Septiembre
2012
Queridos hermanos:
Muy elocuente fue una carta de lectores en La Nación del
domingo pasado que decía:
“… eran los autoconvocados, no
los invitó la oposición. Sólo tenían banderas argentinas, nada de partidos
políticos. Sólo traían cacerolas, no tenían armas. Eran familias, no venían a
hacer desmanes. Habían pagado sus transportes, no los trajeron los micros
gratis. Clamaban por sus derechos, su libertad, la seguridad de sus familias,
no eran destituyentes. Señora, la próxima vez abra el ventanal y
mire, ese es el pueblo argentino; bondadoso, acogedor, paciente, trabajador.
Abra sus oídos y escuche sus reclamos”.
Obviamente las reacciones de los políticos no se hicieron
esperar. Muchos del oficialismo salieron a “reducir” el perfil de la marcha
diciendo que era de un sector social determinado, de algunas ciudades, movidos
sólo por intereses económicos, y algunos hasta quisieron ver intensiones
conspirativas. Por otra parte varios políticos de la oposición intentaron en
vano capitalizar la manifestación y llevar agua para su molino. El mensaje de
las manifestaciones fue claramente un llamado de atención a todo el espectro
político, gobierno y oposición. Así lo reflejó Beatriz Sarlo en un artículo: “Es injusto hacer responsables a los
manifestantes de lo que les falta y les sobra a sus consignas. Su movilización
indica que hay allí fuerzas dispuestas a jugar en el espacio público. La
responsabilidad cae del lado de intelectuales y políticos que no articulamos
una interpelación progresista, democrática y autónoma. No supimos escribir las
cosas mejor que en Facebook”.
Dicen que no hay peor
sordo que el que no quiere oír. Pero peor aún es no querer escuchar. Y en
nuestra Argentina de hoy no queremos
escucharnos. Porque para escucharnos hay que desarrollar aptitudes y, a su
vez, escucharnos tiene consecuencias.
Escuchar
no es lo mismo que oír. Al cabo del día se oyen muchas cosas, pero se escucha poco, apenas prestamos atención a lo que dicen los demás, olvidando que
la atenta y amable escucha es la base del genuino diálogo. Sin capacidad de
escucha, de atención al otro, el diálogo queda bloqueado. Si todos queremos
hablar a la vez y nadie escucha las razones del otro, no hay diálogo, solamente
«monólogos yuxtapuestos» estériles y hasta ridículos.
Nuestra
sociedad, hoy, presenta un aspecto hosco
y crispado porque en ella falta la
voluntad de diálogo. El problema generacional, por ejemplo, se agudiza
porque en ambas partes (padres, hijos) hay poca capacidad de escucha. Falta
diálogo paciente y benevolente en muchos matrimonios y parejas. El problema
social llega a la irritación porque las partes no se escuchan, se “ningunean”,
se descalifican, se provocan e insultan para imponerse o para mandar mensajes
de poder al propio “bando”.
Por
lo contrario, el diálogo exige una
actitud de escucha atenta y respetuosa. Únicamente cuando uno es capaz de escuchar
al otro, abre la puerta para que el interlocutor pueda comunicarse con él. El
justo equilibrio entre saber escuchar y saber hablar produce el milagro del
diálogo. Y de verdad el diálogo es un milagro
de respeto y de sinceridad que posibilita la convivencia pacífica.
Decía
el escritor Joseph Joubert «Si quieres
hablar a alguien, empieza por abrir los oídos». Sólo una actitud de escucha
atenta hace fecunda la palabra que podemos brindar a nuestro interlocutor. Es
difícil poder decir algo válido al que dialoga con nosotros si antes no abrimos
de par en par nuestros oídos para escucharlo.
Escuchar
exige dominio de uno mismo. Es un gesto de sabiduría. La sabia escucha implica humildad, paciencia y deseo de aprender. Quien
piensa poseerlo todo, saberlo todo, no escucha al otro y sólo habla porque cree
que los demás son incapaces de aportarle nada. La persona engreída, orgullosa,
no escucha o escucha con desdén o con aires de superioridad. Y, en definitiva,
lo que hace es empobrecerse porque sólo aporta (habla) y nunca recibe
(escucha), quedándose finalmente vacía de tanto hablar. Los que sólo hablan sin
escuchar entorpecen el diálogo y se empobrecen en un monólogo egocéntrico, autoreferencial
y fastidioso que no conduce a nada.
Junto
con escuchar atentamente, para que se dé un verdadero diálogo debemos expresarnos claramente, sin miedos. Con
libertad, franqueza y respetuosamente. Si dialogáramos más y mejor, nuestra
sociedad cambiaría radicalmente y poco a poco iría adquiriendo un rostro más
humano y solidario.
La
escucha y el diálogo es la actitud de Dios con nosotros siempre. El diálogo es un aspecto central de la vida
en Alianza de Dios con nosotros y de nosotros mutuamente. Tal vez fue por
eso que Jesús ayudó para que los sordos
escucharan y los mudos pudieran hablar. “Entonces
le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús
lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas
y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo,
suspiró y dijo: «Efatá», que significa:
«Ábrete». Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y
comenzó a hablar normalmente”. (Mc. 7, 33 – 35)
Que
nuestro pedido sea entonces: ¡Señor, abre
nuestros oídos y nuestra boca para que sepamos expresarnos claramente y escucharnos!
¡Que podamos dialogar como hermanos!
En
el camino al Jubileo del centenario de Schoenstatt hay muchas cosas de nuestra
realidad que nos duelen y nos agobian, pero no claudiquemos, no dejemos de expresarnos. Movidos por la
esperanza y en la fuerza renovadora del Espíritu, como discípulos de Cristo y aliados
de María seamos factores de encuentro, de diálogo y de Alianza.
Desde
el Santuario les mando un cordial saludo y bendición.
¡Feliz
día de Alianza!
P. José Javier Arteaga
¡SANTUARIO VIVO, HOGAR PARA EL MUNDO!
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