Samuel 7,1-5. 8b-12. 14a.16; Romanos 16,25-27; Lucas 1,26-38; Lucas 2, 8-20
«Encontraréis
al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño»
24-25 diciembre 2017 P.
Carlos Padilla Esteban
«Llego a
Navidad con el corazón crispado. Quiero dormirme con el corazón en paz. Sin
obsesiones. Sin agobios. Lo sueño. Lo deseo. Lo espero. Quiero dejar a mi paso
un reguero de esperanza»
Tiene algo el amor que suele ser asimétrico. Hace tiempo una persona me lo dijo. Y me quedé pensando. Lo entiendo, es
cierto, es asimétrico. Pero tantas veces me empeño en que sea simétrico. Me
gusta recibir lo mismo que entrego. Quiero que me amen tanto como yo amo. Y
amar sólo en la misma medida en la que soy amado. Nunca más. Nunca demasiado. No
me gustan las asimetrías. Sobre todo cuando no me benefician. Pero luego me
detengo y miro el amor de Dios y me gusta que me ame más de lo que yo lo amo.
Debo reconocerlo. Esa asimetría sí me interesa. Además, veo que hay personas
que me quieren más que yo a ellas. Tampoco protesto. Siempre que la asimetría
me beneficie, me callo. A veces el excesivo amor de algunos me turba. Pero un
poco de exceso de amor no le hace mal a nadie. Eso sí, cuando sucede lo
contrario y siento que soy yo el que da más, el que sirve más, el que se
entrega más, el que ama más. Y veo que recibo menos, me aman menos, me buscan
menos. Entonces me indigno. No tolero esas asimetrías que me perjudican.
Calculo. Cuento. Busco beneficios. Y exijo de acuerdo a lo que yo he dado. Mido
la vida de los demás a partir de lo que yo hago o vivo. De repente lo veo todo
más claro. No sé si me interesa el amor simétrico. Sé que cuando quiero que sea
simétrico, cuando pretendo dar mirando antes lo que recibo, o amar esperando a
ver cuánto me aman, mi amor es cada vez más mezquino y mi vida más triste. Doy menos
al recibir menos. Cada vez menos. Y me acostumbro en algunos casos a que me
amen, aunque yo no dé nada a cambio. No me gusta ser así. No quiero vivir
controlando. El amor de Jesús no tuvo límites. No esperó nunca ser tan amado
como Él amaba. No esperaba su hondura en el amor. Él se dio siempre por entero.
Asumió mi misma carne susceptible de muerte. Se sometió a mi tiempo letal que
avanza. Aceptó mi impotencia como su forma de vida. Y quiso amarme con mis
mismos gestos torpes y limitados, en esta piel que habito. Aceptó las mismas
reglas de esta vida en la que hay engaño y verdad, bondad y odio, recuerdo y
olvido. Se hizo uno como yo para enseñarme que no tengo que vivir calculando,
si quiero ser feliz de verdad. Porque si vivo midiendo mis pasos para no
equivocarme acabaré estancado en un barro miserable. Jesús se hizo como yo para
hacerme ver que puedo hacer cosas más grandes. Porque como decía el P.
Kentenich: «Grande es aquel que consagra
su vida a algo grande». Porque si vivo con límites, mi vida será mediocre.
Jesús pasó rompiendo los límites que mi cordura me impone. Y me hizo ver con
mis mismos labios que mi voz puede crear el paraíso en la tierra, aunque
también puede hacer realidad el infierno. Miro su carne limitada que me habla
de un amor asimétrico, desproporcionado. Veo un niño que en mis brazos es la
indefensión hecha carne. Pero su mirada me desarma. Está llena de paz y de una
verdad muy honda. Quiero tocar el cielo tocando su alma sostenida en el tiempo.
