miércoles, mayo 02, 2012


Palabra de Dios y nuestra respuesta


Padre Nicolás Schwizer
N° 130 – 01 de mayo de 2012


El gran reproche de los incrédulos modernos es el silencio de Dios. Levantan los ojos al cielo, pero no reciben un signo ni una respuesta de Él. Igualmente muchos de los creyentes, tal vez también nosotros, sentimos que Dios está en la oscuridad y se calla.

Si nos quejamos del silencio de Dios es porque no prestamos oído al Evangelio. En él Dios nos habla. Pero lo raro es que a muchos no les interesa la Palabra de Dios, el mensaje que Dios les dirige, su “Buena Nueva”. Hay un libro que muchos cristianos no poseen, y si lo poseen no lo leen tanto: el Evangelio.

El Evangelio, la palabra de Dios, es siempre actual, está dicha en este momento, nos repite continuamente, es nuevo cada día, nuevo para cada ser humano.

Cuando comulgamos, no comulgamos con un Cristo que vivió hace más de 2000 años, sino con un Cristo que está vivo hoy y que nos está amando hoy. Y con el Evangelio pasa lo mismo: no escuchamos al Cristo que habla a los que vivieron hace más de 2000 años: oímos al Cristo que nos habla ahora, en este momento.

El Evangelio es como un espejo. ¿Qué hay que hacer con un espejo? Hay que mirarse en él. Cada uno de nosotros puede verse en este espejo, reflejarse, denunciarse, revelarse. Pero, muchas veces, en este espejo no vemos más que a los otros: nos indignamos por la maldad y la ceguera de los demás.

Pero la palabra de Dios exige de mí, una respuesta. En nuestras relaciones humano‑divinas no puede haber un monólogo divino. El diálogo se nos impone. Y este diálogo producirá fruto de acuerdo a nuestra participación humana. Si la palabra de Dios no da fruto, no es por culpa de la semilla, ni siquiera por culpa del sembrador, sino por el terreno donde cae.

¡Cuántos sermones hemos oído, cuántas lecciones de catecismo, cuántas exhortaciones en el confesionario! Nunca jamás la palabra de Dios ha sido tan difundida como ahora. Sin embargo, ¿cómo es posible que sea tan poco fecunda en nuestras almas?

Todo depende de la disposición con que la escuchamos, de la apertura con que la recibimos. Jesús, caracteriza cuatro clases de cristianos, cuatro clases de oyentes de la palabra divina:

1) La primera clase es como el camino: duro, impenetrable, cerrado por la costumbre. La semilla cae sobre ellos sin poder penetrar en sus almas. Han oído una infinidad de sermones, pero ninguno de ellos los ha hecho cambiar.

Mientras se les anuncia la palabra de Dios, se ponen a pensar en sus preocupaciones habituales, en sus sueños favoritos. Sería terrible si se revelasen los pensamientos que ellos tienen, mientras Dios les está hablando.

2) La segunda clase de oyentes es la de los superficiales, la de las almas sensibles y entusiastas, pero que carecen de perseverancia y profundidad. Se exaltan fácilmente y se creen convertidos por el mero hecho de sentirse conmovidos. Todo lo que se les dice, les toca el alma, pera nada de ello logra cambiarlos.

3) La tercera clase es la tierra fecunda y profunda en que la semilla podría germinar. Son los que tienen buenas cualidades para hacer algo por Dios y por su Reino. Pero no tienen tiempo en medio de sus preocupaciones y agitaciones terrenales, y así ahogan la semilla.

Se interesan en demasiadas cosas para poder ocuparse además de Dios. Siempre encuentran alguna idea para discutir, algún defecto para lamentar, alguna excusa para no pensar en la palabra de Dios.

4) ¿Cuál es, entonces, el terreno en que la palabra de Dios da fruto? Son aquellos que reciben la palabra de Dios como una revelación, los que se dejan vaciar, desenmascarar y transformar. Son los que se reconocen en el espejo de la palabra, diciéndose: Ese soy yo. Es a mí a quien se dirige. Soy yo el que tiene que cambiar. En ellos la palabra de Dios va penetrando, madurando, germinando, dando frutos maravillosos.

Testigo de esto son los Santos de todos los tiempos. Y el molde ejemplar de esta actitud lo encontramos como siempre en la Sma. Virgen María. Ella respondió a su vocación por Dios de una manera significativa: “He aquí lo esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y en dos lugares distintos, el Evangelio dice de ella: “María guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón”.


Preguntas para la reflexión

1. ¿A qué clase de oyentes pertenecemos nosotros?
2. ¿Con qué apertura y disponibilidad aceptamos la palabra de Dios?
3. ¿Con qué docilidad y perseverancia la realizamos?

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