domingo, marzo 18, 2018

V Domingo Cuaresma


Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33
«Había algunos griegos en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe: - Señor, queremos ver a Jesús. Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús»
18 Marzo 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Sigo los pasos de Jesús hacia el Calvario. Me despojo de todo lo que me pesa. Mi pecado, mi apego. Mis sueños egoístas de grandeza. Camino en sus pasos en el vía crucis. Toco su misericordia»
Hay un lugar oculto en su memoria en la que se conecta con la realidad. Súbitamente sonríe y entonces todo parece tener sentido. Como las agujas del reloj roto que parece funcionar al menos dos veces al día. Reacciona a una pregunta. Responde a una sonrisa, o a una carcajada, o a una caricia. Se queda mirándome desde dentro sin que yo apenas sepa hasta dónde me ve. Es como si de repente se abriera una grieta en su olvido y recordara todo, o una parte al menos. Como la luz a través de las nubes que acaban con la tiniebla. Y se ata de repente a la vida presente. Se conecta por un instante que pasa rápido al olvido. Me dice que me quiere sin palabras. En esos momentos vuelve a ser ella misma. En realidad nunca deja de serlo. Me gusta velar sus silencios. Acompañar su sueño. Escuchar sus palabras inconexas. Reírme con sus risas. Y pensar que está, que no se ha ido. Y en sus caricias percibir su amor más hondo y verdadero. La cuido como ella un día cuidó mis pasos. En mis recuerdos prendido yo de su mano. Así son los recuerdos que guardo muy dentro. El corazón se aferra a lo que ha vivido. Y acaricia el presente desgranando pasados. Descifrando un futuro que se hace hoy para caer luego en el olvido. Es la memoria capaz de traerme lo que más quiero. Y al mismo tiempo hacerme vivir de nuevo lo que más he sufrido. No olvida lo que me ha hecho daño. Ni tampoco el daño que yo he hecho. O quizás lo olvida para poder seguir caminando. Leía el otro día sobre la lluvia amarilla que cubre mi pasado: «El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos. Pero hay hogueras que arden bajo la tierra, grietas de la memoria tan secas y profundas que ni siquiera el diluvio de la muerte bastaría tal vez para borrarlas. Uno trata de acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios y óxido encima del recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta una simple carta, una fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo del olvido»[1]. No sé si recordaré siempre lo que ahora recuerdo. Tengo mala memoria. Y la genética influye. Pero sé que no quiero olvidar las cosas más sagradas, las más bellas. Sé que ella también las guarda, bajo una lluvia amarilla. Una lluvia de olvido. La lluvia amarilla con la que otoño tras otoño el suelo se tiñe por las hojas caídas. No deseo perder las mejores escenas de mi vida. Esas color sepia en las que me recreo a menudo, sonriendo por dentro. Porque me dan alegría. Me gusta recordar los momentos en los que viví el cielo en la tierra. Con una sonrisa. No los olvido. Quisiera egoístamente olvidar lo que me hizo daño, lo que me hizo sufrir. Para que no se repita el dolor que siento. Tal vez es fuerte el miedo a no tener lo que he tenido. Y cuando me falta siento que quisiera una vida más corta, para sufrir menos. O mejor el olvido. Pero tampoco es cierto. Cuando he amado queda una herida abierta que nada cubre. Se abre entre el velo de la ausencia una luz que todo lo llena. Me ato a la vida. Es el recuerdo de haber amado el que sigue vivo. Y así logro seguir amando en un lugar escondido, muy dentro de mi alma. No quiero olvidar nada de lo vivido. Tampoco lo que más me duele. Es verdad que las alegrías me gusta tenerlas más vivas. Pero las ofensas incluso, esas que me han herido, decido no olvidarlas. Guardo cada palabra, cada ofensa, cada agravio. No para guardar rencor, ni para querer vengarme. Eso me hace daño. Tampoco para echarlas en cara, cuando mejor me venga. Eso no me hace feliz. Si las recuerdo es porque son parte de mi vida. Y mi historia es sagrada. Y si un día deja Dios que caiga la lluvia amarilla del olvido sobre mi vida, haciéndome olvidar todo lo vivido. No importa. Habré vivido. Y en algún rincón oculto de mi alma. En ese lugar eterno en el que vivo. Allí no dejaré nunca de ser yo mismo, con mis recuerdos, con mi vida, con la luz de mis pasos. Y no importará tanto el tiempo fugaz en esta vida. Porque mi vida no se perderá nunca en las manos de Dios. Él todo lo recuerda, lo guarda siempre, tiene memoria eterna. Y en Él mi vida, llena de momentos sagrados, estará grabada para siempre. Y el cielo, eso lo intuyo, será un vivir acariciando los momentos de luz de toda mi vida. Pasaré mis manos con cuidado, sorprendido, por las horas de vida que me ha dado. Recorreré el álbum de todos los recuerdos. Agradecido por tanto recibido. Me gusta pensar que los recuerdos son los rayos de luz que guarda el alma. Y aunque parezca un día que me he ido. En la penumbra del olvido. No será así. Porque en el corazón tengo guardada toda la vida que Dios me ha dado. Y allí conecto con Aquel que tanto me ha amado. Y tal vez, por momentos, se abrirá en mi alma una grieta de luz conectándome a la vida. Por un instante. Y se verá muy claro entonces, que dentro de mi alma, sigo amando.
