2 Crónicas 36, 14-16. 19-23; Efesios 2, 4-10; Juan 3,
14-21
«El que realiza la verdad se acerca a la
luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios»
11 Marzo 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Al luchar por vencer en la tormenta y en el
fracaso, por salir de las desgracias, veo cómo mis alas se hacen más fuertes. Y
puedo volar más alto. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo»
Me cuesta aceptar el mal. No entiendo la maldad
que veo y toco. No comprendo las injusticias que me hieren. Me rebelo ante la
muerte de un niño inocente. Ante las calamidades provocadas por la naturaleza
indómita. Busco a Dios como juez culpable de todo lo que pasa. Porque Él lo ha
creado todo. Culpo su poder, su omnipotencia. Me dicen para calmarme: «Está en su plan», «Dios lo ha querido así», «tendrá algún sentido en su corazón».
Pero yo sigo sin comprenderlo. Y aún más me rebelo con estas explicaciones, porque
no lo entiendo. Tampoco logran consolarme los que no han sufrido mis mismos
males. Yo sólo conozco mi dolor: «Porque
al que sufre, los consuelos de un consolador dichoso no le resultan de gran
ayuda, y su mal no es para nosotros lo que es para él»[1]. No saben lo que yo sufro. Y no acepto un consuelo de quien no padece mi
mal. También me dicen que Dios me lo ha mandado y que habrá algún sentido
escondido detrás del sinsentido. Que viene de su mano y es bondadoso. Y me
quiere con locura aunque no lo note en mi desgarro. Sé que el bien está unido a
su amor. ¡Cuántas veces le agradezco por todo lo bueno que me ocurre! ¿Pero el
mal? No lo entiendo. El mal parece que sólo lo permite. Pero me niego a querer
a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la
enfermedad. Un Dios que lo tolera todo sin hacer nada por solucionarlo. Eso se
llama omisión. Es como un padre que abandona a su hijo en medio de una
injusticia permitiendo su dolor. O lo deja ahogarse sin tenderle una mano
salvadora. ¿Cómo no voy a condenar a ese padre injusto, cómplice del mal? Lo
condeno. Condeno a Dios por su pasividad. No lo puedo amar. Me parece un Dios
débil, pusilánime. No sé muy bien cómo explicar entonces el sentido del mal a
quien me pregunta. Yo mismo me turbo y me duele muy dentro. En la película La Cabaña escucho una afirmación sobre
Dios que me da algo de luz: «Puede hacer
un bien enorme a partir de tragedias, pero eso no significa que Él orqueste
esas tragedias». Sí, Dios puede sacar un bien inmenso de un mal que Él no
ha querido. Él no lo ha orquestado. Él no quiere que yo sufra. Eso me da paz.
El otro día leía: «Los cristianos saben
que Dios no desea el mal. Y si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El
mal existe porque no se recibe su amor. Un amor ignorado, rechazado y
combatido. Cuando más monstruoso es el mal más evidente se hace que Dios es, en
nosotros, la primera víctima»[2]. Dios mismo es víctima del mal. Dios participa de mi mal. Herido por mi mal.
No lo entiendo, pero sé que Dios está ahí, en medio de mi cruz. Su amor se hace
presente en mi dolor. No me gusta el sacrificio, ni renunciar, ni sufrir. Me
dicen que en el mal Dios me educa para hacerme fuerte. Pero me hace daño esa
forma de educar. Yo no educo así, al menos. No me gusta castigar con dureza
para que aprendan. No hago daño para que mi hijo comprenda cuánto lo amo. No lo
dejo solo en su desgracia para que se haga fuerte sin mi ayuda. Dios no es así.
