Los llamados y los escogidos
Padre Nicolás Schwizer
N° 164 - 01 de enero de
2015
Muchos
hombres dicen que Dios es silencioso, que está lejos, que no lo pueden
encontrar. Sin embargo Dios, a través de toda la revelación, nos asegura que Él
habla, que llama, que estimula a los hombres, pero que muy pocas veces ha sido
escuchado.
Dios dice que Él es,
esencialmente, Padre de todos los hombres. Pero parece que los hombres no
tienen más que una sola ambición: liberarse, prescindir de Dios. Nos dice
también que el hambre que nosotros podemos tener de Dios no es nada en
comparación con el hambre que Él tiene de nosotros. Los hombres pueden estar
sin Dios, pero Dios no puede, no quiere estar sin los hombres
Como lo dice San Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se
salven”. Es lo que los teólogos llaman la voluntad salvífica universal de
Dios. Su amor de Padre no conoce límites ni pone barreras. Su mayor deseo es
que todos los seres humanos, salidos de su mano creadora, puedan participar un
día con Él en el banquete celestial. Por eso invita a su mesa incluso a los
pecadores y a los paganos, si sus propios hijos se niegan a venir.
Muchos buscamos y encontramos
excusas cuando se trata de Dios. Fácilmente nos encerramos en nuestros propios
asuntos: en algún negocio o trabajo que estimamos más urgentes, en una fiesta
que debemos participar o en un viaje que tenemos que hacer. Creemos que nuestro
caso es legítimo, que nuestros motivos son perfectamente válidos. Y así ponemos
mil y un pretextos para no acudir a la cita.
Algunos pensarán: “ya se sobreentiende que soy cristiano, ya basta, que
me dejen en paz”. Otros dirán: “soy cristiano a mi manera, no necesito estas
manifestaciones externas, que no me molesten”. Son cristianos de nombre, sin
coherencia entre su vida y lo que dicen creer.
También existen aquellos que dejamos para más
tarde el tiempo de ocuparnos de Dios: después de casarme, cuando haya
construido mi casa o mi fortuna, cuando no tenga que trabajar, cuando me dejen
en paz mis hijos o mi marido o mi profesión. Entonces será cuando podremos
preocuparnos de Dios.
Pero esto significa que echamos a Dios de
nuestra vida real, que lo arrinconamos en los templos, que nos negamos a
santificar nuestro estado, que juzgamos incompatibles el servicio de Dios y la
vida cotidiana que llevamos.
Pero Dios es un Dios de la vida. El Señor no se
desalienta y se dirige de nuevo a nosotros renovando su llamada. Se vale de sus
enviados, sus apóstoles, su Hijo Jesucristo, su Iglesia. Por medio de la voz de
sus ministros, recuerda a nuestras conciencias dormidas y olvidadizas el
destino eterno que nos tiene reservado.
“El
que te creó sin ti no te salvará sin ti”,
dice San Agustín. Dios quiere nuestra libre aceptación y colaboración. De otro
modo no tendría mérito el amor ni el acceso al banquete celestial.
Tenemos que hacer caso HOY a su
palabra, su llamada, su paso en medio de nosotros. Tenemos que darle la
respuesta personal de nuestra entrega y compromiso, acudir a su banquete.
Queridos
hermanos, si endurecemos nuestro corazón, si no hacemos caso de su invitación,
si le damos, la espalda a su llamada, entonces ya quedamos “afuera en las tinieblas”. Como lo señala el Señor al final de una
de sus muchas parábolas, “que muchos son
los llamados, pero pocos los escogidos”.
Pidamos por eso, a Dios, que nos incluya entre
los escogidos y que nos permita, participar de su banquete celestial y
pertenecer para siempre a su Reino del Cielo.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Es Dios alguien cercano para mí?
2. ¿Siento que soy un invitado del Señor?
3. ¿Cuál es mi respuesta al escuchar una
invitación del Señor?
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testimonio, escriba a: pn.reflexiones@gmail.com
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