domingo, marzo 04, 2018

III Domingo Cuaresma



Éxodo 20, 1-17; 1 Corintios 1,22-25; Juan 2, 13-25
«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora»
4 Marzo 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero ser niño. En el niño hay sueño y fuego. Agua y vida. Abrazado al corazón de mi padre. En Él espero. En Él crezco. No quiero ser mediocre. De nuevo me decido. No quiero ser tibio»
Me gusta juzgar y juzgo sin ningún problema. Me detengo delante de la vida. Observo en silencio. Decido lo que está bien y lo que está mal. Destaco la palabra oportuna y condeno la que está fuera de lugar. Decido yo los comportamientos que corresponden y me indigno con los que se salen de mi norma. Agredo al que infringe la ley. Me obsesiono con el que no cumple. Cuando juzgo me siento superior, es la condición para el juicio: «Juzgar requiere que te creas superior a quien juzgas»[1]. Pero tengo que reconocer que muchas veces son mis complejos y límites los que me hacen juzgar y condenar. Tal vez por eso caigo con tanta frecuencia en el juicio. En la película La Cabaña el protagonista se erige en juez de todo. Y en un momento dado se pregunta: «¿Qué derecho tenía él a juzgar a nadie? Cierto, tal vez era culpable, en alguna medida, de juzgar a casi todas las personas que había conocido, y muchas que no. Supo que era absolutamente culpable de ser egocéntrico. ¿Cómo se atrevía a juzgar a quienquiera? Todos sus juicios habían sido superficiales, basados en actos y apariencias, cosas fáciles de interpretar por cualquier estado anímico o prejuicio que sustentara la necesidad de exaltarse a sí mismo, sentirse seguro o pertenecer»[2]. Es como si mi juicio me hiciera sentirme mejor. Me fijo en la apariencia. En la forma de mirar. En el lenguaje corporal. Y juzgo. «Has juzgado a muchas personas a lo largo de tu vida. Has juzgado los actos, e incluso los motivos de los demás, como si supieras cuáles son en realidad. Has juzgado el color de piel y el lenguaje corporal y el olor. Has juzgado la historia y las relaciones»[3]. Me atrevo a juzgar las motivaciones ocultas. Y me creo con la habilidad para asociar la conducta de una persona con alguna causa arrinconada en un lugar escondido dentro de su historia personal. Y todo sin apenas conocer a quien condeno. Al sentirme juez me creo importante. Es como si alguien me hubiera dado el poder de juzgar la realidad. Me siento seguro. Interpreto los comportamientos de los demás. Aunque no me incumban. Aunque no tengan nada que ver conmigo. Suelo ser inmisericorde cuando juzgo comportamientos y actitudes ajenas. Y de ese juicio tampoco escapo yo. Siempre me encuentro culpable. Y no me perdono los errores, olvidos y caídas. Soy implacable con mi debilidad. No hay misericordia. Mi juicio es duro. Me atribuyo responsabilidades inexistentes. Y creo que soy yo el responsable de muchos males. Yo dejé de hacer. O no cuidé. O pasé por alto. Soy yo el que debe pagar. No hay perdón posible. ¿Cómo se pueden perdonar tantas debilidades? Implacable es mi mirada. Y también juzgo el mundo y decido lo que no es justo. Veo lo que tendría que cambiar. Y hago responsable a Dios. Porque Él en definitiva es el último responsable de todo. Si Él es todopoderoso tiene que ser capaz de cambiar las cosas. Y si no lo hace es que no puede, o no quiere que es mucho peor. Casi prefiero a un Dios impotente antes que a un Dios injusto. No lo conozco. No lo amo. En la misma película: «Son ustedes, los seres humanos, quienes han abrazado el mal, y Dios ha respondido con bondad. Renuncia a ser su juez y conoce a Dios tal como es. Entonces podrás abrazar su amor en medio de tu dolor, en vez de alejarlo con tu egocéntrica percepción de cómo debería ser el universo. Dios se ha introducido en tu mundo para estar contigo»[4]. No conozco a Dios. No creo en ese amor lleno de bondad que me ama en un mundo injusto. ¡Cuántas veces en mi vida he condenado a Dios! He sentido que no me quería y que su proceder no era justo. Y me he llenado los labios de rabia. Y el alma de oscuridad. No he perdonado a ese Dios que ha permitido que mi vida sea como es hoy. Con sus carencias y sus pérdidas. Quiero cambiar mi mirada. Quiero dejar de ser juez.
