Isaías 60, 1-6; Efesios 3, 2-3a. 5-6; Mateo 2, 1-12.
«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un
hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa 'Dios-con-nosotros'»
6 Enero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Me gustan las personas que regalan poesía,
ilusión, esperanza. Los que regalan sueños envueltos en papeles de colores. Los
que despiertan mi gratitud con una sonrisa llena de emoción guardada»
Hay una clara diferencia entre ser trasparente y ser
invisible. Cuando soy trasparente los demás ven claramente quién
soy yo. Perciben lo que siento. Saben cómo me encuentro. Ser trasparente es un
anhelo del corazón porque tiene que ver con mi verdad, con mi misterio. Leía el
otro día: «Cuando adivinaba lo que se
esperaba de mí, lo daba. Estaba aprendiendo un arte muy sutil de la oferta. Hay
que dar al otro lo que él espera, no lo que deseáis para vosotros. Lo que él
espera, no lo que sois. Porque lo que espera no es nunca lo que sois, es
siempre otra cosa. Aprendí muy pronto, pues, a dar lo que no tenía»[1]. El problema de querer agradar y satisfacer el deseo de los demás es que
dejo de ser yo mismo. Renuncio a mi verdad y a mi deseo. Dejo incluso de
percibir los deseos más verdaderos del alma: «Un elemento característico de nuestra época parece consistir en la
dificultad para reconocer los deseos auténticos, es decir, los deseos estables
y duraderos, capaces de proporcionar una orientación en los distintos ámbitos
de la existencia (profesión, relaciones, fe, ocio, afectos...)»[2]. Dejo de percibir los deseos ocultos porque yo mismo vivo respondiendo a
los deseos de otros. No a los míos. Y los míos los tapo, los anulo, por miedo a
defraudar a alguien. Lo que de verdad quiero, lo que de verdad soy, es lo que
importa. Esta imagen de trasparencia es la que me gusta. Quiero ser yo mismo
sin tapujos ni miedos. Ser trasparente ante los demás. Pero a veces creo que el
mundo busca una trasparencia que no es la que yo deseo. En una película decía
la protagonista: «Secretos son mentiras.
El conocimiento es básico, es un derecho. El acceso a todas las experiencias
humanas». Es la trasparencia como un derecho que el mundo tiene sobre mi
vida, sobre todo lo que hago. Hoy parece que lo oculto es un daño para otros.
Necesito entonces mostrar al mundo todo lo que hago, que lo vean, que lo sepan.
Como una necesidad enfermiza de querer ser trasparente. No todo lo oculto es
mentira, no todo lo secreto tiene que desvelarse, no todo es corrupción y pecado.
Dios ve en mi corazón y sabe mi verdad más íntima. Eso es lo que importa.
Nazaret es la escuela de lo oculto. No hubo cámaras que grabaran su vida esos
treinta años. Todo oculto, todo guardado en el corazón de Dios. Quiero aprender
a guardar en mi corazón las cosas importantes. No todo tengo que contarlo. No
todo incumbe al mundo. No necesitan verlo todo, saberlo todo. Ese afán por la
trasparencia puede llevarme a lo contrario, a querer dar lo que esperan y
acabar tapando mi verdad. Por miedo al rechazo, a no gustar, a no resultar
atractivo. Muestro una imagen perfecta, ideal, en la que todos puedan fijarse.
Quiero gustar a todos y acabo siendo falso, viviendo una mentira. En mi afán
por ser trasparente, acabo tapando. La transparencia choca con la invisibilidad.
Soy invisible cuando no me ven, ni aprecian. Cuando no me buscan. Hoy parece
que es un mal ser invisible. Necesito que me vean, que me valoren, que me
aprecien, que me quieran. Y si no me ven no recibo aprecio. No me valoran en mi
verdad. No saben cómo soy porque han pasado de largo. Aspiro a que me vean. Y
me quieran. Ser invisible me hace indigno del amor. Por eso vuelco mi vida sin
pudor. Para no pasar desapercibido. Para que muchos puedan fijarse en mí y
mostrarme su amor. Lo oculto y lo trasparente. Lo invisible y lo visible.
¿Dónde me encuentro yo en medio de este mundo que me mira desde todas partes?
Quiero crecer en libertad interior. Para darme según lo que yo soy. Sin miedo a
exponer mis verdades. Viviendo feliz en lo oculto de mi intimidad familiar. Sin
tener que desvelar todos mis secretos, todo lo que hago. Sin temer ser
invisible para algunos, para muchos. No importa. No valgo más por lo que los
demás aprecian en mí. Tengo un valor único para Dios. Para Él soy lo más valioso.
Mi vida merece la pena. Para Él no hay nada oculto en mi interior. Soy el que
soy en mi verdad. Y esa verdad mía a Él le gusta. Necesito cuidar espacios de
intimidad familiar en los que pueda ser yo mismo. Sin miedo al rechazo. Sin
querer mostrar lo que a los demás les gusta de mí. Sin esconderme con miedo a lo que puedan ver y no les guste.
Me gusta acabar el año y mirar hacia atrás. Agradecer por el tiempo transcurrido. A veces, al mirar mi historia, veo
cosas que querría cambiar. Miro mi fragilidad. Sucesos difíciles que me duelen
en el alma. Decisiones equivocadas. Páginas llenas de errores. Pasos que me han
atado haciéndome esclavo. Veo mi historia y quiero darle las gracias a Dios. Mi
vida no sería mejor si volviera al momento que menos me gusta y cambiara algo.
Simplemente sería otra historia, pero no la mía. Jesús cuenta con mi forma de
ser, con mis talentos y defectos. Y cuenta también con mis decisiones, con mis
pasos errados, con mis caídas. También con aquello que ocurrió en mi vida sin
responsabilidad alguna. Sucedió y yo quedé herido. No puedo volver al instante
previo, ni al día anterior. No puedo cambiar nada de lo que está escrito. Cada
palabra, cada gesto. Todo está grabado para siempre en mi alma y en el corazón
de Dios. Yo no sería el que soy si eso no hubiera sucedido. Sería distinto.
¿Sería todo mejor? No lo sé. Es verdad que no quiero sufrir. Duele tanto el
sufrimiento. Creo que, si no hubieran sucedido algunas cosas en mi vida, tal
vez hubiera sido todo distinto. Pero a lo mejor lo que sucedió me ha capacitado
para vivir de una determinada manera. El P. Kentenich fue hijo no deseado, hijo
de una madre soltera. Ese hecho marcó su vida para siempre. Podía él mismo
haber querido que nunca hubiera ocurrido. Pero Dios sacó de esa carencia una fuente
de vida para muchos. En ocasiones no son mis talentos y virtudes los que mejor
me capacitan para ayudar a otros. Muchas veces son precisamente mis heridas,
mis debilidades, mi sufrimiento, los instrumentos más adecuados para servir la
vida que se me entrega. Es curioso. Lo no deseado, lo que me hace sufrir, lo
que puedo haber despreciado de mí, llega un momento en el que se me abre un
camino de salvación y esperanza. Mi mayor fuente de dolor, de frustración, se
transforma en fuente de vida para mí y para otros. ¿Es eso posible? Yo creo que
sí. Mi mayor dolor, lo que me humilla y avergüenza, me hace más humilde y
misericordioso con los demás. Cuando yo mismo he tocado la fragilidad y la
debilidad miro de otra forma a los que dejan ver sus debilidades y falencias.
Mi pecado puede ser una fuente de vida. Porque la santidad no consiste en vivir
sin pecado. Leía el otro día: «Hemos
hecho del cristianismo la religión del tender al perfeccionismo moral,
confundiéndolo con la santidad, como si fuese la única condición para obtener
el amor de Dios y sus dones. Pero el único don que Dios podrá concederme no
será otro que a sí mismo o bien Amor, perdón y misericordia. Y todo esto podrá
dármelo sólo cuando yo me reconozca necesitado de amor, pecador y necesitado»[3]. Mi historia no es perfecta. No estoy limpio de todo pecado. Si rebuscaran
en mi pasado encontrarían algún lado oscuro, algo indigno, algo sin mérito. ¿Ya
no puedo ser santo? ¿Sólo la pureza en toda mi historia me asegura recibir el
amor de Dios? No. Jesús no fue así. Él vino para hacer plena mi vida allí donde
estoy. Contando con mis talentos. Y haciendo de mis heridas una fuente de
esperanza para muchos. Dios hace sagrada mi historia utilizándome como su
instrumento. Así lo explica el P. Kentenich: «En este momento en el que nos hallamos ante un nuevo comienzo,
reiteramos lo que solíamos repetir al comienzo de la historia de nuestra
Familia: - Tú eres la que lleva a cabo las obras más grandes valiéndote siempre
de los más pequeños. Así fue siempre en la historia, así será hoy entre
nosotros»[4]. Miro mi historia, miro este año que ha concluido. Un año más en mi historia
sagrada. Me fijo no tanto en lo que salió mal, sino en lo que Dios ha hecho con
mis errores y caídas. Lo medito todo en mi corazón como hacía María: «María
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Quiero aprender
a leer entre líneas, a partir de mis renglones torcidos. Dios construye
conmigo. Hace cosas grandes con instrumentos pequeños. Mi historia sagrada
merece la pena. Por eso me detengo y agradezco. Miro con un corazón de niño
todo lo vivido. Doy gracias por lo bueno y por lo malo. No quiero cambiar nada.
Quiero aceptarlo todo como un don, como una gracia, aunque haya sufrido al
vivirlo. Le entrego el sufrimiento a Dios. Es la semilla. Es lo que toma en sus
manos con alegría. Toda mi vida llena de fragilidad. Pero fecunda porque Él la
hace fecunda. Un año completo lleno de frases perfectas y muchos renglones
torcidos. Lleno de logros y de fracasos. De momentos de plenitud y hondos
valles de tristezas. Dibujos a medio acabar. Y algunas pequeñas obras de arte.
Pérdidas que me duelen en el alma. Ausencias que marcan un antes y un después.
Todo es valioso, todo cuenta. Lo que pensé que Dios me pedía. Lo que hice sin
preguntarle a Dios. Lo que me duele en lo profundo. Lo que alegra mi corazón de
niño. Todo importa, todo cuenta. Le doy gracias a Dios por cada momento. Mi
pasado descansa en su misericordia. Un año más de vida, un año más de ser hijo.
He caminado de su mano con el corazón
lleno de paz y alegría. Eso es lo que cuenta. Eso es lo que entrego.
Comienza un nuevo año. De la mano de María. María quiere ser mi madre, quiere darme todo su
cuidado y protección. Es la puerta de entrada al nuevo año. Quiere educar mi
corazón endurecido. Dios me bendice con su paz: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz». Me guarda en mis caminos. Comienzo el año tranquilo lleno de confianza.
Llevo en el corazón miedo y amor. Deseos de llegar muy lejos. Expectativas que
han sido sembradas en mi alma. Miro a Dios al comenzar los días en blanco de un
nuevo año. Rezo: «Que el Señor salga a tu
encuentro cada día de este año. Que sea para ti compañero de marcha, guía en la
encrucijada, defensa en los peligros, albergue en el camino, sombra en el
calor, hogar en el frío, luz en la oscuridad, consuelo en los desalientos,
abrazo en la soledad, puerto en la tormenta. Que Él te bendiga y camine contigo». Tengo ante mí todo por decir, por hacer, por decidir, por escribir. ¿Qué
quiero mejorar? ¿En qué quiero cambiar? ¿Qué desafíos tengo por delante? Un año
completo. María y Jesús conmigo. Me asusta la responsabilidad de tejer mi vida.
No estoy solo. Es más importante amar que hacer. Más dejarme hacer que lograr.
Vale más vivir con alegría que apesadumbrado. Dar que recibir. Encontrar más
que buscar, aunque la búsqueda tiene su atractivo. No quiero correr. Decido que
la vida se vaya haciendo a fuego lento. ¡Cuánto me cuesta la pausa a mí amante
de las prisas! Espero callado en el umbral del nuevo año. Me asustan las
incertidumbres que no controlo. Quiero ser creativo, hacer las cosas de
diferente manera, escuchar las otras frecuencias, los susurros que flotan en el
aire. Mirar con otros ojos. ¡Cuánto me cuesta contemplar la vida! Miro a
menudo. Y juzgo. Me detengo en mis prejuicios. Me ahogo en las condenas que
habitan en mi alma. Quiero hacerlo todo bien en este año. Pero, si yo soy
imperfecto. ¿Cuándo aprenderé a amar la imperfección? Estoy demasiado lejos.
Amo lo perfecto, lo logrado, el éxito completo. Desprecio lo que no me ha
salido tan bien. Veo en seguida el fallo, la carencia, la herida, el error.
Tengo una mirada que observa y distingue lo que el otro no hace, lo que yo no
hago. Algunas de mis relaciones viven a partir de esta exigencia. No lo hago
bien. No lo hace bien. Tengo que corregir algo. Pienso que los demás, si son
sinceros, me tendrán que decir lo que no estoy haciendo bien. Esperarán de mí que
lo mejore. Así actúo yo con los demás. Así me miro yo a mí mismo. Tengo que
cambiar, mejorar, ser perfecto. Pienso que todavía estoy muy lejos. Como si
fuera la perfección moral lo que Dios me exigiese. Él no quiere que sea
perfecto. Yo tampoco quiero la perfección aburrida y rutinaria. Quiero amar a
Dios oculto en la fealdad aparente. Quiero una sensibilidad para percibir
frecuencias inaudibles para muchos. Quiero la sensibilidad que vierta lágrimas
ante el dolor, ante la alegría. Quiero aprender a reír con el que ríe, aunque
se ría de mí. Quiero abrazar al que esté solo, saltando la distancia que me
separa de los hombres. No quiero contestar todos los reclamos que me hacen.
Pero sí quiero estar para el que de verdad me necesita. Quiero hacer las cosas
nuevas con métodos nuevos. Aunque me cueste asumir que hay cosas que ya no
sirven. Quiero caminar más caminos. Recorrer más sendas. Quiero cortar con
aquello que me quita la vida. Quiero guardar más silencio. Desconectar mi
móvil. Olvidarme de las preguntas y peticiones aún no respondidas. Quiero soñar
en alto y decir con voz firme lo que el corazón desea. Quiero olvidar mis
prejuicios. Y no vivir queriendo cambiar el mundo. Con que cambie yo ya será
algo. Quiero oír más a Dios, o al menos meditar más cosas en mi corazón.
Cocinar a fuego lento los pasos de mis días. Sin prisas que me amarguen. Sin
exigencias que no llevan a ningún lado. Quiero enumerar los ideales para los
que he nacido. Dibujar las estrellas con nuevas melodías. Escuchar las campanas
en lo hondo de mi alma. Quiero acoger al que llega sin exigirle nada. Quiero
callar con más frecuencia y decir menos palabras importunas. Quiero menos
críticas y más alabanzas dichas por mis labios. Quiero más fuego y menos frío
en mi alma enferma. Quiero más humildad para subir montañas. Y más pausa al
ponerme en camino. Quiero ir al paso de los lentos, sin querer ser el primero.
Decido no compararme más con los que más tienen. Y elijo mirar al que lo ha
perdido todo. Lo levanto del suelo y le muestro el camino. Elijo la vida
grande, la larga, la que merece la pena. No quiero que mis miedos paralicen mi
alma. Opto por la verdad mucho más que por la mentira. Opto por vivir guardando
mi intimidad sagrada. Acepto mi vida como es hoy sin pretender que todo sea
perfecto. No funcionan así mis pasos, ni mis días. Vuelvo a mirar las estrellas
y la luna al comenzar el año. Decido lo que voy a mejorar, siempre es posible.
Quito de mi alma alguna cadena que me asfixia. No importa si la vida es larga o
demasiado corta. Decido vivirla con paz y calma. Cuento a los hombres lo que
vivo, lo que amo, lo que sufro. No tengo reparo en abrir mis entrañas. No todo
es perfecto en lo que amo. No importan los miedos que pretenden detenerme. El
camino es largo al abrirse la puerta con doce campanadas. Doy el primer paso.
Mis propósitos en el alma. Quiero
caminar hasta las estrellas. Es posible si me dejo querer. Así es más fácil.
Epifanía significa manifestación. Jesús se hace visible a los ojos de aquellos que se acercan a Él: «Entonces lo verás, radiante de alegría; tu corazón
se asombrará». Llegan los magos de oriente y comprenden. Su corazón se
llena de luz y de esperanza. Los paganos creen, aquellos que no eran judíos. Ellos,
extranjeros, vivían esperando la llegada de un rey desconocido. Tienen el oído
abierto y la mente despejada: «¡Levántate,
brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!». Escuchan la voz de Dios en su corazón y se ponen en camino. Llega la luz a
sus almas. No temen enfrentarse a la verdad. Son unos buscadores
incansables: «¡Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: - ¿Dónde
está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y
venimos a adorarlo». Me gusta la actitud de los reyes que se ponen en
camino y descubren la luz en medio de la
noche. Una sola estrella basta para guiar sus pasos por caminos llenos de polvo.
Basta la luz de una sola estrella para comprender el sentido de tanto camino, de
tantas noches de dudas, de tantos miedos. Son fieles en esa búsqueda y no cesan
hasta encontrar al rey de reyes. No se desesperan nunca. No se dejan engañar ni
pierden la esperanza. Son fieles a la intuición que hay en su corazón. Buscan el
lugar que señala la estrella. Navegan mar adentro. Recorren caminos profundos.
Buscan huellas escondidas en el cielo. Me impresiona tanta sed. Tanto deseo. Tanta
luz en sus ojos. Muchas veces yo me siento seco, pero sin sed. Me encuentro vacío,
pero sin hambre. Me veo ciego, pero sin deseo de ver. Es la paradoja de la
insatisfacción transformada en hábito. Del desasosiego convertido en costumbre.
Veo que soy un incircunciso de mente y de oído, como gritaba S. Esteban ante el
sanedrín: «¡Duros de cerviz,
incircuncisos de mente y de oído! ¡Vosotros siempre ofrecéis resistencia al
Espíritu Santo!». Tengo el alma
incircuncisa, es decir, un alma no consagrada a Dios. No le pertenece lo que
siento y lo que vivo. Me veo así, duro en mi entendimiento, duro para obedecer.
Quiero manipular la voluntad de Dios para salirme con la mía. Me he tejido mi
propio manto de profeta para discernir mi voluntad en la voz de Dios. Yo decido
dónde está Dios oculto. Digo que suelto las riendas de mi vida, pero las retengo.
Me resisto al Espíritu Santo. No sé por qué, pero lo hago. No dejo que el Niño
desordene mi comodidad. Digo que soy libre de ataduras, pero me siento esclavo.
Me gustaría tener la libertad de los reyes. Lo dejan todo y se ponen en camino.
Buscan lo que les falta. El agua que pueda saciar su sed. La luz que pueda
iluminar su entendimiento. El calor que pueda calentar su frío del alma. Me
gustan las palabras que hoy escucho: «Mira: las
tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá
el Señor, su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los
reyes al resplandor de tu aurora». Quiero dar con la luz que disipe las tinieblas de
mi alma. Veo tanta oscuridad en mí y a mi alrededor. Necesito luz. Los reyes
dejan su comodidad para buscar la luz. Necesito comprender todo lo que Dios
puede hacer conmigo. Sólo tengo que dejar mi tierra, mis cadenas, mis miedos y ponerme
en camino. Dios quiere que deje la seguridad de mi orilla y me aventure mar
adentro. ¿Qué me retiene? ¿Qué me da miedo? Es el miedo a perder, a morir, a
vivir inseguro. Los reyes lo dejaron todo. Eso me enseñan hoy. Para comprender
y consagrar su vida a ese Dios pequeño que parecía ser la esperanza definitiva.
Cuesta creer lo que parece imposible. Los reyes lo creen, se postran. Lo han
dejado todo esperando ese momento sagrado al pie de una estrella. Allí,
iluminados, encuentran la luz verdadera. Comprenden que todo ha comenzado. Que
algo pequeño empieza a cambiar. Los grandes cambios empiezan con movimientos
que casi pueden pasar desapercibidos. Un bebé escondido en un establo. Un bebé
que sólo unos pastores y unos sabios descubren en medio de la noche. Tienen el
alma consagrada a Dios y por eso pueden descifrar los signos. Me gusta esa
mirada de esperanza en este mundo que vive en las tinieblas. Los reyes ven la
luz, se alegran y adoran: «Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa,
vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron». Comprenden y adoran. Se postran ante Dios. ¿Qué han entendido? Que en el
misterio de lo humano, de lo pequeño, Dios hace cosas grandes. Han comprendido
que la vida sólo tiene sentido cuando soy capaz de arrodillarme suplicando,
agradeciendo, soñando. Eso hacen los reyes. Lo tenían todo y lo han dejado todo
por adorar a un niño. Parece un sinsentido. Como parecía absurdo ver a miles de
jóvenes en silencio en una gran sala entonando cantos de Taizé esta Navidad.
Parece tan incomprensible como ese gesto sencillo de reunirse para orar. En
silencio. Cantando. Dando gracias. ¿Qué valor puede tener adorar en silencio?
¿Qué sentido tiene postrarse ante un niño tan vulnerable y frágil? «Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la
tierra». Parece no tener
sentido adorar un Dios todopoderoso en un Niño. Pero yo sé que Él salva mi vida
y la rescata de la muerte. ¿Dónde está su poder oculto en una cuna, en unos
pañales, en un niño y en unos padres tan débiles? ¿Cómo lo protegerán de la
muerte? Adorar significa reconocer el poder oculto del Espíritu Santo en mi
vida. El poder que no veo, que no toco. Ese poder que pasa desapercibido a mis
ojos que entienden la vida de otra manera. Los reyes comprenden lo
incomprensible. Porque están abiertos a Dios. No han cerrado su corazón a la gracia. Se sienten pequeños y son
dóciles. Se dejan hacer por Dios. Se ponen en camino.
Los reyes llegan a Belén siguiendo la estrella: «Entonces Herodes
llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había
aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: - Id y averiguad
cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo
también a adorarlo. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto
la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse
encima de donde estaba el niño. Después, abriendo sus cofres. Le ofrecieron
regalos: oro, incienso y mirra». Se
detienen ante el pesebre adorando. Ante José, María y el Niño. Encuentran a
Dios en lo cotidiano, en un niño envuelto en pañales. Guardan silencio ante Él.
Dejan sus regalos de oro, incienso y mirra. Tres regalos que hablan de su
realeza, de su divinidad, de su humanidad. Jesús es rey, es Dios, es hombre.
Esos regalos hablan de su valor, de su misión. Lo dan todo. Y la luz nace en
medio de la noche rompiendo la oscuridad. Su vida es tan valiosa como el oro. Su
entrega es para calmar el dolor de todos los que sufren. Su misión es llevar
esperanza a los corazones rotos. Los reyes reconocen a Jesús en su verdad y se
postran como niños que se saben pequeños ante Dios. Adoran, se humillan. Ellos
que son sabios. Ellos que tienen poder. Reconocen en lo más pequeño la verdad
más importante. Han seguido la estrella. Han creído. Y sólo entonces pueden
regalar y darse por entero a Dios. Cuando reconozco el poder de Dios. Cuando
creo en su grandeza, me siento pequeño y necesito corresponder a tanto amor. El
mayor regalo que me hace Dios es el de la vida. El regalo de su amor al crearme
porque me ama. Me han regalado tanto a lo largo de mis días. Y yo a veces sólo
me quedo en lo que no tengo, en lo que me falta. Necesito una mirada de niño
para alegrarme con los regalos, con las sorpresas. Con la generosidad de Dios y
de los hombres. Aceptar un regalo me hace más humilde. Me vuelve más niño. El
regalo no lo merezco. Lo que pasa es que ya no sé distinguir bien entre regalo
y derecho. Me creo con derecho a muchas cosas. Y entonces paso por alto los
regalos. Considero que tengo derecho a la vida, a recibir amor, a tener salud,
a ser querido. Derecho a que las cosas resulten como las he planeado. La mirada
de los niños sabe apreciar los regalos. Son dones inmerecidos. El mayor de
ellos es el perdón. Cuando hiero, cuando ofendo, cuando no estoy a la altura
esperada. Cuando defraudo. Recibo entonces el perdón de los hombres, de Dios.
Recibir regalos es un arte. ¡Cuántas veces me siento defraudado! Esperaba algo
más, o algo distinto. Y me defraudo ante las sorpresas. Me parece poco o pequeño
lo que recibo. Me creo con derecho a más. Tal vez el problema es que yo no sé
regalar. No pienso en el otro. No miro su necesidad. Casi prefiero quedar bien
y no defraudar las expectativas. Pero no quiero alegrar su corazón con un
regalo. Por eso me gustan las personas agradecidas. Da igual lo que les regale.
Puede ser algo insignificante. Sonríen llenas de alegría. Casi como si en ese
momento les acabaras de regalar la luna misma. Su sonrisa, sus ojos llenos de
brillo, su cara de sorpresa vale la pena. No importa mi esfuerzo en conseguir
un buen regalo. Todo vale. Curioso. Es mi amor, mi cercanía, lo que les da
valor a mis regalos. Podría querer comprar el amor de alguien con regalos. No
lo consigo. El amor no se compra. Se da. Se recibe. Es el mayor regalo. Podría
querer lograr el perdón con regalos. Tampoco lo logro, el perdón no se compra.
El regalo es algo mágico. No lo pido. No lo espero. Y llega. Me gusta pensar
que en estas fechas unos magos de oriente vienen a mi puerta, a mi vida,
cargados de regalos. Me quieren por lo que soy. Me aman en mi verdad. Y me dan
lo que tienen. Lo más valioso que tienen. Piensan en mí. Saben lo que me va a
hacer feliz. No tanto lo que necesito y me vendrían bien. Me hablan sus regalos
de lo innecesario, de lo superfluo. Es lo que más me ilusiona. No lo que
necesito, sino lo que me hace sonreír. Me gustan las personas que regalan
poesía, ilusión, esperanza. Los que regalan sueños envueltos en papeles de
colores. Los que despiertan mi gratitud con una sonrisa llena de emoción
guardada. Me gustan los hacedores de milagros que llegan a mi vida y despiertan
mi alma dormida. Los que cantan canciones que llenan de luz mi corazón. A veces
en mi vida sólo recibo exigencias. Me piden que rinda. Me piden que esté a la
altura. Nada sucede sin esfuerzo. «La sociedad moderna nos exige bajo presión demostrar lo que podemos
rendir. Cada uno es evaluado según su rendimiento: estimado o despreciado. Esta
es la ley que impera no sólo en el mundo material sin también en las relaciones
entre los hombres. Tener que rendir ejerce una fuerte presión sobre nosotros»[5]. Es como si para recibir algo tuviera que dar mucho. Me gusta esta fiesta de
regalos en el día de los reyes magos. Porque me enseña la gratuidad. Me enseña
a dar sin esperar nada a cambio. A darlo todo sin querer recibir. A recibir sin
tener que haber dado algo antes. El
regalo es un don inmerecido. No el pago por lo que he hecho.
Los magos regresan a casa por un camino distinto: «Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que
no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino». Siempre hay un camino distinto posible. Una nueva ruta. Una manera original
de hacer las cosas. Siempre se puede cambiar lo que llevamos haciendo durante años.
