lunes, agosto 28, 2017

El Puente N° 7 / 2017 - HEMOS CONOCIDO A UN PADRE

EL PADRE VIVE

Texto extraído del Libro
“TESTIMONIOS SOBRE EL PADRE JOSÉ KENTENICH”
(Testimonios Recopilados por el P. Esteban J. Uriburu)



Junto a su persona muchas tinieblas se disipaban, se esfumaban como si se las confrontase con un sol radiante. Sobre todo, el Padre irradiaba en torno a sí una maravillosa atmósfera de alegría. No era que no sufriera: por momentos se lo veía sufriendo, a veces mucho. Pero su persona irradiaba algo que él mismo definiera como característica del hombre nuevo, filial, que exigen los nuevos tiempos: en medio del continuo llorar humano, el continuo sonreír divino.



Recuerdo la primera vez que lo conocí. Desde enero de 1957 había tomado contacto con el Movimiento de Schoenstatt y oído hablar de él. A medida que fui conociendo su vida, crecía mi admiración por su persona. A veces me preguntaba si no había algo de exageración o de mistificación de una persona lejana. Debo confesar que, al conocerlo personalmente, ocho años más tarde, no sufrí el más mínimo desengaño en relación a lo mucho que había escuchado: por el contrario, me vi confirmado en todo.

El Padre se encontraba desde hacía años en una parroquia de Milwaukee (USA) cumpliendo —sufriendo, sería más apropiado decir— una medida administrativa impuesta por Roma en octubre de 1951. En la madrugada del 2 de abril de 1965 llegué al aeropuerto de Milwaukee, procedente de Santiago de Chile, a eso de la una y media. Dado lo insólito de la hora, no me atreví a llamar a nadie por teléfono.

Sabía que el Padre celebraba a diario la Santa Misa a las 5:50 am. en un pequeño Santuario cerca del Calvary Cementery. Decidí por tanto quedarme en las cómodas dependencias del aeropuerto hasta que un ómnibus me llevara hasta el centro de la ciudad (era la primera vez que llegaba a los Estados Unidos). Hasta poco después de las 5.30 partí en ómnibus hasta el centro de la ciudad y de allí tomé un taxi amarillo hasta Blue Mound Road 5424. Era una mañana despejada, fría y aún se veía nieve en muchas partes. Al llegar a destino me bajé, aproximándome al pequeño Santuario. En esos momentos vi al Padre Kentenich que venía saliendo de Misa. Se encaminaba, erguido y recogido, hacia la sacristía, iluminada por el sol naciente. El viento mecía su blanca barba.

Lo contemplé pasar, fascinado de ver directamente al hombre y al sacerdote de quien tanto había escuchado hablar durante años y a quien tanto había anhelado conocer personalmente. Minutos más tarde lo saludaba en el pequeño recinto de la sacristía. Me impresionaron profundamente su mirada, la transparencia de sus ojos —parecían aguas cristalinas y serenas de un lago— y su bondad paternal. Me tendió la mano, preguntó que tal viaje había tenido, si había dormido, se preocupó de que pudiera escuchar la Santa Misa. Desde ese primer instante me sentí totalmente en casa con él.

Permanecí poco más de cinco meses en Milwaukee. Durante ese tiempo tuve oportunidad de verlo casi todos los días cuando celebraba la Misa. En varias oportunidades conversé personalmente con él, en otras hice de traductor a quienes querían hablar con él, pero se los impedía la barrera del idioma (afortunadamente me podía entender con el Padre en inglés). Lo escuché predicar muchos domingos en la Misa de 10:00 am que celebraba en la Iglesia de St. Michael para la comunidad alemana. Como párroco de la misma solía realizar también una peregrinación mensual al Santuario de Nuestra Señora de Schoenstatt en las afueras de Milwaukee (Waukesha). Hablé muchas veces por teléfono con él (en Alemania nunca lo pude hacer). 

En septiembre de 1965 viajé a Europa para continuar en Alemania mis estudios de teología. Estando allí tuve la oportunidad de volver a verlo. El primer reencuentro tuvo lugar en marzo de 1966 en Schoenstatt, y durante los siguientes dos años y medio continué el contacto que había comenzado en Milwaukee.

Contemplé su rostro ya muerto, por última vez en la madrugada del 20 de setiembre de 1968, día en que fuera enterrado en el mismo lugar donde muriera: la sacristía de la Iglesia de la Adoración, en el Monte Schoenstatt. Irradiaba algo que había notado desde el primer encuentro que tuve con él y que experimenté siempre de nuevo junto a su persona: paz.