La forma del agua es el título de una película de actualidad. Me dio qué pensar ese nombre. ¿Acaso tiene forma el agua? ¿Cuál es su forma? Su forma cambia de acuerdo al continente que la contiene. Adquiere el agua la forma de aquello que la limita. Y cuando se rompe lo que la detiene, lo que la ata, lo que la impide fluir, entonces de repente el agua no tiene forma, ni freno, ni cauce. Se pierde sin forma definida por algún cauce invisible. Y desaparece entre las grietas de la tierra o se abisma en el mar más profundo. Se derrama sin freno, todo lo arrastra. Me impresiona el agua que tiene esa libertad absurda y excesiva. Yo construyo paredes queriendo contener el agua de mi mar. Aíslo en recipientes esa fuerza salvaje que de repente es torrente, o cascada, o manso lago. Diseño diques con la forma que me invento. La contengo en presas que se sirven de su fuerza. Quiero determinar de acuerdo a una ley invisible lo que puede hacer el agua y lo que no debe. Pero de nuevo, sin yo quererlo, el agua se desborda. Pierde su forma de nuevo y me inquieta. Y adquiere nuevas formas que yo desconocía. Y llega a donde yo no deseaba que llegara inundándolo todo. No puedo contener el agua tanto tiempo como deseo. No puedo atarla con cadenas para que se adapte a mis exigencias, a mis juicios, a mis sueños. No puedo frenar su fuerza interior. Tampoco la puedo maniatar en un montón de principios para que no me invada, ni me ahogue, ni me hunda. La abrazo con fuerza y se me escapa entre los dedos. La quiero sólo para mí y huye muy lejos llegando a muchos. No tiene forma el agua que en cascadas cae sobre mi vida. Y yo que tantas veces pretendo edificar diques y presas, para contener el agua, para darle la forma de la esclavitud que yo quiero. Deseo, no sé muy bien por qué, que tenga límites su fuerza indómita y salvaje. Quiero domar el agua. Pretendo alzar barreras que contengan toda su riqueza ignota. Es la forma que quiero ponerle a mi deseo. Porque mi deseo es como el agua de un torrente en caída: «Hablar de deseo es hablar a la vez de una carencia, de una lucha y una tendencia a la acción en orden a alcanzar un bien del que se carece; lo cual significa que el gusto de hacer algo, lo que sea, constituye tan solo una cara de la monedadel vivir; la otra, igualmente esencial, la constituyen los límites»[5]. El deseo y el límite forman parte de mi vida. El torrente y el cauce. Tal vez se parecen al agua salvaje que arrasa con todo. Y al dique con el que yo mismo pretendo encauzar su fuerza. ¿Cuál es la forma de mi deseo que brota dentro de mi alma? ¿Qué forma tienen mis pasiones? Pretendo encauzar su furia. Enjaular su anhelo de libertad. Quiero ponerle límites a mis deseos para que no provoquen con su fuerza una ruina en mi vida. Me asusta lo que deseo. Me turban mis pasiones. Y para que no me arrasen con la violencia de una cascada fuera de mí mismo. Pongo límites claros. Se que mi deseo moviliza como una corriente brusca todos mis pasos. Me pone en camino y me saca fuera de mí persiguiendo una meta escondida. Acaba con mi rigidez y me hace acariciar la locura. Como el agua torrencial que busca airada su fin. Y persiguiendo mis deseos encuentro que «siempre queda una cierta sensación de insatisfacción y decepción cuando se ha conseguido lo que se deseaba, incluso de la mejor manera posible»[6]. Pasan ante mí las formas invisibles de tantos deseos realizados. Y queda un vestigio de tristeza: «Es también una verdad profunda del camino espiritual: ningún proyecto, ninguna actividad, ninguna persona es capaz de satisfacer plenamente; toda satisfacción es siempre parcial, porque revela que siempre hay algo más»[7]. Lograr realizar todos mis deseos no me da la paz infinita. Ni la felicidad plena que sueño. No logro que toda el agua del mundo calme la sed profunda que crece muy dentro de mí. Y encuentro que nada de lo que deseo me dará la llave de la felicidad eterna. Un algo más me falta. Un tanto más que aún no poseo. Algo que aún ni siquiera sueño. Un deseo más hondo, casi desconocido. Como ese secreto escondido en lo profundo de las aguas. Más allá de la primera agua que veo sobre las olas. En la superficie que pasa y no deja sino un atisbo de lo que podría ser mi vida. Y yo me empeño en darle forma al agua de mi vida. Conteniendo en peceras todo el mar del mundo. Reduciendo a Dios a una imagen pequeña en la que todo sea más fácil de lograr. Un Dios al que domino. Un Dios que no es misterio, ni deseo, ni agua sin forma que no controlo ni abarco con mi mirada. Reduzco sus planes a lo que yo ya hago. Ahogo mis deseos para evitar así tentar la suerte. Y me someto a unas formas que yo mismo me impongo. Para no desparramarme por la vida y quedar dentro de lo que el mundo llama normal. Le pongo forma al agua. Le doy un nombre al misterio. Creo que ya lo controlo todo, lo conozco todo. Niego el misterio y el deseo. Me gusta más el límite que me da paz y seguridad al mismo tiempo. Y me siento feliz dominando mis aguas por un momento al menos. Me siento señor de las tormentas y los mares. Dueño de mi presente y mi futuro. O eso es lo que creo.
