces me apego a lo que amo.
¿Para qué voy a renunciar a lo que me hace feliz? ¿Para qué entregar lo que me
llena el alma? Aunque de primeras no lo parezca, esta renuncia me hace libre.
Apaga los miedos. Doblega mis ansias. Cuando soy capaz de renunciar por amor.
De colocar en Moria lo que amo por un amor más grande. Me hago más libre. Y
entonces sucede lo imposible. Abraham recupera a su hijo. Es un milagro. La
renuncia llena el cielo de estrellas: «Por
haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré,
multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena
de la playa. Porque me has obedecido». Muchas más estrellas que el dolor de
la renuncia. Así es en mi vida cuando renuncio. El cielo se llena de estrellas.
Dios siempre da más. No quita, sólo da. Tengo más paz. Soy más libre para ver
el dolor a mi lado. Más libre para amar al que lo necesita. Más libre para
ponerme en camino y recorrer los pasos de mi vida. Y Tal vez por eso tiene sentido
el ayuno de este tiempo. Me prepara para poder realizar con paz cualquier
renuncia. Dice el papa Francisco: «El
ayuno debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante
ocasión para crecer. Nos permite experimentar lo que sienten aquellos que
carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; expresa la
condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de
Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo,
inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra
hambre». El ayuno me capacita para la renuncia. Y mi renuncia me hace más
hijo. Me hace más fuerte. Porque, ¿no es verdad que el temor a perder lo que
amo me debilita? Es cierto. Cuando amo y me apego a lo que amo, me hago más
débil. Más vulnerable. El amor es mi punto débil. El que me ata a la tierra y a
mis sueños. El acto de Moria ensancha mi alma. Pone en su correcto sitio todo lo
que amo. El hijo entregado en las manos de Dios Padre. Con la confianza plena
puesta en Él. Dios sabrá cómo hará plena su alianza. La renuncia acaba con mis
pasiones desordenadas. Le da paz a mi violencia. Calma mis gestos airados. Me
hace más libre porque he entregado lo que más amo. Todos mis sueños. Y a
cambio, recibo las estrellas del cielo. ¿Qué es aquello que más me cuesta
entregarle hoy a Dios? Quiero educar mis deseos. Los pongo en sus manos. Me
hago libre. Por eso me hace bien el ayuno. Educa mi ánimo de entrega. Me hace
más generoso. Más abierto a la generosidad de Dios que siempre da más. Miles de
estrellas, la vida fecunda. Pongo en primer lugar al otro. Paso yo a un segundo
plano. ¿Es eso posible? A veces lo dudo. Mi vanidad, mi orgullo, mi egoísmo,
mis ataduras. Pesan tanto mis cadenas de esclavo. Quiero aprender a renunciar
por un amor más grande. Un sacrificio
por amor. Es lo más grande que puede desear mi alma enferma.
Me gusta poder subir del desierto a la montaña: «En aquel tiempo,
Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una
montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de
un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se
les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús». Sube Jesús con sus elegidos. Con sus amigos más cercanos. Con aquellos con
los que quiere compartir lo más sagrado. Allí muestra su gloria. Allí se hace
presente su luz. Se transfigura dejándoles ver un poco del cielo. El alma
encuentra la paz. Hay esperanza. Me gusta la montaña. La cumbre me permite
tocar el cielo. Me siento más cerca de Dios. Y más fuerte. Los problemas se
vuelven más pequeños desde la montaña. Casi desaparecen. Parece magia. Me
gustaría pensar que ya no están. Como si hubieran desaparecido de golpe. Es la
magia de la montaña. Comenta el P. Kentenich: «Al menos en innumerables pueblos se encuentra un respeto muy fuerte
ante los montes. El escalar la altura de las montañas despierta simultáneamente
la tendencia hacia lo alto, y cómo la tendencia hacia lo alto inspira también
la escalada. Cuando anhelamos las montañas ¿qué significa? En este contexto
pensamos en una conocida expresión de Santa Teresa la Grande: subir una topera
no despierta fuerzas, pero al contemplar ante sí montes infinitamente altos, ¡cuántas
fuerzas se despiertan!»[6]. Escalar a lo más alto del monte despierta lo mejor que hay en mí. Saca un
fuego escondido que me anima a seguir caminando. Lo doy todo por llegar a la
cima. Me hace aspirar a las alturas. Me gusta la montaña en la que sueño con lo
más grande. No temo nada cuando miro la vida desde la cumbre. Me siento feliz.
