El
Bautismo del Señor
Isaías 42, 1-4. 6-7 Hechos de los Apóstoles 10, 34-38;
Lucas 3, 15-16. 21-22.
«Mientras oraba,
se abrió el cielo, bajó el Espíritu
Santo sobre Él en forma
de paloma, y vino una voz del cielo:
–Tú eres mi Hijo, el amado,
el predilecto»
«Me duele el alma al pensar que se cierra
un nuevo tiempo navideño. Guardo
mi Belén con tristeza en el
alma. Guardo a José, a María, al Niño. Guardo los pastores, los reyes, el castillo de Herodes»
El otro día me regalaron un catalejo. Al cogerlo entre mis manos
me pregunté: ¿Para qué me sirve? En la oscuridad de la noche no veía nada.
No había luz. Intenté ver los objetos iluminados por las lámparas. Estaban
demasiado cerca. Todo se veía negro. Sólo al día siguiente, en un día soleado,
lo volví a tomar entre mis manos y miré por la ventana. De pronto vi al alcance
de mi mano lo que antes parecía tan lejos. ¡Veía tan bien lo lejano! Parecía
todo tan cerca.
¿Había logrado mi catalejo cambiar
la realidad?
¿Había traído junto a mí ese objeto lejano? ¿Era un
truco de magia? No era magia. Lo que antes estaba lejos, seguía lejos cuando
dejaba a un lado el catalejo. Mi mirada no lo veía sin esa ayuda. Con esa ayuda, lo lejano parecía que estaba a mi
lado. El funcionamiento de las lentes parece muy sencillo. Las dos lentes
acercan la realidad. Pienso que mi catalejo me permite ver lo que está lejos.
Ver con detalle lo que normalmente no logro ver por la distancia. Pero no me
deja ver lo más cercano. Así suele ser en mi propia vida. Uso el catalejo y me
fijo en los defectos de los que están lejos. Veo otras vidas lejanas que admiro
o juzgo. Aprecio con claridad las virtudes de los lejanos. Están muy lejos y la
distancia no me permite profundizar ni ver los detalles. Sólo me llevo una
imagen aparente. El catalejo me ayuda a ver el pecado ajeno. Pero no me deja
apreciar el propio. Tal vez todo tenga que ver con la parábola de la viga en mi ojo y la paja en el ojo ajeno.
No sé si debería dejar de usar el catalejo
y así no escandalizarme tanto con los pecados del mundo. No sé si
una lupa me vendría mejor. Sí, una lupa para ver mi propia vida en su grandeza
y en su pequeñez. Sigo pensando en mi catalejo. Me gusta porque veo tantas
cosas que sin él no veo. Pienso en lo bueno, en la belleza que se escapa a mi
mirada torpe y limitada, mi vista corta. El catalejo me permite observar lo más
lejano, apreciar el mundo, valorar la realidad. ¿Cómo funciona la magia de mi
catalejo? No lo entiendo. Me acostumbro a usar cosas mágicas cada día. La tecnología
hace posible lo imposible. Recibo un mensaje en el whatsapp sin esperar ni un
segundo. Hablo con alguien a miles de kilómetros de distancia. Veo en una
pantalla una película. Le dicto al teléfono y escribe o hace lo que le pido.
Subo documentos y fotos a una nube y puedo luego acceder a todo lo que tengo
cuando lo deseo. Todo parece imposible, pero no lo es. La tecnología lo permite, lo hace fácil.
Lo que hasta hace un tiempo
era imposible, ahora es posible. Parece magia. Y yo me acostumbro a lo imposible.
Me habitúo a utilizar la tecnología como algo evidente. Y me enfurezco cuando las cosas no funcionan
como yo quiero. Mi saber es limitado. Eso lo sé. Pero doy por evidentes
avances que antes eran impensables. El catalejo está tan lejos de esa cámara en
mi ordenador que me acerca al que está a miles de kilómetros. No quiero dar
nada por evidente. Quiero usar lo que Dios pone en mi camino para cuidar a
las personas. Creo que la tecnología
está al servicio del hombre. Y no al revés. No estoy al servicio de mi móvil,
de mi ordenador, de mi nube. Soy mucho más importante que todo lo que tengo.