Ya no sé si hay cosas que no me gustan porque son feas o porque me hacen daño. Tiendo a pensar que más bien es lo segundo. Como decía Dostoievski: «Lo contrario de la belleza no es la fealdad, sino la utilitariedad». Lo bello no me hace daño. El ser utilizado por otros, sí que me hiere. Hay cosas que me hacen daño. El mal me duele muy dentro. El mal es feo. El odio, el desprecio, la indiferencia. El maltrato, el abuso, la mentira. Me hacen daño los que calumnian, difaman y juzgan. Los que me quieren utilizar o desean mi mal. O me desprecian con su olvido. Yo también soy feo en mi mentira, en mi odio, en mi ira. Soy feo cuando acuso y hiero. Es mi mentira la que encubre mi belleza, tapa mi bondad, oculta mi capacidad escondida de amar. El otro día una persona me decía que quería estar dispuesta a que la trataran de acuerdo a su verdad. Aunque eso doliera: «No saben cómo soy de verdad, no conocen mis sentimientos más profundos, mis deseos ocultos», me decía conmovido. La apariencia que todos ven. La verdad oculta que pocos conocen. Lo que hago y lo que pienso. Lo que soy y lo que digo. La mentira me hace daño. El mal me hiere. Me oculto en la apariencia. Es la verdad lo que me libera. La belleza me da vida. La verdad es bella. Porque detrás de cada corazón hay belleza. Detrás de la aparente fealdad brota la vida. Esa belleza que nace de la pureza del corazón es la que salva el mundo. Dios está despierto en esa belleza. En mi alma. En mi deseo más profundo de amar. Necesito aprender a ver la belleza debajo de mi pecado, de mi precariedad, de mi carencia. Ver completo a quien no está completo. Como decía la protagonista de «la forma del agua»: «Cuando él me ve no sabe que estoy incompleta. Él me ve como soy». El verdadero amor ve a las personas completas. Ve perfecto a quien mira. Ama en su integridad. Me gustaría aprender a amar así, a mirar de esa forma. Viendo la belleza oculta. La verdad que otros no conocen. Hay personas que parece que no observan. Parece que se despistan. Que están perdidas en su mundo interior. Pero luego aprecio cómo se fijan en lo importante y sus juicios tienen consistencia. Quiero ser yo también así. Fijarme en la vida, en lo bello, en lo bueno de cada persona, en los detalles. Quiero aprender a meditar a partir de lo que ven mis ojos. Más allá de las apariencias. En lo profundo del alma. No me dejo llevar por lo que el mundo piensa. Por lo que otros ven. Miro más hondo. Veo la fuerza interior que mueve el alma. Y sus deseos más verdaderos. Hay tanta verdad escondida que me conmueve. Quisiera yo mirar siempre así y ver la vida oculta que se me escapa a primera vista. Quisiera yo una libertad interior que no tengo para conmoverme con lo bueno que hay en cada uno. Sin rechazar a nadie por su aparente fealdad. Aunque me haga daño al principio. Quiero mirar así mi propia vida. Mirar mi verdad oculta. No quedarme en mi apariencia, en mis cosas feas, en mis mentiras. Quiero aprender a amar mis deseos más profundos y verdaderos. Los que me hacen mejor persona. Los que a veces sólo intuyo. Leía el otro día: «Si el deseo es bueno, conduce a una mayor intensidad de la propia vida, es decir, se constata una mayor constancia, plenitud, creatividad y espíritu de iniciativa a lo largo de la jornada. Se muestra una inesperada belleza, que es la característica propia del deseo»[2]. No sé si mis deseos son todos