Palabra de Dios y nuestra respuesta
N° 130 – 01 de mayo de 2012
El gran reproche de los incrédulos modernos es el silencio de Dios.
Levantan los ojos al cielo, pero no reciben un signo ni una respuesta de Él.
Igualmente muchos de los creyentes, tal vez también nosotros, sentimos que Dios
está en la oscuridad y se calla.
Si nos quejamos del silencio de Dios es porque no prestamos oído al
Evangelio. En él Dios nos habla. Pero lo raro es que a muchos no les interesa
la Palabra de Dios, el mensaje que Dios les dirige, su “Buena Nueva”. Hay un
libro que muchos cristianos no poseen, y si lo poseen no lo leen tanto: el
Evangelio.
El Evangelio, la palabra de Dios, es siempre actual, está dicha en este
momento, nos repite continuamente, es nuevo cada día, nuevo para cada ser
humano.
Cuando comulgamos, no comulgamos con un Cristo que vivió hace más de
2000 años, sino con un Cristo que está vivo hoy y que nos está amando hoy. Y
con el Evangelio pasa lo mismo: no escuchamos al Cristo que habla a los que
vivieron hace más de 2000 años: oímos al Cristo que nos habla ahora, en este
momento.
El Evangelio es como un espejo. ¿Qué hay que hacer con un espejo? Hay que
mirarse en él. Cada uno de nosotros puede verse en este espejo, reflejarse,
denunciarse, revelarse. Pero, muchas veces, en este espejo no vemos más que a
los otros: nos indignamos por la maldad y la ceguera de los demás.
Pero la palabra de Dios exige de mí, una respuesta. En nuestras
relaciones humano‑divinas no puede haber un monólogo divino. El diálogo se nos
impone. Y este diálogo producirá fruto de acuerdo a nuestra participación
humana. Si la palabra de Dios no da fruto, no es por culpa de la semilla, ni
siquiera por culpa del sembrador, sino por el terreno donde cae.
¡Cuántos sermones hemos oído, cuántas lecciones de catecismo, cuántas
exhortaciones en el confesionario! Nunca jamás la palabra de Dios ha sido tan
difundida como ahora. Sin embargo, ¿cómo es posible que sea tan poco fecunda en
nuestras almas?
Todo depende de la disposición con que la escuchamos, de la apertura con
que la recibimos. Jesús, caracteriza cuatro clases de cristianos, cuatro clases
de oyentes de la palabra divina:
1) La primera clase es como el camino: duro, impenetrable, cerrado por la costumbre. La semilla cae sobre
ellos sin poder penetrar en sus almas. Han oído una infinidad de sermones, pero
ninguno de ellos los ha hecho cambiar.
Mientras se les anuncia la palabra de Dios, se ponen a pensar en sus
preocupaciones habituales, en sus sueños favoritos. Sería terrible si se
revelasen los pensamientos que ellos tienen, mientras Dios les está hablando.
2) La segunda clase de oyentes
es la de los superficiales, la de
las almas sensibles y entusiastas, pero que carecen de perseverancia y
profundidad. Se exaltan fácilmente y se creen convertidos por el mero hecho de
sentirse conmovidos. Todo lo que se les dice, les toca el alma, pera nada de
ello logra cambiarlos.
3) La tercera clase es la
tierra fecunda y profunda en que la semilla podría germinar. Son los que tienen
buenas cualidades para hacer algo por Dios y por su Reino. Pero no tienen tiempo en medio de sus preocupaciones y agitaciones
terrenales, y así ahogan la semilla.
Se interesan en demasiadas
cosas para poder ocuparse además de Dios. Siempre encuentran alguna idea para
discutir, algún defecto para lamentar, alguna excusa para no pensar en la
palabra de Dios.
4) ¿Cuál es, entonces, el terreno en que la palabra de Dios da fruto? Son aquellos que reciben la palabra de
Dios como una revelación, los que se dejan vaciar, desenmascarar y transformar.
Son los que se reconocen en el espejo de la palabra, diciéndose: Ese soy yo. Es
a mí a quien se dirige. Soy yo el que tiene que cambiar. En ellos la palabra de
Dios va penetrando, madurando, germinando, dando frutos maravillosos.
Testigo de esto son los Santos de todos los tiempos. Y el molde ejemplar
de esta actitud lo encontramos como siempre en la Sma. Virgen María. Ella
respondió a su vocación por Dios de una manera significativa: “He aquí lo
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y en dos lugares distintos,
el Evangelio dice de ella: “María guardaba todas estas palabras, meditándolas
en su corazón”.
Preguntas para la reflexión
1. ¿A qué clase de oyentes pertenecemos nosotros?
2. ¿Con qué apertura y disponibilidad aceptamos la palabra de Dios?3. ¿Con qué docilidad y perseverancia la realizamos?
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