Pienso en mi catalejo. Pienso en todo lo que me acerca y aleja de las personas.
En todo lo que me hace observar la realidad como es. Sin pasar por alto los
detalles. Pienso en mi catalejo y en mi lupa. Quiero ver. Quiero contemplar con
misericordia. Quiero ver para alabar y dar gracias. Fijarme en lo bueno, en
lo importante y no poner tanta atención
en lo malo, en lo defectuoso. A veces parece
que es lo definitivo.
No lo es. Para eso tengo que manejar bien las distancias. Estar cerca y mantenerme a veces lejos.
Decía el Papa Francisco hablando de «Jesús que,
al mismo tiempo
que proponía un ideal exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la samaritana o la mujer
adúltera». Jesús mira lejos.
Habla del ideal que
observa con su catalejo. Pero luego se acerca con su lupa. Muy cerca del que
sufre. Muy cerca del que tiene problemas. Se abaja a su vida como es y ve lo
bueno y lo malo. El error y el acierto. Aprecia el dolor y la alegría. Porque
muchos extremos se mezclan en el alma. Casi se confunden y suceden en un
mismo latido. Y Jesús lo ve todo.
Y quiere que yo también
lo vea todo y lo ame. Con mi catalejo.
Con la lupa de mi
misericordia. Con el microscopio que ve todos los detalles de generosidad que
pasan desapercibidos al ojo humano. Necesito una ayuda para ver más. Necesito
usar más mi catalejo con sabiduría. Y mi lupa. Y acercarme guardando una sana distancia. ¿Cómo
se hace?
Me duele el alma al pensar
que se cierra un nuevo tiempo navideño.
Guardo mi Belén con tristeza en el alma. Guardo
a José, a María, al Niño. Guardo los pastores,
los reyes, el castillo de Herodes. Envuelvo las figuras recordando los días
pasados, con algo de nostalgia. Me duele cerrar esta etapa del año llena de
colores, de ilusión, de sueños. Llena de encuentros familiares, de abrazos y
regalos. Esta navidad de oración, descanso y silencio. Comidas y risas. ¿Cómo
he aprovechado estos días santos? ¿Ha cambiado algo dentro de mi alma? Me
gustaría quizás haber descansado más. Haber perdonado a los que me irritan.
Haber abrazado más a los que me cuestan. Haber hecho regalos más personales y
con más sentido. Me gustaría haber sentido un abrazo íntimo de Dios. Haber
tocado en su carne el dolor de mi carne. Haber sentido el bálsamo de su
presencia. Puedo mirar estos días y pensar que han sido flojos, que no he
estado a la altura. ¿Qué me dejan estos días navideños? El otro día leía una
reflexión sobre Navidad que me dio qué pensar: «Del misterio de la Navidad, yo al menos, no espero una repentina
desaparición de las penas presentes. Lo que sí espero es que el Niño Dios venga a estar con nosotros en estas
dificultades actuales, que la Virgen
nos lo preste
para tenerlo en los brazos
y en el corazón un rato. Sí espero que nos
venga a consolar
con su sonrisa, y que nos endulce
el pensamiento y los afectos
como a los pastores. Lo que yo sé
es que la Navidad, cada año, es un milagro
en el cual un indefenso niño despierta en mí los
mejores y más bellos
sentimientos, derramando una ola de consuelo y cariño que hace que los sucios
pesebres se transformen en hogares encantadores». Me gusta esa mirada de luz sobre
la Navidad. Sobre
ese niño pequeño
y frágil que apenas
sonríe entre mis manos. Una encarnación que transforme mi vida. Pero no
eliminando todo lo que en ella hay de dolor y sinsabores. Jesús no me baja de
mi cruz. Él sube a ella. Me gustaría, lo reconozco, empezar de cero. Sin
dolores, sin cruces, sin pérdidas. Me gustaría encontrarme con una nueva
oportunidad en la que se me perdonaran todas las deudas. Un nuevo inicio en el
que todos los jugadores pudieran
comenzar el juego de su vida. Los presentes y los ya ausentes. Como si
nada hubiera pasado. Pero no es así. La
encarnación no sucede de esta forma. Los pastores siguen siendo pastores
después de adorar al Niño. Y los reyes regresan a sus vidas por otro camino.