Sujeta entre mis manos. Me gusta pensar entonces que la Navidad es una puerta
abierta que rompe mis límites y me saca de mi pobreza. Y me hace poner paz en
mis batallas. Sufro cuando espero más de lo que me han dado. Cuando busco
simetrías que me enferman. Cuando me hieren al actuar de una forma diferente a
la mía. Y comprendo las heridas que otros cargan. Porque yo estoy herido. Y sé
ya muy bien que reaccionan así porque esperaron más de lo que recibieron. Y por
eso sus voces son de rabia. Y me duele el alma. Y sé que mi amor también es
asimétrico. A veces por exceso. La mayoría por defecto. No tengo que decir todo
lo que me duele. Tampoco puedo callármelo todo. No sé dónde se encuentra el
punto equidistante entre el cielo y la tierra. Sólo espero que la carne de este
Dios Niño venza en mi carne enferma. Que su voz me saque de mis silencios. Y
sus manos abracen mi cuerpo helado. No lo sé. Creo que Navidad tiene que ver
con ese hogar en el que no hay medidas. Porque el alma está en casa y descansa.
El otro día leía: «Decir lo que siento y lo que pienso, es
como estar en nuestro hogar ¿verdad? No hay un lugar más querido por la
autenticidad que el propio hogar»[1]. En el hogar puedo
ser yo mismo. Ya sin miedo al rechazo. Sin miedo a ser juzgado. Es el lugar en
el que me aman mucho más de lo que yo amo. Mi amor pequeño es acogido sin ser
juzgado. Hay lugares así, los conozco. Hay personas que son así, las he visto.
Allí hay un amor parecido al de Jesús al pasar entre los hombres. Un amor roto,
imposible, eterno, inabarcable, desmedido. Un amor sin medida en un cuerpo
medido como el mío. Con tantos límites. Tan calculado. Pero he visto en mi misma
carne humana una forma de amar que yo no tengo. Y he sabido que el cielo es
posible al escuchar palabras que sólo en Dios son plenas. Y he visto que la
asimetría me hace mucho bien. Lo acepto. Porque descuadra mis pretensiones y me
abre a lo gratuito. Porque que Dios se haga carne es lo más absurdo que
conozco, pero le da sentido a mis pasos inconstantes. Y es esa grieta abierta a
la gratuidad la que me hace distinto por dentro. Dejo de medir al instante y
sueño con un mar inmenso en el que mi alma descanse ya sin miedo. No soy medido por nadie. Yo tampoco mido.
Siempre me han conmovido las palabras de Dios al rey
David contadas por el profeta Natán: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que
habite en ella?». Tal vez David buscaba la gloria
de un templo. El recuerdo del que le dio una morada al Señor. El valor del que
puso la primera piedra de un palacio. Quiso ser recodado como el hombre genial
que cambió la historia del pueblo de Israel. Me miro a mí mismo queriendo
construirle yo también una casa a Dios que nace. Una casa en mi alma, en mi
vida, en mi familia, en mi trabajo. Una morada digna, no cualquier morada.
Quiero construirle una casa al Señor. Lo quiero, lo deseo. Anhelo levantar una
casa magnífica. Pero no es mi camino. No era la misión de David. Sufre. Y eso
que Dios le muestra todo lo que le dará. Le abre los ojos para que esté agradecido:
«Yo te saqué de los apriscos, de andar
tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en
todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más
famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que
viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo
aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te
pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Y,
cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré
después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el
trono de su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y
tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre».
¿Acaso no estaba David contento con eso? ¿No le bastaba? A veces en la vida
justo deseo lo que no tengo. Tengo de todo y me falta algo. Suspiro por ese
algo. Aspiro a poseer precisamente lo que no poseo. Anhelo lo que otros tienen.
Y me obsesiono por lograr lo que no es mío. Las obsesiones me traen loco. Me
paso el día pensando en lo que quiero adquirir. Busco por internet las mejores
ofertas. Por la noche me despierto pensando en varias posibilidades. Quiero.
Deseo. Sueño. Anhelo. Espero. Y la obsesión va tomando fuerza en mi alma.