Quisiera agrupar mis impresiones sobre él en torno a tres polos. En primer lugar, su paternidad. Es decir, esa rara mezcla de bondad y firmeza, de comprensión y de exigencia, de cercanía y distancia. Ante el Padre uno se sentía espontáneamente hijo. Cobijado, comprendido, ennoblecido. Unos momentos con él equivalían a salir renovado, con aire fresco en los pulmones, con nuevas alas. El Padre sabía escuchar, tenía tiempo para escuchar —o se lo hacía—. Cuando conversaba con él, parecía que yo era lo único que le interesaba y que existía en ese momento en el mundo. Recuerdo que una mañana íbamos a conversar en el cementerio -que está frente a la parroquia- al entrar me dijo: “Ahora yo soy la Iglesia que escucha”.

Tenía gestos tan delicados como conseguirme un pedazo de torta y dármelo cuando salíamos a dialogar. Se preocupaba también de pequeños detalles. En una oportunidad hablábamos por una de las avenidas del cementerio. Como había sol y buen tiempo, yo estaba sin sobretodo. “No ande sin sobretodo en este tiempo —me dijo— ya que en Milwaukee el invierno tarda en irse y no hay que descuidarse, a pesar de que en apariencia esté cediendo”.

Tenía también un fino sentido del humor. En cierta ocasión yo acompañaba a una visita que lo conocía por primera vez. Mirándome y con un dejo de picardía, el Padre le dijo: “Él es un mal hombre”, a lo cual alcancé a replicar: “Pero el Padre quiere a todos sus hijos, también a los que son malos” … Se limitó a sonreír. 

Junto al Padre pude ver como se daba por igual a todos los que recurrían a él, sin hacer distinciones de ninguna especie. En otra oportunidad me tocó presentarle a un joven colombiano. El Padre se interesó por los problemas de su patria. Al decirle que provenía de una familia pobre, el Padre le dijo: “Lo felicito”. Esto se me quedó muy grabado.


Otra vez le traduje a una señorita de habla hispana, de una familia bien humilde. Quede asombrado cómo el Padre se preocupaba de ella, preguntándole como iban sus planes en relación a un curso de inglés que estaba por hacer. Le prometió ayuda económica en caso de ser necesario. Hacia el final de la conversación fue a buscarle muchos regalos y aún le dijo: “¿Que más puede hacer el Padre por Ud.?”

No es fácil expresar con palabras experiencias de vida tan profundas. Redondeando, diré que sentía el cariño personal del Padre, que yo tenía un lugar en su corazón. Ante él podía darme con entera naturalidad, saberme y sentirme hijo suyo. Se interesaba por todo lo mío, se alegraba, me apoyaba y alentaba, impulsándome a que fuera yo quien se decidiera: “Do it, please” (Hágalo, por favor), solía decir al consultarle sobre una u otra posibilidad de actuar.

Esto que intento, balbuceando, volcar al papel, es algo muy profundo y a la vez misterioso. Sentía que el Padre estaba dispuesto a cualquier sacrificio por mí —y por cualquiera de sus hijos—. Esto era lo que a uno le llegaba hasta las fibras más profundas, despertando el heroísmo latente e impulsando hacia una entrega radical a Dios y a la misión. Y porque era tan padre, por eso en torno suyo se creaba un clima tal de familia como nunca lo había experimentado antes.

Junto a su persona muchas tinieblas se disipaban, se esfumaban como si se las confrontase con un sol radiante. Sobre todo, el Padre irradiaba en torno a sí una maravillosa atmósfera de alegría. No era que no sufriera: por momentos se lo veía sufriendo, a veces mucho. Pero su persona irradiaba algo que él mismo definiera como característica del hombre nuevo, filial, que exigen los nuevos tiempos: en medio del continuo llorar humano, el continuo sonreír divino.

Debo mencionar otro rasgo profundo de su personalidad: lo profético. Es decir, esa sensibilidad exquisita, ese carisma de ir forjando historia según el plan de Dios.Siempre rechacé instintivamente un cristianismo espiritualista, desconectado del mundo y de la historia, encerrado en sí mismo. Por el contrario, me fascinaba encontrar personas que vivieran su fe en medio del mundo, luchando por darle un sello y cuño cristianos a todos los campos de la vida, tanto privada como pública. En este sentido, el caso más excelente que he encontrado en mi vida ha sido el Padre Kentenich.