buenos. No sé si me hacen mejor persona o no. Si sacan lo mejor de mí. Si duran en el tiempo como una verdad irrenunciable. Simplemente son mis deseos. Quisiera que todos fueran buenos. Pero tengo un montón de sueños dibujados en el alma. Alguno algo confusos. Otros me confunden. Es verdad que sé que mis deseos buenos sacan lo mejor de mí. Son realmente bellos. Tienen fuerza. Dan vida a otros. Como el fuego del volcán que enciende el mundo y lo cambia. Todo lo transforma. Así quiero yo que entre el deseo de Dios en lo más hondo de mi ser. Y me transforme. Y calme ese deseo que tengo dentro. Y así no quede nunca insatisfecho y vacío. Porque es lo más verdadero que tengo, ese deseo que Dios ha sembrado en mí: «Los pensamientos del mundo son asimilados fácilmente, pero no duran y acaban dejándole a uno vacío y con mal sabor de boca. Los pensamientos de Dios, en cambio, entran con cierta dificultad, se produce una batalla interior para acogerlos; pero, una vez que han entrado, producen una duradera y profunda paz y serenidad y facilitan las cosas que uno se proponía llevar a cabo, aun siendo objetivamente gravosas»[3]. S. Ignacio lo vivió así en el momento de su conversión. Cuando se adhirió al deseo que dejaba su alma llena de luz y esperanza. Eran deseos de cielo. Que conviven con los deseos de la tierra. Unos me llenan por largo tiempo, siempre. Otros me dejan incompleto. En los primeros está Dios dándome la vida. Sé que lo bello que hay en mí viene de sus manos. Por eso me atrae tanto lo bello. La belleza escondida y verdadera. Esa belleza que me enamora para siempre. Quiero sacar de mí lo que me hace daño, lo feo, lo injusto, lo violento. Y dejar que sólo haya en mí ese deseo de Dios, que trae paz y consuelo. El deseo de amar y de dar la vida. El deseo de entregarme por entero a los que Dios me confía, sin guardarme nada. Me arrodillo conmovido ante la verdad de Dios que descubro en mi alma. Rompo el velo que la cubre. Hoy escucho: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Me da tanta paz saber que soy pueblo de Dios, propiedad suya. Y que Él es mi Dios. Me alegra saber que tengo su belleza muy dentro, escondida en un lugar sagrado. Su deseo más verdadero me da vida. Confío en que Dios me mira siempre completo. Ha inscrito su ley en mí, su nombre y sabe cómo soy de verdad. Porque me ha creado. Y me ama así, para siempre. No quiere cambiarme, es curioso. Pero quiere que aprenda a amar bien, para hacer felices a los hombres y ser yo así un poco más pleno. Quiere que ame a las personas viéndolas completas. No fijándome sólo en lo que les falta. No resaltando lo que no es bello en ellas. Sino apreciando la belleza que esconden. Su pureza más sagrada. «Desear en este sentido es apostar por aquello que es hermoso y merece vivirse en plenitud. El pensamiento clásico percibía una estrecha conexión entre la belleza, la verdad y la bondad; lo bello atrae por su capacidad de expresar lo que hay en el fondo del ser»[4]. Esa conexión entre la belleza, la bondad y la verdad es la que quiero hacer yo continuamente en mi vida. Unir lo bello, lo verdadero, lo bondadoso. Es lo que hizo Jesús en sus pasos en esta tierra. Miraba el corazón de cada hombre y veía la huella de Dios grabada en cada uno. Miraba su vida y veía todo completo. No pensaba que faltaba nada. Así quiero vivir yo acogiendo en mi corazón, sin poner barreras.