Conjugo en primera persona porque soy yo el que quiero. Y el que está dispuesto
a darlo todo por conseguirlo. Pero, ¿no será que me olvido de todo lo que sí
tengo? Sufro trastornos obsesivos que me quitan la paz. No me dejan vivir con
alegría mi presente. La posesión feliz de los bienes que sí tengo. Dios me lo
ha dado todo pero no lo valoro. ¡Qué mirada tan pobre! Hoy me detengo delante
del Belén. Llego con mi alma vacía, obsesiva, anhelante. Siento que me falta
mucho para ser pleno y feliz. No sé qué puedo darle al Niño Dios. No lo sé. No
valoro los regalos que tengo en mi vida y doy por supuesto todo lo que me han
dado. Pero pienso siempre que me falta algo. Algo importante, necesario,
fundamental para ser feliz. Tal vez como David quiero la gloria de construirle
una casa a Dios. Es mi gloria, mi nombre, mi honor. ¡Cuánto cuesta vivir con
pureza de intenciones! Digo que lo hago todo por Él. Enumero mis renuncias y
valoro mi generosidad. Todo por Dios. Pero luego me busco a mí mismo. Decía
Jean Vanier: «Cada uno está obsesionado con sus proyectos
de vida. Dios quiere liberarme de eso. Para convertirme en una persona no
estresada por el éxito. La única cosa importante es transmitir un mensaje
cuando morimos. La única cuestión es si he comunicado una esperanza para las
generaciones que siguen». Dios viene para liberarme de mis
obsesiones. De mis sueños de grandeza. Quiere que me centre en lo que tengo, en
lo que Él me ha dado. Su amor asimétrico. En lo que hay en mi vida como don de
Dios. Quiero tener otra actitud ante la vida. No me obsesiono por lo que no
poseo. No vivo deseando lo que no es mío. Miro alegre mi vida hoy y la abrazo.
Y confío en el Dios que me lo da todo cuando yo me abro y le dejo entrar en mi
alma. Y dejo que haga su morada en mí. Comenta el P. Kentenich cuál es la
actitud del santo: «Con su pequeñez se arroja lleno de confianza a los brazos del Padre, y de
ese modo asume todas sus preocupaciones. Mientras que el pagano moderno se
reconcentra crispadamente en sí mismo y tarde o temprano acaba quebrándose en
la vida»[2]. Quiero vivir confiado, abandonado en las manos de Dios. Sé que si no lo
hago me convertiré en un pagano moderno crispado y roto. Incapaz de controlar
su vida y la de nadie. Incapaz de construir un palacio para ningún Dios.
Incapaz de llegar donde no tiene fuerzas. Crispado. Siempre me gustó ese
calificativo. A veces me crispo con la vida. Me crispan ciertas personas. Y
vivo crispado, nervioso y tenso porque no consigo descentrarme ni un solo
momento. Yo, yo, yo. Quizás es que yo quiero hacerlo todo bien. Llegar a todo.
Y no puedo. Y me crispo. O quizás he puesto demasiado alto el ideal. Como si
Dios me pidiera a mí lo imposible. El sueño de Dios para mi vida no puede
quitarme la paz. Es verdad que lo quiero todo y no valoro a veces lo ya
conseguido. Es poco y quiero más. Veo a otros más inteligentes que yo. O mejor
formados. Valoro más sus éxitos y sus logros. Veo que otros aportan más al mundo
y dan más esperanza que yo con mi vida. Miro a esos otros que son más queridos
y valorados que yo. Y me da pena. Y me tenso. Y me crispo. Yo no logro ser
mejor que otros. De nuevo lo veo claro. Abandono en Dios mis obsesiones, mis
preocupaciones, mis angustias. Mis deseos de grandeza, mi vanidad. Dejo todo lo
que me pesa en la cueva de animales en la que Jesús nace. Me dice Dios que
ahora es un palacio. María debe haberlo hecho posible con toda su ternura. Miro
a Jesús y dejo de vivir crispado. No lo sé, pero la gente crispada me crispa.