Él me sostiene en mi dolor, sólo eso. Sólo quiere que sea feliz. Pero también
sé que ese sufrimiento del que huyo es el lugar en el que aprendo a vivir. Porque
cuando sufro, me curto, me hago más fuerte. En las duras batallas me hago
resistente al desánimo. Más resiliente para no caer en la depresión. Cuando mi
vida no es fácil me esfuerzo y crezco y me hago más hombre. Dejo de ser un niño
dependiente y frágil. Me recuerda a ese gusano que lucha por salir del capullo
y al final lo consigue. Ese esfuerzo imposible fortalece sus alas y así la
mariposa en la que se ha convertido puede volar. Si yo le ayudara a salir
evitando su esfuerzo, sus alas no le permitirían volar. Eso lo entiendo. Al
luchar por vencer en la tormenta, por salir de las desgracias, por vencer en el
abandono y en el fracaso, veo cómo mis alas se hacen más fuertes. Mis músculos,
mi alma. Y puedo volar más alto, llegar más lejos. Me hago fuerte, con más
resistencia al desánimo. Salir adelante en medio del temporal me da más
capacidad para tolerar la frustración. Puede hacerlo el dolor, el sufrimiento.
Las dificultades que me abruman me acaban haciendo más fuerte. La comodidad y
la vida fácil me debilitan. Lo he visto
tantas veces. Sé que me cuesta la cruz.
Se acerca la Pascua. Y ya se eleva la cruz de Jesús en el horizonte. Es verdad que no entiendo que Jesús tuviera que morir de esa forma tan
cruel para salvarme. Era innecesario morir en la cruz, abandonado, solo,
fracasado, sufriendo. ¿De qué sirvieron tantos milagros y tanto amor derramado
por los hombres? ¿Qué sentido tiene ahora tanto dolor absurdo en esa hora
oscura del Calvario? No entiendo el actuar de Dios. No le veo sentido al mal
que tanto me abruma. Miro a Jesús que sufre solo en la cruz, víctima del odio
de los hombres. Participa del dolor injusto. No permanece ajeno a mi dolor. A
veces quisiera mirar a Jesús sin cruz. Parece más humano. Me gusta verlo
predicando, o haciendo milagros. Caminando por la orilla del lago. O perdido en
el silencio del monte en oración. Pero siempre Jesús está en la cruz. Allí
descansan sus brazos y su cuerpo herido. Es su trono sagrado aunque a mí me
cuesta ver tanto dolor. En su cruz está el descanso y allí se encuentra su
camino de salvación. Es la cruz que beso cada viernes santo. La beso con
devoción y con dolor. Allí está su amor crucificado y el mío. En esa cruz fría,
de madera. Beso en ella mi propia cruz. Esa cruz que a mí tanto me pesa. En esa
cruz está mi camino de santidad. Es mi cruz bendita. Es la cruz que tengo que
amar en esta vida. Es esa cruz de la que a veces reniego. Maurice Zundel
escribe: «Eso significa la cruz, el mal
puede tener proporciones divinas. El mal es finalmente el sufrimiento de Dios:
en el mal, Dios es el que sufre y por eso el mal es tan terrible. Pero si Dios
es el que sufre, en medio del mal se encuentra entonces el amor que no cesará
jamás de acompañarnos y de compartir nuestra suerte, y que será herido antes,
dentro y por nosotros, como en el Gólgota»[3]. En la cruz de Jesús está el amor de Dios. Igual que en mi cruz está Jesús
amándome. En mi sufrimiento. Detesto el mal que conozco, mi cruz pesada. Y a
menudo sufro anticipadamente males posibles que tal vez nunca lleguen a
suceder. Miro a Jesús con su cruz en mi propia cruz. Lo miro en esta Cuaresma.
Lo miro camino del Calvario. Beso su angustia y su soledad. Beso mis propias
heridas en las suyas. Veo su cruz elevada en lo alto. Él no se baja de su cruz.