Como los antiguos -y verdaderos- profetas era un hombre extraordinariamente bien informado. Dotado de una ardua sensibilidad por la historia y sus grandes corrientes. Toda noticia le interesaba. Uno de axiomas que marcaron su vida fue aquel que dice: “La voz de los tiempos es la voz de Dios”. En cierta oportunidad había dicho que quien quisiera representarlo debía hacerlo mostrándolo con el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso del tiempo.

Junto al Padre, uno se sentía forjando verdaderamente historia. Y esa forjación no era sólo fruto de planes puramente humanos (necesarios de todas maneras). Todo se hacía y elaboraba en función del gran plan divino. Luego de convivir unos meses junto al Padre, la convicción de la existencia de un plan de Dios para la historia sea la del mundo, o la de la pequeña vida personal, se hizo en mi mucho más honda.

Me llamó también la atención como el Padre hablaba del plan de Dios con la misma naturalidad y espontaneidad con que un funcionario o ejecutivo se refieren a un plan político o económico. Y cómo se hacía dependiente de ese “plan”, esperando ciertas señales o “signos” de Dios -provenientes de personas, cosas o sucesos- que le fueran mostrando en concreto la ruta. (Esto contrastaba con mi actitud de hacer por momentos planes demasiado humanos, sin haberme detenido a reflexionar y ver lo suficiente cuál era la voluntad de Dios y sus manifestaciones concretas en la vida cotidiana).

Quizás lo más notable de la experiencia que me tocara vivir junto a él en aquellos meses de 1965 en Milwaukee, fue la cercanía de Dios. Pero no de un Dios idea, de un Dios juez o de un Dios lejano, sino de un Dios vivo, de un Dios Padre y de un Dios cercano (sin dejar por ello de ser un Dios de lejos). Algo muy difícil de expresar en palabras. Porque se trata de un misterio, de ese misterio “tremendo y fascinante” del que hablaba San Agustín, siempre antiguo y siempre nuevo. Al evocar aquellos meses en Milwaukee, los recuerdo en algo semejantes a la experiencia que uno hace cuando se halla solo en la playa, ante la inmensidad del mar.

Dentro de ese misterio, el Padre transmitía maravillosamente la persona y misión de la Virgen María. Cuando hablaba de ella se notaba su cercanía, era evidente que se estaba refiriendo a alguien con quien había dialogado toda su vida, a quien le debía todo, a quien amaba incondicionalmente. Cuanto decía de ella —cosas simples, muchas veces— llegaba al alma. El Padre tenía la costumbre de despedir a los que habían ido a visitarlo, dándoles su bendición en el Santuario de Holly Cross (Milwaukee). Encomendaba la persona a la Virgen y le daba su bendición sacerdotal. Allí se respiraba una atmósfera de paraíso: familiaridad, respeto, alegría, paz.

En otra oportunidad, en el transcurso de una reunión, se refirió, de pasada, a los largos años de destierro que había tenido que sufrir en Milwaukee. En ese contexto dijo que jamás había dudado, un solo instante, en la victoria de la Santísima Virgen. Cito las palabras: “Mater perfectam habebit curam et victoriam” (La Madre tendrá perfecto cuidado y nos dará la victoria). Pronunció esta última palabra con tanta serenidad y convicción que se me quedó profundamente grabada.

Cabe recordar en este lugar otro episodio que me tocó vivir ya en Alemania. Desde 1966 estudiaba Teología en Munster, Westfalia. Un par de veces al año bajábamos a Schoenstatt. El 8 de julio de 1967 fuimos allá—por las magníficas autopistas alemanas—a fin de asistir a la ordenación sacerdotal de tres cohermanos de la comunidad. La ceremonia tuvo lugar en la Capilla de la Casa de Formación (Schulungsheim) del monte Schoenstatt. 

El Padre estuvo presente y habló al final de la Misa. Reiteradas veces había afirmado en su vida que el pensamiento central que le aseguraba una paz inalterable en todas las situaciones era el pensamiento de la Alianza. En la mañana de aquel 8 de julio también se refirió a ello. Recordó cómo los antiguos congregantes Marianos de Schoenstatt, al consagrarse a María, juraban a la bandera con la fórmula siguiente: “Esta es la bandera que elegí, no la he de dejar, se lo juro a María”. El Padre explicó que por tener la Alianza un carácter mutuo, María también podía decir: Este es el instrumento que he elegido, no lo he de dejar, se lo juro a Dios. Y cuando María le juraba algo a Dios, la cosa iba en serio.