Todo vuelve a ser como antes de la estrella. Y José y María siguen cuidando sus
vidas y la de ese niño y huyen a Egipto con temor. Todo parece igual que antes.
Nada ha cambiado en apariencia. Pero no es así. En realidad, todo ha cambiado
de una forma sutil. Tal vez muchos ojos no supieron comprender que era sólo el inicio de algo grande. No vieron a Dios en la
carne de un niño, en la pobreza, en el olor a establo. No creyeron que su
salvación estaba tan cerca. No alzaron la mirada conmovidos. Se podría decir
que la primera Navidad fue como el efecto del aleteo de una mariposa. El
nacimiento de Jesús apenas produjo una brisa casi imperceptible. Fue la
decisión de María en el silencio de Nazaret. Fue su sí valiente y profundo. Fue
un niño que era Dios, pero en
apariencia era un niño más. Fue un acto de amor entre un hombre y una mujer
valientes, pobres y frágiles. Convencidos de que Dios los había mirado con
misericordia. Fue una ciudad pequeña llena de gente por culpa del censo. Fue un
establo humilde porque no había posada
para más peregrinos. Fue la sorpresa de unos magos de Oriente que seguían una estrella. Fue la fe de unos pastores que
cuidaban en la noche sus rebaños. Fue el paso fugaz de una estrella que lo
llenó todo de esperanza. Esa misma estrella que ha pasado por mi vida
llenándola de luz. Hoy escucho: «Hijos de Dios, aclamad
al Señor, aclamad
la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor
en el atrio sagrado». Me postro delante del Belén por última vez. Llego
al lugar en el que Dios se hace grande y yo pequeño. Me conmueve el silencio de
la gruta en Belén. La paz de una ciudad amurallada. Parece que nada cambia en
la apariencia de un mundo que vive con tantas prisas. No hay tiempo para
detener los pasos. Pero basta el aleteo de una mariposa. Bastan un leve
movimiento, un susurro, una palabra. Con eso basta para que cambie el mundo.
Porque las cosas grandes en la historia tienen comienzos sutiles. Una idea, un
sueño, una palabra, un gesto, un abrazo, un deseo, un sí. Todo comienza en lo más hondo del corazón. Allí
donde nadie tiene derecho a entrar e imponer sus normas. Allí donde se juega la
libertad de cada uno. De mí depende. Lo tengo claro. La Navidad depende de mí.
No del gobierno que construya belenes bonitos en la ciudad. No depende de mi
entorno que me facilite adorar a Dios. No depende de la fe de mi propia
familia. Depende de mí. De mi sí. Del aleteo de una mariposa que sucede en mi
corazón. Algo insignificante. Nadie lo percibe. Pero mi sí, mi decisión más
íntima, acaba cambiando el mundo. Transforma los corazones. Logra que sucedan
cosas impensables.
Una sola decisión
lo transforma todo. Me recuerda
una película, Regreso al futuro. En ella el protagonista
quería volver al pasado en una máquina del tiempo para cambiar las cosas. Al
cambiar un pequeño detalle, todo cambiaba en el futuro. Parecía algo
insignificante. No tenía que haber alterado tantas cosas. Pero sí. Todo
cambiaba de golpe por un leve movimiento. Un cambio casi intrascendente. Al
pensar en la Navidad pienso en el valor de mis decisiones, de mis gestos, de
mis perdones, de mis abrazos. Pienso en el valor de todo lo que hago. Parece
insignificante. Pero yo sé que estoy cambiando el mundo. No cargo con una simple piedra
al actuar, al amar, al creer. Al hacerlo estoy
construyendo catedrales.