Hoy veo cómo los judíos no entienden a Jesús. Pero sé que después de la resurrección los discípulos lo comprenderán todo: «Cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús». A veces sucede algo en mi vida y en ese momento no lo comprendo. Es como caminar en el bosque, en medio del claroscuro, entre árboles. Es difícil ver muchas cosas. Cuando salgo al claro y me elevo en la altura, veo con más claridad. Y encajan las cosas que antes no encajaban. Se me abren los ojos. Y comprendo lo que sucedió, lo que no comprendí en su momento. Veo entonces mi vida como una historia de luz. Y los momentos de oscuridad, o los que no comprendo, forman parte de esa historia de luz que descansa en Dios. ¡Cuántas veces me gustaría verlo todo claro! En el cielo acabaré de entender lo que aquí no entiendo. Pero a veces, en medio del camino, ¡qué paz me da ver ciertas cosas cuando rezo y miro hacia atrás con ojos limpios! Miro mi camino agradecido. Veo a Aquel que caminaba a mi lado aunque no lo veía. Veo a Jesús animando en mi alma, mientras no me daba cuenta. Así es en mi vida. Recibo una luz sobre algo que me sucedió. Una palabra que había guardado y de repente se llena de vida. Veo el camino recorrido. Me gustaría confiar más en medio de la noche, cuando no veo y me confundo. Confiar aunque no entienda todo. Sé que aunque no lo vea, mi historia descansa en Dios. Aunque no lo toque Él va conmigo. Mi historia es una historia de amor, una alianza con Dios. Siempre es así. Un camino de luz. Una historia sagrada. A veces me duele el alma cuando algo se rompe. Pierdo algo que pensaba que estaría siempre allí. Un trabajo. Una creencia muy arraigada. O pierdo a una persona a quien amo. Y no lo comprendo. Quiero que todo siga igual. Que nada cambie. Así fue en la vida de los discípulos. No quieren cambios. Hoy veo cómo los judíos no comprenden las palabras de Jesús: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Juan tampoco sabía en ese momento lo que aquí explica para que yo comprenda: «Pero Él hablaba del templo de su cuerpo». Juan, como los discípulos, lo entendió mucho más tarde. Después del dolor y de la vida. Pero en ese momento, antes de la Pascua, no entienden nada. El centro de todo es el templo. Estaba lleno de gente. Allí se entregaban miles de ofrendas. Tanto tiempo había llevado levantarlo: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo». Toda la vida social y religiosa giraba en torno a esa explanada. ¿Cómo pensar en la destrucción de lo más sagrado de sus vidas? Todos miran el templo y no comprenden cómo puede ser destruido si es el centro de todo. ¡Cuánta vanidad la del corazón humano que pone su seguridad en unas pocas piedras que pretenden ser eternas! Pero todo se lo lleva el viento. En ese momento no comprenden las palabras de Jesús. Y menos aún un poco más tarde. Porque dentro de pocos días, Jesús será apresado y su cuerpo maltratado. Jesús en ese momento habla de su templo interior roto por amor. Jesús habla de un modo nuevo que cambia esquemas. No acepta lo que todos aceptan como bueno. No quiere que el lugar de oración sea un lugar de comercio, de mercadeo y negocio. Que el templo de piedra sea más importante que el hombre. Él ama la verdad. No es políticamente correcto. Él ama el templo. De niño iba con sus padres. Cada año con sus discípulos peregrinaba hasta allí. Allí fue presentado por sus padres. Allí se perdió cuando tenía doce años. Era un lugar amado para Él. Lleno de recuerdos. De oración. Pienso en ese viernes santo en que Jesús fue juzgado al lado del templo, en el pretorio. Lo que sentiría Jesús al atravesar atado ese lugar tan amado. Por eso le duele ver que sea lugar de ventas y compras y no de oración. Porque lo ama y lo respeta. No se conforma. Pero más allá de ese edificio, Dios habita en el hombre. Eso dijo Jesús durante toda su vida. El templo es el hombre. Un día en Samaria, ante la mujer que le hablaba del templo de Jerusalén y el de Samaria, Jesús le dijo: «Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en verdad». Juan 4, 23. Me encanta esta promesa. Más allá de las piedras. En el alma está Dios. Y de forma especial, en Jesús, en su cuerpo santo, habita Dios. Y su cuerpo será maltratado, roto, asesinado. Se llenará de heridas que serán para los hombres la entrada a ese templo. La mujer samaritana, enemiga de los judíos, creyó. Los que escucharon a Jesús ese día, no creyeron, no dejaron espacio en su corazón para Él. Esa mujer no tenía nada que perder. Los judíos tenían el poder y poseían la verdad. No dudan de sí mismos. No había resquicio para lo nuevo. ¡Cuántas veces el «Esto siempre se ha hecho así» me ha cerrado la puerta a lo nuevo! Necesito ser pobre para volver a creer. La samaritana creyó sin conocer todo. Hoy, en medio de tanta gente que corre, va y viene, vende y compra, Jesús está solo. Sabe que se acerca su hora. Necesita orar. El templo no es lugar de paz. Él habla de una cosa y los que lo escuchan entienden otra. No le comprenden. No es fácil de comprender tampoco. Es el templo de Dios donde me encuentro con su abrazo. Por Jesús merece la pena dejarlo todo. Lo escojo a Él de nuevo como mi camino, mi vida, mi lugar, mi templo.
Mi corazón se parece tanto a un templo lleno de ruidos. Jesús se detiene ante el templo y se escandaliza. Ante mi templo: «Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: - Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Jesús quiere que la casa de su Padre tenga paz y silencio. Quiere que haya pureza de intenciones. No quiere el ruido, ni el negocio. No quiere lo que no tiene que ver con su Padre. Jesús quiere echar lo que no está en orden dentro de mí. Quiere sacar de mi interior a los cambistas y a los vendedores, toda la porquería y todo el pecado que llevo dentro. Veo tanto desorden en mi corazón. Ese desorden que Jesús quiere ordenar. Me he construido un becerro de oro y lo adoro. Tal vez por eso me cuesta cambiar lo que ya es rígido en mi interior. Me cuesta hacer obras y talar los árboles. Me cuesta querer mi fragilidad. Quiero aceptar que mi vida tiene límites. Y entender que mis limites y mis torpezas son mi camino de santidad. Aunque con frecuencia me molesten y turben. Pero son parte sagrada de mi camino de felicidad. Decía el P. Kentenich: «Si soy bien sincero, mis más grandes virtudes son siempre límites y limitaciones»[8]. Mis fragilidades no son obstáculos, sino oportunidades. Son un camino nuevo para crecer y ser más santo. Quiero enfrentar mis límites con humildad, con honestidad, besando la verdad de mi vida. Pero no es tan sencillo vivir con humildad. Comenta el Papa Francisco: «La humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes». El humilde es aquel que no necesita humillar a otros para destacar él. La humildad es la virtud del fuerte, del que se siente feliz con su vida, en paz con el camino que pisa. Esa actitud es la que deseo vivir cada día. Desde mis límites vivir con humildad. Jesús hoy me hace ver que conoce mi corazón: «Él sabía lo que hay dentro de cada hombre». Sabe lo que hay dentro de mí. No le engaño nunca. Conoce mi fragilidad. Conoce los mercaderes y cambistas con los que convivo. Me asusta su mirada. Pero quiero creer de verdad en su misericordia. Le duele mi pobreza cuando se convierte en barrera que no me deja avanzar. Sabe cómo soy, cómo son mis intenciones. Conoce mis aguas y su forma. Una persona rezaba así: «Tú sabes lo que hay en mi corazón. Me cuesta confiar en mí mismo. Me da pena no estar más cerca de ti. Y ser trasparente tuyo. Me da miedo no estar a la altura porque choco con frecuencia con lo que me debilita. Me gustaría estar a la altura de lo que siento que me pides. Conoces todo lo que hay en mi corazón. Sabes de mis incoherencias y pobrezas. Has tocado mis miedos y cobardías. Quiero estar contigo cada día. Pero no puedo. Me pesa no poder lograr lo que Tú me pides. Me pesa y me duele no estar a la altura que esperas y deseas de mí. Quiero confiar más en ti y creer que Tú sí lo puedes. En mi alma hay pobreza y un hondo anhelo de infinito». Hoy me detengo ante Jesús en esta cuaresma. Mi corazón frágil. Lleno de límites. Lleno de pasiones desordenadas. Lleno de deseos insatisfechos. Él me conoce y me ama. Sé que Él puede cambiarlo todo si me dejo hacer. Hoy sé que no tengo que hacerme ídolos que llenen mi corazón: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso». Pienso con honestidad. ¿Cuáles son los ídolos que determinan mis acciones? ¿Qué mueve mi corazón a la acción? Veo mi tendencia a fabricarme becerros de oro. Los toco, los adoro, los coloco en el centro de mi vida. ¡Qué difícil poner a Dios en el centro de mi camino! Quiero tener la confianza que tenía S. Claudio de Colombiere: «Bien conozco que soy frágil e inconstante; sé cuánto pueden las tentaciones contra la virtud más firme. Mientras mantenga firme mi esperanza, me conservaré a cubierto de todas las calamidades; y estoy seguro de esperar siempre». Confío en Jesús que viene a mi alma a poner orden. Va a destruir lo que no es suyo. Va a cavar hondo y va a podar las ramas secas de mi alma. Me gusta creer que es posible. Contemplo los límites de mi naturaleza. La pobreza de mi alma que me hace más consciente de mi pertenencia a Dios. Es a Él a quien pertenezco. Soy su propiedad. Soy su templo santo. Él quiere que en mí reine un silencio sagrado y desea que mi humildad marque mi camino. Quiere erradicar de mi corazón la vanidad y el orgullo. Quiere acabar con mis pretensiones de ser poderoso y autosuficiente. Pienso en mis becerros de oro y se los entrego para que Él mismo los destruya. Yo solo no puedo hacerlo.
La tibieza es uno de esos pecados que todo lo enturbia. El celo, el amor de Dios, no me devora. Me siento tibio. Y hoy veo a Jesús apasionado por el amor a Dios: «Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: - El celo de tu casa me devora». Me siento tibio y recuerdo las palabras de Apocalipsis 3,16: «Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca». Jesús no quiere a los tibios, a los indecisos, a los mediocres. No sé. Puede que los quiera, pero no desea que yo viva así. No quiere que sea tibio. Que me deje llevar por las aguas de la vida. No quiere que mi sueño sea gris. Me gustan los días de sol. Y las tardes de tormenta. Los extremos. Huyo de la tibieza. Deseo las cumbres más altas. Y cuando caigo toco el fondo más oscuro de mi pecado. Nada de términos medios. Tal vez es así en mi alma que huye de la medianía. Porque temo que Dios me eche de su boca, tal vez por eso. Deseo sentir el celo por Jesús. El celo por su amor. Quiero vivir apasionado. Sometido a la furia del océano dentro de mi alma. Al fuego que arrasa todas las impurezas. Quiero una vida apasionada y no una vida sin pasión. Pero muchas veces me ata el mundo con sus necesidades. Y no avanzo, y no asciendo. Y otras veces me quedo pegado en los ideales. Pero no toco la tierra de mi vida. El otro día leía: «Quijote es el idealista y Sancho el realista, pero ambos se entrecruzan conforme evoluciona la historia y sus vidas, de forma que al final Quijote en el lecho de la muerte habla desde el realismo y es Sancho quien recurre al idealismo para sobrevivir. Unidos y confundidos uno y otro para siempre. Complementados necesariamente en cada ocasión. En ambos radica el heroísmo. Porque heroísmo sin razón es locura y pragmatismo sin corazón: mediocridad y bajeza»[9]. Tengo dentro de mí un Quijote que me anima a aspirar a sueños inalcanzables. Y me hace creer que todo es posible para quien sueña. Y luego llega Sancho a mi vida atándome a la realidad, desmontando mis locuras. Entre la pasión y el realismo. Entre la locura y la cordura. Entre la audacia y la prudencia. Así ascienden mis pasos. Por eso temo la tibieza cuando ni sueño ni soy realista. Cuando me dejo vivir por la vida sin pretensiones. Temo que Sancho tenga demasiada fuerza en mí haciéndome pensar que lo imposible no es posible. No quiero atarme sólo a lo que se puede hacer. A lo prudente. A lo justo. Como si hacer más de lo necesario fuera totalmente imprudente. Y soñar con castillos en el cielo fuera solo una quimera. En ocasiones peco de atarme a Sancho cuando dejo de desear que Jesús me cambie. Me conformo con lo de siempre. Con una actitud tibia y aburguesada. Y no deseo cambios en mi vida cómoda. Rechazo el quijotismo de mis sueños de Dios. Allí donde veo que Él puede hacer cosas imposibles con mi vida. Me falta fe. Tal vez me he convencido de que ser santo es cumplir con lo marcado. Recorrer la senda prescrita y justa. Y hacer todo lo que me exigen. Y he puesto en el candelero de mi mirada al héroe que recorre la senda marcada. El héroe capaz de lo mejor. Infatigable en su lucha. Ansioso por alcanzar las cumbres. He puesto el acento de mi santidad en un Quijote voluntarista. Obsesionado por lograr todos sus propósitos. Como si cumpliendo con todo estuvieran ya mis pasos cerca de la meta. Un heroísmo malsano que me quiebra por dentro. Tal vez me olvido una vez más del verdadero camino que Jesús me marca. El de ser un niño soñador. Un niño confiado. Un niño alegre y despreocupado. Que sabe que no puede logar nada por sus propias fuerzas. Consciente de sus límites. Un niño sencillo y fiel. Un niño enamorado de la vida. Me gusta esa mirada de niño que a veces tengo. Me levanto entre ilusiones y me pongo en camino. En las manos de Dios. Un niño sediento de grandes metas. Que aspira a lo mejor y sueña con lo imposible. En el que el Quijote que lleva dentro se abandona en las manos de Jesús al que ama. Me gusta pensar que Jesús me lleva en sus brazos cuando ya no puedo. Vence mis pasiones interiores que me llevan de un lado para otro. Y hace de mí un enamorado de la vida. Es lo que merece la pena. Navegar por las aguas torrenciales de mi alma. Amar hasta el extremo. Creo que es así como han vivido los santos, confiando: «Si supiésemos todo lo que nos depara la vida no podríamos vivirla. Es mejor así. Ignorar. Esperar. Construir. Soñar y luchar por lo que uno quiere. Apostar, sin tener seguros los resultados. Saltar al vacío una y mil veces. Eso, en parte, es vivir»[10]. La vida se centra en confiar. Cuando más confío, cuanto más espero, con más libertad vivo. Sin conocerlo todo. Sin tener nada seguro. Arriesgándolo todo. En esa mezcla imposible que se da en mi alma entre Quijote y Sancho. Entre el fuego y el agua. Entre el sueño y la realidad. Entre el torrente y el cauce. No desfallezco. Quiero ser niño. En el niño hay sueño y fuego. Agua y vida. Y la realidad que tocan mis manos de niño. Abrazado con mis dedos al corazón de mi padre. En Él espero. En Él crezco. No quiero ser mediocre. De nuevo me decido. No quiero ser tibio. La tibieza acaba con mi fuego. Seca el mar de mi alma. Quiero vivir soñando. Esperar lo imposible.
Busco a menudo pruebas para creer en Jesús. Y me uno a la pregunta de los judíos: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Son los días anteriores a la noche de Getsemaní. Le piden signos para creer. Pero el signo verdadero es Jesús. El templo es Él. Están ciegos. Su amor imposible. Su ternura. Sus palabras de consuelo. Es el signo de Dios. Muchos no creen. Pero otros sí: «Muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía». Necesito signos para creer. Señales, pruebas evidentes. Necesito que Jesús me muestre que está a mi lado. Es verdad que al sentir el vacío y el miedo, la soledad y la angustia, su voz me calma: «No tengas miedo». Pero me asaltan las dudas. Me falta fe. Quiero signos que le den autoridad. Quiero que me muestre dónde está en mi dolor. Quiero que me haga ver su poder. Su gracia. Su misericordia infinita. No lo veo. Es verdad lo que me dice el P. Kentenich: «Nuestra salvación no está en confiar en medios mundanos, en la frágil caña del favor popular, en la protección tan caramente pagada de los poderes terrenales; ni tampoco está en el servilismo para con la opinión pública, ni en los coqueteos con los manejos del mundo»[11]. El mundo teme la fe que no se puede doblegar. La fe encarnada en mi entrega. Teme el corazón del hombre al que no puede someter, ni controlar. Si mi seguridad no la pongo en las cosas del mundo sino en Dios, seré insobornable. No estaré dispuesto a dejarme comprar por nadie. Seré libre. No quiero pedir más signos. Un corazón que pide signos no se fía y no es de fiar. Porque alguna vez no veré signos. Y mi fe decaerá. Es como el amor al que se le piden siempre pruebas de su fidelidad. Alguna vez caerá. Y no podrá probar su amor. Cuando continuamente le exijo pruebas de su amor a quien me ama. Puede que me quede solo. Porque el camino es largo. Y la debilidad es grande. Por eso Jesús me anima a creer sin ver signos. A confiar sin que me demuestren que me aman. A amar sin esperar ser amado en la misma medida. Temo perder el camino buscando explicaciones. Del mal, de mis desgracias. O pidiendo pruebas de la fidelidad a un Dios que ha venido a dar su vida por mí. Tal vez es que soy desconfiado. No me fío de los que dicen amarme y ser fieles. Puede que conozca el corazón humano. Pero eso no basta. Jesús me invita a confiar siempre de nuevo. Una y otra vez, setenta veces siete, hasta el infinito. Quiero fiarme del amor de Dios. Buscarle en todo lo que me pasa. Comenta el P. Kentenich: «Cuando la fe en la divina Providencia cala en nosotros hasta la médula, convirtiéndose en una segunda naturaleza, en todas partes nos veremos rodeados por pequeños mensajeros y mensajes de Dios. San Buenaventura habla de señas de Dios; san Agustín, de manos que Dios nos tiende. La Santísima Virgen pensaba qué saludo era aquél; luego pregunta: ¿Cómo sucederá esto? Y finalmente da un de corazón: - Aquí está la esclava del Señor»[12]. Es la actitud que quiero vivir. Hay tantos signos de su amor en mi camino. Pero yo busco grandes señales, grandes milagros. Me olvido de su lenguaje cotidiano. De su amor concreto. De sus gestos insignificantes. De sus detalles que si no me detengo en el silencio apenas los percibo. Quiero tener más fe. Una fe concreta, hecha vida. Una fe que no necesita grandes pruebas para seguir esperando. Una fe que se alimenta de la vida de cada día. Cuando camino de la mano de Dios y confío. Esa fe de los niños que se fían. De los hombres que llevan a Sancho en el alma y a Quijote en el corazón. Tocan la vida y no dejan de soñar. Acarician lo concreto y siguen esperando las altas cumbres. Quiero vivir así, descifrando los signos del tiempo en el que Dios me habla. No necesito pruebas. Las tengo todas. En mi vida, cuando miro sus huellas en las mías, no puedo dejar de creer. Jesús viene a mi camino para sujetar mis pasos. Y abrazarme por la espalda y darme ánimos. Y decirme que soy lo más valioso. Que me quiere con locura. Es la fe confiada. Medito todo en el corazón como María. Y allí encuentro la respuesta a sus preguntas. Dios me dice que confíe. Porque ha vaciado mi alma de mercaderes. Y en el silencio puedo escuchar su voz.


[1] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra con la Eternidad
[2] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra con la Eternidad
[3] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra con la Eternidad
[4] Young, Wm. Paul. La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra con la Eternidad
[5] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[6] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[7] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[8] J. Kentenich, terciado 1952
[9] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163
[10] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[11] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[12] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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