Al día siguiente tuve la suerte de ayudarle la Misa en el Santuario del Monte Schoenstatt. Como era costumbre, terminada ésta lo acompañé hasta la sacristía. Luego de quitarse los ornamentos, me preguntó qué me había gustado de la ceremonia del día anterior. Le repliqué: “Lo que habló Ud. sobre el carácter mutuo de la Alianza, el hecho de que María le jurara a Dios el no abandonar a su instrumento: "No lo he de dejar, se lo juro a Dios”. En ese momento el Padre me indicó con la mano, poniendo su índice casi sobre mi pecho, y recalcándome que “ese” instrumento era yo; que así debía interpretar esas palabras...

En la introducción de este libro mencioné lo profundamente humano que es la vinculación a los muertos. Aún aquellos que descartan la realidad del más allá, del otro mundo, no pueden sustraerse a querer prolongarse, de alguna manera, más allá de la muerte. Pienso en los letreros que dicen: “El 'che' vive”, “Hasta la victoria, siempre. . .”. Recuerdo las colas interminables que esperaban pasar por la tumba de Lenin en la Plaza Roja de Moscú. O la multitud silenciosa que desfilaba junto a los héroes de la Unión Soviética, sepultados en la muralla rojiza del Kremlin. Pienso en los millones de hombres y mujeres que han desfilado junto a la llama eterna que acompaña los restos de John F. Kennedy, en el cementerio de Arlington (Washington). Pienso en la tumba de Charles de Gaulle en Colombey les deux Eglises, se está convirtiendo en un inusitado lugar de peregrinación. Si se tiene presente esta tendencia profunda del hombre y de la humana naturaleza, entonces la tradicional y a menudo olvidada—doctrina de la “comunión de los santos” recibe una nueva y poderosa luz.

El Padre Kentenich creía profundamente en la realidad global de la Iglesia, es decir, en la existencia de una indisoluble comunidad de destinos entre todos los cristianos, incluyendo los que aún viven en el más allá. Estos no solo viven de Dios sino también continúan su acción —de un modo nuevo, es verdad— en este mundo. Muchos años atrás, prisionero entonces en el campo de concentración de Dachau, afirmaba: “...y si la sabia Providencia de Dios nos envía de súbito el ángel de la muerte, para llevarnos al más allá, allí donde nos revelará sus planes divinos, entonces es nuestra esperanza, en estrecha unión con todos los nuestros en el cielo, poder significar más y trabajar aún más eficazmente por Schoenstatt que cuando estábamos aquí en la tierra” (8.12.1944). 

Con pleno derecho, por doctrina y por experiencia de vida, podemos afirmar: el Padre vive. Y quien vive, actúa. El Padre sigue actuando. Me atrevo a decir que lo hace con mayor eficacia aún que cuando vivía en este mundo. De ello den testimonio los incontables peregrinos que han pasado por su tumba. Los cientos de peticiones que le han sido dirigidas y han obtenido respuesta (unas hojitas que publica el "Secretariado Padre Kentenich" en Alemania lo atestiguan). Sé de muchas personas que han recurrido a su intercesión y han sido escuchadas. Personalmente he podido experimentar también, repetidas veces, su cercanía espiritual, protección y conducción. 

Más de una vez vi firmar al Padre una estampita con la siguiente dedicatoria: “Tecum sum in aeternum” (Estoy contigo eternamente)Desde que dejara este mundo y regresara a Dios —pronto se cumplirán cuatro años de ello— la muerte ha perdido para mí algo de su dureza. Se me ha hecho mucho más vivo el que más que un término es un comienzo, más que un fin el regreso, un volver a Dios. Y será un volver a ver, cara a cara, a aquel hombre, sacerdote, amigo y padre que tanto me acercara a Dios —y a los hombres—. Ahora comprendo mejor lo que quería decir al afirmar que la vida y la historia —tanto la personal como la del mundo— era, en lo más profundo, un volver a Dios, al Padre: “Heimwarts sum Vater jet der Weg” (El camino nos lleva de vuelta al Hogar, al Padre). 




P. ESTEBAN URIBURU 
(1937 – 1998)

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