Me gusta
ver la inocencia reflejada en los ojos, en la sonrisa. La inocencia de una mirada. De unas palabras dichas
con pureza de intención. Se debería presumir siempre la inocencia de las
personas. Quisiera aprender a mirar a una persona y pensar bien de ella. No
quiero interpretar sus actos, juzgar sus
palabras, leer debajo de sus silencios. No quiero imaginarme comportamientos
pasados, pensar en sus movimientos e interpretarlos, querer desentrañar sus
verdades ocultas. Soy inocente mientras no se demuestre lo contrario. ¿Por qué
a veces presumo la culpabilidad en los otros? Me da miedo mirar con el corazón
sucio. Deseo esa inocencia que tantas veces pierdo. Me fascina la mirada
inocente del niño, sorprendido ante la vida. No piensa mal. No interpreta. No
condena. No juzga. Me gustaría ver algo sin juzgarlo. Observar la vida sin
sacar conclusiones. Simplemente observar lo que sucede ante mis ojos sin querer
saber el porqué de todo lo que veo. Me gustaría ver a todos como presuntos
inocentes. Esa mirada buena y pura es la que quiero para mí como fruto de una
Navidad más que ha pasado por mi alma. Quiero llevarme algo de los pastores, de
los reyes, del Niño que nace entre mis manos. Algo de esos ojos que no esperan
nada, no reclaman, no exigen. Que se me pegue un poco del corazón que se alegra ante la vida
sin pedirle nada
imposible. Hoy escucho: «Está claro
que Dios no hace distinciones». Y es cierto. No ha prejuzgado mi vida. No me ha encasillado
en un lugar. Simplemente me mira conmovido al ver mi verdad, mi originalidad.
No distingue. No separa. No encasilla limitando. Dios me mira como soy y para
Él valgo mucho. Más de lo que nunca
había pensado. Quiero pensar en la mirada de
Dios sobre mí. Me gustaría
mirar así a los demás.
Me gustaría ser más niño.
Decía el P. Kentenich:
«Sólo quien sea un niño sencillo
podrá edificar un mundo nuevo»1. Niño para cambiar la realidad con mi forma de enfrentar la vida. Un
corazón puro que no piensa mal ni habla mal de los demás. No juzga ni condena.
Un niño que se asombra ante las cosas. Se
sorprende y se
entusiasma. Un corazón de niño capaz de alegrarse con los pequeños
regalos de la vida. Sin pedir más,
sin exigir más. Me
gustaría aprender a confiar y a ser más valiente. Más audaz, más
generoso. Decía el P. Kentenich: «¿Dónde
reside la causa de la falta de generosidad? En la escasez
de un hondo sentir de niño. ¿Por
qué nos falta
eficacia, iniciativa y resistencia cuando nos cercan
las dificultades? Porque
nos falta efectivamente un sentir de niño que sea genuino, verdadero, sencillo
y profundo. Una genuina y marcada actitud
de niño ante Dios»2. Me falta el sentir de niño.
No confío. Desconfío. No miro con inocencia. Me confundo. Y mis
juicios y prejuicios me vuelven egoísta y excesivamente cuidadoso
en mi entrega. No me arriesgo. Guardo por miedo a perder.
Desconfío del futuro incierto. Y no creo en el
poder ilimitado de un padre que me ama con locura. No creo en lo imposible. No
creo en lo eterno. Vivo atado a la vida y apegado a los bienes. Pero no me
llenan, no calman mi sed más profunda. Rodeado de cosas que creía iban a llenar
mi corazón. Pero permanezco infeliz e insatisfecho. Quisiera tener un corazón
de niño. Vuelve a mi memoria la poesía oración de Unamuno: «Agranda la puerta, Padre,
que ya no puedo pasar,
la hiciste para los niños,
he crecido a mi
pesar. Y si no agrandas la puerta, achícame
por piedad, llévame
a la edad aquella, en que vivir
era soñar». Es
lo que deseo. Entrar por la
puerta pequeña del portal de Belén. Adentrarme en el corazón de Dios con pies
de niño. Hacerme pequeño sin querer destacar, sin pretender ser visto. Me duele
la invisibilidad. Se me olvida que lo importante es que Dios me vea. Con eso
basta. Me hago pequeño. Disminuyo en mis pretensiones humanas. No pretendo el
reconocimiento ni agradar siempre a todos. Como un niño. Que en mi pureza soy
el que soy sin importarme con quién me encuentre. Dejo de lado las máscaras y
los sueños de grandeza. Me hago pequeño para que Jesús crezca en mí. El Niño
Dios toma las riendas de mi vida y me ayuda a confiar. Cierro
los ojos. Me abandono. Sólo Dios conduce
mis pasos. ¿Me lo creo? Me
cuesta tantas veces ver su mano salvadora cuando caigo en el abismo de mis
miedos. Miro al niño escondido dentro de mi alma. Lo dejo salir, reír, gritar.
Quiero aprender a confiar. Sonrío en
medio de la tormenta. Voy seguro. Dios me lleva en la palma de su mano.
1 J. Kentenich, Niños
ante Dios, 328
2 J. Kentenich, Niños
ante Dios, 328
Epifanía
significa aparición, manifestación del misterio que estaba oculto. Lo visible me habla de lo invisible. Lo temporal de
lo eterno. La carne del amor de Dios. El domingo pasado vivimos la epifanía de
los Reyes magos. Jesús se manifestaba en carne de niño a los sabios del mundo.
Hoy celebramos la manifestación de Jesús como Hijo de Dios en el Jordán ante el
pueblo judío que esperaba al Mesías. El próximo domingo celebraremos la tercera
Epifanía, la manifestación de Jesús y su poder en las bodas de Caná. Jesús
manifiesta el poder de Dios con sus milagros. Son tres manifestaciones del amor de Dios. Se hace visible a los hombres. Hace
presente la eternidad. Dios se manifiesta en mi vida de muchas maneras. Lo hace
de tal forma que a veces me confundo pensando que no es Él. Pero sí, está
oculto y muestra su poder. No se manifiesta cuando yo quiero. A veces imploro
que se haga presente. Y no sucede. Espero el milagro que me hable de lo trascendente. Pido, exijo, grito.
En el Jordán el pueblo está
expectante: «En aquel
tiempo, el pueblo
estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería
Juan el Mesías». Esperan al Mesías.
No lo ven. Sé que el hombre
siempre quiere tocar
a Dios. Quiere ver su poder.
Quiere acariciar la gloria en la tierra. La luz en
la noche. La esperanza en la desolación. La expectación se alimenta con el
deseo de ver algo sorprendente. A menudo me veo expectante. Deseo que
suceda algo con todas mis fuerzas. El
anhelo crece en mi interior. Mi corazón de niño suele estar expectante ante la
vida. Me da miedo envejecer antes de tiempo y perder la frescura de los niños.
Me da miedo acomodarme y no esperar nada de la vida, de los demás, de mí mismo.
La expectación guardada en el alma me mantiene despierto, joven, niño. Como los
niños en la noche de reyes que no duermen porque están expectantes. Espero
mucho de Dios y de la vida. Sueño mucho, con fuerza. Anhelo mucho. No descanso
en paz porque vivo soñando con el cielo. Lo espero todo, lo deseo todo.
Quisiera que sucediera ahora mismo,
entre mis manos. No quiero acostumbrarme a los milagros. Son cotidianos tal vez
por eso me resultan evidentes. Pero son la manifestación de Dios en medio de mi
rutina. Comenta el siquiatra Enrique
Rojas: «La felicidad consiste en la administración inteligente del deseo.
Y la infelicidad es un sótano sin vistas a la calle.
El buen equilibrio entre lo que uno ha deseado y lo que uno ha conseguido». Soy de imágenes. Y no me gusta
pensar en un sótano sin ventanas. Prefiero una sala con grandes ventanas llena
de luz. La felicidad llega a mí en un desequilibrio entre los deseos que espero
expectante y lo que ya se ha manifestado como verdad en mis pasos. No quiero
dejar de lado lo ya conseguido. Quiero disfrutar de lo que tengo. Sin dejar de anhelar
y desear con toda el alma. ¿Cómo son mis deseos? Leía el otro día:
«Los deseos profundos parecen manifestar las mismas características que las personas
auténticamente inteligentes, es decir, la humildad y la sencillez; tal vez aspiran
a cosas modestas
y discretas, pero estas pequeñeces abren grandes horizontes»3. Me gustaría tener deseos sencillos
y humildes. Deseos
profundos y verdaderos. No quiero pedir lo que no me va a dar la felicidad ni la paz.
