V Domingo Tiempo ordinario
Job 7,1-4.6-7; 1 Corintios 9, 16-19. 22-23; Marcos 1, 29-39
«Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y se puso a orar. Simón y
sus compañeros fueron y le dijeron: - Todo el mundo te busca»
4 febrero 2018 P. Carlos Padilla
Esteban
«Quiero
tener un corazón joven siempre dispuesto a dar más. Sin medir, sin calcular.
Ese amor sin medida es el que conmueve mi alma. Quiero sostener con mi vida
tantas vidas sufrientes»
Vivir entre tensiones es lo más habitual. La tensión que sufro al tener que optar por relacionarme con los otros o
quedarme solo. La lucha por hacer el bien y luego ver el mal que hago. La
distancia tensa entre mis sueños y mis realidades. El deseo fugaz de tocar las
estrellas y la dureza de la tierra que piso. La tensión entre lo que me
propongo y lo que al final consigo hacer. Entre la fe que me hace creer en una
vida nueva y la vida de siempre que vuelvo a tocar. La exigencia de los que me
rodean y piden más. Y la exigencia que yo mismo me pongo. El cansancio que
sufro al no poder estar a la altura. El deseo que tengo de darlo todo y mi afán
por conservarlo todo. La tensión entre un deseo infinito que habita dentro del
alma. Y ese mundo finito que abrazo y amo. La tensión entre la carne en la que
vivo y el espíritu en el que deseo vivir. El mundo de mis ideas y el de mis
logros tangibles. La tensión entre lo que busco y lo que luego encuentro. Entre
el mal y el bien. Entre el mañana y el pasado. Las tensiones a veces parecen
romperme por dentro. Me parten. Me exigen. Pueden llegar a paralizarme. Deseo a
veces lo más grande. Y al mismo tiempo sueño con lo más pequeño. En esa lucha
de poderes entre los extremos se debate mi alma. Decía el P. Kentenich: «Aquí en la tierra, Dios apunta siempre al
ideal de la unidad de tensiones, que en la visio beata desemboca en una
perfecta unidad ordenada»[1]. Sueño con una unidad ordenada en medio de mi desorden. Con la paz profunda
en medio del caos de mis sentimientos. En medio de mis pasiones desordenadas y
mis juicios razonables. Una armonía que logre unir extremos aparentemente irreconciliables.
Me gustaría lo más excelso. Mientras caigo agotado en una vulgar rutina. No sé
si podré vivir siempre alegre entre tensiones. Entre guerras. Entre dimes y
diretes. Es lo que me propongo al estrenar un nuevo día cada mañana. Un
comienzo confiado. Sé que mis tensiones luchan por romperme en mil pedazos. Y
yo reconstruyo los pedazos rotos sabiendo que tengo que aprender a convivir
feliz con lo que me tensa. El otro día leía: «Seréis liberados de la presión por rendir cada vez más y compararse con los
demás y las tensiones cederán. Todo lo que hacéis es ocuparos de vosotros
mismos, vuestras penas y éxitos. Volveros atrás y comunicaos con la vid.
Manteneos unidos a ella con todos los sentidos y todas las fuerzas. Ella se
ocupará de que deis buenos frutos. Estando absortos en lo propio, no os dais
cuenta de que hace mucho tiempo que se ha cortado la comunicación con la vid y
ya no fluye la fuerza vital dentro de vosotros»[2]. A veces me detengo absorto, demasiado ocupado conmigo mismo. Esa
preocupación excesiva por mí en lugar de darme paz, me tensa más. La vid es
Jesús en mi vida. Vuelvo hacia Él mi rostro. Me vuelco en el que sufre.
Desaparece esa lucha enfermiza por mantenerme firme en medio de mis tensiones.
Entre lo que tengo que hacer y lo que puedo lograr. Entre lo que me exigen y lo
que puedo dar. Me relajo. No lo puedo hacer todo bien. Constato mi debilidad y
encuentro una paz desconocida hasta ahora. No sé si soy realmente tan libre
como para soñar con una vida plena cuando no dejo de vivir mediocremente. No lo
sé. A veces me encuentro no haciendo lo que realmente quiero hacer. Y me
convierto en un desconocido confundido entre muchos. Un hombre masificado en
medio de rostros uniformes: «Hombre masa es el que
hace lo que todos hacen porque todos lo hacen»[3]. En lugar de seguir a Jesús le doy las riendas de mi vida a otros. A los que
tensan mi alma invitándome a imitar sus pasos. Me convierto en uno más oculto
una masa gris. No logro decidir qué hacer con todo lo que me tensiona. Creo que
tengo que aprender a vivir con tensiones. Caminar en medio de ellas. El trigo y
la cizaña. Así es la vida. No me amargo por las tensiones. No me dejo llevar
por la masa amoldándome a la vida. Quiero aprender a decidir. Quiero asumir que
la vida siempre tendrá tensiones. Y que eso no es malo ni bueno. Es lo que es.
Así, simplemente. Tengo claro que la ausencia
de tensiones o fricciones suele ser señal de que la relación está muerta o
agonizante. O yo estoy muerto. Cuando no sufro tensiones eso quiere
decir que estoy apagado o vivo de espaldas al mundo al que sirvo. Por eso
decido vivir con tensiones. Sin la armonía que sueño. Sostenido temblando entre
el ahora y el mañana. Entre lo que es y lo que pudo haber sido. Entre lo que
hago y lo que me piden. Entre la
realidad que me sobrecoge y el ideal que deseo.
Me gusta pensar que el cielo tiene mucho de la tierra que
habito. Y quisiera que mi tierra tuviera mucho del cielo que
deseo. No lo sé pero creo profundamente que en el cielo tendré todo lo que aquí
he amado. Pero ya no en la medida escasa en que aquí lo tengo, sino ya en
plenitud. Estoy convencido de que allí me reencontraré con las personas que he
amado. Estaré con ellas para siempre. Ya no habrá llanto ni dolor. Consolarán
mis lágrimas. Y seré para los míos lo mismo que he sido aquí, en mi vida fugaz,
pero más y por toda la eternidad. Y sé que todo aquello a lo que he tenido que renunciar
en mi vida. Es mucho, lo sé. Será entonces vida en mi alma. He renunciado a
vivir más de una vida. Dos o tres, depende. He renunciado a otros caminos, a
otras decisiones posibles. He renunciado a vivir lo que nunca he vivido,
habiéndolo deseado. He renunciado cada día a cosas tan pequeñas que casi no le
doy importancia. Pero la tienen. Cada renuncia ha sido importante en mi vida.
Un bien. Y creo que al llegar al cielo, Dios me lo dará todo en plenitud. Allí
tendré lo que aquí es sólo un placer escaso. Tendré mar y estrellas, montes y
campo ancho y vasto. Allí sé que seré yo mismo ya sin máscaras y sin cadenas.
Seré yo con todos mis deseos colmados, y con todos mis anhelos hechos vida.
Creo que mi cielo será según la forma de mis sueños. Porque Dios es así. Y ha
dibujado en mi alma un anhelo que es suyo. No es mío. Él lo puso. Él lo hará
pleno. No sé cómo, pero creo en eso. Nadie ha vuelto para decirme cómo es el
cielo. Tampoco lo espero. Nadie me dice que no pueda creer lo que yo creo. Creo
que el amor estará más vivo entonces que ahora. Sí, en el cielo, mucho más que
ahora. Cada uno de los momentos bonitos vividos aquí, son muchos. Allí ya no
pasarán, serán eternos. Y las cosas que me han costado y me han dolido quedarán
perdonadas, amadas y olvidadas. La huella de mis heridas estará ahí. Pero el
dolor ya no. Se habrá ido. Sé que allí podré acariciar y abrazar. Mirar y
hablar. Escuchar con calma, con todo el tiempo del mundo. Y ver pasar la vida
en un instante sin fin. Sí, allí, cuando llegue al cielo. Sé que allí, así lo
creo, María, Jesús y las personas que amo, saldrán a recibirme. Me dirán que me
han estado esperando. Y yo me alegraré en lo más profundo. Ya no habrá más
preguntas. Ni más dudas. Ni pretenderé más respuestas. Todos mis sueños serán
allí verdad. No sé bien cómo, pero es algo que nadie me puede quitar. Y aun así,
será todavía mejor que lo que ahora creo, porque Dios se dedica a prepararme el
mejor cielo para mí. Todos mis sueños serán realidad allí. Y eso que sé que el
cielo, en realidad, no me lo puedo ni imaginar. Al pensar en la vida caduca que
vivo me viene el pensamiento del cielo. Y el corazón se alegra de repente. Hoy
escucho: «El hombre está en la tierra
cumpliendo un servicio, sus días son los de un jornalero; como el esclavo,
suspira por la sombra, como el jornalero, aguarda el salario. Mis días corren
más que la lanzadera». Y pienso
que soy un pobre servidor que hace lo que puede hacer. Me exijo tanto a veces.
Quisiera vivir varias vidas. Me faltan horas. Hay tanto que hacer. Pero sólo
quiero vivir lo que Dios desea de mí. En mi lugar concreto. Con las personas
que caminan a mi lado. Mi corazón se alegra al pensar en lo que será pleno al
final de mis días. En mis amores hoy caducos y pasajeros. Allí no habrá dudas,
ni miedos. Allí no habrá angustias ni frustraciones. No habrá tensiones ni
malos entendidos. Levanto la mirada. Aquí quiero vivir sin penas los días que
tengo. Vivirlos con intensidad. Para no vivir amargado. Ya en esta tierra vivo
la semilla del cielo. Decía el P. Kentenich: «Nos consideramos, de manera clarísima, una colonia del cielo, y
contemplamos el más acá siempre a la luz del más allá. Un más allá que
determinaba nuestra norma, nuestro ritmo de vida, nuestro dinamismo»[4]. Quiero ser una
colonia del cielo. Decía Sor Isabel de la Trinidad en oración: «Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu
morada de amor y el lugar de tu descanso». Dios habita en mí.
Hace morada en mi alma, es su cielo. Dios quiere descansar en mí. Son las
paradojas que no entiendo. Yo soy el cielo de Dios, cuando habita en mí. Y todo
mi deseo es que Él sea mi cielo en el que descansar para siempre. La vida llena
de preocupaciones y pesares. La vida llena de alegrías y sueños. Todo será
plenitud en el cielo que espero. Pero mientras todo pasa y los días se escapan
ante mis ojos. No quiero vivir con pena. Quiero vivir con Dios dentro del alma.
Descansando en su cielo. Quiero vivir dando la vida que tengo. Sin querer
retenerla. No puedo durar tanto como quisiera. El corazón sueña con ser eterno.
Y mi vida tiene término. Es verdad que algunos viven hoy tantos años. Y se
cansan de vivir. Y otros se van temprano en lo mejor de la vida. ¡Cómo entender
este mundo injusto en el que la vida es tan irregular! No puedo programar mis
días. Ni calcular los años que me quedan. No puedo asegurarme el cielo. Ni
desear la plenitud antes de emprender mi último camino. No deseo hacer planes,
para que Dios no se ría de ellos. No busco que todo encaje dentro de mis
deseos. Quiero vivir cada día como si fuera el último. Al fin y al cabo uno
nunca sabe. Quiero vivir reflejando el cielo con el amor que tengo entre los
dedos. Es tan fugaz todo que no quiero perder el tiempo. Me pongo en camino.
Vivo ya el cielo torpemente aquí, entre los míos, con mis manos. Y confío en esa eternidad de luz que ya me
alegra.
Me gusta ver la vida cotidiana de Jesús: «En aquel tiempo, al
salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de
Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron.
Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se
puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los
enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a
muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los
demonios lo conocían, no les permitía hablar». Marcos cuenta cómo fue ese sábado
de Jesús después de salir de la sinagoga. Había curado a un endemoniado. Había
hablado con autoridad. Cuenta el día de Jesús desde la mañana al atardecer. Es un día corriente en la vida de
Jesús. Es el único relato hasta la pasión en que se cuenta un día entero de
Jesús. Un día que basta para saber cómo era su vida y cómo era Él. Me encanta
imaginarme la vida diaria de Jesús. Cura y sana. Libera a los encadenados. Cura
lo más pequeño y lo más grande. Expulsa demonios, cura enfermedades, salva
vidas. Camina con cuatro de los suyos, con los que está siempre, sus amigos:
Juan, Santiago, Simón, Andrés. Su día a día es con ellos. Me conmueve la
curación de la suegra de Pedro. Me habla del corazón de Jesús. De su forma de sanar.
Lo hace con misericordia, con ternura. Es personal. Y al curar toca y se acerca.
Ese es el estilo de Jesús. No cura de cualquier forma. No hace milagros desde lejos.
Le importa la persona, el que sufre, su fe. Jesús muestra el rostro de Dios
misericordioso cuando cura, cuando habla, cuando está simplemente junto al
hombre. Es muy importante la forma como hago las cosas. En este mundo prima la
productividad y la eficacia. A Jesús le importa el hombre. Jesús se acerca a la
suegra de Pedro. La mira. La acoge. Le toma la mano. La levanta. Es el sello de
Jesús. De cerca. Tocando. Dejándose tocar. Mirando dentro del otro, más allá de
su enfermedad física. Quiero caminar y vivir según el estilo de Jesús, según su
corazón. Es un Dios cercano que se abaja, que toca lo que vivo, que me levanta,
que me toma la mano. Que me pregunta qué me pasa, y quiere saber cómo me
encuentro. Jesús me muestra cómo es Dios. Y yo, a veces me empeño en dejarlo
lejos, en un lugar frío, distante, lleno de juicios. No dejo que Dios me toque.
No toco como toca Jesús. Él entra hasta el fondo del alma. Se mete en la casa y
no espera que le lleven al que lo necesita. Va donde está el enfermo, en su casa,
en su cama, y se acerca con cariño. Dios se acerca y me toca. Toca justo donde
me duele, en mi herida, en mi enfermedad. ¿Cuál es mi enfermedad? ¿Dónde está
mi herida? Jesús me levanta. Me devuelve mi dignidad de hijo, de hombre. Quiero
vivir así, porque merece la pena vivir según Jesús. Y cuando soy curado,
empiezo a vivir. La mujer, al ser curada, se puso a servirlos. Me gusta mucho
esta imagen. Cuando estoy enfermo en el alma me cuesta servir, me cierro, me
bloqueo, pienso sólo en mí. En lo que yo necesito. Pero al ser tocado por
Jesús, me sale de dentro cuidar a otros, servir a otros, animar a otros. Me
abro de repente. Pienso en la casa de Pedro. Allí comió Jesús tantas veces con
sus apóstoles, con la familia de Pedro. Es una casa cerca del lago. Quedan los
cimientos todavía. Avanza el día y al anochecer de aquel sábado intenso, le
llevan todos los enfermos y endemoniados. Al escucharlo me canso. Todo el día
curando. Todo el día para otros. El amor de Jesús es infinito. Incansable.
Paciente. Al atardecer curó a enfermos y desató demonios en el alma de los
hombres. Cada uno llegaba hasta Él con su herida, con su dolor, con su enfermedad.
Jesús los tocó. Pasó haciendo el bien. Así quiero vivir yo. No medir mis horarios. Quiero desgastarme
por amor. Con cada uno. Sin calcular.
La fama de Jesús se extiende por Galilea. Siempre me
impresiona la vida que despierta su actuar. Pienso con frecuencia que la fama no es lo importante. La popularidad. Pero
luego la busco. Hoy hay noticias que se hacen virales en un momento y
rápidamente pasan y mueren. Las redes sociales crean y destruyen la fama de las
personas. Miles de seguidores. O ninguno. Surge el interés desmedido por
personas que destacan. Pero luego la fama es efímera. Hoy está. Mañana puede
haber desaparecido. El otro día leía lo que decía Arnold Schwarzenegger: «Cuando estaba en una posición importante,
siempre me felicitaban, y cuando perdí esta posición, se olvidaron de mí y no cumplieron
su promesa. No confíes en tu posición ni en la cantidad de dinero que tienes,
ni tu poder, ni tu inteligencia, eso no durará. No siempre eres quien crees que
siempre serás, nada dura para siempre».
A veces busco la fama de forma inconsciente. Que me sigan. Que me reconozcan.
¡Cuántos niños hoy sueñan con ser youtuber de mayor! Tener un canal propio
donde pueda dar a conocer sus opiniones y crear corrientes de opinión. Es tan
vacía la fama. Ser reconocido, seguido, ¿para qué? De poco importa. La fama es
algo tan frágil. Con mis palabras puedo crear a otros mala o buena fama. Hablo
bien de alguien, lo recomiendo. Extiendo su fama. Hago que sus palabras y obras
ganen popularidad. Pero también puedo hacer lo contrario. Hablo mal. La fama se
pierde. Jesús nunca valoró su fama. Y eso que en poco tiempo su popularidad se
extendió por toda Galilea. Jesús se hace famoso por sus milagros, por sus
palabras. Todo es novedad. ¡Qué cambio tan grande después del silencio y la paz
de Nazaret! ¡Qué cansado y a la vez qué feliz estaría! Por fin podía da todo lo
que llevaba atesorando en su alma durante esos treinta años. No sería fácil
estar con tanta gente todos los días. Lo siguen porque necesitan algo de Él. Lo
buscan por todas partes. Se da a conocer y todos quieren ser curados. Jesús
sana. No es un hombre cualquiera. Necesitan escuchar sus palabras. Es verdad
que habla con una autoridad nueva. Hace milagros. Expulsa demonios. Hablan bien
de Él. Hace obras buenas. Pasa haciendo el bien. Pero es una fama que durará
poco. Se romperá en las murallas de Jerusalén, contra un madero en el Gólgota. La
fama es fugaz. Pero cuando lo buscan, se convierte en algo exigente. Así es en
la vida. Te buscan porque puedes darles algo. O esperan algo de ti. Una
palabra, un consejo, una mirada. Buscan esperanza, sueños. O buscan mi dinero,
mi puesto de influencia, el poder que tengo por el lugar que ocupo en la
sociedad. Los amigos que tengo, los contactos. Las cosas que sé, porque el
conocimiento es poder. La fama me precede y me buscan. Y yo caigo en la vanidad
de sentirme importante. Puedo salvar vidas, solucionar problemas, levantar almas
rotas, sostener a los caídos. Yo puedo hacer algo por cambiar el mundo. Mi fama
se alimenta de mis logros. Y me apego a ella. Protejo mi nombre, mi historia,
mi verdad. Para que me sigan necesitando. No quiero dejar libres a los que se
me confían. Quiero ser imprescindible. Que dependan de mí. La dependencia me
hace crecer como persona. Es embriagadora la fama. Y la gente agolpada ante mi
puerta. Y la necesidad de tantos a la que yo respondo. ¡Qué pena da cuando la
búsqueda de fama es lo que motiva y orienta mis pasos! Cuando los éxitos y los
logros son el alimento que necesita mi corazón herido. Vanidad. Todo es
vanidad. Una fama que hoy es y mañana muere. No necesito fama para vivir. Ni
gente a mi alrededor que justifique mi entrega y dé sentido a mi vida. Quiero
huir de tantas personas agolpadas a mi puerta. Miro a Jesús y me conmueve.
Nunca hace las cosas buscando agradar. No pretende solucionar todos los
problemas del mundo. Es limitado en su carne humana. No cierra la puerta a
nadie. No trata mejor a los importantes. A veces, para mantener la fama, puedo
apegarme a otros famosos, busco su poder, su dinero, su influencia. Para no
bajar al vagón de los olvidados. De aquellos a los que nadie busca ni necesita.
Al grupo de los invisibles que no son noticia. Y nunca son tan bien valorados.
Miro la fama de Jesús. Y me muestra el vacío tan grande en el corazón del
hombre. La herida más profunda. De soledad, de angustia, de miedo, de rechazo.
La herida que hace que el corazón necesite tocar a Jesús. Un instante. Una
mirada basta. Una palabra lanzada al viento. Jesús no quiso nunca ser noticia.
Quería pasar desapercibido. Era difícil. Pero llevó igual de bien la fama que
el olvido. Tan bien la aprobación como el rechazo. No se sintió mal en la
humillación. No se creyó alguien especial ante los halagos. Ese corazón tan
humilde es el que deseo. Para vivir igual en los dos momentos. Para no buscar
la fama. Ni desear el poder que otros tienen. Me alegra la vida que disfruto. Y miro agradecido todo lo que puedo dar en
medio de mi camino.
Así empezó Jesús, en Cafarnaúm, hablando y curando a los
oprimidos y enfermos. Así empezó su vida pública
con los suyos, dedicando todo su tiempo a llevar a Dios a cada hombre. Pisando
entre los hombres. Tan humano. Tan de Dios. Tan cercano. Tan accesible y disponible
para los que lo necesitaban. Le pido a Jesús que me enseñe a regalar la vida
como Él lo hacía. Con la misma paz. Con la misma pasión: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también
allí; que para eso he salido. Así recorrió toda Galilea, predicando en las
sinagogas y expulsando los demonios». Para eso ha venido. Para traer paz.
Para sanar los corazones rotos. Le pido su forma de hablar en verdad, su forma
de consolar, su manera de hacer silencio para acoger los gritos de los hombres.
Necesito su manera de abrazar en el fondo del alma. Su manera de mirar más allá
de la apariencia. Sus palabras siempre oportunas. Sus silencios que respetan
mis miedos. Necesito que mi vida sostenga mis palabras. Tantas veces estoy
lejos de ser coherente. Quiero decir sólo palabras que estén avaladas por mi
vida. ¡Qué difícil! Le pido su forma de dar testimonio. Simplemente siendo fiel
a mí mismo. Necesito su amor conocido, visible, para poder amar así a los que
caminan a mi lado. Y su entrega silenciosa, esa que nadie ve. Esos actos
ocultos que nadie valora. No quiero ser como los escribas, que hablan pero no
cumplen. No quiero ser un buscador de poder y reconocimiento. Quiero fijarme como
Jesús en lo pequeño y en lo grande. En la necesidad más notoria. Y en que pocos
ven. En esa fiebre que postra a la suegra de Pedro. Y en ese endemoniado que no
puede vivir en libertad y grita. Me gustan las palabras de S. Pablo: «El hecho de predicar no es para mí motivo
de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Siendo
libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me
he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo a
todos, para ganar, sea como sea, a algunos.
Y hago todo esto por el Evangelio, para participar yo también de sus bienes». Así quiero vivir. No quiero
dejar de llevar la buena nueva que ha cambiado mi vida. Me hago pobre con el
pobre. Débil con el débil. Me acerco. No me quedo lejos del que sufre. Me da
miedo a veces caer en la pereza. Es tan común ese deseo de dejar de darme. Me
acomodo. Dejo de ver en el amor de Dios que recibo la fuente de mi amor a los
demás: «Dios nos pide amar a los otros ante todo porque eso tiene valor en sí
mismo. El amor a los otros es el criterio decisivo para reconocer el amor a
Dios. La ausencia de amor a otros indica una experiencia espiritual débil.
Teniendo esto en cuenta podemos ampliar nuestro campo visual para mirar el
mundo, intentar verlo tal como es»[5]. Quiero amar a los demás. Amar al que camina conmigo. Amar al que no me
ama. Amar al que no me resulta natural amar. Así merece la pena vivir. Pienso
en las obras que hoy describe el evangelista. Un día de trabajo de Jesús. Y me
canso sólo de pensarlo. Comenta el P. Kentenich: «Cuando viajo por el mundo, ¿está operando siempre en mí
el espíritu apostólico que no descansa hasta encender el mundo allí donde se le
presente oportunidad de hacerlo?»[6]. No quiero perder la pasión por dar la vida. La pasión por llevar luz a
muchos. La pasión por darme. Aunque eso traiga cansancio al alma, como dice el
Papa Francisco hablando a los sacerdotes: «Las
tareas implican nuestra capacidad de compasión, son tareas en las que nuestro
corazón es movido y conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan,
reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se
preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la
unción en la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser
querido. Tantas emociones. Si nosotros tenemos el corazón abierto, esta emoción
y tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor». Me
gusta tener el corazón cansado de dar, de amar, de consolar, de sostener, de
curar. Mi corazón herido. Miro a Jesús y quiero vivir como Él. Sin pausa. Sin
miedo al fracaso y a la soledad. Sin miedo a que mi amor no sea acogido. Sin
miedo a no recibir lo mismo a cambio. Sin miedo a perder la vida en el intento
por acercar a los hombres a Dios. No importan los miedos. No importa el
cansancio. Me entristece ver jóvenes que están cansados. Ya no piensan en dar
la vida, sino en retenerla. No quieren trabajar mucho, quieren, eso sí, ganar
mucho. No quieren amar tanto, cuando el amor implica renuncia y sacrificio.
Pero sí quieren ser amados. No quieren dar mucho, pero sí recibir. No quieren
servir más de lo necesario, porque piensan que el amor tiene que ser simétrico.
Se equivocan, el amor siempre es asimétrico. No quieren que su entrega pase
desapercibida. Quieren que todos sepan lo que hacen, lo que dan, lo que sufren,
lo que logran. No creen en la fecundidad de los gestos ocultos y silenciosos
con los que cambia el mundo. Buscan el aplauso y el reconocimiento que no
siempre llega. Y cuando no llega sufren el desánimo. No quiero ser como esos
jóvenes sin ideales que han perdido la pasión por la vida. Quiero tener un
corazón joven siempre dispuesto a dar más. Sin medir, sin calcular. Ese amor
sin medida es el que conmueve mi alma. Un amor sin medida al que no llego. Pero
deseo alcanzar con mi entrega las estrellas. Y sostener con mi vida tantas
vidas sufrientes. No me fijo sólo en la gran necesidad. Pienso en las pequeñas
necesidades de cada día. Esas que a lo mejor no llaman la atención. Pero que
son tan importantes. No quiero dejar de darme, de amar. No quiero conformarme y
tirar la toalla en lugar de luchar. El otro día leía una famosa frase de Martin Luther King:
«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un manzano».
Es el camino que quiero seguir. Plantaría un manzano siempre. No dejaría de
hacer lo que puedo hacer hoy, mientras tenga tiempo. Mientras pueda. No estoy
dispuesto a darme por vencido antes de tiempo. No me dejo llevar por el desánimo. Tengo tiempo.
Todo el mundo busca hoy a Jesús mientras Él se retira a
un descampado para orar: «Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a
orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: - Todo el
mundo te busca». Llega el amanecer el domingo. Jesús se levanta temprano
para orar un rato solo. La oración de Jesús es siempre así, en soledad y
saliendo de su vida cotidiana. Se aleja un momento para estar con su Padre. Se
marcha cerca del lago, en algún lugar en la montaña. Cerca del primado de Pedro,
junto al lago de Genesaret, hay un lugar en el que se cree que Jesús iba a
rezar. Desde allí se ve todo el lago. Hay tanta paz. Me gusta pensar en Jesús
buscando la soledad. Muy temprano. Porque en el amanecer todo se llena de paz. Descansa
junto a su Padre. Jesús no es un asceta como Juan Bautista que vivía en el
desierto en soledad. Jesús vive en medio de los hombres. Lo buscan, lo tocan,
le piden. Y en medio de su vida llena de entrega necesita buscar a Dios su
Padre en el corazón, en el silencio. Su oración es en medio de la vida. En
realidad se parece a mí, eso me gusta. Como Jesús, me gusta alejarme un
momento, al amanecer o a lo largo del día y reposar en Dios, sentirme amado por
Él. Necesito coger fuerzas y estar sencillamente con Él. Jesús necesitaba esos
ratos. Para cuidar como un tesoro su intimidad con el Padre. También a mí me
buscan. Me reclaman. Me necesitan. Y yo busco a veces ir a un descampado y
quedarme a solas con Jesús. Necesito ese silencio del que a veces huyo. Porque
en los ruidos me cuesta hacer silencio. Y por eso necesito poder descansar en
sus manos, callado. Sabiendo que todo el mundo me busca. No importa. Él también
me busca. Busca mi descanso. Busca que lo mire en mi soledad. Busca que sea
capaz de quedarme con Él en silencio. Un rato, unas horas, un día. ¿Cuál es mi
lugar de intimidad con Dios? ¿Qué tiempo de silencio le robo a mi día para
Dios? Sé que a veces la presión de atender a muchos es grande. Me buscan. Siento
la exigencia del mundo. Me piden. Me exigen y esperan algo de mí. Me canso. Me
agobio. Necesito buscar a Dios en el silencio. Me gustan los descampados en los
que poder orar. Parar para luego volver a la vida, a la entrega. Pienso en los
lugares de paz en los que le encuentro a Él. Los dos a solas. Me gusta ese
silencio. Allí estoy yo solo en mi soledad. Pero a veces me tienta no callarme
nunca. Es como si me gustara ser necesario para otros. Me buscan y me alegro. Lleno
mi tiempo y mi alma de voces. Es la tentación del activismo. No quiero hacer
por hacer. Llenar la agenda para no quedarme solo. Hago muchas cosas para
sentirme importante. Y así el tiempo pasa y me veo útil para el mundo. Creo que
hago algo. Creo que cambio algo. Es una necesidad ir al descampado. Salgo de mí
mismo y descanso en Dios. Tomo distancia de la vida que me he construido en la
que me siento imprescindible. No lo soy. Voy al descampado para que no me
encuentren. Hoy es fácil encontrarme. El teléfono no ayuda. Me refugio en la
soledad. Intento acallar mis propios gritos interiores. Necesito ese descampado
cada día. Lo busco ahora y siempre. Sé que allí me espera Jesús. Salgo de mi
vida y vuelvo a entrar. Me entrego y me recojo. Me desparramo y me repliego en
el corazón de Jesús. Quiero aprender a decir que sí y que no a lo que me piden.
No tengo que decir siempre que sí. Me tienta mi orgullo, o tal vez mi deseo de
quedar bien. Jesús sabe decir que no. Se va a otras aldeas. Decide predicar y
curar no sólo en Cafarnaúm, sino en toda la comarca. Hay otros muchos que no lo
conocen, que aún no demandan y que necesitan su presencia. Quieren reposar en
Él y contarle lo que hay en su corazón. Simplemente estar con Él. Quiero
aprender a decir que no. Quiero aprender a buscar descampados en los que coger
fuerzas para la vida. Sé que cuando lo hago. Cuando aprendo a descansar y a
rezar, todo cambia. Vivo la vida de otra manera. Con más paz, como Jesús. Con
el corazón abierto a lo que Dios me vaya mostrando. Sin planes, abierto al
asombro y a las sorpresas del día. Así vivía Jesús. Vivía anclado en su Padre. Así
quiero vivir yo. Sin agobiarme porque no puedo hacerlo todo. Sin amargarme con
las tensiones de mi vida. Quiero
aprender a su lado a descansar y a darme con compasión y delicadeza.
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