Me sé amado. En lo alto de la montaña casi toco a Dios, me siento más fuerte.
Añade el P. Kentenich: «A los Montes se
los percibe como símbolo de firmeza. Abajo en el llano: ¡cuánta fragilidad!
Arriba sobre los montes, especialmente cuando era un macizo del monte: símbolo
de lo constante, de lo permanente. Monte, un símbolo de poder y fuerza. Tan
fácil no se puede arrancar un monte»[7]. El monte representa lo estable, lo duradero. Allí tengo paz. La firmeza
del monte me sobrecoge. Brota la alegría y la esperanza. En el monte no temo,
me siento fuerte y seguro. Pero en el valle toco la debilidad de mis pasos. La
fragilidad de mi voluntad. Y me siento vulnerable. Los problemas me aturden y
no soy capaz de salir de ellos. Por eso anhelo la seguridad del monte. Su
estabilidad. Su firmeza. Me gustan los montes. Me da alegría subir a un monte. Añade
el P. Kentenich: «Si no ascendemos más a
la altura de los montes, tarde o temprano nos amargamos. Debemos entendernos
ante todo y sobre todo cuando ascendemos, arriba en las cumbres más altas. Si
nos llamó para ello, entonces nos regala también la virtud de la esperanza en
forma de una confianza enorme y profunda»[8]. Escalar las cumbres me hace confiar. Tocar el cielo con mis pobres manos.
Me gusta la audacia del que escala y llega a lo más alto. Así, de golpe, sin
temer nada. Pienso en mi vida como un ascenso al monte de la vida. El monte de
Dios en el que Jesús me espera. Me gusta ir con Él. Superar los obstáculos de
la ascensión. Me faltan las fuerzas cuando comienzo a subir. Pero no temo. Sigo
con mi paso firme. Es cierto que los altos ideales sacan lo mejor de mí. Las
grandes metas. Los caminos más complejos. Una ruta sencilla no despierta mi
alegría. Recuerdo la subida a un monte en el camino de Santiago. Esa etapa del
camino despertaba temor, esperanza y alegría. Era el gran desafío en medio de
un camino no tan exigente. Una subida a lo más alto exigía todas las fuerzas.
Así es en mi camino. Lo de siempre, lo que controlo, lo que no es exigente, no
despierta todas mis fuerzas. Siento que puedo con ello y no temo. Pero cuando
el camino parece complicado y exigente, se despiertan las fuerzas de mi
corazón. Subir a lo más alto, alcanzar las grandes cumbres. Hoy la exigencia
del monte Tabor no parece excesiva. Jesús busca a Dios. Acaba de anunciar su
pronta muerte. Sus discípulos tienen miedo. El monte Moria me habla de la
exigencia de entregar al propio hijo como sacrificio. Parece imposible, un
sinsentido. En ambos casos se despiertan fuerzas interiores. Es necesario mirar
el corazón y buscar a Dios. Pedirle fuerzas para seguir ascendiendo. Una lucha
constante. Un caminar hacia las cumbres. En ese ascenso quiero dejar de lado lo
que me pesa. Voy más ligero de equipaje. Con el corazón apasionado. Con el alma
sin peso. Me pongo en camino. Pienso en las cumbres que me desafían. Miro desde
mi pequeñez lo que me turba. ¿Qué subidas me asustan e imponen? ¿En qué
momentos de la ascensión siento que me faltan las fuerzas? Pienso en esta cuaresma como una subida a los montes más altos para
superar mis miedos.