La gente enfadada me enfada. La gente tensa me tensiona. Lo he comprobado en mi
carne. Sé también que los que tienen paz, curiosamente, me pacifican. Así que
me bajo de mis pretensiones. Ya está bien de querer construir una casa yo al
Señor. Le pido mejor que lo haga Él. Su amor es asimétrico. El mío es
defectuoso. Dios puede hacerlo posible. Convierte mi cueva de ladrones en su
palacio más querido. Mi vida rota en su vida, porque mi grieta Él la conoce muy
bien. Y ve mi pobreza como su gran riqueza. Esa forma de mirar mi vida es la
que deseo. Llego a Navidad con el corazón crispado y quiero esta noche dormirme
con el corazón en paz. Sin obsesiones. Sin agobios ni preocupaciones. Parece
todo tan sencillo. Lo sueño. Lo deseo. Lo espero. Quiero dejar a mi paso un reguero de esperanza. Es lo que espero.
María escuchó hablar en su corazón de niña a ese Dios al
que tanto amaba. Lo escuchó en lo cotidiano de su
vida diaria: «En aquel tiempo, el ángel
Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una
virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen
se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: - Alégrate, llena
de gracia, el Señor está contigo; bendita tú eres entre las mujeres». En el
último domingo del adviento miro el primer momento de la historia de mi
salvación. El encuentro cotidiano con Dios en el silencio. María sabía cómo era
la voz de Dios. Lo amaba y se sabía amada. El encuentro con Dios en silencio deja
huella en su alma. Leía el otro día: «El
silencio de Dios es una marca de fuego candente en el hombre que se acerca a
Él. A través del silencio divino el hombre se vuelve hasta cierto punto un
extranjero en este mundo. Se aleja de la tierra y de sí mismo. El silencio nos
empuja hacia esa tierra desconocida que es Dios. Y esa tierra se convierte en
nuestra verdadera patria. Por medio del silencio regresamos a nuestro origen
celestial, donde únicamente reinan la calma, la paz, el reposo, la contemplación
y la adoración silente del rostro de Dios»[3]. En el silencio de Dios me vuelvo un poco extranjero en este mundo. Dejo de
ser tan del mundo para ser más de Dios. Pero sé que no es así muchas veces. Me
importa todo demasiado. Todo lo que dicen de mí, todo lo que sucede, todo lo
que podría hacer. Tal vez tengo raíces demasiado hondas en la tierra. Quisiera
estar más apegado al silencio de Dios. Miro hoy a María. Me gusta verla
conmovida al escuchar a Dios en la voz del ángel. Me gusta imaginarme su
sorpresa: «No temas, María, porque has
encontrado gracia ante Dios». María es amada por Dios, pero se asusta,
teme. Escucha en labios del ángel cuánto la ama Dios. Quiere que no tema. Me
gusta escuchar estas palabras en mi vida cuando vivo inquieto y turbado en
medio de las cosas del mundo. Llega la Navidad con su necesaria quietud y yo
vivo inquieto buscando calmar la sed de tantas almas. Vivo de un lado a otro y
Dios me habla de la paz que da contemplar el rostro de Dios. Yo tengo miedos.
Los podría escribir con su nombre. Algunos no tienen nombre. Hay miedos sin
rostro en mi alma. Tengo miedo a la vida misma. Miedo al futuro. Me falta la
paz de Dios. Quiero aprender a vivir anclado en lo profundo del cielo. Quiero
ser capaz de sembrar el cielo en lo cotidiano de la vida. No busco nada
extraordinario. Aunque ya de por sí la vida es muy extraordinaria. Pero no
quiero vivir del ejemplo de grandes conversiones. No necesito milagros
asombrosos para conmoverme al ver a Dios caminando a mi lado en mi rutina.
