Queridos hermanos en la Alianza,
Las
últimas semanas han sido intensas en acontecimientos sociales, religiosos y
deportivos. La vida, ya lo decía Santo Tomás, es un “movimiento permanente” cuya
meta es crecer hacia una mayor plenitud.
De entre todos esos hechos, entresaco dos para nuestra meditación: el encuentro
del Papa con la juventud en Polonia y las Olimpiadas en Brasil.
1. “Con la
mano en el pulso del tiempo”… me alegró respirar nuevamente el aire fresco que entra en
la Iglesia como soplo del Espíritu. El mensaje del Papa tiene vigencia no sólo para
los jóvenes. Todos podemos reencendernos en el fuego de Pentecostés. Es el
presupuesto para vivir el “Schoenstatt en salida”.
En
el parque Jordán de Blonia, Francisco recordaba sus años de Pastor en Buenos Aires.
Apreciaba la entrega y la pasión que le ponían a sus vidas muchos jóvenes: “Es estimulante escucharlos, compartir sus
sueños, sus interrogantes y sus ganas de rebelarse contra todos aquellos que
dicen que las cosas no pueden cambiar… Decir misericordia es decir oportunidad,
decir mañana, compromiso, confianza, apertura, hospitalidad, compasión,
sueños.”
¡Qué
desafío para nosotros schoenstattianos! Es la promesa de la Mater siempre
vigente: “atraeré hacia mí los corazones
juveniles y los educaré como instrumentos aptos en mis manos” ¿Cómo no recordar el corazón juvenil de José
Engling, don Joao, Bárbara Kast, la Hna. M. Emilie, la Hna. Fiatis, Mario
Hiriart… No depende de la edad: no es importante ponerle años a la vida, sino
vida a los años. Y esto se define cada mañana al recordar a quienes que nos
esperan y necesitan que le demos una mano y nuestro corazón abierto.
Le
duele al Papa recordar a los jóvenes que parecen jubilados antes de tiempo y
que “tiran la toalla antes de empezar el partido”. La Alianza con la Mater nos
impulsa a no resignarnos; ella no es un sedante, un mensaje suave y dulzón. La
vivencia de la Alianza debe alterar nuestra vida acomodaticia y nuestra falta de
verdadera acción. La vida de Alianza nos debe impulsar hacia los más altos
ideales.
2. Y ya que muchos habrán visto estos días los
juegos Olímpicos, nos vendrá bien recordar algunos jugadores que lucharon más
allá de sus fuerzas. Para ganar un partido no hay que abandonarse en la
resignación, sino soñar con el triunfo. Hemos tenido sorpresas, ilusiones,
desengaños y enseñanzas; medallas de oro, plata y bronce. El Padre Fundador ejemplificaba
la forma de vivir nuestra vocación, aplicando la imagen del oro, la plata o el
bronce.
Merecemos
la medalla de oro cuando hacemos de
cada prueba una oportunidad; del dolor, una ocasión para creer. Sabemos que sin
la gracia no podemos hacer nada, pero esa gracia nos impulsa al amor que
siempre triunfa: ese amor que es paciente, benigno, ingenioso, activo, capaz de
perdonar y empezar siempre de nuevo, como decía San Pablo (1Cor13).
Para
merecer la medalla de plata hay que
hacer todo esto, pero sin regatear nunca la entrega. Algo falta quizás. No es fácil
vivir la radicalidad del Evangelio: nadie tiene más amor, que aquél que da la
vida por sus amigos, decía Jesús.
Ya
es un gran premio ganar la medalla de
bronce. La alcanzan luchadores entusiastas, vigorosos, pero que en algún
momento se vuelven inconstantes. Todos sabemos que Dios espera mucho de nosotros,
pero a veces surge el miedo de jugarnos por entero. Nietzsche tiene una frase
que es una gran tentación: “Pongámosle diques a Dios, no vaya ser que nos anegue”.
Hay
algo que nos diferencia, no obstante, de los atletas olímpicos: nosotros sabemos
que sólo podremos ganar alguna de estas medallas, si dejamos que la Mater
triunfe en nosotros. Este valor agregado, nos regala varios cuerpos de ventaja
y es bueno aprovecharlo.
Alguien
mencionaba que la Asunción de María y su Coronación es la gran medalla de oro, con
Dios la premia para siempre. La aplaudimos en el podio de nuestro corazón y nos
alegramos de que haya logrado para siempre la palma de victoria.
P. Guillermo Carmona.
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