Y tampoco se aleja de la mía. Ya no temo. La serpiente elevada en el desierto
me quita todos los males, miedos y venenos: «Lo
mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado
el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna». Era
la serpiente que elevaba Moisés en el desierto para salvar a su pueblo. Al
mirarla los israelitas picados por la serpiente sanaban. Yo he sido picado por el
pecado, raíz de mi propia muerte. Estoy herido por dentro. He tocado la
amargura de mi debilidad. He sentido la muerte abriéndose paso por mi carne. No
quiero morir, quiero vivir. Por eso miro la cruz. No la evito. En ese madero
está mi salvación. Creo en la misericordia de Dios. Creo en la esperanza
después de la caída. En la vida después de la muerte. Miro a Jesús en la cruz.
Permanezco al pie de su cruz. Decía Jean Vanier: «El sufrimiento de
Jesús es sentirse abandonado. La burla. La desnudez. ¿Quién estaba al pie de la
cruz? María su madre. Juan. María de Magdala. Es importante hacer todo lo
posible para que la gente sufra menos. El más grande sufrimiento es estar solo
y que nadie se interese por mí. Necesito que alguien esté a mi lado. Esa es
María al pie de la cruz». La
cruz es sinónimo de abandono, de muerte, de desolación, de derrota, de pérdida,
de soledad. La cruz no es atractiva. Nadie quiere quedarse acompañando al
crucificado. Es algo infame. Es una muerte terrible. El crucificado se queda
solo en su muerte. En la derrota siempre me quedo solo. Jesús tuvo la compañía
sólo de algunos. Hay personas que en su cruz no encuentran a nadie que los
acompañe. Han fracasado, han sido heridos. Están solos. Yo quiero aprender a
permanecer al pie de la cruz del que sufre. Deseo que también otros estén al
pie de mi cruz. Sosteniendo mi dolor. Igual que Jesús y María están al pie de
mi cruz. Miro a Jesús que se eleva sobre el madero. Como la serpiente elevada en
el desierto. Jesús sana así a los enfermos en su pecado. A los enfermos en su
soledad. Me sana a mí que estoy enfermo y roto. Mirar la cruz me salva. No me
lo acabo de creer muchas veces y busco a los sanos, a los que no sufren.
Prefiero mirar a Jesús perseguido por las masas. Prefiero mirar a los que
triunfan. Pero es falso. Al final siempre queda la cruz. Siempre hay cruz.
Entender que en el fracaso de la cruz está mi camino me cuesta más verlo. Nunca
quiero perder. No quiero que me vaya mal en nada. Me asusta la soledad de los
que pierden. Las críticas y los juicios ante el árbol caído. No se tiene en
cuenta el esfuerzo invertido. Sólo se valoran los resultados. Y el fracaso trae
consigo el olvido y la muerte. La cruz de la difamación, de la soledad. Mi cruz
me pesa. Pero me pesa menos cuando miro la cruz de Jesús en el Calvario,
elevada en lo alto. Al pie de su cruz está María. Igual que al pie de mi propia
cruz. Eso me consuela. Ella permanece
fiel a mi lado, en mi cruz. Me da paz. Encuentro así un consuelo.
Lo que tengo claro es que Dios quiere que yo sea feliz. Ha puesto en mi alma un deseo inmenso de lograr una vida plena y alegre.
Pero a veces hablo de la confianza y luego no acabo de confiar. Creo que
confío, que me fío de Dios. Lo digo con una sonrisa en los labios cuando he
confiado y me ha ido bien. Creo confiar en María cuando las cosas salen como yo
quiero, casi tal cual como las he pedido. Y entonces soy feliz, pleno, dichoso.
Todo cuadra. Mi camino es diáfano, claro y no caigo. Entonces mi confianza,
como por arte de magia, se hace más fuerte, firme como una roca. Pero, ¿y si de
repente todo va mal? ¿Y si las cosas no resultan como a mí me hubiera gustado?