Quiero aprender a pronunciar mi Fiat. Mi sí. Mi hágase. Porque a veces me
olvido y me sale la queja y el reproche. Y dejo de agradecer todo lo que tengo
queriendo construirle un templo a Dios. Me niego a decir que sí a la cruz, al
dolor, a la enfermedad, a la ausencia: «María
contestó: - Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y el
ángel la dejó». Quiero vivir este domingo de Adviento y Navidad, extraña
coincidencia, con el corazón dispuesto a decir que sí. Quiero abrir la puerta
de mi Belén para que entren José y María. Recorrer los últimos pasos hasta la
posada que ha quedado libre para ellos. Veo al niño que llevan dentro. Quiero
decir que sí a mi vida tal y como es. Quiero que se haga la voluntad de Dios en
ella. Que sea todo así como está siendo ahora. Sin miedo a vivir equivocado. No
quiero vivir con miedo. El sí me da valor. Me libera de ataduras. Me esponja el
alma. Me preparo a la noche santa repitiendo varias veces mi sí. No quiero
tener miedo a la vida, a lo que venga. El sí me hace más dueño de mi vida. Me
salva. Me levanta. Estoy listo. Adsum, aquí estoy. Quiero amar más de lo que
amo. Sin medida. Pero sé que no es fácil decir que sí a todo lo que vivo. A
veces el mal, la tentación, parecen demasiado fuertes. O el bien aparente
oculto en medio de mis dudas. Decía el P. Kentenich: «En la vida espiritual es ley que haya muchas tentaciones, y más aún
cuando Dios quiere atraernos hacia sí y nosotros queremos ir hacia Él. Las
tentaciones pueden ser a veces tan fuertes que uno llega a creer que ha
consentido en ellas con todo su corazón»[4]. La tentación quiere apartarme del sí, de Dios, de sus deseos. Quiere
alejarme del hogar del Padre, del Belén. Me hace sentirme indigno, no querido,
sucio, indecoroso. Me hace pensar que otros son más queridos que yo, más
dignos. Se me olvida que yo también, como María, he hallado gracia ante Dios.
Se me olvida que Dios me ama desde que me soñó en su corazón. Y yo vivo
inquieto y con miedo buscando la aprobación de un mundo que todo lo cuestiona.
Una aprobación que es pasajera, frágil. La tentación del mundo es fuerte y me
seduce. Me abre a la posibilidad de seguir caminos diferentes. Me lleva a
pensar que en otros lugares seré más feliz y me querrán más. Y viviré mejor de
lo que vivo ahora. Es tentador. Pero no quiero vivir lejos del silencio de
Belén. Lejos de la casa de María en Nazaret. El bien es más fuerte. Sé que la
tentación de dejar de hacer el bien es también fuerte. Y surgen preguntas
llenas de dudas. ¿Por qué soy yo siempre quien tengo que ceder en el amor? ¿Por
qué yo tengo que abrir la puerta a todos? ¿Por qué me toca a mí pedir perdón y
perdonar? ¿Por qué tengo yo que dar mi brazo a torcer y dejar de tener razón?
Duele el orgullo. Hay cosas más importantes que tener razón. Me pesa el deseo
de valer y ser reconocido. Me cuesta decir que sí a todo lo que pasa en mi
vida. Veo que no es justo. Me niego a decirle a Dios: Hágase, cuando me duele
el alma. No quiero que se haga siempre lo que Él quiere. Prefiero que se haga
mejor lo que yo quiero. Tal vez es la tentación más antigua. La tentación de
querer ser como Dios. Quiero tener tanto poder como Él. Quiero decidir cuándo
hay vida y cuándo muerte. Yo, como Dios, todopoderoso. Omnisciente. Quiero una
vida sin muerte y sin dolor. Juego a ser Dios. ¡Cuánta vanidad hay en mi alma!
Veo que decir que sí muchas veces en la vida es humillante. Va contra mi amor
propio. Quiero ser valorado y si cedo siempre, no lo seré. Quiero ser respetado
por todos y siempre. ¿Cómo voy a serlo si siempre digo que sí y cedo, y claudico?
No me gusta ser débil. Pero me equivoco. Es más difícil decir que sí que decir
no. El camino de la humildad de Belén es el que hoy se me presenta como un gran
bien. Decir que sí me hace sentirme más pobre, más ingenuo, más inútil. Es el
camino de la esclava del Señor. Así resuena el sí de María en mi alma. Ella
rompe todos sus planes. Sus perspectivas. Sus sueños. Y Dios la sostiene en sus
manos de Padre: «Para Dios nada hay
imposible». No acabo de comprender la fuerza de mi sí. Sueño con un sí
sostenido en un tiempo que tiende a la eternidad. Un sí que se renueve cada
noche, cada mañana. Tiene la Navidad mucho de ese Fiat. Lo repito en mi alma.
Hay mucho de un sí que vuelve a pronunciarse en una noche santa. En la
oscuridad rota por algunas estrellas. Me
conmueve. Tiemblo mirando a Jesús en Belén.
Tengo un gran anhelo de paz en mi alma cuando llego al
portal. Me siento como José, preocupado, angustiado pensando en
un lugar en el que pasar la noche. María a punto de dar a luz. No hay posada.
Siempre me impresiona esta respuesta. No hay lugar. ¡Cuántas veces yo la digo!
No tengo lugar para otros en mi vida, en mi agenda, en mi tiempo, en mi alma.
Me siento como esos habitantes de Belén tan ocupados, tan agitados. Y José
buscando posada. Preocupado por María, por Jesús. No hay lugar para Jesús. José
lo suplica. Toca las puertas. Ninguna se abre. El día avanza. María calla y confía.
¿Cómo puede confiar si no hay sitio? Pero su sitio es junto a José y su niño.
No importa tanto el lugar físico como el lugar en el corazón de alguien. María
descansa en el corazón de José. Luego lo hará en el de Jesús. No importa tanto
que no haya posada. Pero José se agobia. Se conmueve porque se acerca el
momento. Han llegado a Belén. Sale la estrella. José mira a María. Ella,
cansada, cree en él. Confía en José. Nunca antes nadie había confiado tanto en
él. ¡Cómo se preocupa y agobia buscando posada! ¡Qué bonito ha sido el camino
mientras los dos esperaban juntos! Se han imaginado ya con su hijo. ¡Cuántas
cosas planearon en ese camino de Nazaret a Belén! Aunque saben que Dios les
cambiará los planes. No importa. Se sienten tan elegidos, tan pobres, tan
felices. María reza en Belén. Se recoge en lo profundo del alma. En silencio. Toca
con temor su tripa. Espera. Aguarda. Acaricia a Jesús acariciando su vientre. Ya
llega. ¿Cómo será? Da gracias por este momento. No hay lugar para ellos. No
importa. Ellos serán siempre el lugar de Jesús. No le faltará nada a ese niño
indefenso. Todo su amor será para Él. María mira a José. Él los cuidará. Y ella
le cuidará a él y a Jesús. Toca con sus manos su tripa. Le duele. Ya llega. No
quiere quejarse para no preocupar a José. Hace frío. Le da la mano a José.
Seguro que todo va a ir bien. Ella confía en él. Él en ella. Y los dos
peregrinos de Nazaret, pobres, sencillos. El carpintero y su mujer. Los dos,
cansados, se arrodillan y rezan. Se ponen en manos de su Padre como dos niños.
Y Dios se conmueve con esa fe de niños. El cielo entero se abaja. Aparece un
lugar en una cueva de animales. Ahí caben. Es posible que Jesús nazca. Es de
noche. Se acerca el momento santo. No quiero que Jesús pase de largo por
delante de mi puerta cerrada. He colgado en ella un letrero: «No hay posada». Me parece que no me
cabe Dios en mi vida. No tengo hueco para Él. No hay sitio en mi agenda. Si lo
hubiera le dejaría entrar, pero no hay hueco. No abro. No le dejo pasar. En mi
vida no cabe. En mis números no cuadra. No soy capaz de mirar a los ojos a ese
hombre fiel que toca la puerta. A esa mujer de mirada honda, misericordiosa y
comprensiva. No los miro, porque si los miro ya no puedo seguir con mi vida. Una
persona rezaba en Navidad: «Ven, Jesús,
pasa. Ven, rompe mis muros y mis cálculos. Ven, mi lugar es para ti. Tú pides,
tocas, pides permiso. Aguardas fuera. En el frío. Siempre cabes. Y si hay muro,
rómpelo». No tengo hueco en mí para Dios. Quiero tener sitio en mi alma para
que entre Dios. Pero no sólo Dios, también los hombres. Me duele pensar que no
hago lugar para otros en mi vida. No los acojo. Los juzgo. Los rechazo. Quiero
tener un corazón más abierto, más grande, más libre. A veces soy yo el que no
encuentra un lugar. Me siento como José. Busco inquieto. No tengo posada en
otros. No logro descansar en nadie. Vivo en tensión. Quiero paz. Una paz honda
que me permita nacer de nuevo. Ansío un lugar en el que descansar sin miedo. No
hay lugar para mí con mi originalidad, con mi forma de ser, con mis manías, con
mis pecados. Intento entonces parecerme a otros, tapar mis heridas y
debilidades, para ser aceptado, para no desentonar. Y pierdo lo mío, lo propio,
lo escondo con miedo. Tengo tanto miedo al rechazo: «No hay posada». No hay nada peor que no tener un lugar en el que
estar tranquilo, una familia, un hogar. Un espacio abierto y ancho en el que poder
estar con todo lo que tengo en mi alma. Tal
como soy. Sin miedo. Es Navidad.