Creo que lo que deseo en lo más hondo de mi corazón es tener paz. Vivir confiado y sin miedo. Amar y saberme amado. Y cambiar así el mundo que me rodea con una actitud diferente. Porque el amor cambia el mundo. Y la forma de hacer las cosas. Quiero despojarme de todo lo que me esclaviza para ser más libre. Porque siento que mis debilidades son obstáculo en ese deseo mío de hacer mejor las cosas, de amar mejor, de hacer crecer a los que quiero. Ese deseo de cambiar el mundo que me rodea. De hacer que aquellos a los que amo sean mejores personas. Me acerco a la Pascua con un corazón humillado. La Cuaresma se convierte en un tiempo de preparación, de transformación, de purificación, de conversión. Hoy escucho: «Todos ellos me conocerán del más chico al más grande cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme». Cuando Dios me perdone todo lo malo y feo que hay en mi vida, tocaré su misericordia y lo conoceré de verdad. Hoy he repetido en el salmo: «Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame». Deseo con toda mi alma que Dios borre mi pecado y no se acuerde más de mi culpa. Que no lo recuerde. ¿Será posible? Sé que Dios tiene una inmensa ternura. Y se compadece de mi fragilidad reconocida y entregada. Mi necesidad de hijo abre su corazón de Padre. Él puede hacerme mejor. He roto la alianza con Dios tantas veces. He prometido cosas que no podía cumplir. He deseado lo que no tenía y me he rebelado contra mi propia suerte. Maldiciendo a ese Dios que me dejaba solo. Y es así que vuelvo una y otra vez a confesar mi pecado. Arrepentido, herido, hundido. Y sello con Él una nueva alianza. ¿Por qué no logro cambiar? ¿Acaso no me ha perdonado Dios todo lo que hecho, todo lo que hago? Deseo un corazón purificado. Un corazón en el que brille el amor de Dios porque ha sido perdonado. Un corazón pacífico que siembre paz, porque ha sido pacificado. Es tan frágil mi voluntad. Tengo intenciones puras. Deseo el bien de los que amo. Amar es desear el bien de la persona amada. No es querer mi propio bien con egoísmo. Es querer el suyo. Un amor así es capaz de renunciar a lo propio, a su camino, por salvar a quien ama y compartir su misma suerte. Es fugaz todo lo que construyo. Pero estoy sembrando para la eternidad que sueño. Reconozco mi culpa y mi pecado. Conozco la debilidad de mi carne. Toco la fealdad de mis mentiras. La Cuaresma me anima a arrepentirme. ¡Cuánto me cuesta reconocerme culpable sin buscar excusas, sin querer justificarme por todo! Busco a alguien más culpable que yo para vivir tranquilo. Casi siempre lo encuentro. Pero no es el camino. Quiero arrepentirme de corazón. Decía el P. Kentenich: «El arrepentimiento no actúa como si lo pasado no hubiese sucedido; como si se quisiera borrar el hecho histórico acaecido. Cuando hemos cometido un pecado, bueno, hemos pecado. Pero el arrepentimiento quita el aguijón a la acción pasada. Cada mala acción es capaz de seguir engendrando un nuevo mal. Esto lo sabe cada uno de nosotros. El arrepentimiento, en cambio, quita al mal esa fuerza engendradora del mal. Por eso debemos suscitar en nosotros un auténtico arrepentimiento»[5]. Quiero acabar con esa rueda de mal en mi propia vida. No dejaré nunca de pecar, lo reconozco. Pero mi arrepentimiento siembra belleza, bondad y verdad en mi vida, y en la vida de los que están cerca de mí. Reconozco mi culpa. He pecado, he sido débil, he deseado el mal, he actuado con mentiras, he faltado al amor recibido, he sido mezquino con mi amor. He juzgado y he condenado. Me he dejado llevar por la ira, por los celos, por la envidia. No hay excusas. ¡Tantos pecados en mi alma! De pensamiento, obra y omisión. Por todos ellos me reconozco culpable y me arrepiento. Sé que la perfección no consiste en dejar de pecar. No pretendo lograrlo. Perfecto es el corazón que se arrepiente cada vez que cae y comienza de nuevo a luchar por construir un mundo nuevo, un mundo mejor. Una alianza nueva surgida desde el reconocimiento de la propia debilidad: «Yo pactaré una nueva alianza». Esta promesa me llena de esperanza. Soy niño, soy hijo. Dios es Padre. Jesús viene a establecer una alianza nueva conmigo desde mi caída. Desde mi pecado. Desde mi verdad. Viene a salvarme para hacerlo todo nuevo desde lo que soy. Esa mirada completa sobre mi vida me gusta. Dios me ve tal como soy. Así quiero ver yo mi vida. No olvido. Pero me perdono. También mis pecados imperdonables. Me arrepiento y tengo misericordia de mí mismo. No es tan sencillo. Pero es el camino al que Dios me llama. Eso me alegra. Seguir los pasos de Jesús hacia el Calvario es sentirme despojado de tantas cosas que hoy me pesan. Mi pecado y mis apegos. Mis sueños egoístas de grandeza. Camino en sus pasos en el vía crucis recorriendo su misma vida. Quiero tocar su misericordia para poder comenzar siempre de nuevo.
Quiero ver a Jesús. Quiero verlo en mi vida, en las dificultades, en las alegrías. Quiero verlo al rezar, al callar, al cantar. Quiero encontrarme con Él en lo más cotidiano de mi camino. Cuando no logre saber el camino. Cuando crea que tengo certezas. Quiero ver su rostro, sus manos, sus pies. Oír sus palabras con su voz clara. En mi alma, muy dentro. Tal vez por eso me conmueven las palabras de esos griegos hoy: «Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: - Señor, queremos ver a Jesús». Quieren ver a ese Jesús famoso, hacedor de milagros, realizador de sueños. Quieren tal vez ver sus signos, o tocar su poder escondido en su manto. Quizás sólo esperan recibir una palabra de sus labios. Una palabra llena de verdad, sanadora. O que sus oídos se abran a sus súplicas. No lo sé. No van directamente a Jesús. Se acercan a uno de los suyos, a Felipe, un intermediario. Quieren verlo y son extranjeros. No son judíos ortodoxos y sabios. No son dignos tal vez, o al menos no se sienten tan dignos como para acercarse. Me impresiona su sentimiento de pequeñez. Están abrumados. No saben si podrán verlo o no. Tampoco el evangelio me lo deja claro. Yo también quiero ver su rostro y no siempre lo veo. También como ellos a veces no me siento digno. Y me escondo con temor o pido que otros me lo muestren. Tal vez temo su reacción al verme. Su ira o enfado con mis caídas. Cuando sepa todo lo que he hecho. O lo que he dejado de hacer por pereza, por desidia. Y me alejo de los que creo que están más cerca de Jesús. Me da miedo su juicio y su condena. Yo creo que soy ciego y no veo a Jesús. Me cuesta ver su rostro, sus huellas en mis pasos. Quiero amar tanto a Jesús que necesito verlo. Sí, ese amor cambiará mi vida. Me hará ciego para todo lo que no sea de Dios. Decía el P. Kentenich: «En la medida en que amo a una persona, dejo de ver el valor de las demás cosas. Si tengo un apego interior muy profundo a Dios y Dios quiere que realice una tarea, ¡qué ciego me volveré entonces para todo aquello que no tenga que ver con esa tarea! Me esforzaré, y realmente de forma seria y esclarecida, por amar más, aunque sólo sea a través de un mayor anhelo. Si todavía no siento tanto afecto por Dios, quisiera tenerlo»[6]. Cuando de verdad amo, lo demás poco importa. Las cosas de verdad importantes serán las que cuenten en mi vida. Las otras no me importarán. Las de Dios tendrán más fuerza y dejarán mi alma llena de deseo. Quiero ver a Dios. Quiero amarlo. Porque a veces siento que me detengo en todo lo que no es Él. Lo busco entre las piedras y me apego a la vida. Como si lo importante fuera lo accidental y no la esencia de las cosas. Me preocupa lo que a todos les preocupa. Y me apasiona lo que al mundo le apasiona. Igual que a todos. ¡Qué pequeño es mi amor! Pero en el fondo de mi alma quiero ver a Jesús. Quiero verlo en todo lo que hago. Ver su huella, su amor, su caricia, su mirada. Escuchar su voz que me dice que está a mi lado. Como hoy la escucha Jesús que está turbado, porque se acerca su hora: «Vino entonces una voz del cielo: - Le he glorificado y de nuevo le glorificaré. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: - Le ha hablado un ángel». En el Jordán Dios lo reconoció como su hijo predilecto y escuchó esa misma voz desde el cielo. También sucedió en el monte Tabor cuando el futuro se cernía gris ante sus ojos. Hoy de nuevo se escucha una voz del cielo cuando se acercan los días de la Pascua. Jesús va a morir, pero su Padre ya lo ha glorificado. Ya lo ha amado. Ya lo ha salvado. Esa voz de lo alto sostiene a Jesús en sus miedos. Yo también quiero ver a Jesús y quiero oír la voz del cielo que me reconozca como su hijo amado. Quiero sentir su abrazo en medio de mis miedos. Quiero saber que va conmigo cada día de mi vida. Levantando mis pies para que no tropiecen. Temo quedarme solo. Me da miedo el sufrimiento, el mío y el de los míos. ¿Quién llorará mi partida? ¿Quién sentirá mi suerte? No quiero tener miedo. Quiero ver su rostro que me asegure hacia dónde van mis pasos. Y que me diga que mi vida merece la pena y que mis esfuerzos tienen un sentido. Mis miedos son menos cuando Dios me dice al oído que me ha elegido para siempre, que me ha amado desde el comienzo del camino. Me siento más seguro así. Como si escuchara las mismas palabras que aparecen en un trozo del recordatorio que escribió Enrico en el funeral de su hijo que tan sólo alcanzó a vivir unas horas: «Vete, amor mío. Vas a ver qué hay detrás de la montaña. Te espera una bonita sorpresa»[7]. Espero una bonita sorpresa al otro lado de la montaña. Cuando Jesús venga a buscarme. Cuando ya no haya motivos para la pena. Y tenga sentido todo lo que he hecho. Pero mientras tanto ese anhelo habita en mi alma. Confío en ese Jesús que camina conmigo a lo largo de mi vida. De forma especial en el tiempo de Cuaresma. Quiero ver a Jesús. Lo quiero ver en los que están más cerca de Él. Y también en los que están más alejados. Jesús me viene a ver en la indigencia del hombre. En su dolor, en su pena, en su angustia. Me habla Dios como a Jesús en medio de su turbación: «Ahora mi alma está turbada». En medio de mi tristeza viene Jesús a verme. Yo quiero verlo, es verdad, pero a veces me ciegan otras pasiones, otros amores. Jesús siempre quiere verme a mí. Viene a mí cuando mi alma está turbada. Viene a mí para levantarme cuando no soy capaz de ver su amor, su sonrisa, su esperanza. Cuando no soy capaz de mirar más allá de la tormenta que detiene mis pasos. Cuando no quiero seguir luchando porque estoy cansado. Quiero tener esa confianza que Jesús tuvo. Y quiero dejarme mirar por Él en medio de mi cansancio. Quiero que venga a verme. Quiero poder verle. Cuando esté turbado.
Hoy Jesús me recuerda que sólo si el grano de trigo muere dará su fruto: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde Yo esté, allí estará también mi servidor». Me inquieta pensar que la muerte da la vida. Que el dolor tiene un sentido que yo no alcanzo a ver. No estoy acostumbrado a morir. Prefiero la vida. Huyo del sufrimiento. Me gusta más guardarme, protegerme, cuidarme. Reservarme para poder darme más tarde, cuando mejoren las circunstancias. Me inquieta la muerte del grano de trigo oculto bajo la tierra. La muerte que pasa desapercibida para el hombre que se queda en la superficie de las cosas. El grano de trigo al morir deja de ser grano. Y se convierte en trigo, en vida, en esperanza. Me asusta morir, pero no puedo quedarme al margen del camino, fuera de la tierra. Decía el P. Kentenich: «María, la gran Mediadora, estuvo clavada espiritualmente en la cruz. (…) También yo quiero colaborar, no quiero escabullirme. (…) Ejercitémonos en el morir manteniéndonos disciplinados. No tenemos mucho tiempo para disputar. Hoy es tiempo de actuar»[8]. Quiero aprender a morir a mis caprichos, a mis gustos, a mis deseos. Morir a mis planes, a mis sueños que anhelan su satisfacción inmediata. Morir a lo que hay en mí de soberbia, de orgullo, de vanidad. A mi deseo de quedar por encima de los demás. Morir a mí mismo para que brote vida de debajo de la tierra y dé mucho fruto. Quiero permanecer clavado como María en el madero. La miro a Ella al pie de la cruz. A Ella que estuvo quieta al pie del dolor de su hijo, de su sangre derramada. La miro con paz mientras su Hijo muere. La miro y la veo firme, arraigada en Dios en ese momento de desgarro. ¿De dónde sacó María su fuerza para seguir esperando? ¿Qué le hizo creer en un final de vida? Sólo el corazón atado a Dios se mantiene firme en la tormenta porque ve más allá de la noche. El corazón de María es así. Es un corazón firme porque ha puesto su confianza en Dios. Sólo en Él confía. No en los hombres. No depende del juicio humano para mantenerse con paz. Su seguridad la encuentra en lo alto del cielo. Y en lo profundo de la tierra. A menudo es mi orgullo el que me puede y vence. Amo esta vida y temo perderla. Amo en la carne y temo morir. Me da miedo que acabe todo lo que amo. Tal vez me falta fe en la puerta que se abre en el costado abierto de Jesús. No quiero morir. Se me olvida que sólo en Jesús, en la vida eterna, seguiré amando, mucho más de lo que aquí amo. Santa Teresita del Niño Jesús escribía a un amigo misionero en China: «Lo que me atrae hacia la patria eterna es el llamado del Señor, es la esperanza de amarlo finalmente como tanto he deseado (…). Pocas horas antes de morir, declaró solemnemente, como si dictara su testamento: - No me arrepiento de haberme entregado al amor (…), ¡oh no, no me arrepiento, al contrario!»[9]. Quiero gastar mi vida amando. Sacrificándome. Entregándome por amor. Quiero gastar mis días siendo fiel a Dios a quien amo en lo pequeño, en lo cotidiano. Muriendo como el grano de trigo. Dando fruto eterno, ese fruto que yo no veré. No tocaré yo la fecundidad de cuanto hago. Poco importa el reconocimiento del mundo. Me gusta pensar en la humildad del grano, de la semilla, que se esconde bajo la tierra y pasa desapercibida a los ojos de los hombres, mientras muere y da fruto: «El signo de la Nueva Alianza es la humildad, lo escondido: el signo del grano de mostaza. El Hijo de Dios viene en la humildad. Ambas cosas van juntas: la profunda continuidad del obrar de Dios en la historia y la novedad del grano de mostaza oculto»[10]. Es la humildad de la muerte la que me impresiona. La humildad del que no pretende ser valorado por lo que hace. Tantas veces busco que me reconozcan. Quiero ser fecundo con mi vida. Deseo que dé fruto. Sin tener que morir en el intento. Pero no funciona así. Jesús me lo dice claro al hablarme hoy de su muerte: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. Y Yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Será humillado y Dios su Padre lo enaltecerá. Para que todos vean hacia dónde han de encaminar sus pasos. Atraerá a todos hasta Él. ¡Qué atractiva esta cruz ensangrentada! En ocasiones quiero defender mi honor, mi fama, mi causa. Huyo de la cruz. Busco que los demás entiendan las razones de mi conducta y la aprueben. Pretendo que sepan, que me acepten, que me quieran en mis actitudes, en mis decisiones, en mis pecados. Busco que el mundo que toco, en el que me arraigo, sostenga mi vida. No soy capaz de arraigarme en Dios. Sólo lo hago en el juicio de los hombres. Por eso no deseo la muerte. No quiero que me humillen, que me pisen. Me gusta el éxito y el reconocimiento. La valoración de los hombres. No sé vivir sin el aplauso. Me lo repito tantas veces: El grano de trigo tiene que morir para dar fruto. Y si no muere, se pudre, y no da vida. Eso lo sé. Lo he visto con frecuencia. He tocado tantas vidas infecundas. Sostenidas por el orgullo y la vanidad. Vidas sin sentido que han pasado como el polvo arrastrado por el viento. Y no han dejado huella a su paso. No han dado vida a nadie. No han amado hasta el extremo. El amor es lo que hace que mi vida sea fecunda cada día. Amar hasta el extremo, amar hasta que duela. No es tan sencillo hacerlo sin buscar mi propio bienestar. Me gustaría tener un corazón más generoso. Más capaz de darse por entero. Busco la forma de hacerlo pero me cuesta tanto. Retengo, guardo, espero. No me doy porque me da miedo el dolor que provoca partirme. Me asusta esa soledad bajo la tierra. Ese morir sin que nadie lo aprecie. Espero el reconocimiento como un agua que calma mi sed de infinito. Vanidad, todo es vanidad. Le pido a Jesús un corazón humilde. Sólo así mi vida será esperanza para otros. Como esa cruz que se alza sobre la tierra y atrae a todos hacia Él. La cruz de un condenado a muerte se convierte en signo de salvación y de esperanza. Son las paradojas del amor de Dios.


[1] Julio Llamazares, La lluvia amarilla
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[5] Sí, Padre. Nuestra entrega filial a Dios, P. Rafael Fernández
[6] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[7] Chiara Corbella, Nacemos para no morir nunca
[8] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[9] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[10] Benedicto XVI, La infancia de Jesús

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