Luz del mundo
Padre Nicolás Schwizer
N° 133 – 15 de junio de
2012
“Vosotros sois la sal de la tierra”. “Vosotros
sois la luz del mundo”. El Señor dirige estas palabras a todos los cristianos,
a cada uno de nosotros.
Somos
llamados a ser testigos de nuestro cristianismo en este mundo, ante todos los hombres. Y este testimonio debe realizarse no tanto en
muchas palabras, sino sobre todo en nuestras acciones y obras. Porque el mundo
moderno quiere que las palabras se traduzcan en hechos; los principios, en
efectos; la fe y la caridad, en obras.
El mundo actual no se convertirá nunca a Dios,
si no encuentra en nosotros, en nuestras vidas cristianas, un signo y
testimonio de la presencia de Dios. Sabemos que después de su ascensión, Cristo
no tiene ya más que una aparición posible, la nuestra. El único rostro que Él
puede mostrar a nuestros contemporáneos, para llamarlos y convertirlos, es el
nuestro, el de nuestras familias, el de nuestras comunidades y grupos.
Entonces, ¿cómo
podemos ser luz del mundo? ¿Cómo podemos dar testimonio de Cristo en medio
de los hombres?
El signo característico del cristiano auténtico es el amor, el amor a Dios y el amor a los hermanos. Seremos sal de la tierra, luz del mundo en la medida en que seamos testigos fieles del amor sin límites de Jesucristo, en nuestra propia vida.
Es la única prueba convincente de que Él sigue
vivo: que nuestra comunidad cristiana, nuestras familias, cada uno de nosotros
vivamos con tanto amor y entrega servicial, que los demás sientan ganas de
unirse a nosotros. Que ellos sólo puedan explicarse nuestra entrega cristiana,
admitiendo que Cristo se ha hecho vivo de nuevo en nosotros.
Y sabemos: El amor al prójimo es amor a Dios. Porque a partir de la encarnación de Cristo, el segundo mandamiento es semejante, es igual al primero. ¡No separemos pues el amor a Dios del amor a los hermanos!
San Juan Crisóstomo nos explica: “Quien acepta
uno de los dos preceptos, observa también el otro. Ni un alma sin cuerpo, ni un
cuerpo sin alma pueden constituir un hombre. Así, pues, no se puede hablar de
amor a Dios, si no se tiene como compañero el amor al prójimo”.
Cuando, por eso, amamos a nuestros hermanos,
estamos amando a Dios de un modo auténtico y directo. Y, además, la prueba de
que amamos a Dios es que nos amamos los unos a los otros. Cristo ha revelado
que tenemos las mismas relaciones con Dios que con cualquiera de nuestros
hermanos. Estamos tan cerca de Dios, como de cualquiera de nuestros prójimos.
San Juan nos explica en su 1ª carta: “El que
dice que ama a un Dios, a quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un
mentiroso”. El amor a Dios se presta a muchas ilusiones, a mucha imaginación.
Pero el amor a nuestros hermanos es extraordinariamente realista.
Podemos saber en cualquier momento en qué punto
nos encontramos. Así nuestro amor a los demás es nuestra manera concreta de
entrar en el amor a Dios. El prójimo es Cristo al alcance de nuestro amor. No
amamos verdaderamente a Cristo, si no lo amamos en el hermano.
Ese
amor fraternal es el gran signo del cristiano, el
único testimonio que aceptan los demás, la única invitación convincente para
los de afuera.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Cómo es nuestra comunidad familiar?
2. ¿La cordialidad caracteriza a nuestras relaciones?
3. ¿Soy una luz de Cristo… encendida?
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