Miro esta noche a los pastores que adoran el misterio de
un niño envuelto en pañales. Me siento como esos
pastores que velaban la noche cuidando sus rebaños: «Cerca de Belén había unos pastores que pasaban la noche en el campo
cuidando sus ovejas. De pronto se les apareció un ángel del Señor, la gloria
del Señor brilló alrededor de ellos y tuvieron mucho miedo. Pero el ángel les
dijo: - No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de
gran alegría para todos: - Hoy os ha nacido en el pueblo de David un salvador,
que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontraréis al niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre. Los pastores comenzaron a decirse unos a
otros: –Vamos, pues, a Belén, a ver lo que ha sucedido y que el Señor nos ha
anunciado. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en
el pesebre». Me gusta imaginarme en esa noche cuidando mis ovejas, mi vida.
Preocupado, agobiado por sacar adelante lo cotidiano. Y de repente Dios irrumpe
en mi presente. Me habla de lo cotidiano, de un niño como gran señal. Es algo
tan normal que no tiene valor. ¿Qué hay de extraordinario en un nacimiento?
Cada vida es un milagro, es cierto. Pero, ¿un niño indefenso va a cambiar el
mundo? Cuesta creerlo. Pero lo ha hecho. Yo prefiero las estrategias. Cuento
mis fuerzas. Deseo el poder de los poderosos para cambiar mi entorno. Dios
sigue caminos que me desconciertan. Es el poder de lo débil. La fuerza de lo
frágil. La grandeza de lo más pequeño. No me convence. Pienso que en la vida
son los poderosos los que vencen. Los ricos los que logran lo que quieren. Los
listos los que ganan. Los que tienen influencias los que consiguen grandes
metas. Digo que sí, con voz baja. Digo que creo en su indefensión. Pero no lo
acabo de creer. Me cuesta creer que la impotencia de mis manos logren lo que
sueño. Y mi torpeza abra caminos nuevos. No lo veo claro. No entiendo que mi
pobreza pueda ser la llave que abra la puerta del cielo. Un niño pobre en una
cueva de animales. La paradoja del cristianismo. En Belén, en Nazaret. ¿Desde
ahí puede cambiar el mundo? ¿Cómo puedo cumplir la gran misión de cambiar al
hombre? Decía el P. Kentenich: «La meta
que tenemos es de extraordinaria magnitud: Contribuir a formar un hombre nuevo.
Un hombre nuevo que la Iglesia necesita para superar de raíz las graves
conmociones que padece. Una Familia original, una comunidad santa. Nuestra obra
ha de formar hombres santos. ¡Ay de nosotros si caemos en la superficialidad!
¡Ay de nosotros si nos convertimos en charlatanes de Dios y no en portadores de
Dios! Luchemos por una santidad real»[5]. Leo estas palabras y me siento tan pequeño, tan poco santo. Como esos
pastores que son los primeros testigos de Jesús. Los primeros que se arrodillan
adorando. Los primeros llamados. ¿Qué pueden hacer ellos? Son tan pequeños.
María y José son tan pequeños. Soy tan
pequeño yo mismo ante la vida.
Me detengo ante el portal de Belén. Y me dicen que el Niño nace de nuevo en mí. Que viene. Que lo espere. Que
vele. Que me convierta. Pero no puedo. Sigo teniendo mi misma carne gastada.
Mis viejos hábitos de siempre. Mi nostalgia y mi tristeza. Mi abrigo de
dejadez. Mi pereza, mi egoísmo. Me arrodillo vacío queriendo adorar. En mis
manos el niño. No el de verdad. Una copia de un bebé. Me dicen que es Jesús y
yo lo beso. Porque quiero que venga a mí y nazca de nuevo, otra Navidad. Porque
llevo mucho esperando que cambie mi vida y sea mejor. Porque sé que es posible.
Quiero ser santo. Un poema expresa ese momento de intimidad con Jesús: «En mis manos tan cansadas. Vestidas de
soledad. Vierte la noche la estrella. Que vence mi oscuridad. Y siento dentro
del alma. Que algo comienza a cambiar. No sé si eres Tú, mi Niño, que acabas de
despertar. Temo que pase esta noche. Y el día me diga que no. Que pasaste como
estrella. Y ya no eres más mi luz. Temo, Jesús, que esta noche. Dejes de vivir
en mí. Me lo has prometido tanto. Y sé que no sabes mentir. Por eso Jesús te
pido, ven, quédate en mi soledad. Cambia mi tristeza en risa. Viste de luz mi
sayal. Vierte en mi alma cansada un mar de estrellas de paz. Y deja que como un
niño, mire la vida pasar. Asombrado, conmovido, quiero acariciar tu faz».
Quiero hacerme niño delante del Belén. Acariciar en mis manos a Jesús. Sé que
no es tan sencillo. Me da miedo pensar que cuando pasen las fiestas seguiré
siendo igual. La misma piel. Quiero cambiar. Convertirme en el que sueño. En lo
que Jesús desea. ¡Tengo tanta nostalgia de cielo mirando el portal! Me conmueve
volver a esa noche. Unos pastores. Unos reyes. Belén llena de peregrinos.
Ciudad amurallada. Vivir en paz no es sencillo. Belén, ciudad de Jesús.
Escondido en un establo. Oculto a los ojos de los poderosos. Accesible sólo
para los que tienen una mirada pura. No sé si yo la tengo. No miro con pureza
tantas veces. Peca mi alma impura. Me gustaría amar con la mirada. Dice Gustavo
Adolfo Bécquer: «El que hablar puede con
los ojos, también puede
besar con la mirada». Así quiero hablarle a Jesús. Así quiero
besarlo. Con mi mirada. Con mis ojos cansados que quieren ver mejor. Que
quieren encontrarse con Él cada día. Me detengo vacío ante el Belén. Pobre.
Niño. A veces me lleno de orgullos y ansias de grandeza. Me gustaría sentir que soy pobre y que no tengo nada. Me gustaría mirar a
Jesús y pedirle que llene mi vacío, mi pobreza. Comenta el P. Kentenich: «Tengo aquí una carta que recibí hace mucho.
La persona que me la escribió revela en ella un estado espiritual que yo
quisiera que alcanzásemos como fruto de estos ejercicios: ‘En estos días me están ocurriendo muchas cosas a nivel espiritual. No
alcanzo a comprender todo lo que me pasa. Por primera vez en mi vida siento que
soy una pobre creatura. Soy una nada, una pura nada…’ ¿En qué ha progresado esta persona? En sinceridad. Lo que
escribe no son meras palabras, sino que constituyen una vivencia»[6]. Me quiero experimentar así de pequeño, pobre, necesitado, nada. Me
arrodillo ante un niño que es Dios. Es necesitado. Necesita mi amor. Mi pecado.
Mi indigencia. Quiero que tome todo lo mío. Y me cambie por dentro. Cambie mi forma de mirar y de amar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario