“Y nosotros hemos visto su gloria”
A ti, oh Dios, amor y honra, a ti, que reinas sobre los
mares;
cielos y tierra siguen el camino que tú les señalas.
Tú, Dios Padre, abrazas a tu Hijo para, en el Espíritu
Santo,
ser uno con él por amor, en beso de eterno gozo.
Así eres en ti mismo perfecto; eres el Amor que jamás
cesa.
Amor envió al Hijo como prenda de la redención.
Amor dio al Hijo la vida en la Madre y Esposa,
y a él, nuestro mayor bien, le pidió derramar su sangre.
Amor hizo que él, antes de su muerte, nos diera a su
Madre y Compañera en herencia,
para que ella, como la puerta segura, nos conduzca
prontamente hacia Dios.
Con la fortaleza del Hijo ella siempre supera victoriosa
el reino y la obra de Satán,
trayendo la paz al mundo.
Amor nos ha sumergido en aquel que se nos regala
diariamente
como ofrenda y alimento generosos en este largo
peregrinar
Amor, para completar la redención, nos incorporó a la misión
de la Palabra eterna,
nos hace participar fielmente de su destino
y nos engrandece como a sus instrumentos.
Amor y gloria sean dados a Dios en su trono, 44
al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y por toda
la eternidad. Amén.
(Del Hacia el Padre, 34-41.44).
Para meditar:
El prólogo del Evangelio de San Juan, que estamos reflexionando en esta
novena, desemboca en la frase: «Y nosotros hemos visto su gloria». Benedicto
XVI, al reflexionar sobre esta frase, afirma que estas palabras bien podrían ser
las de los pastores al regresar del establo y resumir sus vivencias. Podrían
ser también las palabras con que José y María describirían los recuerdos de aquella
noche inolvidable de Belén. Pero en verdad son las palabras que utiliza el
Evangelista para describir el impacto que Cristo tuvo en su vida. Él ha visto
en el contacto con Él la gloria de Dios y nos la quiere compartir, para que
también la veamos. Desde la encarnación hasta el Apocalipsis, Juan rescata esta
vivencia íntima con el Señor.
La fe es el órgano interior que nos permite ver la gloria de Dios. Nos
torna “videntes” del resplandor de la Verdad y del Amor. Debido a esta
experiencia, podemos y debemos ser mensajeros de esa gloria, la que nace en
Belén y nos despierta la súplica confiada: “Que venga, Padre, tu Reino.”
En el monte Tabor Juan, Santiago y Pedro vieron la gloria de Jesús. Su
rostro transfigurado y sus vestiduras resplandecientes despertaron en los tres
el deseo de quedarse y eternizar ese momento. Los tres descubren la gloria de
Dios en la revelación del Hijo y en la cercanía de Elías y
Moisés.
Para nosotros, que no estuvimos en el Tabor se nos hace más difícil
tener la vivencia de esa gloria. Y no obstante, la podemos vislumbrar por
ejemplo en la naturaleza o en todo hombre creado y redimido por el bautismo y
los demás sacramentos. Si bien es cierto que el pecado corrompió y desdibujó
esta gloria, también es cierto que en toda persona noble y santa se perciben
los rasgos de la gloria divina.
El Apocalipsis menciona esta gloria afirmando que La ciudad no tiene
necesidad ni de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la
ilumina, y el Cordero es su lumbrera. El centro de la nueva creación será el
trono de Dios, y sentado sobre ese trono estará el Señor Jesucristo en gloria,
con su gloria resplandeciente, iluminando toda la nueva creación.
Hay un anhelo profundo en todo creyente: contemplar esta gloria. San
Pablo lo expresará en forma anhelante: "Por tanto, nosotros todos, mirando
a cara descubierta como un espejo la gloria del Señor, somos transformados de
gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu "(2 Cor 3:18). Navidad es el momento donde los
hombres viendo esa gloria, alaben a Jesús y crean en él. (Jn 20,31).
Hay una experiencia de gloria que se genera por la intervención de la
Madre. Es en las bodas de Caná, en Galilea. Allí “Jesús reveló Su gloria y sus
discípulos creyeron en Él "(Jn 2,11). En los Santuarios marianos, en los
Santuarios de Schoenstatt, María quiere hacer resplandecer su gloria, que no es
otra que la de su Hijo Jesús.
La segunda persona de la Trinidad se convirtió en un ser humano y
estableciendo su tienda en medio nuestro nos fue revelando y transfigurando la
gloria de Dios.
Reflexionemos
1. ¿Hemos tenido alguna vez la experiencia de esta gloria de Dios, por
ejemplo en lugares especiales, en
personas particulares o en tiempos de gracia concentrados?
2. Transcribo un texto del Acta de fundación de Schoenstatt:
“San Pedro, después de haber contemplado la gloria de Dios en el Tabor,
exclamó arrebatado:
“¡Qué bien estamos aquí! ¡Hagamos aquí tres carpas!” Una y otra vez
vienen a mi mente estas palabras y me he preguntado ya muy a menudo: ¿Acaso no
sería posible que la Capillita de nuestra Congregación al mismo tiempo llegue a
ser nuestro Tabor, donde se manifieste la gloria de María?”
¿Qué consecuencias para nuestro apostolado entresacamos de este texto
del Acta de Fundación?
3. ¿Hemos conocido personas, lugares o circunstancias que puedes
mencionar como una experiencia de la gloria de Dios en tu vida?
Peticiones, renovación de la
Alianza y bendición final.
1. Invoquemos a Cristo, alegría y júbilo de cuantos esperan su llegada,
y digámosle:
- Esperamos alegres tu venida: ven, Señor Jesús.
- Tú que existes antes de los tiempos: ven y salva a los que viven en
el tiempo
- Tú que creaste el mundo y a quienes en él habitan: ven y restaura tu
obra.
- Tú que no despreciaste nuestra naturaleza mortal: ven y arráncanos
del dominio de la muerte.
- Tú que viniste para que tuviéramos vida abundante: ven y danos vida
eterna.
- Tú que quieres congregar a todos los hombres en tu reino: ven y reúne
a cuantos desean contemplar tu rostro.
- Pedimos por nuestras intenciones personales
2. Pidamos ahora con confianza filial la venida del Reino del Padre:
“Padre nuestro…”
3. Renovemos ahora la Alianza con nuestra Madre: “Oh Señora mía…
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