Y no pasa nada. Es posible volver a empezar. Recorrer rutas nuevas. Romper
moldes. Descubrir parajes desconocidos hasta ese momento. Los reyes necesitan
un sueño para entenderlo. Que Dios les diga claramente lo que tienen que hacer.
Descubren una nueva ruta. Se aventuran por un camino nuevo. Salen de su
comodidad para adorar a Dios hecho niño y regresan a su casa recorriendo una
nueva ruta. Cambian, comienzan de cero. Después de adorar a Dios y alabarlo por
lo bueno que hay en sus vidas, necesitan ir por otro camino. Mi encuentro
personal con Dios me lleva a hacer las cosas de otra manera. Quisiera aprender
a ir al encuentro de los más necesitados. Buscar un nuevo camino. Una nueva
forma. Comenta el Padre Arturo Sosa, Superior General de la Compañía de Jesús: «La Navidad es para cada uno de nosotros
una llamada a la solidaridad con nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo.
Hay muchos obstáculos, pero podemos vivir en la fe y en la esperanza,
recordando que el Niño de Belén también llegó a un mundo de pecado, de
explotación, de opresión. Parecía pequeño y débil. Sin embargo, su vida fue una
fuente de salvación y su mensaje ha sobrevivido a través de los siglos». Yo
puedo cambiar las cosas a mi alrededor. Si hago algo nuevo, algo cambia. Si no
hago nada nuevo, todo sigue igual. Si no comienzo a vivir de forma diferente.
Si mi amor no adopta nuevas maneras. Si no actúo de otra manera. Nada cambia,
no pasa nada. Si me muevo, comienzo a recorrer nuevos caminos. Parece sencillo,
pero por lo general rehúyo el cambio. Me cuestan las cosas diferentes. Comentaba
el P. Kentenich: «No nos da descanso el
anhelo del paraíso perdido, vale decir, el anhelo de una transformación,
transfiguración y divinización plenas de nuestro ser, de toda la sociedad
humana y del mundo»[6]. No me da tregua el deseo de que el mundo se encuentre con Dios. La pasión
por entregar lo que he recibido mueve mi alma. Es el deseo de que cada hombre
viva la plenitud. No quiere Dios que todos cumplan las normas y sean perfectos.
Quiere que sus vidas sean plenas y tengan sentido. Es lo mismo que yo quiero. El
otro camino comienza conmigo mismo, en realidad. Soy yo el que necesita cambiar
para que mi vida sea plena y verdadera. Yo tengo que cambiar, para que otros
cambien. Es el mayor regalo que recibo en la Epifanía del amor de Dios. El Dios
hecho niño que quiere que mi vida tenga sentido. Llega a mi corazón para
cambiarlo. Llega a mis rutinas para que aprenda a hacer las cosas de forma
diferente. Me gusta la mirada nueva que me da Dios. Y sólo cuando cambio,
cuando aprendo una nueva forma de hacer las cosas, es cuando puedo ayudar a
otros a recorrer su camino de salvación. Jesús me enseña una nueva forma para
que yo mueva otros corazones con mi entrega. Recibo ese gran regalo y todo
adquiere una nueva tonalidad. Mis errores tienen menos peso. Y el deseo de
llevar esperanza y alegría a otros es un deseo más hondo, más verdadero. Puedo
convertirme en rey mago. Puedo hacerlo. Pero no como cuando era pequeño. No como
ese rey que viene a hurtadillas por la noche para llenar mi vida de sorpresas.
Es más bien otro tipo de realeza y otro tipo de magia. Dios puede hacerlo todo
nuevo en mí. Me llena de misterios. Me cubre con su manto. Me convierte a mí en
mago. Puedo hacer magia con su don. Me hace de nuevo para poder hacerse carne
en mí. En mi ternura, en mi alegría, en mi esperanza. Dios hace las cosas
nuevas. Yo, rey mago, sabio con su
sabiduría, puedo llenar la vida de los otros de alegría plena.
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad
[4] J. Kentenich, Conferencias de
Sion, 1965
[6] Christian Feldmann, Rebelde de
Dios