Tiemblo. Dudo. Desconfío de Dios. Me alejo de ese Dios que permite mi mal, mi
sufrimiento. Ya no me parece tan bueno ese Dios que no allana mi camino
quitando peligros. Tengo una fe inmadura, dispuesta a creer sólo en medio de
los éxitos. Pero vacilante cuando el camino se oscurece. Jesús no me dice que
nunca nada malo me va a pasar. No me asegura éxitos en mi camino si sigo sus
pasos. Lo único que me asegura es que nunca voy a estar solo y siempre va a
estar a mi lado, en mi barca, sosteniendo mis pasos vacilantes. Jesús me dice
que va a haber tormentas en mi noche. Que llegarán de improviso vendavales y
lluvias torrenciales. No me dice que mi camino va a estar exento de todo
peligro. No me asegura un sol maravilloso. Esa promesa no me la hace Dios. Sólo
me dice que cave hondo mis cimientos, sobre roca. Pero el mundo me dice que si
hago tal cosa, o compro tal otra, todo irá bien. Me asegura que nunca más voy a
temer nada si sigo sus pasos. Me asegura el éxito en la vida. Me dice que voy a
ser feliz. Y en realidad esas palabras tocan en lo más hondo mi anhelo íntimo. Se
corresponden con mi deseo más verdadero. ¿Cómo no voy a querer ser feliz
siempre? Dice el P. Kentenich que mi deseo de alegría está en lo más hondo de
mi alma: «Si no tengo alegría tanto por
mi crecimiento interior en Dios cuanto por el de los demás, ¿qué efectos habrá?
Si la alegría es un instinto primordial, el hombre buscará la alegría en otra
parte»[4]. Me pregunto tantas veces por las verdaderas causas de mi alegría. Una
persona decía: «La medida de la felicidad
es la medida de la entrega». Es muy cierto. Pero me cuesta dar. Y pienso a
veces que si doy demasiado no seré tan feliz. Sobre todo si no recibo en la
misma medida. Mi tentación es la de ser yo feliz a costa de la felicidad de
otros. Pero ese no es el camino verdadero. Creo que seré más feliz haciendo felices
a otros. Es mi entrega el abono de la verdadera alegría. Además el mundo no
colma del todo mis ansias de infinito. Siempre falta algo. Me gustaría que mi
alegría estuviera asentada en Dios. La casa de mi vida construida sobre su
roca. Pero cuando excavo un poco en mi alma me doy cuenta de cuánta arena tengo
y qué poca solidez. Cuando las circunstancias son algo adversas pierdo el ánimo
y la alegría. Entonces mi confianza se debilita y busco en el mundo el
descanso, la paz definitiva, la alegría verdadera. Pero no la encuentro. Si la
buscara en Dios sería distinto. Me siento triste muchas veces, toco el vacío
del alma. Como decía el P. Kentenich: «¿Quién
de nosotros no sufre en forma muy profunda de esa falta de alegría? ¿Quién no
sufre profundamente con su pueblo, con sus seguidores, que tanto padecen por
esa carencia?»[5]. Una monja, cuando le preguntaron si le dolían las renuncias que había
supuesto entrar en el convento, respondió: «Mi
mayor renuncia fue renunciar a la tristeza que tenía antes». Me pareció una
respuesta algo pobre. Yo también quiero renunciar a esa tristeza. Pero eso no
quita que en mi vida, en mi vocación, en mi camino concreto, en el que se
prueba mi libertad cada mañana, tenga que renunciar. Toda vocación, la de
cualquiera, supone renuncias verdaderas. Cada uno conoce las suyas. Cada
renuncia tiene su valor. Pero no por haber renunciado pierde luz el camino por
el que Jesús me llama. La felicidad no consiste en no tener que renunciar. No soy
más feliz cuando no tengo que renunciar a nada, cuando no hay sufrimiento. Esa
imagen de felicidad que a veces se me mete en el alma no es verdadera. Mi
vocación pasa por adherirme a un bien que me hace feliz. Pero al mismo tiempo tengo
que besar la renuncia que sí duele en el alma. La renuncia a no tener otros
bienes que también son de Dios y preciosos. No por tocar con dolor mi renuncia
dejan de tener luz mi elección, mi sí, mis pasos. Tienen más luz todavía. La
renuncia concreta ilumina los bienes a los que me adhiero con alegría. Y
además, en medio de mi camino, podrán venir tormentas, tempestades, dudas. Pero
si mi corazón está bien anclado en Dios, no temblaré. Y descansaré aliviado en
sus manos de Padre: «San Francisco llega
a la siguiente conclusión: si somos perseguidos, despreciados, etc., y tú te
alegras en Dios, entonces tenemos la alegría perfecta. Si concebimos de este
modo la alegría, ¿es acaso algo blando o, por el contrario, algo sumamente
vigoroso, algo que nosotros necesitamos?»[6]. La perfecta alegría no tiene lugar cuando todo me sale bien. Sino cuando
Jesús en mi camino me hace mirar sonriendo los pasos que tengo por delante. En
medio de mi viacrucis abrazo mi vida como es. Con sus límites y su dolor. Con
sus carencias y renuncias. Con su tormenta y sus montes altos y abruptos. Con
su sol y con su frío. Y beso el madero que forma parte de mi vida.