¿Qué espero lleno de expectación? Como los niños que no duermen esperando a los
Reyes. O el pueblo judío esperando al Mesías. ¿Qué espero de la vida? No quiero
volverme viejo. Ni dejar de soñar, de esperar. No quiero quedarme el borde del
camino lamentando lo que no fue. O pensar que ya no puedo creer en el futuro
que viene. Siempre puede haber un milagro en mi vida. Algo sencillo. Algo
pequeño. No importa. Deseo tocar el cielo con mis manos torpes. Deseo la luz
del sol que llene mi rostro de alegría. Deseo escuchar esa canción que ensanche
mi alma. Deseo más amor del que tengo. Deseo una vida más llena de Dios. Deseo
que lo que amo sea eterno. Deseo una paz que no deje de inquietarme. Deseo
tocar las alturas viviendo con modestia. Deseo pasar desapercibido cambiando la
historia. Deseo todo ahora mismo, en mis manos. Y deseo entregarlo todo sin
guardarme nada. Deseo que se hagan realidad todos mis sueños. Y deseo renunciar
a todos ellos sólo por amor a Dios.
Deseo escuchar la música que calme mis miedos. Deseo una sonrisa que nunca se
acabe. Deseo un abrazo en el que Dios me abrace. Deseo vivir con sentido
haciendo todo lo que hago. Son deseos sencillos los que deseo.
Hondos. Muy hondos.
Vivo expectante. Sin perder nunca
la alegría.
Jesús se hace hombre
para manifestarle al hombre que nada está perdido. Dios renuncia
a su poder de Dios para
hacerse impotente. No quiere ser el centro, ni el primero. Se hace pasar por
uno de tantos oculto entre los hombres, para confundir a los poderosos. Ese
Jesús sencillo y pobre hoy espera su turno en
la cola como
un hombre cualquiera: «En un bautismo general, Jesús también se bautizó». Se
humilla el Mesías. Se hace
uno de tantos pasando desapercibido en la muchedumbre. Porque así es Dios: «Está claro
que Dios no hace distinciones; anunciando la paz
que traería Jesucristo, el Señor de todos». Dios no distingue a los sabios de los ignorantes, a los pobres de
los poderosos. No trata a cada uno de acuerdo
3 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
con su posición
y poder en la tierra.
Mira el corazón
de cada hombre
y ama a todos por igual. Tampoco quiere que yo haga distinciones. No quiere que desee los primeros puestos.
Y no desea que trate
a cada uno de forma
diferente. Esa actitud mía le enferma. Jesús espera la cola como tantos para
que yo aprenda a esperar
sin imponer mis derechos. ¡Cuánto
me cuesta esperar
una cola pasando
por uno de tantos! Sueño con encontrar a alguien que me cuele.
No me gusta perder el tiempo de forma innecesaria. Quizás no entiendo que el
tiempo simplemente pasa, nunca se pierde. Se acumula en la eternidad. Y cada día en la tierra es un día menos de camino y un día más cerca del cielo.
Un día menos de dolor
y esperanza y un día más de eternidad en posesión de todo lo que deseo.
Me preocupo tanto por lo no importante. Pienso que ser uno más entre
los hombres parece
sencillo, pero luego
no me dejo igualar por otros.
No me alegra ser uno más entre
la muchedumbre. No deseo ser uno más oculto entre
muchos, invisible. Quiero mi espacio, mi lugar, mi reconocimiento. Jesús
se abaja a mi carne
caída para que yo
me levante. Quiere que deje de compadecerme por la mala suerte. Quiere que no
me crea alguien especial distinguiéndome del resto. Quiere
que mi poder
no me aleje de los débiles. Y mi riqueza
no me haga sentir
superior a nadie.
Caigo tantas veces
en vanas pretensiones. Me comparo con los que más
tienen. Quiero tener un corazón de niño para vivir así con más libertad
interior. Sin desear lo que no tengo. Sin pretender lo que no es mío.
Decía el P. Kentenich: «Si en verdad quieren
tener una sana
humildad
–y
hoy en día debemos tener
una humildad sana,
no una humildad encorvada–, deberán
esforzarse seriamente por la magnanimidad»4. La sana humildad va unida a mi verdad.
Comenta Santa Teresa de Jesús: «Dios
es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande
no tener cosa
buena de nosotros, sino la miseria y
ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira». La humildad siempre
unida al amor a mí mismo y a los hombres. Hablo de esa humildad que me lleva a
mirar con alegría a los demás desde mi pobreza. Sin compararme con ellos. Sin
sentirme humillado. Sin creerme especial. ¡Qué largo camino me queda por delante!
Estoy lejos de esa humildad que sueño. Lejos de la vida que deseo. No soy
humilde. No soy paciente. No soy
sencillo. Quiero los primeros puestos.
Y anhelo los privilegios de los hombres. Eso no me hace bien.
Hoy escucho hablar del Bautismo con agua y del
bautismo con Espíritu y fuego. «Él tomó la
palabra y dijo a todos: –Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle
la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu
Santo y fuego». El del agua
es el bautismo del
perdón. Era el bautismo judío, el
del propio Juan. El de Jesús
hoy es el del
Espíritu Santo. En él se
regalan los dones para vivir como vivió Jesús: «Conocéis lo que sucedió en el país de los
judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me
refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo,
que pasó haciendo
el bien y curando a los oprimidos por el diablo,
porque Dios estaba
con Él».
Jesús fue ungido con el Espíritu Santo. Y pasó haciendo el bien y curando
al doliente. El Espíritu Santo lo capacitó para bautizarme a mí con su fuego.
El Espíritu viene sobre mí con su poder. No me perdona sólo los pecados. Me
capacita. Me llena del fuego de su amor. Me hace capaz de pasar por la vida
como Jesús, haciendo el bien. Hoy escucho: «Sobre
Él he puesto mi Espíritu». Jesús está lleno del Espíritu de Dios. Lleno de
su poder. Renunció a todo y recibió el Espíritu para cambiarlo todo. Tengo
claro que los grandes cambios en mi alma son fruto
del Espíritu. Comenta
el P. Kentenich: «Podemos
preparar un poco el terreno a esa transformación interior mediante una
cierta ejercitación, pero,
en definitiva, es el Espíritu
Santo quien nos lo tiene que dar como don»5. El cambio interior,
profundo y duradero
es obra del Espíritu en mí.
Me empeño en querer cambiar yo a fuerza de voluntad, de esfuerzo, de
ejercitación. Pero es Él el que me
cambia por dentro. Me transforma. Es un don. El amor filial me hace implorar la
presencia del Espíritu Santo con sus dones en mi vida. Como niño clamo a Dios.
El Espíritu Santo, como un fogonazo, ilumina mi alma y la hace más de Dios.
María responde a mi súplica enviándome el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor.
Rezo con María en el Cenáculo, como los apóstoles. El P. Kentenich me lo
recuerda: «Si el Espíritu Santo, el amor
increado, no desciende hasta lo más hondo de nuestro ser,
no tendremos jamás
un fuerte espíritu de filiación»6. María está llena del Espíritu
Santo. Ella se vuelca sobre mí y me colma con su ser.
Ella implora el Espíritu conmigo
para que me haga exclamar: «Abba, Padre». Como niño miro a Dios.
El Espíritu es el fuego en mi interior
que me purifica, me limpia,
me anima. Y me hace ser más niño.
Necesito el Espíritu Santo para ser
de Cristo. Comenta el Papa Francisco en la Exhortación apostólica
4 J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
5 Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
6 J. Kentenich, Niños ante Dios, 233
Amoris Laetitia: «Jesucristo quiere
una Iglesia atenta
al bien que el Espíritu
derrama en medio
de la fragilidad». En mi
fragilidad me puedo levantar en la fuerza del Espíritu. Es el que me salva. En
el día del Bautismo del Señor quiero
renovar mi propio bautismo. Ya no me acuerdo del día en que fue bautizado.
Quiero dejarme tocar de nuevo por el agua del Bautismo.
El Espíritu de Dios puede hacerme
nacer de nuevo.
Jesús escucha en su corazón
que es el hijo amado. «Y, mientras
oraba, se abrió
el cielo, bajó
el Espíritu Santo sobre
Él en forma de paloma,
y vino una voz del cielo: –Tú eres mi Hijo,
el amado, el predilecto». Dios ha escogido a su hijo: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi
elegido, a quien prefiero». Es el elegido, el predilecto. Dios le muestra
todo su amor. Siempre le digo a los padres del niño que va a ser bautizado,
que, en el día del bautismo, Dios le dice cuánto lo quiere. Y ese amor se queda
grabado para siempre en su alma como una señal imborrable. Ese día todo
comienza de nuevo. Escucha una voz que se queda grabada para siempre. Pero es
cierto que con el paso del tiempo lo olvido todo. Olvido cuánto me ama Dios y
busco otros amores. No quiero olvidarme de su amor. Dios me quiere de forma
predilecta. Si lo recordara cada mañana no viviría mendigando amor. No viviría
buscando la aprobación y el reconocimiento de todos. Su amor fiel es para
siempre. Saberme amado es lo que me capacita para la misión. Los santos
empezaron a ser santos el día en el que se supieron profundamente amados por
Dios. Y ese día no fue el de su éxito y triunfo en la vida. No fue el día en el
que todos reconocieron su valía y aplaudieron. Fue más bien aquel día doloroso
en el que las fuerzas fallaron y sintieron que estaban al borde del abismo. En
ese momento de angustia y tristeza una voz en su corazón les hizo saber que
eran profundamente amados por Dios para siempre. Escucharon que no servía de
nada vivir con pena y angustia. Esa convicción es la que me salva a mí en medio
de mi debilidad, de mi fragilidad, de mis miedos. En medio de mis caídas y
fracasos. Una voz me saca de la angustia y la perdición. Ese Espíritu me saca
de mi tristeza y me hace creer en todo lo que puedo hacer cuando me sé tan
amado. Me usa como su instrumento: «Yo, el Señor, te he llamado
con justicia, te he tomado
de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo,
luz de las naciones. Para
que abras los ojos de los ciegos,
saques a los
cautivos de la prisión, y de la mazmorra
a los que habitan en las tinieblas». Dios no me llama
porque sea muy capaz. Más bien me capacita para la misión, para
ser instrumento en sus manos. Para llevar luz al que está en tinieblas. Para
fortalecer al débil. Para levantar al caído. Para anunciar la liberación a los
oprimidos. Me gusta esa mirada sobre mi propia vida. El amor de Dios en mi
corazón me pone en camino. Me hace salir de mi comodidad. ¿Cómo devolveré todo
el amor recibido? Dios me quiere con locura. Necesita mi sí, mi presencia, mi abrazo. Y yo necesito
saber que me quiere como soy. Que su amor es incondicional y no depende de mi actitud y comportamiento. Necesito tener la
certeza de su perdón cada vez que caiga
y me aleje. Necesito sentir su abrazo de Padre que me quiere con locura
y ama hasta el extremo. Ese amor incondicional es el que yo necesito en mi
vida. Al saberme amado aprendo a amar a los hombres. Ambos amores van tan
unidos. No puedo decir que amo a Dios sin amar a los hombres. Es imposible. El
amor a Dios me impulsa
a amar. El otro día leía: «Muchas personas
valoran más su amor a Dios que sus
relaciones con los hombres. Esto
es un engaño claro. Se juzgan mucho
más creyentes de lo que son»7. No me puedo refugiar en Dios
como un ermitaño huyendo del amor de los hombres que me hiere. Mi amor a los
hombres y mi forma de relacionarme con ellos tiene que ver con mi amor a Dios.
Hay una conexión profunda. Cuando me sé amado por Dios, aprendo a amar a los
hombres. Cuando he sido amado en lo humano me es más fácil
llegar a Dios:
«Quien no haya amado
humanamente, me refiero
al amor a un ‘tú’,
no al amor a un ‘ello’, no sé cómo
habrá de llegar
al amor a Dios»8. Por el amor humano llego
al amor de Dios. Y desde el amor recibido de Dios al amor
a los hombres. Cuando me sé amado vivo con paz, tranquilo, en posesión de mí
mismo. No estoy en búsqueda de un amor que me calme, porque ya lo he encontrado.
Saberme amado por los hombres y
por Dios me da una paz santa que calma mi sed de infinito.
7 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
8 Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos