miércoles, diciembre 24, 2014

Novena Navideña - Noveno día




“Gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”

Te diré mi amor, Rey mío, en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos y los corazones se abren.
Te diré mi amor, Rey mío, con una mirada suave,
te lo diré contemplando tu cuerpo que en pajas yace.
Te diré mi amor, Rey mío, adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos, quizás con gotas de sangre.
Te diré mi amor, Rey mío, con los hombres y los ángeles,
con el aliento del cielo que espiran los animales.
Te diré mi amor, Rey mío, con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa y con la fe de tus mártires.
Te diré mi amor, Rey mío, ¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad, que has venido a nuestro Valle! Amén.
(Liturgia de las Horas, Himno de vísperas en tiempo de Navidad)

Para meditar:
En este último día de la novena meditamos en la Navidad como el momento del gran encuentro de Dios con el hombre. De muchas maneras habló Dios en el pasado, dice el autor de la Carta a los Hebreos, pero “en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Heb 1,1s). Se trata de la Alianza en sus dos momentos, la Antigua y la Nueva Alianza.
La Navidad supone un enorme regalo: antes de Cristo, nadie había visto a Dios. En Navidad tenemos la imagen del Dios invisible, su reflejo porque “el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Antes del nacimiento de Jesús, ver a Dios significaba morir; verlo en Belén es volver a vivir. De esta forma él entra definitivamente en la historia del hombre para darnos testimonio de la Trinidad. Él es la única fuente segura y veraz, su testimonio tiene valor absoluto: “A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Esta es la bienaventuranza que menciona San Lucas: “¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven! Muchos profetas y reyes quisieron verlo, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen pero no lo oyeron!” (Lc 10,23s).
La gloria del Padre que recibe Jesús no es otra que el resplandor de la bondad y la misericordia. Ellas socorren nuestra debilidad; su gloria es su amor y nuestra esperanza.
Esto trae una enorme consecuencia: ver la gloria de Dios -el amor que llega hasta nosotros- nos impele a llenarnos de amor y también a amar a los hermanos. Es la condición que coloca San Juan: “A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros” (1Jn 4,12). Quien ha visto la gloria de Dios es porque ama. Cada mirada a Jesús en Belén nos regala una nueva energía de amor.
Como los pastores, salimos del pesebre para decirle a quienes están a nuestro lado -con palabras y con hechos- que tenemos una gran alegría que comunicar: ha nacido alguien que no nos puede fallar y que ha convertido nuestra pequeña vida en la vida de Dios, nuestro mundo en el mundo de Dios, nuestra historia en la historia de Dios. Su gloria en nuestra gloria.
Ese Alguien ha hecho que los pobres, los que luchan por una vida más digna, los que quieren aprender a amar, tengan plena dignidad y futuro. De Él queremos aprender a amar a este mundo y esforzarnos para que nuestras familias, nuestra ciudad y el país en que vivimos puedan ser terruños dignos para todos. Porque Él nació, los demás merecen nuestra confianza y deben sentirse reconocidos y aceptados. En Jesús no hay discriminación alguna.
En esta Navidad nos decimos unos a otros que, a pesar de todos los problemas, nuestra vida es siempre hermosa y radiante, como la del Niño traído por María y anunciado por los ángeles. El único requisito es creer, como los pastores, que el milagro es posible y que Dios nos ama, porque ama a los pequeños y necesitados de ese amor.

Reflexionemos
1. ¿Qué regalo le quiero llevar a Jesús en esta Navidad?
2. ¿Qué pedido quiero hacerle a Jesús en esta Navidad?
3. ¿Qué quiero mejorar en este tiempo de Navidad que comienza en la Nochebuena?
4. ¿Cómo colaborar para que las palabras de los Ángeles se hagan realidad: “gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a los hombres que aman al Señor”?

Peticiones, renovación de la Alianza y bendición final.
Glorifiquemos a Cristo, Palabra eterna del Padre, engendrado antes de los siglos y nacido por nosotros en el tiempo, y aclamémoslo, diciendo:
• Que se goce la tierra, Señor, ante tu venida.
- Cristo, Palabra eterna, que al venir al mundo anunciaste la alegría a la tierra,
alegra nuestros corazones con la gracia de tu visita.
- Salvador del mundo, que con tu nacimiento nos has revelado la fidelidad de Dios,
haz que nosotros seamos también fieles a las promesas de nuestro bautismo.
- Rey del cielo y de la tierra, que por tus ángeles anunciaste la paz a los hombres,
conserva nuestras vidas en tu paz.
- Señor, tú que viniste para ser la vid verdadera que nos diera el fruto de vida,
haz que permanezcamos siempre en ti y demos fruto abundante.
- Intenciones personales…
Con el deseo de que la luz de Cristo ilumine a todos los hombres y que su amor se extienda por toda la tierra, pidamos al Padre que su reino venga a nosotros: Padre nuestro…
Dios todopoderoso, concédenos que, al vernos envueltos en la luz nueva de tu Palabra hecha carne, hagamos resplandecer en nuestras obras la fe que haces brillar en nuestra mente. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.
• Renovemos ahora la Alianza con nuestra Madre: “Oh Señora mía… “


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