Definitivamente yo renuncio a la tristeza. Renuncio a vivir sin paz. Renuncio a
vivir mendigando amor con el alma llena de amargura. Renuncio a desconfiar de
Dios cada vez que no me funcione el plan de mi vida. Ese plan que pensaba me
iba a hacer feliz. Renuncio a ser mediocre buscando la paz en las pequeñas
alegrías de la vida. No quiero la mediocridad que me turba y empobrece. Y es
cierto que esas pequeñas alegrías que acaricio merecen la pena. Son como esos
pájaros que llenan mi día con sus cantos. De repente todo se llena de luz, todo
brilla. Aunque pronto, en un suspiro, súbitamente desaparece. Y mi voz se
siente aliviada. Me gusta este domingo en el que la cruz está más cerca y el
sol amanece a su espalda. Y sonrío y me lleno de paz. Siento el dolor, como una
punzada, por la renuncia, por el sacrificio. Y al mismo tiempo siento también
el alivio, la paz y la esperanza. Me lleno de una luz que viene de lo alto. Y
pongo mi alegría en lo que de verdad importa. No dejo de sentir el dolor. Es
como una punzada. No renuncio a él. El dolor me hace más humano y más
consciente de mis límites y carencias. Pero sí renuncio a la tristeza que a
veces el sacrificio lleva aparejado. No quiero la tristeza. Tampoco renuncio a
mi sonrisa. Como la de ese Cristo de Javier que me sonríe desde la cruz. En
medio de su tormento, me sonríe. En medio del dolor, me mira lleno de paz. En medio de su agonía, le preocupa lo que
siento, lo que vivo. Vivir así es lo que quiero. Ahí está la perfecta alegría.
Me duelen las infidelidades. Las mías y las de tantos. Me duele el mal, el rencor, el odio, el pecado. Me duele mi propia debilidad,
no me enorgullece. Porque no he aprendido todavía a ser niño. Me duele caer y
no estar a la altura de lo esperado. Me llena de tristeza la derrota, sueño con
la victoria. Todo parece cuestión de distancia. Esa distancia que hay entre el
cielo y la tierra. Entre el mañana y el ayer. Entre lo que es y lo que pudo
haber sido. Entre mi caída y lo que pudo evitarla. Entre ese segundo en el que
decido, aunque me equivoque y el segundo siguiente, cuando ya no hay remedio. De
nada sirve llorar al pie de la leche derramada. Sigo adelante. No me asombro de
mi carne débil. Hoy escucho que Dios siente compasión de mis caídas: «En aquellos días, todos los jefes de los
sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades. El Señor, Dios de sus
padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque
tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los
mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas».
Dios es misericordioso. Su misericordia me conmueve. Ve mi pecado, no se
escandaliza, tiene compasión. Y me manda profetas para que me avisen y pueda yo
cambiar de vida. Me doy cuenta de lo que necesito la misericordia de Dios cada
día. Miro mi infidelidad. Me duele. Jesús me mira y me toma en sus brazos, como
a esa oveja perdida. Me consuela en mi dolor. Sabe que soy frágil. Que quiero
el bien y hago el mal. Que deseo amar y hago daño. Pero me quiere así. Torpe,
desaliñado, herido, inocente, apasionado. Quiere al niño necesitado y
dependiente que ve dentro de mí al mirarme a los ojos. Sé que la misericordia
de Dios es lo que me salva. Es lo que me hace feliz de verdad. Porque es
inmerecido el perdón que recibo. Siempre es gratuidad. Cuando me dan algo que
no merezco, es gratuidad. Cuando me tratan con misericordia cuando creo que
merezco un castigo, es un don. Cuando en lugar de escasez recibo abundancia sin
haberlo conquistado, es un regalo. En esos momentos toco la gratuidad de Dios.
El otro día leía sobre la mentalidad que hoy impera: «Una posible consecuencia de la abundancia excesiva, del tenerlo todo
aquí y ahora, sin coste alguno y hasta sin esfuerzo, es que el joven deja de
reconocer el valor de las cosas, su precio, y de ese modo se corre el peligro
de ponerlo todo al mismo nivel. Este tipo de mentalidad conduce a perder de
vista la gratuidad de las cosas, su carácter de don y, por lo tanto, el sentido
de la gratitud, que constituye un elemento fundamental de la vida»[7]. La misericordia y la gratuidad van siempre de la mano. El perdón no es
algo merecido. No lo consigo después de mucho esfuerzo, como una conquista. Es
una gracia que se me concede cuando la pido de rodillas. Un don que no merezco.
Vivir la gratuidad me ayuda a ser más misericordioso conmigo mismo y con los
hombres: «El estupor y la gratuidad
reconocen, además, el carácter esencialmente imprevisible de la vida»[8]. La sorpresa ante lo inesperado. El don que baja del cielo sobre mi vida y
me hace creer en lo imposible. Cuando parecía todo perdido. A veces toco con
dolor mis infidelidades y yo mismo me cierro la puerta del perdón. Y me olvido
que esa puerta sólo la abren los niños que creen en la misericordia. Porque es
muy pequeña. Tiene el tamaño de la inocencia. La poca altura de esos niños que
se abrazan a la misericordia de Dios como única esperanza. Y entienden que la
sorpresa es ser perdonados. Es un don con el que yo no cuento. Ni lo exijo. Ni
lo pretendo. En mi debilidad entiendo que no puedo más de lo que consigo. Y no
puedo pagar el perdón por lo que he hecho. Lo tengo claro. A pesar de todo, en
medio de mis tensiones y angustias, puedo contar siempre con una gracia divina.
Es algo que no puedo exigir. Sólo lo puedo implorar. Y si lo recibo, mi corazón
se alegra. No puedo comprar la felicidad. Tampoco la paz del alma. Ni el abrazo
después de la carrera. Ni el amor de aquel a quien amo. No lo puedo exigir. No
me lo merezco. Si me aman no es por mi valor. Es porque Dios permite un amor
imposible en mi vida. Es por misericordia. Todo es gratuidad. Como dice el Papa
Francisco: «El amor puede ir más allá de
la justicia y desbordarse gratis, ‘sin esperar nada a cambio’ (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es ‘dar la vida’ por los demás»[9]. El amor de Jesús es así. Un amor de misericordia que desciende sobre mi
vida y la llena de paz. Así quiero aprender a amar yo. Como dice S. Pedro
Crisólogo: «Si espera alcanzar misericordia,
que él también la tenga; si espera obtener favores de Dios, que él también sea
dadivoso. Es un mal solicitante el que espera obtener para sí lo que él niega a
los demás. Sé para ti mismo la medida de la misericordia. Tan sólo es necesario
que tú te compadezcas de los demás con la misma presteza y del mismo modo».
Quiero ser más misericordioso con el pecado de aquel a quien amo. Con la
infidelidad del que me había prometido fidelidad eterna. Con las caídas del
débil que me hacen daño. Miro mi vida y veo que yo soy débil. No merezco el
perdón, y lo recibo. Sé que sólo puede amar más quien ha sido amado. El que no se
sabe amado no logra amar bien. Yo quiero amar con un amor generoso, sin
límites. Comenta Jean Vanier: «Jesús nos dice algo importante. Sed
compasivos como mi Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados. Perdonad
y seréis perdonados. Es el gran mensaje de Jesús escondido en dos palabras: la
compasión y el perdón». Quiero amar con un amor que se rompa por los que me
necesitan. Un amor que se parta. Un amor sin medida. Sueño con perdonar siempre
al que me ofende. Ese perdón lo logra Dios en mi corazón. Es un milagro. Yo
solo no puedo. Quiero obtener el amor de Dios. Por eso me decido a amar. Quiero
que la generosidad de Dios colme todos mis deseos de infinito. Entonces yo seré
generoso con el que nada tiene, con el que está herido, con el que más
necesita. Es la misericordia lo que Dios
quiere. Anhela que me parta por los demás. Es el único camino.
Me impresiona la imagen de la luz y las tinieblas a la que hoy recurre
Jesús. Le dice a Nicodemo: «El
juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la
tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se
vea que sus obras están hechas según Dios». La luz vino al mundo y el mundo
siguió en tinieblas. La luz viene a mí y yo prefiero mis obras de oscuridad. No
la reconozco como mi camino verdadero. Es verdad que a mí me gusta más la luz
que las tinieblas, el sol más que las nubes que lo cubren. El cielo abierto más
que el cielo amenazando lluvia. La claridad más que la penumbra. Pero a menudo
me refugio en mis tinieblas, me escondo en mi oscuridad, me acostumbro al olor
de mi pecado, me quedo inmóvil en medio de mi esclavitud. Y eso que sé que me
gusta más la luz del día y me turba la oscuridad de la noche. Quisiera no ser
ciego para poder ver. Me gusta la vista y poder verlo todo. Y odio la ceguera
que no me deja ver lo importante. El ciego de nacimiento nunca conoció la luz.
Vive a oscuras. Necesita a alguien que guíe sus pasos. No ha visto paisajes
preciosos. No conoce el color de la vida. Ha tenido que aprender a vivir sin
ver. Soñando con una luz que no conoce. En su corazón tiene un anhelo infinito
de plenitud. Anhela la luz que le dé forma a todo lo que toca. En el cielo
todos veremos la vida como es. Sin velo, sin noche. Sueño con ese cielo que
acabe con mi ceguera para siempre. Tengo ojos, pero no veo. No sé distinguir
siempre la verdad. Ni el bien del mal. Me confundo. Tiene que ver la luz con la
esperanza, con la verdad. Vivir en la luz es vivir de acuerdo a la verdad que
hay en mi corazón. No quiero ser ciego toda mi vida. Me cuesta distinguir lo
bueno de lo malo, lo oportuno de lo innecesario. Me falta vista, me falta luz. Juzgo,
interpreto. Pongo mi seguridad en este mundo que pasa. En las cosas que toco
con mis manos. En las horas caducas que retengo y se me escapan. Y me angustia
la muerte cuando el tiempo se acaba. Quiero vivir el tiempo que me queda en la
luz de la verdad de Dios. Una persona rezaba así: «Me gustaría realizar la verdad. Vivir en la verdad siempre. Alejado de
tantas mentiras que llenan mi alma. Me gustaría que vieras mis obras y mi
verdad. Y vieras si se corresponde lo que digo con lo que hago. Yo ya no lo sé.
Me gustaría tener un corazón nuevo para amarte más cada día. Un corazón grande
y puro, lleno de luz, de sol. Un corazón en el que Tú mandes y
reines. Para no temer en medio de los caminos y confiar siempre. No sé si todo
en mí es verdad. Lo dudo. Te pido, Jesús, que quemes todas las mentiras que se
han adueñado de mi alma. Limpia las oscuridades que no me dejan verte. Quiero
que entre tu luz dentro de mí. Dame vida para que no caiga en la muerte. Déjame
seguir adelante cuando ms pasos parezcan detenerse. Quiero la luz de la
verdad, no quiero la oscuridad ni las mentiras». La luz se contrapone a las
tinieblas. La vida a la muerte. La verdad a la mentira. Vivir sin luz es vivir
sin alegría. La vista y la ceguera son polos opuestos. Es el mismo misterio de
la luz y de la cruz. De la muerte y de la vida. Del Via crucis y del via lucis.
Dos caminos que recorro cada día. De la noche profunda al amanecer de un nuevo
día. Del dolor al consuelo. De la derrota a la victoria. Del desánimo a la
esperanza. Es el camino mismo que conduce a la Pascua. Pasando por los miedos y
oscuridades. Tocando la cruz, despertando la vida. Es el camino que me lleva de
mi mentira a mi verdad. De mis miedos a la plena confianza. Quisiera saber cuál
es mi verdad. «No nos conocemos lo
bastante a nosotros mismos y no queremos siquiera conocernos tal como somos en
realidad. Casi todos nos escondemos detrás de una máscara, no solo frente a los
demás, sino también al mirarnos al espejo»[10]. Tapo mis caídas, mis debilidades, mis flaquezas. Me escondo detrás de una
máscara para que no me hagan daño. Para que no me vean. Ni yo mismo quiero
conocerme. Me asusta lo que puedo encontrar: «¿Qué es el hombre? Un montón de estiércol, una fosa de estiércol,
etc.. ¡Qué cadáver más brillante! Las verdades son totalmente exactas. Eso
somos»[11]. Soy así. Carne y hueso. Nada y pecado. Barro y aire. Pero no quiero
quedarme en lo que no consigo. Ni sentirme abrumado por lo que me humilla.
Quiero levantarme y caminar. Mirar el cielo que se abre, en una grieta entre
las nubes, dejando pasar los rayos del sol que deseo. Pasar así de la muerte a
la vida, de la penumbra a la luz. Por eso no me quedo en mi barro. Sigo mi
camino. Dice el P. Kentenich: «Si se acentúan
demasiado esas verdades, el resultado es una profunda ausencia de alegría. La
consecuencia necesaria es una presión constante en los sentimientos. ¿Cuál será
el efecto? El fuerte impulso hacia una satisfacción sucedánea»[12]. Mi verdad es luz. En mi verdad hay pecado y gracia. Virtudes y
debilidades. Trigo y cizaña. En mi verdad estoy yo y está Dios. Los dos, cara a
cara, sin máscaras, sin tapujos. Allí, ante Él, me doy como soy. Y a cambio recibo
su sí, su abrazo. No me quedo en la realidad de mi barro, de mi estiércol. Miro
más allá, dentro de mi verdad última. El estiércol dejará que brote la vida en
mí. Soy hijo de reyes. Soy hijo de Dios. Lo más valioso que Él ha creado.
Reconocer mi verdad me hace libre, me hace más pleno. Acepto que no lo hago
todo bien. Miro con calma todas las sombras de mi alma. El Papa Francisco decía
a los jóvenes en Perú: «Cuando Jesús nos
mira, no piensa en lo perfecto somos, sino en todo el amor que tenemos en el
corazón para brindar y servir a los demás. ¿Cuánto amor tengo en el corazón?».
Jesús mira mi verdad y se conmueve, se enamora. No se queda en el barro. Ve la
luz y el brillo de mi alma. Ve el amor que tengo y el que puedo entregar.
Quiero tener más luz dentro de mí para que no dominen en mí las tinieblas. Quiero vencer esa oscuridad que me aleja de
Dios.
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