Pedro siempre dice con pasión lo que piensa. Hoy exclama con alegría: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a
hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro
siente que está en casa. Está feliz. Se siente lleno de paz. Está alegre. Es
como si los temores que tuvo en el valle, antes de comenzar el camino a la cumbre,
hubieran desaparecido. Ya no teme. Quisiera estar siempre ahí, en el monte, con
Jesús, con Elías, con Moisés. La ley y los profetas. La seguridad de saber que
estoy en el lugar correcto. Es esa siempre la gran pregunta del alma. En el
Santuario el P. Kentenich utilizó en el acta de fundación esta misma expresión
de Pedro: «¡Qué bien estamos aquí,
hagamos tres tiendas! Una y otra vez vienen a mi mente estas palabras y me he
preguntado ya muy a menudo: ¿acaso no sería posible que la capilla de nuestra
congregación al mismo tiempo llegue a ser nuestro tabor, donde se manifiesten
las glorias de María?». En el santuario a menudo experimento lo mismo que
Pedro. ¡Qué bien estoy, cuánta paz! Exclamo conmovido. Siento que tengo toda la
seguridad del mundo recogida en mi alma. En María experimento la paz y el
sosiego. Se calman mis miedos. Desaparecen las dudas. Es el monte más alto. No
el más difícil de escalar. Porque es una gracia que Dios hace posible en mi
alma. La gracia del arraigo. El descanso en Dios. «Podemos esperar la consecución de la paz perfecta y el sosiego y
cobijamiento en Dios en la medida en que nos entreguemos sin reservas al
Espíritu Santo»[9]. El verdadero cobijamiento es una gracia. No es simplemente una experiencia
de cielo. Que ya es mucho. Es un permanente descanso en Dios. Allí se rompen
mis miedos y angustias. Desaparecen las prisas. Me calmo en el Santuario. En mi
monte. Allí echo raíces. Me siento seguro. El temor al futuro, a lo que no
controlo, se calma. Súbitamente comienzo a ver que mi vida tiene sentido. Decía
el Papa Francisco: «¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con
la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus
exigencias – que son suaves y ligeras –, en sus complacencias – a ellos les
agrada estar en mi compañía –, en sus intereses y referencias? ¿Sé descansar de
mis enemigos bajo la protección del Señor?». Pedro ve la gloria de
Dios. Se relaja al ver la luz, la paz, la felicidad plena. No hay duda. El
final no es la muerte. Jesús ya ha vencido y me muestra su victoria. Esa paz en
Dios es lo que le lleva a Pedro a proclamar arrebatado su alegría. No quiere que
pase lo que está viviendo. ¿No es verdad que hay momentos en los que deseo que
lo que estoy viviendo dure eternamente? Sí, así es. Hay experiencias de paz en
mi vida que me gustaría que no acabaran nunca. Hay personas que son Tabor, y
con ellas tengo la misma experiencia. No quiero que se alejen. Porque su
lejanía es ausencia, carencia, soledad. Y su presencia es la misma cercanía de
Dios en mi vida. ¿Cuáles son esos momentos de Tabor que quisiera fueran
eternos? ¿Y esas personas que son monte en mi vida, lugar de estabilidad y de
encuentro con Dios? Hago memoria. Y pienso que yo también quisiera ser un monte
Tabor para muchos. Ser monte, ser roca. Lugar de descanso y cobijo. Lugar
estable y firme en medio de una vida que fluye. Decía el P. Kentenich: «Nosotros mismos debemos representar un
Monte. O dicho con otra imagen, que se usa más a menudo, debemos representar un
árbol, de cuyos frutos puedan alimentarse y saciarse siempre de nuevo todos los
que lo rodean. ¡Fuerte como un Monte!»[10]. No sé si lo soy para algunos. Pero sí sé que otros lo son para mí. Le pido
a Dios que me enseñe a descansar en Él para que mi corazón se llene y calme. En
el santuario me lleno, descanso, para ser yo un santuario vivo entre los
hombres. Es la paz que necesito para dar yo paz. Es el descanso que busco para
ser yo descanso para otros. Es la fortaleza que necesito para sostener al más
débil. No tengo la firmeza del monte, lo he comprobado. He visto tantas veces
mi fragilidad que dudo permanecer estable. Pero sí sé que en mi corazón hay
creencias tan arraigadas que me recuerdan las raíces de un monte. Nadie podrá
nunca sacarlas de mi alma. Están allí acendradas y pase lo que pase no dudaré.
Han sido purificadas en la prueba, han sido probadas en el crisol. Y permanecen
allí inmaculadas. No se pierden. Busco en mi corazón la roca en la que me
asiento. Busco mi Tabor personal donde toco a Dios. Esa experiencia es la que
me salva. ¿Dónde he tocado a Dios en mi vida? ¿Dónde he exclamado como Pedro
que no quiero que Dios pase de largo? Quiero que esta cuaresma sea un nuevo
Tabor. Un lugar en el que se manifieste la gloria de Dios y de María. Me detengo ante Dios, en su
silencio. Busco el Tabor en el que mi alma es ella misma. Me siento arrebatado
por la paz que encuentro. Me gustan los montes. Me gusta ese monte al que
asciendo para acariciar la cima. Me gustan las personas que son monte, porque
están más elevadas y cerca de Dios. Me gustan los lugares de Dios, elegidos por
Él, bendecidos por su mano. En esos lugares está Dios presente y calma mis
ansias, hace palidecer mis miedos. Allí
me siento más seguro, más fuerte, más roca.
Me gusta escuchar a Dios hablando bien de Jesús, su hijo: «Se formó una nube que los cubrió, y
salió una voz de la nube: - Éste es mi Hijo amado; escuchadlo». Es su hijo
amado. Su predilecto. Es Jesús el hijo. Isaac era el hijo amado de Abraham y
amado de Dios. Son hijos amados entregados en el amor. Pero, ¡cuántos hijos hay
que no se sienten amados por sus padres! Un hijo que no sabe si su padre lo
quiere. Que no lo ha escuchado nunca de sus labios. La carencia de un abrazo.
El silencio que ahoga un «Te quiero». Un
padre ausente. Una madre que no contiene y no abraza. Y el dolor del hijo como
una punzada en el alma. La soledad que hiere. El amor ausente. Cuando mi
corazón desea ser amado, ser predilecto, ser elegido, ser bendecido. Mi corazón
está hecho para ser amado siempre. Y tantas veces soy herido. Por la vida, por
los silencios, por los vacíos. Y noto la ausencia de ese padre que no me
afirma, no me levanta sobre la tierra. No me hace creer que valgo. ¡Qué
importante es que la familia sea el espacio donde me sé amado y encuentro la
paz! Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «No hay familia perfecta. No tenemos padres perfectos, no somos
perfectos, no nos casamos con una persona perfecta ni tenemos hijos perfectos.
Tenemos quejas de los demás. Decepcionamos unos a otros. El perdón es vital
para nuestra salud emocional y la supervivencia espiritual. Sin perdón la
familia se convierte en una arena de conflictos y un reducto de penas. El que
no perdona se enferma física, emocional y espiritualmente. Y por eso la familia
necesita ser territorio de cura y no de enfermedad. El perdón trae alegría donde
la pena produjo tristeza». Tantas heridas por no haber escuchado nunca un «Te quiero». O por haber experimentado
el rechazo o la indiferencia. Necesito saberme amado. Necesito perdonar. Quiero
tener ciertas certezas para poder levantarme cada mañana. ¡Cómo creer en el
amor de Dios Padre cuando mi padre en la tierra no me ha mostrado cuánto me
quiere!
El otro día leía: «Es momento para la honestidad, para la verdad. ¿No crees
que el Padre ama mucho a sus hijos, verdad? En realidad no crees que Dios sea
bueno»[11]. ¡Cómo creer en ese amor intangible, cuando no he tocado el amor tangible!
Cuesta creer en ese Dios bondadoso que no acaba con el mal. Que no me demuestra
con hechos tangibles que me ama y elige. El corazón se rebela ante la
injusticia. No tolera el desprecio. Necesito saberme amado para poder darme,
para poder amar bien, sin mendigar, sin retener, sin herir. ¡Qué difícil! Tengo
una idea equivocada de Dios. Porque quizás el amor humano de mi padre no me ha
sanado en mi imagen. El P. Kentenich no tuvo un padre humano que lo amara en la
tierra. Pero María sanó su corazón y llegó a tener una imagen de Dios
infinitamente misericordioso. Toda su vida se centró en el deseo de entregar a
sus hijos esa imagen de Dios: «La ley
fundamental del mundo es el amor. Y no la justicia, como opinan muchos
cristianos que tienen un temor servil ante Dios, y consideran que vivir es
cumplir reglas todo el día. ¡Qué imagen de Dios tan equivocada y digna de
lástima! Allá arriba está el Dios Justo; me ha vuelto a sorprender en una falta
y me castigará a su antojo»[12]. Necesito que la imagen del Dios misericordioso esté viva en mi corazón. Un
Dios que se alegra con mi vida en medio de mis caídas. Cuando no estoy a la
altura que yo mismo me exijo. Cuando no cumplo todo lo que me propongo. Cuando
no soy perfecto y sólo puedo pedir perdón. Necesito sentir el abrazo de mi
Padre Dios que me perdona siempre. Me sostiene cada día en medio de mi vida. Y
me recuerda que me quiere. Me ama como soy, donde estoy. Me mira como lo más
precioso. Sana mis heridas para que no me duelan. Y me dice que soy su
predilecto, su hijo elegido, su amor más grande. Aunque a veces, sin apenas
darme cuenta, me veo mirando a Dios como ese juez implacable dispuesto a
imponer justicia y acabar con la mediocridad de mi vida. Me veo juzgado y
condenado. Me entristece ver cómo esa imagen de Dios juez se ha metido en mi
corazón de hijo herido. Y no sé muy bien cómo. Tal vez en algún rincón de mis
recuerdos familiares guardo heridas que no conozco. Hay palabras presentes en
el aire de mis recuerdos que permanecen quietas esperando a que de nuevo las
escuche. Palabras de reproche, de condena. Y, es curioso, las palabras de
aceptación, de reconocimiento, tienen menos fuerza después de haber sido
herido. Mil veces tengo que escuchar ese «Te
quiero» para empezar a creer que es posible cambiar la imagen de Dios en mi
alma. Necesito ver esos ojos conmovidos, con lágrimas, mirando mi tristeza. Y
tocar con mis manos el perdón. Y acariciar una misericordia imposible cuando
soy yo el que no perdona ninguna de mis faltas. Quisiera tener un corazón
nuevo. Un corazón de niño. Es lo que me salva. Levantarme de nuevo en medio de
mi barro y sentir que una mirada alegre sostiene mis pasos torpes. Quiero ser
más niño. Más puro. Más ingenuo. Para asombrarme ante la vida y sonreír siempre.
Decía el P. Kentenich: «No hay mayor
felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a
Dios»[13]. Necesito volver a sentirme como niño. Como Pedro que se alegra en ese
monte al ver el amor de Dios. Ese Pedro niño que olvida por un momento los
peligros y vive apasionado ese momento sagrado. Un corazón de niño que se sabe
amado por Dios y confía y no teme. Quiero hablar de ese Dios que es padre bueno
y misericordioso. Quiero tocar a Dios que me enseña a ser hijo para luego poder
ser padre. Que me dice cuánto valgo a sus ojos. Y rescata mis victorias y mis
logros. Ese Padre que me mira con beneplácito, conmovido. Haga lo que haga.
Esté donde esté. No importa. El amor de Dios no cambia. Permanece. Hacen falta
tantos hombres capaces de amar de forma incondicional. Haga lo que haga. ¡Qué
difícil! Está tan condicionado mi amor. El amor saca lo mejor que hay en mí. Me
hace capaz de lograr cosas grandes. Me hace confiado como los niños que
descansan en la paz de su padre. Leía el otro día: «No se puede producir confianza, así como no se puede hacer humildad. Es o no es. La confianza es fruto de una
relación en la que sabes que eres amado. Pero como no sabes que te amo, no
puedes confiar en mí»[14]. Cuando no me sé amado. Cuando no escucho esa voz que me rescata de mi
abandono. Cuando no me siento abrazado. En mi soledad y ausencia de amor,
desconfío. La confianza sólo crece en medio del amor, en medio de un abrazo. Un
niño amado confía y se abandona. No cuestiona el amor del Padre que lo ama. Me
gustaría ser siempre así. Un niño confiado. No quiero dudar nunca del amor de Dios. Ni tampoco del amor de los
hombres.
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